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sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 7. " Mechones de pelo negro"

MECHONES DE PELO NEGRO

–¡Visitas, querido! –gritó Fumiko desde la cocina, dirigiéndose a Oki–. Una enorme señora rata nos ha honrado con su visita y se oculta bajo la cocina.
A veces, Fumiko utilizaba un lenguaje exageradamente cortés para formular críticas encubiertas a su marido.
–No me digas!
–¡Y, por lo visto, hasta ha traído consigo a sus pequeños!
–¡Ah, sí!
–Deberías venir a verla, realmente... La ratita acaba de asomarse y tiene la carita más dulce que yo haya visto.
–Mmm.
–Me miró con unos ojitos mansos y relucientes.
Oki guardó silencio. El penetrante aroma de la sopa miso llegaba hasta el comedor, en donde él leía el diario de la mañana.
–¡Y ahora está entrando la lluvia! Directamente a la cocina. ¿La oyes, querido?
Ya llovía cuando Oki se había despertado, pero ahora caía un verdadero aguacero. El viento que sacudía los pinos y bambúes en las colinas había virado al este y hacía entrar el agua de lluvia por ese frente de la casa.
–¿Cómo supones que puedo oírla con semejante viento y semejante aguacero?
–¿No quieres venir a ver?
–Mmm.
–¡Pobres gotitas! El viento las arroja contra el techo y ellas tienen que deslizarse por las grietas, para caer como lágrimas sobre nosotros...
–Me harás llorar a mí también.
–Pongamos la trampera esta noche. Creo que está en el estante más alto de la alacena. ¿Me la bajarás, más tarde?
–¿Estás segura de que quieres cazar a la señora rata y a su dulce pequeñuelo en una trampa? –preguntó Oki, sin levantar la vista del periódico.
–¿Y qué me dices de la gotera?
–¿Es muy grave? ¿No será porque el viento está soplando de ese lado? Mañana subiré al techo y miraré.
–Es peligroso para un anciano. Le puedo pedir a Taichiro que lo haga.
–¿Quién es el anciano?
–En la mayoría de las actividades, los hombres se jubilan a los cincuenta y cinco, ¿no es así?
–Es bueno saberlo. Quizá yo también deba retirarme.
–Hazlo cuando quieras.
–Quisiera saber a qué edad debe retirarse uno en la actividad literaria.
–El día de la muerte.
–¡Ah, muy bien!
–¡Perdón! –exclamó Fumiko en tono contrito y luego añadió con su voz habitual–: Quise decir que podías seguir escribiendo por mucho, mucho tiempo.
–No es una perspectiva muy halagüeña; sobre todo, cuando uno tiene una esposa rezongona. Es como si el diablo lo estuviera pinchando a uno con su tridente.
–¡No me digas eso! ¿Cuándo he rezongado yo?
–Eres capaz de ser bastante incómoda, tú lo sabes.
–¿Qué quieres decir?
–Bueno, cuando estás celosa, por ejemplo.
–Todas las mujeres son celosas; pero tú me enseñaste, hace mucho tiempo, que es una medicina amarga y peligrosa... una espada de doble filo.
–Con la que uno hiere al compañero y se hiere a sí mismo.
–Ocurra lo que ocurra, ya estoy demasiado vieja para un doble suicidio o para un divorcio.
–Ya es bastante feo que una pareja madura se divorcie; pero no hay nada más triste que un doble suicidio. Los ancianos deben de sentirse muy afectados cuando leen una noticia de ese tipo en los diarios. Mucho más de lo que pueden sentirse los jóvenes cuando se enteran del suicidio de dos jóvenes enamorados.
–Piensas en eso porque una vez, hace mucho tiempo, te conmovió profundamente la idea del doble suicidio... De cualquier manera, no permitiste que tu joven amiga se enterara de que tú deseabas morir con ella. Quizás eso hubiera sido lo mejor. Ella intentó quitarse la vida, pero nunca soñó que tú también estabas dispuesto a morir. ¿No te da lástima que ella lo haya ignorado?
–Pero ella no murió.
–Su intención era morir. Para el caso es lo mismo.
Fumiko volvía a hablar de Otoko. Oki oyó el chirrido del aceite en la sartén, probablemente estaba friendo cerdo con repollo. El aroma de la pasta de frijoles fermentados se hizo más intenso.
–Me parece que tu sopa miso se está pasando de punto –advirtió Oki.
–Está bien, está bien. Ya sé que nunca te complaceré con esta sopa... Ya te has quejado muchas veces de mi manera de hacerla, cuando la pedías en todos los restaurantes del país... Supongo que tu deseo subconsciente era el de cocinar en ella a tu esposa.
–¿Sabes cómo se escribe el nombre de esa sopa en chino?
–¿No se escribe fonéticamente?
–Se repite tres veces el ideograma "honorable".
–¡Ah, sí!
–Y es porque siempre fue muy importante en la cocina, y muy difícil de hacer.
–Quizá tu honorable miso se haya ofendido esta mañana porque no se la ha tratado con el debido respeto.
Otra vez le estaba formulando un reproche encubierto. Oki era natural del sector occidental de Japón y nunca había llegado a dominar realmente el cortés lenguaje de Tokyo. Fumiko, en cambio, se había criado en Tokyo. Por eso, más de una vez debía recurrir a su asesoramiento. Sin embargo, no siempre aceptaba lo que ella le decía. La enconada discusión podía transformarse en una inacabable disputa y, por lo general, Oki terminaba por declarar que el habla de Tokyo no era más que un vulgar dialecto, con una superficial tradición. En Kyoto o en Osaka hasta el chismorreo habitual era algo muy cortés, muy diferente del chismorreo de Tokyo. La gente utilizaba expresiones corteses para cualquier tipo de cosas: montañas y ríos, casas, calles, cuerpos celestes y hasta peces y verduras.
–En ese caso, más vale que consultes a Taichiro –le decía ella, dando por terminada la discusión–. Después de todo él es un universitario.
–¿Qué puede saber él de eso? Quizá sepa algo de literatura, pero nunca ha estudiado el lenguaje cortés. ¡Mira cómo hablan él y sus amigos! Ni siquiera es capaz de escribir sus artículos en un buen japonés.
En realidad, a Oki le disgustaba consultar a su hijo o recibir instrucciones de él. Prefería preguntar a su esposa. Pero, aunque era natural de Tokyo, Fumiko solía quedar perpleja ante sus preguntas.
Aquella mañana se descubrió a sí mismo lamentándose una vez más de la decadencia del idioma.
–Antes, los eruditos sabían chino y escribían una prosa correcta y armoniosa. La gente no habla así. Todos los días aparecen palabras nuevas, simpáticas como esas ratitas. Y, como a esas ratitas, no les importa lo que roen. Las palabras cambian con tanta rapidez que uno experimenta vértigo. Por eso su vida es muy breve, y aunque sobrevivan se vuelven obsoletas... como las novelas que escribimos. Es raro que alguna dure cinco años.
–Y bien, quizá baste con que una palabra nueva viva un día –dijo Fumiko, mientras entraba con la bandeja del desayuno–. Yo también he hecho bien en sobrevivir todos estos años que han transcurrido desde que tú pensaste en morir con aquella muchacha.
–Porque no hay jubilación para las amas de casa. Eso está mal.
–Pero existe el divorcio. Una vez, por lo menos una vez en mi vida yo también quise saber cómo se sentía uno al divorciarse.
–No es demasiado tarde.
–Ya no me interesa. Ya conoces ese antiguo dicho: tratar de asir la ocasión cuando ya pasó.
–La tuya no ha pasado... ni siquiera tienes canas.
–¡Pero la tuya sí!
–Ese es mi sacrificio para evitar el divorcio. Para que no te pongas celosa.
–¡Hoy estás dispuesto a hacerme enojar!
Bromeando como siempre, saborearon el desayuno. Fumiko parecía estar de buen humor. Había recordado a Otoko, pero era evidente que esa mañana no estaba dispuesta a exhumar el pasado.
La lluvia había amainado, a pesar de que aún no se veían grietas en la densa capa de nubes.
–¿Taichiro duerme aún? –preguntó Oki–. ¡Despiértalo!
Fumiko hizo un gesto de asentimiento.
–Lo intentaré; pero dudo de que lo logre. Me dirá que lo deje dormir porque está de vacaciones.
–¿No tenía pensado ir a Kyoto hoy?
–Puede ir al aeropuerto después de cenar. ¿Por qué va a Kyoto con este calor?
–Deberías preguntárselo a él. Se le ha puesto entre ceja y ceja visitar nuevamente la tumba de Sanetaka, que está detrás del Templo Nisonin. Parece que va a escribir una tesis sobre la Crónica de Sanetaka... ¿Sabes quién fue Sanetaka?
–¿Algún noble de la corte?
–¡Por supuesto que era noble! Llegó a ser chambelán en tiempos de Yoshimasa, y era amigo del poeta Sogi y de su círculo. Sanetaka fue uno de los aristócratas que mantuvieron con vida el arte y la literatura durante las guerras del siglo XVI. Parece haber tenido una interesante personalidad y dejó un diario muy voluminoso. Taichiro piensa utilizarlo para estudiar la cultura de ese período.
–¡Ah, sí! ¿Y dónde está el templo?
–Al pie del Monte Ogura.
–¿Pero dónde es eso? ¿No me llevaste allí una vez?
–Sí, hace mucho tiempo. Es un lugar pleno de asociaciones.
–Eso era en Saga, ¿no? Ahora recuerdo.
–Taichiro está descubriendo tantos detalles incidentales que opina que yo debería utilizarlos para una novela. Él los califica de anécdotas sin valor. Supongo que se siente muy erudito cuando me aconseja crear una novela con sus anécdotas inútiles y sus leyendas infladas.
Fumiko sonrió con aire reservado.
–¡Ve a despertar a tu erudito! –prosiguió Oki, mientras se levantaba de la mesa–. ¿Dónde se ha visto que un hijo siga durmiendo mientras su padre trabaja?

