MECHONES
DE PELO NEGRO
–¡Visitas,
querido! –gritó Fumiko desde la cocina, dirigiéndose a Oki–. Una enorme señora
rata nos ha honrado con su visita y se oculta bajo la cocina.
A
veces, Fumiko utilizaba un lenguaje exageradamente cortés para formular críticas
encubiertas a su marido.
–No me
digas!
–¡Y,
por lo visto, hasta ha traído consigo a sus pequeños!
–¡Ah,
sí!
–Deberías
venir a verla, realmente... La ratita acaba de asomarse y tiene la carita más
dulce que yo haya visto.
–Mmm.
–Me
miró con unos ojitos mansos y relucientes.
Oki
guardó silencio. El penetrante aroma de la sopa miso llegaba hasta el comedor,
en donde él leía el diario de la mañana.
–¡Y
ahora está entrando la lluvia! Directamente a la cocina. ¿La oyes, querido?
Ya
llovía cuando Oki se había despertado, pero ahora caía un verdadero aguacero.
El viento que sacudía los pinos y bambúes en las colinas había virado al este y
hacía entrar el agua de lluvia por ese frente de la casa.
–¿Cómo
supones que puedo oírla con semejante viento y semejante aguacero?
–¿No
quieres venir a ver?
–Mmm.
–¡Pobres
gotitas! El viento las arroja contra el techo y ellas tienen que deslizarse por
las grietas, para caer como lágrimas sobre nosotros...
–Me
harás llorar a mí también.
–Pongamos
la trampera esta noche. Creo que está en el estante más alto de la alacena. ¿Me
la bajarás, más tarde?
–¿Estás
segura de que quieres cazar a la señora rata y a su dulce pequeñuelo en una
trampa? –preguntó Oki, sin levantar la vista del periódico.
–¿Y qué
me dices de la gotera?
–¿Es
muy grave? ¿No será porque el viento está soplando de ese lado? Mañana subiré
al techo y miraré.
–Es
peligroso para un anciano. Le puedo pedir a Taichiro que lo haga.
–¿Quién
es el anciano?
–En la
mayoría de las actividades, los hombres se jubilan a los cincuenta y cinco, ¿no
es así?
–Es
bueno saberlo. Quizá yo también deba retirarme.
–Hazlo
cuando quieras.
–Quisiera
saber a qué edad debe retirarse uno en la actividad literaria.
–El día
de la muerte.
–¡Ah,
muy bien!
–¡Perdón!
–exclamó Fumiko en tono contrito y luego añadió con su voz habitual–: Quise
decir que podías seguir escribiendo por mucho, mucho tiempo.
–No es
una perspectiva muy halagüeña; sobre todo, cuando uno tiene una esposa
rezongona. Es como si el diablo lo estuviera pinchando a uno con su tridente.
–¡No me
digas eso! ¿Cuándo he rezongado yo?
–Eres
capaz de ser bastante incómoda, tú lo sabes.
–¿Qué
quieres decir?
–Bueno,
cuando estás celosa, por ejemplo.
–Todas
las mujeres son celosas; pero tú me enseñaste, hace mucho tiempo, que es una
medicina amarga y peligrosa... una espada de doble filo.
–Con la
que uno hiere al compañero y se hiere a sí mismo.
–Ocurra
lo que ocurra, ya estoy demasiado vieja para un doble suicidio o para un
divorcio.
–Ya es
bastante feo que una pareja madura se divorcie; pero no hay nada más triste que
un doble suicidio. Los ancianos deben de sentirse muy afectados cuando leen una
noticia de ese tipo en los diarios. Mucho más de lo que pueden sentirse los
jóvenes cuando se enteran del suicidio de dos jóvenes enamorados.
–Piensas
en eso porque una vez, hace mucho tiempo, te conmovió profundamente la idea del
doble suicidio... De cualquier manera, no permitiste que tu joven amiga se
enterara de que tú deseabas morir con ella. Quizás eso hubiera sido lo mejor.
Ella intentó quitarse la vida, pero nunca soñó que tú también estabas dispuesto
a morir. ¿No te da lástima que ella lo haya ignorado?
–Pero
ella no murió.
–Su
intención era morir. Para el caso es lo mismo.
Fumiko
volvía a hablar de Otoko. Oki oyó el chirrido del aceite en la sartén,
probablemente estaba friendo cerdo con repollo. El aroma de la pasta de
frijoles fermentados se hizo más intenso.
–Me
parece que tu sopa miso se está pasando de punto –advirtió Oki.
–Está
bien, está bien. Ya sé que nunca te complaceré con esta sopa... Ya te has
quejado muchas veces de mi manera de hacerla, cuando la pedías en todos los
restaurantes del país... Supongo que tu deseo subconsciente era el de cocinar
en ella a tu esposa.
–¿Sabes
cómo se escribe el nombre de esa sopa en chino?
–¿No se
escribe fonéticamente?
–Se
repite tres veces el ideograma "honorable".
–¡Ah,
sí!
–Y es
porque siempre fue muy importante en la cocina, y muy difícil de hacer.
–Quizá
tu honorable miso se haya ofendido esta mañana porque no se la ha tratado con
el debido respeto.
Otra
vez le estaba formulando un reproche encubierto. Oki era natural del sector
occidental de Japón y nunca había llegado a dominar realmente el cortés
lenguaje de Tokyo. Fumiko, en cambio, se había criado en Tokyo. Por eso, más de
una vez debía recurrir a su asesoramiento. Sin embargo, no siempre aceptaba lo
que ella le decía. La enconada discusión podía transformarse en una inacabable
disputa y, por lo general, Oki terminaba por declarar que el habla de Tokyo no
era más que un vulgar dialecto, con una superficial tradición. En Kyoto o en
Osaka hasta el chismorreo habitual era algo muy cortés, muy diferente del
chismorreo de Tokyo. La gente utilizaba expresiones corteses para cualquier
tipo de cosas: montañas y ríos, casas, calles, cuerpos celestes y hasta peces y
verduras.
–En ese
caso, más vale que consultes a Taichiro –le decía ella, dando por terminada la
discusión–. Después de todo él es un universitario.
–¿Qué
puede saber él de eso? Quizá sepa algo de literatura, pero nunca ha estudiado
el lenguaje cortés. ¡Mira cómo hablan él y sus amigos! Ni siquiera es capaz de
escribir sus artículos en un buen japonés.
En
realidad, a Oki le disgustaba consultar a su hijo o recibir instrucciones de
él. Prefería preguntar a su esposa. Pero, aunque era natural de Tokyo, Fumiko
solía quedar perpleja ante sus preguntas.
Aquella
mañana se descubrió a sí mismo lamentándose una vez más de la decadencia del
idioma.
–Antes,
los eruditos sabían chino y escribían una prosa correcta y armoniosa. La gente
no habla así. Todos los días aparecen palabras nuevas, simpáticas como esas
ratitas. Y, como a esas ratitas, no les importa lo que roen. Las palabras
cambian con tanta rapidez que uno experimenta vértigo. Por eso su vida es muy
breve, y aunque sobrevivan se vuelven obsoletas... como las novelas que
escribimos. Es raro que alguna dure cinco años.
–Y
bien, quizá baste con que una palabra nueva viva un día –dijo Fumiko, mientras
entraba con la bandeja del desayuno–. Yo también he hecho bien en sobrevivir
todos estos años que han transcurrido desde que tú pensaste en morir con
aquella muchacha.
–Porque
no hay jubilación para las amas de casa. Eso está mal.
–Pero
existe el divorcio. Una vez, por lo menos una vez en mi vida yo también quise
saber cómo se sentía uno al divorciarse.
–No es demasiado
tarde.
–Ya no
me interesa. Ya conoces ese antiguo dicho: tratar de asir la ocasión cuando ya
pasó.
–La
tuya no ha pasado... ni siquiera tienes canas.
–¡Pero
la tuya sí!