En su estudio se sentó ante el escritorio y apoyó la cabeza en las manos, para reflexionar acerca de aquel diálogo sobre la edad a que debe retirarse un novelista. No lo encontraba nada divertido. Oyó que alguien hacía gárgaras en el baño. Taichiro entró enjugándose el rostro con una toalla.
–Te has levantado un poco tarde, ¿no? –comentó Oki con sequedad.
–Soñaba despierto.
–¿Y con qué soñabas?
–¿Sabías que han excavado la tumba de la princesa Kazunomiya?
–¿Han violado la tumba de una princesa?
–Podría definirse así –admitió Taichiro, conciliador–. ¿Pero acaso no es frecuente que excaven antiguas tumbas con fines de investigación?
–Si es la tumba de la princesa Kazunomiya no puede ser muy antigua. ¿Cuándo murió?
–En 1877 –respondió Taichiro con seguridad.
–¡En ese caso ha transcurrido menos de un siglo!
–Así es. Pero dicen que no quedaba más que su esqueleto.
Oki frunció el entrecejo.
-Dicen que hasta su almohada y sus vestidos se habían desintegrado... No quedaba más que el esqueleto.
–Es inhumano exhumar esos restos.
–Yacía en una postura deliciosamente inocente, como un niño dormido.
–¿El esqueleto?
–Sí. Y parece que quedaba un mechón de pelo detrás del cráneo... del largo que lo usaban las viudas. Pero era un pelo negro que parecía corresponder a una mujer de alta alcurnia muerta en plena juventud.
–¿Y tú soñabas despierto con ella?
–Sí. Pero es que había algo más. Algo bello, misterioso y fugaz...
–¿De qué se trataba? –preguntó Oki, que no podía compartir el entusiasmo de su hijo. Le disgustaba profundamente que hubieran exhumado el cadáver de una desdichada princesa imperial, que tenía que haber muerto antes de los treinta años.
–Algo que jamás se te ocurriría –dijo Taichiro, mientras balanceaba su toalla–. ¿No quieres que llame a mi madre así relato el suceso en su presencia?
Oki hizo un gesto afirmativo.