–Ese es
mi sacrificio para evitar el divorcio. Para que no te pongas celosa.
–¡Hoy
estás dispuesto a hacerme enojar!
Bromeando
como siempre, saborearon el desayuno. Fumiko parecía estar de buen humor. Había
recordado a Otoko, pero era evidente que esa mañana no estaba dispuesta a
exhumar el pasado.
La
lluvia había amainado, a pesar de que aún no se veían grietas en la densa capa
de nubes.
–¿Taichiro
duerme aún? –preguntó Oki–. ¡Despiértalo!
Fumiko
hizo un gesto de asentimiento.
–Lo
intentaré; pero dudo de que lo logre. Me dirá que lo deje dormir porque está de
vacaciones.
–¿No
tenía pensado ir a Kyoto hoy?
–Puede
ir al aeropuerto después de cenar. ¿Por qué va a Kyoto con este calor?
–Deberías
preguntárselo a él. Se le ha puesto entre ceja y ceja visitar nuevamente la
tumba de Sanetaka, que está detrás del Templo Nisonin. Parece que va a escribir
una tesis sobre la Crónica de Sanetaka... ¿Sabes quién fue
Sanetaka?
–¿Algún
noble de la corte?
–¡Por
supuesto que era noble! Llegó a ser chambelán en tiempos de Yoshimasa, y era
amigo del poeta Sogi y de su círculo. Sanetaka fue uno de los aristócratas que
mantuvieron con vida el arte y la literatura durante las guerras del siglo XVI.
Parece haber tenido una interesante personalidad y dejó un diario muy
voluminoso. Taichiro piensa utilizarlo para estudiar la cultura de ese período.
–¡Ah,
sí! ¿Y dónde está el templo?
–Al pie
del Monte Ogura.
–¿Pero
dónde es eso? ¿No me llevaste allí una vez?
–Sí,
hace mucho tiempo. Es un lugar pleno de asociaciones.
–Eso
era en Saga, ¿no? Ahora recuerdo.
–Taichiro
está descubriendo tantos detalles incidentales que opina que yo debería
utilizarlos para una novela. Él los califica de anécdotas sin valor. Supongo
que se siente muy erudito cuando me aconseja crear una novela con sus anécdotas
inútiles y sus leyendas infladas.
Fumiko
sonrió con aire reservado.
–¡Ve a despertar
a tu erudito! –prosiguió Oki, mientras se levantaba de la mesa–. ¿Dónde se ha
visto que un hijo siga durmiendo mientras su padre trabaja?
En su
estudio se sentó ante el escritorio y apoyó la cabeza en las manos, para
reflexionar acerca de aquel diálogo sobre la edad a que debe retirarse un
novelista. No lo encontraba nada divertido. Oyó que alguien hacía gárgaras en
el baño. Taichiro entró enjugándose el rostro con una toalla.
–Te has
levantado un poco tarde, ¿no? –comentó Oki con sequedad.
–Soñaba
despierto.
–¿Y con
qué soñabas?
–¿Sabías
que han excavado la tumba de la princesa Kazunomiya?
–¿Han
violado la tumba de una princesa?
–Podría
definirse así –admitió Taichiro, conciliador–. ¿Pero acaso no es frecuente que
excaven antiguas tumbas con fines de investigación?
–Si es
la tumba de la princesa Kazunomiya no puede ser muy antigua. ¿Cuándo murió?
–En
1877 –respondió Taichiro con seguridad.
–¡En
ese caso ha transcurrido menos de un siglo!
–Así
es. Pero dicen que no quedaba más que su esqueleto.
Oki
frunció el entrecejo.
-Dicen
que hasta su almohada y sus vestidos se habían desintegrado... No quedaba más
que el esqueleto.
–Es
inhumano exhumar esos restos.
–Yacía
en una postura deliciosamente inocente, como un niño dormido.
–¿El
esqueleto?
–Sí. Y
parece que quedaba un mechón de pelo detrás del cráneo... del largo que lo
usaban las viudas. Pero era un pelo negro que parecía corresponder a una mujer
de alta alcurnia muerta en plena juventud.
–¿Y tú
soñabas despierto con ella?
–Sí.
Pero es que había algo más. Algo bello, misterioso y fugaz...
–¿De
qué se trataba? –preguntó Oki, que no podía compartir el entusiasmo de su hijo.
Le disgustaba profundamente que hubieran exhumado el cadáver de una desdichada
princesa imperial, que tenía que haber muerto antes de los treinta años.
–Algo
que jamás se te ocurriría –dijo Taichiro, mientras balanceaba su toalla–. ¿No
quieres que llame a mi madre así relato el suceso en su presencia?
Oki
hizo un gesto afirmativo.
Al
regresar al estudio, Taichiro iba repitiendo la historia a su madre.
Oki
había extraído un volumen del Diccionario de historia japonesa de un anaquel de
la biblioteca, buscó el nombre de Kazunomiya y encendió un cigarrillo. Su hijo
traía en la mano algo que parecía una revista de pocas páginas. Oki le preguntó
si aquél era el informe de la excavación.
–No, es
el boletín de un museo. Uno de los miembros del equipo de redacción escribió un
artículo intitulado "Belleza fugaz", a raíz de algo espectral que
algunos de ellos tuvieron oportunidad de ver. Es posible que eso no figure en
el informe.
Taichiro
hizo una pausa y comenzó a resumir el artículo:
–Entre
los brazos del esqueleto de la princesa Kazunomiya encontraron una placa de
vidrio un poco más grande que una tarjeta de visita. Parece ser que eso fue lo
único que encontraron. Estaban excavando las tumbas de los Shoguns de Tokugawa,
en Shiba, de modo que abrieron también la de Kazunomiya... El tipo que estaba a
cargo de los textiles pensó que podía tratarse de un espejo de bolsillo o de
una fotografía de placa húmeda. Envolvió el vidrio en un papel y lo llevó al
museo.
–¿Quieres
decir que podía ser una fotografía sobre vidrio?
–Sí, se
extiende una emulsión sobre una placa de vidrio y ésta se revela mientras está
aún húmeda. Como las fotos de antes, ¿comprendes?
–Ah,
sí.
–El
vidrio parecía transparente, pero cuando el experto en textiles lo examinó en
el museo, colocándolo a la luz, a diferentes ángulos, pudo distinguir la figura
de un joven que vestía ropas de ceremonia y un sombrero de cortesano. Era, en
efecto, una fotografía. Muy desvaída, por supuesto.
–¿Era
el Shogun Iemochi? –preguntó Oki, cada vez más interesado.
–Parecería
que sí. Se presume que fue enterrada con la fotografía de su marido muerto. El
encargado pensó así y estaba dispuesto a consultar al Instituto de
Investigaciones de Propiedades Culturales al día siguiente, con la esperanza de
que ellos lograran obtener una imagen más clara... Pero a la mañana siguiente
la imagen se había desvanecido por completo. De la noche a la mañana, la
fotografía se había convertido en un simple trozo de vidrio.
–¿En
serio? –Fumiko miraba a su hijo con sorpresa.
–Por
haber sido expuesta al aire y a la luz después de haber estado enterrada por
espacio de años –explicó Oki.
–Así
es. Una persona puede atestiguar que el experto en textiles vio una fotografía:
se trata de un guardián que pasó por allí en el momento en que el hombre la
estaba mirando. Se la mostró y el guardián vio también la imagen de un joven
noble.
–¡Increíble!
–El
artículo dice que es "la historia de una vida verdaderamente
efímera".
Taichiro
hizo una pausa.
–Pero
el autor del artículo tiene ambiciones literarias –prosiguió–, de modo que en
lugar de terminar allí siguió bordando la historia. Se dice que el príncipe
Arisugawa estaba profundamente enamorado de Kazunomiya. Por eso cabe la
posibilidad de que la fotografía haya mostrado al amante y no al marido. Es
posible que, al sentirse morir, Kazunomiya haya ordenado secretamente a sus
servidores que enterraran con ella la fotografía en vidrio de su amante. El
autor dice que eso es lo que cabe esperar de un personaje tan trágico como el
de la princesa.