Al regresar al estudio, Taichiro iba repitiendo la historia a su madre.
Oki había extraído un volumen del Diccionario de historia japonesa de un anaquel de la biblioteca, buscó el nombre de Kazunomiya y encendió un cigarrillo. Su hijo traía en la mano algo que parecía una revista de pocas páginas. Oki le preguntó si aquél era el informe de la excavación.
–No, es el boletín de un museo. Uno de los miembros del equipo de redacción escribió un artículo intitulado "Belleza fugaz", a raíz de algo espectral que algunos de ellos tuvieron oportunidad de ver. Es posible que eso no figure en el informe.
Taichiro hizo una pausa y comenzó a resumir el artículo:
–Entre los brazos del esqueleto de la princesa Kazunomiya encontraron una placa de vidrio un poco más grande que una tarjeta de visita. Parece ser que eso fue lo único que encontraron. Estaban excavando las tumbas de los Shoguns de Tokugawa, en Shiba, de modo que abrieron también la de Kazunomiya... El tipo que estaba a cargo de los textiles pensó que podía tratarse de un espejo de bolsillo o de una fotografía de placa húmeda. Envolvió el vidrio en un papel y lo llevó al museo.
–¿Quieres decir que podía ser una fotografía sobre vidrio?
–Sí, se extiende una emulsión sobre una placa de vidrio y ésta se revela mientras está aún húmeda. Como las fotos de antes, ¿comprendes?
–Ah, sí.
–El vidrio parecía transparente, pero cuando el experto en textiles lo examinó en el museo, colocándolo a la luz, a diferentes ángulos, pudo distinguir la figura de un joven que vestía ropas de ceremonia y un sombrero de cortesano. Era, en efecto, una fotografía. Muy desvaída, por supuesto.
–¿Era el Shogun Iemochi? –preguntó Oki, cada vez más interesado.
–Parecería que sí. Se presume que fue enterrada con la fotografía de su marido muerto. El encargado pensó así y estaba dispuesto a consultar al Instituto de Investigaciones de Propiedades Culturales al día siguiente, con la esperanza de que ellos lograran obtener una imagen más clara... Pero a la mañana siguiente la imagen se había desvanecido por completo. De la noche a la mañana, la fotografía se había convertido en un simple trozo de vidrio.
–¿En serio? –Fumiko miraba a su hijo con sorpresa.
–Por haber sido expuesta al aire y a la luz después de haber estado enterrada por espacio de años –explicó Oki.
–Así es. Una persona puede atestiguar que el experto en textiles vio una fotografía: se trata de un guardián que pasó por allí en el momento en que el hombre la estaba mirando. Se la mostró y el guardián vio también la imagen de un joven noble.
–¡Increíble!
–El artículo dice que es "la historia de una vida verdaderamente efímera".
Taichiro hizo una pausa.
–Pero el autor del artículo tiene ambiciones literarias –prosiguió–, de modo que en lugar de terminar allí siguió bordando la historia. Se dice que el príncipe Arisugawa estaba profundamente enamorado de Kazunomiya. Por eso cabe la posibilidad de que la fotografía haya mostrado al amante y no al marido. Es posible que, al sentirse morir, Kazunomiya haya ordenado secretamente a sus servidores que enterraran con ella la fotografía en vidrio de su amante. El autor dice que eso es lo que cabe esperar de un personaje tan trágico como el de la princesa.
"Pura imaginación, ¿no creen ustedes? Se puede escribir una nota interesantísima sobre la imagen del amante que se desvanece de la noche a la mañana, no bien se la saca de una sepultura.
"Dice también que la fotografía debió haber quedado bajo tierra para siempre. Kazunomiya habría deseado, sin duda, que la imagen se desvaneciera esa noche.
–Supongo que sí.
–Y esa belleza que se desvaneció en forma tan repentina podría ser recuperada por algún escritor que la transformara en una conmovedora obra de arte... Así termina el artículo. ¿No te gustaría escribir sobre eso, papá?
–No sé si sería capaz de hacerlo –dijo Oki–. Quizás en forma de cuento, un cuento que comenzara con una escena de la excavación... ¿Pero no basta con ese artículo?
–¿Te parece? –Taichiro parecía decepcionado.
–Lo leí esta mañana en la cama y ardía en deseos de contártelo. Te lo dejo.
Dejó la revista sobre el escritorio de su padre.
–Me gustaría leerlo
Cuando Taichiro ya se encaminaba a la puerta, Fumiko le preguntó:
–¿Y qué ocurrió con el esqueleto de la princesa? No la habrán llevado a una universidad o a un museo, ¿no? ¡Eso sería demasiado cruel! Estoy segura de que la volvieron a enterrar tal como estaba.
–El artículo no dice nada; pero sin duda lo hicieron.
–De cualquier manera, la fotografía que ella abrazaba ha desaparecido... La pobre princesa muerta tiene que estar muy sola.
–Eso no se me había ocurrido. ¿Qué te parece ese toque final, papá?
–Demasiado sentimental.