"Pura
imaginación, ¿no creen ustedes? Se puede escribir una nota interesantísima
sobre la imagen del amante que se desvanece de la noche a la mañana, no bien se
la saca de una sepultura.
"Dice
también que la fotografía debió haber quedado bajo tierra para siempre.
Kazunomiya habría deseado, sin duda, que la imagen se desvaneciera esa noche.
–Supongo
que sí.
–Y esa
belleza que se desvaneció en forma tan repentina podría ser recuperada por
algún escritor que la transformara en una conmovedora obra de arte... Así
termina el artículo. ¿No te gustaría escribir sobre eso, papá?
–No sé
si sería capaz de hacerlo –dijo Oki–. Quizás en forma de cuento, un cuento que
comenzara con una escena de la excavación... ¿Pero no basta con ese artículo?
–¿Te
parece? –Taichiro parecía decepcionado.
–Lo leí
esta mañana en la cama y ardía en deseos de contártelo. Te lo dejo.
Dejó la
revista sobre el escritorio de su padre.
–Me
gustaría leerlo
Cuando
Taichiro ya se encaminaba a la puerta, Fumiko le preguntó:
–¿Y qué
ocurrió con el esqueleto de la princesa? No la habrán llevado a una universidad
o a un museo, ¿no? ¡Eso sería demasiado cruel! Estoy segura de que la volvieron
a enterrar tal como estaba.
–El
artículo no dice nada; pero sin duda lo hicieron.
–De
cualquier manera, la fotografía que ella abrazaba ha desaparecido... La pobre
princesa muerta tiene que estar muy sola.
–Eso no
se me había ocurrido. ¿Qué te parece ese toque final, papá?
–Demasiado
sentimental.
Taichiro
abandonó el estudio. Fumiko también se dispuso a salir.
–¿No
tenías proyectado trabajar? –preguntó.
–Todavía
no. Después de un relato como éste necesito un paseo. Parece que ha dejado de
llover.
Oki se
levantó de su escritorio.
–De
cualquier manera tiene que estar fresco y agradable después de semejante
aguacero –comentó Fumiko y miró por la ventana–. Por favor, sal por la cocina y
échale una ojeada a esa gotera.
–Hablas
de lo solitaria que debe de estar la pobre princesa muerta y a renglón seguido
me dices que vaya a controlar una gotera.
Las
galochas de Oki estaban en un arcón para calzado próximo a la puerta de la
cocina. Fumiko las sacó y mientras lo hacía dijo:
–¿Te
parece bien que Taichiro hable de una tumba y, a continuación, viaje a Kyoto a
visitar otra tumba? Oki la miró perplejo.
–¿Y qué
tiene eso de malo? ¡Qué manera de saltar de un tema a otro!
–No
estoy saltando. Me he estado preguntando lo mismo desde que comenzó a hablarnos
de la princesa Kazunomiya.
–Pero
la tumba de Sanetaka es cientos de años más antigua.
–¡Taichiro
va a Kyoto a ver a esa muchacha!
Una vez
más Fumiko había sorprendido a Oki con la guardia baja. Hasta ese momento, ella
había estado atareada buscando las galochas; pero mientras Oki se las colocaba,
se incorporó y lo miró a los ojos.
–Es una
muchacha aterradoramente hermosa... ¿no te parece que es aterradora?
Oki
vaciló. Había mantenido en secreto la noche pasada con Keiko.
–Todo
esto me produce una extraña sensación de inquietud –prosiguió Fumiko sin
apartar los ojos de su marido–. En lo que va del verano no se ha producido una
verdadera tormenta eléctrica.
–¡Ahí
tienes! ¡Otra vez saltando de un tema a otro!
–Si
esta noche se produjera una tormenta eléctrica, podría caer un rayo sobre el avión.