Taichiro abandonó el estudio. Fumiko también se dispuso a salir.
–¿No tenías proyectado trabajar? –preguntó.
–Todavía no. Después de un relato como éste necesito un paseo. Parece que ha dejado de llover.
Oki se levantó de su escritorio.
–De cualquier manera tiene que estar fresco y agradable después de semejante aguacero –comentó Fumiko y miró por la ventana–. Por favor, sal por la cocina y échale una ojeada a esa gotera.
–Hablas de lo solitaria que debe de estar la pobre princesa muerta y a renglón seguido me dices que vaya a controlar una gotera.
Las galochas de Oki estaban en un arcón para calzado próximo a la puerta de la cocina. Fumiko las sacó y mientras lo hacía dijo:
–¿Te parece bien que Taichiro hable de una tumba y, a continuación, viaje a Kyoto a visitar otra tumba? Oki la miró perplejo.
–¿Y qué tiene eso de malo? ¡Qué manera de saltar de un tema a otro!
–No estoy saltando. Me he estado preguntando lo mismo desde que comenzó a hablarnos de la princesa Kazunomiya.
–Pero la tumba de Sanetaka es cientos de años más antigua.
–¡Taichiro va a Kyoto a ver a esa muchacha!
Una vez más Fumiko había sorprendido a Oki con la guardia baja. Hasta ese momento, ella había estado atareada buscando las galochas; pero mientras Oki se las colocaba, se incorporó y lo miró a los ojos.
–Es una muchacha aterradoramente hermosa... ¿no te parece que es aterradora?
Oki vaciló. Había mantenido en secreto la noche pasada con Keiko.
–Todo esto me produce una extraña sensación de inquietud –prosiguió Fumiko sin apartar los ojos de su marido–. En lo que va del verano no se ha producido una verdadera tormenta eléctrica.
–¡Ahí tienes! ¡Otra vez saltando de un tema a otro!
–Si esta noche se produjera una tormenta eléctrica, podría caer un rayo sobre el avión.
–¡No seas absurda! Nunca he oído que un rayo caiga sobre un avión en este país.

Con el alivio de haber escapado de la casa, Oki observó las oscuras nubes de lluvia y el cielo bajo. La humedad era opresiva. Pero aun cuando el cielo se hubiera despejado, su humor no podía mejorar mucho. La idea de que su hijo viajaba a Kyoto para ver a Keiko no se apartaba de su mente. Por supuesto, no tenía la seguridad de que así fuera; pero desde el instante en que su esposa lo había sorprendido con aquella ocurrencia, había comenzado a admitirla como una posibilidad.
Al abandonar su estudio para dar un paseo, había tenido la intención de visitar uno de los antiguos templos de Kamakura; pero la extraña observación de Fumiko había hecho que las tumbas del templo se convirtieran en un espectáculo repelente. Decidió, pues, trepar una pequeña colina boscosa próxima a su casa. El aire del bosque estaba impregnado en los densos aromas que exhalan los árboles a la tierra después de una lluvia. Al sentirse escondido por la fronda comenzaron a surgir en su memoria visiones del adorable cuerpo de Keiko.
Primero vio uno de sus pezones. Era un botón rosado, de un rosado casi transparente. Algunas mujeres japonesas tienen una piel muy clara y radiante de feminidad, una piel quizá más bella y tersa que esa piel con un leve resplandor rosado, que tienen las jóvenes de Occidente. Y los pezones de algunas muchachas japonesas tienen un matiz de rosa incomparablemente delicado. El cutis de Keiko no era tan claro, pero sus pezones parecían recién lavados y húmedos. Eran como un pimpollo sobre su pecho de marfil. No se advertían en ellos pequeños pliegues ni textura granulada y sus dimensiones invitaban a apoyar tiernamente los labios sobre ellos.
Pero no fue sólo su belleza lo que trajo a la mente de Oki el recuerdo de los pezones de Keiko. Aquella noche en el hotel, ella le había entregado su pezón derecho, pero le había negado el izquierdo. Cuando él había tratado de acariciarlo, ella lo había defendido firmemente con una mano. Y cuando él le arrancó la mano, la muchacha se volvió y se apartó de él.
–¡No hagas eso! ¡Te lo ruego! El izquierdo no. Oki se había detenido en seco.
–¿Qué ocurre con el izquierdo?
–No sale.
–¿No sale?
Oki la miró azorado.
–No sirve para nada. Lo odio.
Keiko respiraba aún con dificultad. Oki no entendía nada. ¿Qué era lo que "no salía"? ¿Qué era lo que "no servía" para nada? ¿Era posible que el pezón izquierdo de la muchacha estuviera hundido o fuera deforme? ¿La preocuparía eso? ¿O sólo se trataría de la timidez de una chica que no se atreve a revelar que sus dos pezones no son iguales? Oki recordó que cuando él la levantó en brazos y la depositó en la cama, Keiko se había ovillado y parecía proteger más el pecho izquierdo que el derecho, utilizando el brazo a manera de escudo. Sin embargo, él había visto ambos pechos, tanto antes como después de ese instante. Cualquier anormalidad en la forma del pezón izquierdo debería de haber atraído su atención.
Y cuando por fin apartó la mano de Keiko por la fuerza, y miró el pezón izquierdo, no vio nada extraño en él. Al examinarlo con mayor detenimiento pudo ver que era apenas más pequeño que el derecho. Eso no era nada fuera de lo común... ¿por qué estaría tan ansiosa la muchacha por mantenerlo apartado de ese pecho?
La resistencia que le había opuesto lo había excitado más aún. Mientras. luchaba por llegar al pezón vedado le preguntó:
–¿Hay alguien en especial a quien le permites tocarlo? Keiko hizo un gesto negativo con la cabeza.
–No –dijo–, nadie.
Lo miró con los ojos muy abiertos. Oki no estaba muy seguro, pero tenía la impresión de que aquellos ojos tenían una mirada triste, casi vecina a las lágrimas. Por lo menos no era la mirada de una mujer que es acariciada. A pesar de que volvió a cerrar los ojos y lo dejó hacer su voluntad, la muchacha parecía haberse replegado sobre sí misma. Oki lo advirtió y aflojó su abrazo, pero ella comenzó a ondular, como si eso la excitara más.
¿Era posible que el pecho derecho de Keiko hubiera perdido ya la virginidad Y que el izquierdo fuera aún virginal? Oki comprendió que cada uno de ellos debía de proporcionarle un grado de placer diferente. Ahora entendía por qué ella había dicho que el izquierdo "no servía para nada". Ninguna muchacha que recibiera las primeras caricias podía decir eso. Posiblemente fuera la táctica de una joven extraordinariamente astuta. Cualquier hombre tenía que sentirse tentado ante la idea de que una mujer extraía un grado diferente de placer de cada pecho y haría lo posible por emparejarlo. Aun cuando ella hubiera nacido así y no se pudiera hacer nada, la propia anormalidad podía resultar tentadora. Oki nunca había conocido a una mujer cuyos pezones fueran de una sensibilidad tan diferente.
Sin duda alguna, cada mujer tenía su propia manera de hacerse acariciar y de aceptar las caricias. ¿Era posible que la reacción de Keiko no fuera más que un llamativo ejemplo de peculiaridad? Los gustos de muchas mujeres habían sido cultivados por los hábitos de sus amantes. En ese caso, un pezón izquierdo insensible resultaba un blanco particularmente tentador, pues era probable que las diferencias hubieran sido creadas por alguien con poca experiencia en el trato con mujeres. La idea de que el pecho izquierdo era aún virgen excitó el apetito de Oki. Pero llevaría tiempo emparejar la sensibilidad de ambos y no estaba seguro de poder encontrarse otra vez con ella.
Era tonto buscar el pezón izquierdo contra la voluntad de la muchacha en el primer encuentro. Oki había preferido explorar los lugares en los que ella recibía con más gusto sus caricias. Los encontró. Y entonces, justo cuando comenzaba a tratarla con más rudeza, la oyó pronunciar el nombre de Otoko. Se sobresaltó y ella lo apartó. Se sentó en la cama, luego se levantó y se dirigió a la mesa de tocador, para cepillar su desordenada cabellera. Él prefirió no mirarla.