–¡No
seas absurda! Nunca he oído que un rayo caiga sobre un avión en este país.
Con el
alivio de haber escapado de la casa, Oki observó las oscuras nubes de lluvia y
el cielo bajo. La humedad era opresiva. Pero aun cuando el cielo se hubiera
despejado, su humor no podía mejorar mucho. La idea de que su hijo viajaba a
Kyoto para ver a Keiko no se apartaba de su mente. Por supuesto, no tenía la
seguridad de que así fuera; pero desde el instante en que su esposa lo había
sorprendido con aquella ocurrencia, había comenzado a admitirla como una
posibilidad.
Al
abandonar su estudio para dar un paseo, había tenido la intención de visitar
uno de los antiguos templos de Kamakura; pero la extraña observación de Fumiko
había hecho que las tumbas del templo se convirtieran en un espectáculo
repelente. Decidió, pues, trepar una pequeña colina boscosa próxima a su casa.
El aire del bosque estaba impregnado en los densos aromas que exhalan los
árboles a la tierra después de una lluvia. Al sentirse escondido por la fronda
comenzaron a surgir en su memoria visiones del adorable cuerpo de Keiko.
Primero
vio uno de sus pezones. Era un botón rosado, de un rosado casi transparente.
Algunas mujeres japonesas tienen una piel muy clara y radiante de feminidad,
una piel quizá más bella y tersa que esa piel con un leve resplandor rosado,
que tienen las jóvenes de Occidente. Y los pezones de algunas muchachas
japonesas tienen un matiz de rosa incomparablemente delicado. El cutis de Keiko
no era tan claro, pero sus pezones parecían recién lavados y húmedos. Eran como
un pimpollo sobre su pecho de marfil. No se advertían en ellos pequeños
pliegues ni textura granulada y sus dimensiones invitaban a apoyar tiernamente
los labios sobre ellos.
Pero no
fue sólo su belleza lo que trajo a la mente de Oki el recuerdo de los pezones
de Keiko. Aquella noche en el hotel, ella le había entregado su pezón derecho,
pero le había negado el izquierdo. Cuando él había tratado de acariciarlo, ella
lo había defendido firmemente con una mano. Y cuando él le arrancó la mano, la
muchacha se volvió y se apartó de él.
–¡No
hagas eso! ¡Te lo ruego! El izquierdo no. Oki se había detenido en seco.
–¿Qué
ocurre con el izquierdo?
–No
sale.
–¿No
sale?
Oki la
miró azorado.
–No
sirve para nada. Lo odio.
Keiko
respiraba aún con dificultad. Oki no entendía nada. ¿Qué era lo que "no
salía"? ¿Qué era lo que "no servía" para nada? ¿Era posible que
el pezón izquierdo de la muchacha estuviera hundido o fuera deforme? ¿La
preocuparía eso? ¿O sólo se trataría de la timidez de una chica que no se
atreve a revelar que sus dos pezones no son iguales? Oki recordó que cuando él
la levantó en brazos y la depositó en la cama, Keiko se había ovillado y
parecía proteger más el pecho izquierdo que el derecho, utilizando el brazo a
manera de escudo. Sin embargo, él había visto ambos pechos, tanto antes como
después de ese instante. Cualquier anormalidad en la forma del pezón izquierdo
debería de haber atraído su atención.
Y
cuando por fin apartó la mano de Keiko por la fuerza, y miró el pezón
izquierdo, no vio nada extraño en él. Al examinarlo con mayor detenimiento pudo
ver que era apenas más pequeño que el derecho. Eso no era nada fuera de lo
común... ¿por qué estaría tan ansiosa la muchacha por mantenerlo apartado de
ese pecho?
La
resistencia que le había opuesto lo había excitado más aún. Mientras. luchaba
por llegar al pezón vedado le preguntó:
–¿Hay
alguien en especial a quien le permites tocarlo? Keiko hizo un gesto negativo
con la cabeza.
–No
–dijo–, nadie.