La lluvia volvía a caer con fuerza y Oki se sintió solitario. La soledad parecía ir y venir a su antojo.
Keiko había regresado y se había arrodillado junto a la cama.
–¿Y ahora me vas a rodear con tus brazos y vas a dormir? –preguntó engatusadora, mientras lo miraba a la cara.
Sin pronunciar palabra, Oki la rodeó con su brazo izquierdo y se tendió de espaldas. Keiko se acostó junto a él. Los recuerdos de Otoko comenzaron a desfilar por la memoria de Oki. Transcurridos unos instantes, rompió el silencio:
–Ahora siento tu perfume.
–¿Mi perfume?
–El olor a mujer.
–¿Sí? Es por el calor... Lo siento.
–No se trata de eso. Me refiero al aroma grato de la mujer.
Se refería al aroma que surge naturalmente de la piel de una mujer que yace en brazos de un amante. Toda mujer lo tiene, hasta las adolescentes. No sólo excita al hombre sino que le da confianza y lo gratifica. La disposición de una mujer a rendirse parece emanar de todo su cuerpo.
Oki había sepultado la cabeza entre los pechos de Keiko, para demostrarle que era un aroma grato. Había permanecido así inmóvil, con los ojos cerrados, envuelto en aquel perfume.
Aun ahora, bajo la fronda húmeda, la última imagen del cuerpo de la joven que apareció en su mente fue la del pezón. Era una imagen tan fresca y vívida como siempre.
"No puedo permitir que Taichiro la vea –se dijo–. No debo permitírselo."
Apretaba las manos con fuerza sobre el esbelto tronco de un árbol joven.
Pero, qué hacer. Sacudió el árbol y una lluvia de gotas cayó sobre él. El suelo estaba tan empapado aún, que los pies se le habían mojado a pesar de las galochas. Oki contempló las verdes hojas que lo rodeaban. De pronto sintió que aquella espesa fronda lo serenaba.
Aparentemente sólo había una manera de evitar que su hijo viera a Keiko: decirle que la joven había pasado la noche con él en Enoshima. De no ser así, sólo le restaba enviar un telegrama a Otoko o quizá directamente a Keiko.
Regresó a toda prisa y no bien llegó a su casa preguntó por Taichiro.
–Se fue a Tokyo –anunció su esposa.
–¿Ya? Pero pensaba tomar un avión al atardecer. ¿Crees que antes de hacerlo pasará por casa?
–No. Eso sería desandar camino... Dijo que quería pasar por la facultad para recoger un material de investigación.
–¿Será cierto?
–¿Ocurre algo malo? No tienes buen aspecto.
Oki evitó mirarla y se dirigió a su estudio. Taichiro se había marchado y él no había telegrafiado ni a Otoko ni a Keiko.

Taichiro voló a Kyoto con el avión de las seis. Keiko lo aguardaba en el aeropuerto.
–No debería haber venido...
–tartamudeó Taichiro–. No creí que usted fuera a esperarme.
–¿Y no me lo agradece?
–Desde luego. Pero no debió molestarse.
Ella vio la mirada brillante del joven y bajó los ojos con expresión recatada.
–¿Vino de Kyoto? –preguntó Taichiro, un poco incómodo aún.
–Sí, de Kyoto –replicó Keiko cortés–. Después de todo vivo allí. ¿De dónde habría de venir?
Taichiro rió, como disculpándose y bajó la vista. Sus ojos se posaron en el obi de la muchacha.
–Está deslumbrante. Resulta difícil creer que ha venido a recibir a alguien como yo.
–¿Lo dice por mi quimono?
–Sí, por su quimono y por su obi, y...
Habría querido añadir: y por su pelo y por su rostro.
–En verano me siento más fresca con un quimono clásico, con obi. No me gusta la ropa suelta cuando hace calor. Pero tanto el quimono como el obi parecían flamantes.
–Prefiero los colores pastel para el verano –prosiguió–. Yo misma pinté este motivo.
Lo seguía muy de cerca mientras él avanzaba hacia el mostrador del equipaje. Taichiro se volvió para mirarla.
–¿Qué representa, a su juicio? –preguntó Keiko.
–A ver... ¿agua? ¿Un arroyo?
–¡Es un arco iris! Un arco iris sin color... simplemente líneas curvas en tinta clara y oscura. Nadie se da cuenta, pero estoy envuelta en un arco iris de verano... en un atardecer de montaña.
Keiko se volvió para lucir la parte posterior de su obi de organza de seda. En el lazo se distinguía una verde cadena montañosa y los delicados matices de rosado de un ocaso.
–Las dos mitades son diferentes –prosiguió, siempre de espaldas a él–. Es un obi muy peculiar, dado que lo pintó una muchacha muy peculiar.
Taichiro se sintió cautivado por la combinación de la suave tonalidad rosada, con la piel marfilina de la nuca, bajo la mata de pelo negro, cepillado hacia arriba.

La línea aérea brindaba un servicio de taxímetros a los pasajeros con destino a Kyoto. El primer taxi se colmó rápidamente, pero mientras Taichiro se preguntaba qué debía hacer, llegó otro al que sólo subieron Keiko y él. En el momento en que abandonaban el aeropuerto, Taichiro comentó:
–Usted se debe de haber quedado sin cenar para venir hasta aquí a esperarme.
–¡Y usted sigue tratándome como a una desconocida!... Ni siquiera quise almorzar... Comeré algún bocado más tarde, con usted. ¿Sabe una cosa? –añadió en voz baja–. Lo estuve observando desde que emergió del avión. Fue el séptimo en salir.
–¿Sí?
–El séptimo –repitió Keiko, subrayando la palabra–. Ni siquiera me buscó con la vista mientras bajaba la escalerilla. Si uno espera que alguien vaya a recibirlo, ¿no es natural que trate de ver quién está tras la valla? Pero usted caminaba con los ojos bajos. Me sentí tan avergonzada, que tuve ganas de esconderme.
–Yo no la esperaba.
–¿Y entonces por qué me escribió por expreso para comunicarme cuándo llegaría?
–Supongo que mi intención fue hacerle saber que vendría realmente.
–Fue como un telegrama... Nada más que la hora de llegada del avión. Me pregunté si no estaría sometiéndome a prueba, para ver si iba a recibirlo. ¿No me estaba sometiendo a prueba? Sea como fuere, aquí estoy.
–De ser así, yo habría mirado, para cerciorarme de que usted estaba, ¿no le parece?
–Además no me comunicaba dónde pensaba parar. ¿Cómo podía enterarme si no venía al aeropuerto?
–Bueno...
–Taichiro vaciló–. Sólo quería que supiera que yo venía a Kyoto.
–No me gusta. ¡No sé qué pensaba hacer usted!
–Pensaba telefonearle.
–¿Y si no lo hubiera hecho y hubiera regresado a Kamakura sin verme? ¿Acaso lo único que usted quería era comunicarme que estaba aquí? ¿Estaba tratando de humillarme al venir a Kyoto y no verme?
–No, le escribí justamente para tener el coraje de verla.
–¿El coraje de verme? –La voz de Keiko se convirtió en un susurro: –¿Puedo sentirme feliz? ¿O tengo que estar triste? No me importa, no responda... ¡Me alegro de haber venido! Pero para verme a mí no es necesario reunir coraje. A veces quisiera morirme. ¡Vamos! ¡Siga pisoteándome!
–¿Por qué estalla así, de repente?
–No es de repente. Yo soy así. Necesito que alguien aniquile mi orgullo.
–Me temo que yo no soy el más indicado para aniquilar el orgullo de nadie.
–Así parece; pero eso está mal. ¡Puede usarme como alfombra!
–¿Por qué dice esas cosas?
–No sé.
Keiko se llevó la mano a la cabeza para sujetar el pelo que se le volaba con el viento.
–Quizá sea desdichada... Hace unos instantes, cuando usted se acercaba a la valla, parecía deprimido y sombrío. ¿Por qué estaba tan triste? Yo lo había venido a recibir, pero yo no existía para usted, ¿no?
Lo cierto era que Taichiro iba pensando en ella, pero no podía admitirlo.
–Hasta eso me hizo desdichada –prosiguió Keiko–. Porque soy egocéntrica... ¿Qué puedo hacer para lograr que usted advierta mi existencia?
–Yo siempre pienso en usted –declaró Taichiro–. En este momento también.
–¿De veras? –murmuró Keiko–. Es extraño estar aquí, junto a usted. No quiero otra cosa que sentarme y oírlo hablar.

El taxi dejó atrás las nuevas fábricas de Ibaraki y Takatsuki. Las iluminadas Destilerías Suntory, se destacaron sobre el fondo oscuro de las colinas próximas a Yamazaki.
–¿No fue muy accidentado su vuelo? –quiso saber Keiko–. Me preocupé por usted... Por la tarde llovió mucho en Kyoto.
–Fue un vuelo muy tranquilo; pero por un instante creí que nos estrellaríamos. Volábamos derecho hacia unas montañas oscuras que se interponían en nuestro camino.
La mano de Keiko buscó la del joven.
–Pero eran nubes –concluyó Taichiro. Su mano yacía muy quieta bajo la palma de la mano de ella, que permaneció allí por un breve lapso.
El taxi entró en Kyoto y se dirigió hacia el este, por la calle Cinco. Ni una brisa mecía las ramas de los sauces que bordeaban la ancha calzada; pero el chaparrón parecía haber refrescado el aire. En el extremo de las verdes hileras de sauces se elevaban las Colinas Orientales. Su perfil parecía desdibujado por nubes bajas en el cielo de ocaso. Aquí, en el límite occidental de la ciudad, Taichiro sintió ya la atmósfera de Kyoto.

Subieron por Horikawa y luego siguieron por la calle Oike hasta llegar a las oficinas de JAL.
Taichiro había reservado una habitación en el Kyoto Hotel y anunció que pensaba dejar su maleta allí.
–Caminemos. Es en esta cuadra.
–¡No, no! ¡No quiero! –exclamó Keiko y regresó al taxímetro, que aún aguardaba, mientras le hacía una seña para que la siguiera–. Kiyamachi, pasando la calle Tres –ordenó al conductor.
–De pasada, deténgase ante el Kyoto Hotel –añadió Taichiro; pero Keiko se opuso.
–No lo haga –dijo–. Por favor, vaya directamente a Kiyamachi.

Llegaron a una casa de té, hasta cuya puerta se llegaba por una estrecha alameda que Taichiro encontró muy curiosa. Los condujeron a un pequeño salón con vista al río. Taichiro se mostró encantado por el panorama y quiso saber cómo era que Keiko conocía aquel lugar.
–Mi maestra viene aquí con frecuencia.
–¿Se refiere usted a la señorita Ueno? –preguntó Taichiro y se volvió para mirarla.
–Sí, la señorita Ueno –replicó Keiko y abandonó el salón.
Taichiro se preguntó si iría a ordenar la cena. Transcurridos unos cinco minutos, la muchacha regresó y dijo:
–Si a usted no le importa, me gustaría que se quede aquí. Acabo de llamar al hotel para cancelar su reserva.
Taichiro la miró perplejo y ella bajó los ojos con expresión contrita.
–Lo siento. Quería que usted parara en un lugar que me resultara familiar.
Taichiro no sabía qué decir.
–Le ruego que se quede aquí –continuó ella–. Sólo permanecerá en Kyoto dos o tres días, ¿no?
–Así es.
Keiko levantó los ojos. Sus cejas sin retoque, de línea purísima, parecían un poco más claras que sus pestañas y conferían una expresión inocente a sus negrísimos ojos. Los labios, apenas coloreados con un toque de lápiz labial rosado, tenían un delicadísimo modelado. Aparentemente, no usaba ni polvos ni color en las mejillas.
–¡Basta! –exclamó de pronto, parpadeando–. ¿Por qué me mira así?
–¡Qué lindas pestañas tiene usted!
–Son auténticas. Tire y verá.
–Me parece un crimen tironear de ellas.
–¡Hágalo! A mí no me importa –invitó la muchacha y, cerrando los ojos, acercó su rostro a Taichiro–. Quizá parezcan tan largas porque son arqueadas.
Keiko aguardó unos instantes, pero Taichiro no tocó sus pestañas.
–Abra los ojos –le dijo–. Mire hacia arriba y abra bien los ojos.
Ella obedeció.
–¿Quiere que lo mire de frente?
La camarera entró llevando una bandeja con bebidas y bocadillos.
–¿Qué prefiere, sake o cerveza? –consultó Keiko y retrocedió–. Yo, personalmente, no bebo.

Los paneles corredizos de papel que daban al balcón estaban casi cerrados. En el balcón parecía estarse celebrando una reunión muy animada, en la que participaban geishas. Se hizo un repentino silencio, cuando desde el paseo junto al río ascendió el lamento de un violín chino y las canciones de unos músicos ambulantes.
–¿Qué planes tiene para mañana? –preguntó Keiko.
–Lo primero que quiero hacer es visitar una tumba en la colina que está detrás del Templo Nisonin. Es muy hermosa. Es la sepultura de una antigua familia de la corte.
–Puedo acompañarlo, ¿no?
Keiko hablaba con la vista fija en el ventilador.
–Me gustaría que me lleve a dar un paseo en lancha por el lago Biwa –prosiguió–. No es forzoso que eso sea mañana.
Taichiro pareció vacilar.
–No sé manejar una lancha –confesó, por fin.
–Yo sí.
–¿Y sabe nadar?
–¿Por si volcamos? –preguntó ella mirándolo–. ¡Usted podría salvarme! Lo haría, ¿no? Me aferraría a usted.
–Si usted se aferra a mí no podré salvarla.
–¿Y qué es lo que tengo que hacer?
–Yo tengo que mantenerla a flote rodeándola con mis brazos desde atrás...
Taichiro se detuvo. De pronto se sentía incómodo al imaginarse luchando por salvar a aquella hermosísima muchacha. Las vidas de ambos correrían peligro si él no la abrazaba con fuerza.
–No me importaría que la lancha volcara –dijo Keiko.
–No estoy muy seguro de poder salvarla.
–¿Y qué sucedería si usted no pudiera salvarme?
–¡No diga esas cosas! Dejemos lo de la lancha.
–¡Pero es que yo me había hecho tantas ilusiones! No hay razón para preocuparse.
Keiko vertió un poco más de cerveza en el vaso de Taichiro y preguntó:
–¿No quiere ponerse un quimono?
–No, estoy cómodo así.
En un ángulo del saloncito había dos quimonos de noche –uno de mujer y uno de hombre– prolijamente doblados. Taichiro procuró no mirarlos. ¿Acaso Keiko habría reservado habitación para dos? No había antesala y él no se imaginaba cambiándose en presencia de la muchacha.

La camarera llevó la cena sin pronunciar palabra. Keiko también estaba silenciosa.
Se oyó el sonido de un shamisen, que alguien pulsaba en alguno de los balcones más distantes. La reunión en el balcón vecino se había vuelto bastante ruidosa. Se distinguían varias voces con acento de Osaka. Las sentimentales canciones y el sonido del violín chino se iban perdiendo en la distancia. El río no se divisaba desde el lugar en donde ellos estaban sentados, ante la baja mesa ubicada en el centro del salón.
–¿Sabe él que usted ha venido a Kyoto? –preguntó Keiko.
–¿Se refiere usted a mi padre? Sí, por supuesto. Pero jamás supondría que usted me fue a recibir al aeropuerto y que ahora estoy aquí con usted.
–¡Qué feliz me hace eso! ¡Pensar que usted se le ha escapado a su padre para reunirse conmigo!
–No es que esté tratando de ocultarle nada... ¿Usted pensó que era así?
–¡Pero es que es así!
–¿Y qué hay de su señorita Ueno?
–No le he dicho ni una palabra. Con todo, no me sorprendería que ambos sospechen lo ocurrido. Eso me haría realmente feliz.
–No me parece probable. La señorita Ueno no se ha enterado de nuestra amistad, ¿no? ¿Le ha dicho usted algo?
–Le conté que usted me había mostrado Kamakura. ¡Cuando le dije que usted me gustaba mucho se puso pálida!
Los negros ojos de Keiko relumbraron y sus mejillas se cubrieron de un ligero rubor.
–¿Cree usted que ella puede ver con indiferencia al hijo de un hombre que la hizo sufrir tanto? Ella me dijo lo desdichada que se había sentido cuando nació su hermana.
Taichiro permaneció en silencio.
–La señorita Ueno está trabajando en un cuadro al que ha intitulado Ascensión de un infante. Es un bebé sentado en una nube de cinco colores... Aunque parece ser que su hijita murió antes de estar en condiciones de sentarse. Keiko hizo una pausa.
–Si esa niña hubiera vivido, sería hoy mayor que su hermana.
–¿Y por qué me dice todo eso?
–Yo quería vengar a la señorita Ueno.
–¿Vengarse en mi padre?
–¡Y en usted también!
Taichiro escarbaba torpemente el pescado frito que habían colocado ante él, Keiko le retiró el plato y separó con gran habilidad las espinas de la carne.
–¿Su padre le ha comentado algo acerca de mí? –preguntó.
–No. Nunca he hablado de usted con él.
–¿Por qué no?
El rostro de Taichiro se ensombreció. Sintió como si una mano helada lo hubiera rozado.
–Nunca hablo de mujeres con mi padre –replicó casi con brusquedad.
–¿De mujeres?
Una sonrisa encantadora animó los labios de Keiko.
–¿Cómo pensaba vengarse a través de mí? –preguntó Taichiro con voz dura.
–En realidad, no sabría decirlo... Quizá fuera enamorándome de usted –dijo Keiko, y sus ojos adquirieron una mirada distante, como si contemplaran la margen opuesta del río–. ¿No le parece divertido?
–¿De modo que, para usted, enamorarse es una venganza?
Keiko asintió como si se sintiera aliviada.
–Son celos femeninos –murmuró.
–¿Celos de qué?
–Estoy celosa porque la señorita Ueno sigue enamorada de su padre... porque no tolera que uno le guarde rencor.
–¿Y usted la quiere tanto?
–Estaría dispuesta a morir por ella.
–Yo nada tengo que ver con lo que ocurrió en un pasado bastante lejano. ¿El hecho de que estemos juntos aquí tiene algo que ver con esa antigua relación entre la señorita Ueno Otoko y mi padre?
–Por supuesto. Si yo no viviera con ella, usted no existiría para mí. Ni siquiera nos habríamos llegado a conocer.
–Usted no debería pensar en esas cosas. Una muchacha tan joven que piensa así está a merced de los fantasmas del pasado. Quizá sea por eso que su cuello es tan estilizado y tan semejante al de un espectro. Bellísimamente fantasmal, por supuesto.
–El cuello esbelto significa que una nunca ha amado a un hombre. Eso es lo que dice la señorita Ueno. Pero me enfurecería enamorarme, si eso me hiciera engordar.
Taichiro reprimió la tentación de aferrar aquel bellísimo cuello.
–Ese es el susurro de un espectro. Usted está envuelta en un hechizo, Keiko.
–No... ¡estoy envuelta en el amor!
–En realidad, la señorita Ueno no sabe nada de mí, ¿no es así?
–Cuando regresé de Kamakura le dije que usted debía de ser la viva imagen de su padre cuando tenía esa edad.
–¡Eso es absurdo! No me parezco en lo más mínimo a mi padre –exclamó Taichiro con enojo.
–¿Y eso lo irrita? ¿Preferiría no parecerse a él?
–Usted ha estado tratando de confundirme desde que nos encontramos en el aeropuerto, ¿no? No quiere que yo sepa qué es lo que usted piensa.
–No estoy tratando de confundirlo.
–¿De modo que ésa es su manera habitual de dialogar?
–Usted es terriblemente injusto conmigo.
–¿No dijo hoy que yo podía pisotearla?
–Y usted lo hace para obligarme a decir la verdad... No miento. ¡Lo que ocurre es que usted se niega a entenderme! ¿No es usted el que está ocultando sus pensamientos? Eso es lo que me hace desdichada.
–¿Se siente desdichada?
–Por supuesto que sí. ¡No puedo saber si soy feliz o no!
–Yo tampoco sé por qué estoy aquí con usted.
–¿No será porque está enamorado de mí?
–Sí, pero...
–¿Pero qué?
Keiko oprimió la mano de Taichiro entre las palmas de sus manos y la sacudió.
–No ha comido nada –comentó él.
La muchacha apenas si había probado bocado.
–La novia no come en el banquete de bodas.
–Ahí tiene, ésas son las cosas que usted dice.

–¡Usted fue el que comenzó a hablar de comida!


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