Lo miró
con los ojos muy abiertos. Oki no estaba muy seguro, pero tenía la impresión de
que aquellos ojos tenían una mirada triste, casi vecina a las lágrimas. Por lo
menos no era la mirada de una mujer que es acariciada. A pesar de que volvió a
cerrar los ojos y lo dejó hacer su voluntad, la muchacha parecía haberse
replegado sobre sí misma. Oki lo advirtió y aflojó su abrazo, pero ella comenzó
a ondular, como si eso la excitara más.
¿Era
posible que el pecho derecho de Keiko hubiera perdido ya la virginidad Y que el
izquierdo fuera aún virginal? Oki comprendió que cada uno de ellos debía de
proporcionarle un grado de placer diferente. Ahora entendía por qué ella había
dicho que el izquierdo "no servía para nada". Ninguna muchacha que
recibiera las primeras caricias podía decir eso. Posiblemente fuera la táctica
de una joven extraordinariamente astuta. Cualquier hombre tenía que sentirse
tentado ante la idea de que una mujer extraía un grado diferente de placer de
cada pecho y haría lo posible por emparejarlo. Aun cuando ella hubiera nacido
así y no se pudiera hacer nada, la propia anormalidad podía resultar tentadora.
Oki nunca había conocido a una mujer cuyos pezones fueran de una sensibilidad
tan diferente.
Sin
duda alguna, cada mujer tenía su propia manera de hacerse acariciar y de
aceptar las caricias. ¿Era posible que la reacción de Keiko no fuera más que un
llamativo ejemplo de peculiaridad? Los gustos de muchas mujeres habían sido
cultivados por los hábitos de sus amantes. En ese caso, un pezón izquierdo
insensible resultaba un blanco particularmente tentador, pues era probable que
las diferencias hubieran sido creadas por alguien con poca experiencia en el
trato con mujeres. La idea de que el pecho izquierdo era aún virgen excitó el
apetito de Oki. Pero llevaría tiempo emparejar la sensibilidad de ambos y no
estaba seguro de poder encontrarse otra vez con ella.
Era
tonto buscar el pezón izquierdo contra la voluntad de la muchacha en el primer
encuentro. Oki había preferido explorar los lugares en los que ella recibía con
más gusto sus caricias. Los encontró. Y entonces, justo cuando comenzaba a
tratarla con más rudeza, la oyó pronunciar el nombre de Otoko. Se sobresaltó y
ella lo apartó. Se sentó en la cama, luego se levantó y se dirigió a la mesa de
tocador, para cepillar su desordenada cabellera. Él prefirió no mirarla.
La
lluvia volvía a caer con fuerza y Oki se sintió solitario. La soledad parecía
ir y venir a su antojo.
Keiko
había regresado y se había arrodillado junto a la cama.
–¿Y
ahora me vas a rodear con tus brazos y vas a dormir? –preguntó engatusadora,
mientras lo miraba a la cara.
Sin
pronunciar palabra, Oki la rodeó con su brazo izquierdo y se tendió de
espaldas. Keiko se acostó junto a él. Los recuerdos de Otoko comenzaron a
desfilar por la memoria de Oki. Transcurridos unos instantes, rompió el
silencio:
–Ahora
siento tu perfume.
–¿Mi
perfume?
–El
olor a mujer.
–¿Sí?
Es por el calor... Lo siento.
–No se
trata de eso. Me refiero al aroma grato de la mujer.
Se
refería al aroma que surge naturalmente de la piel de una mujer que yace en
brazos de un amante. Toda mujer lo tiene, hasta las adolescentes. No sólo
excita al hombre sino que le da confianza y lo gratifica. La disposición de una
mujer a rendirse parece emanar de todo su cuerpo.
Oki
había sepultado la cabeza entre los pechos de Keiko, para demostrarle que era
un aroma grato. Había permanecido así inmóvil, con los ojos cerrados, envuelto
en aquel perfume.
Aun
ahora, bajo la fronda húmeda, la última imagen del cuerpo de la joven que
apareció en su mente fue la del pezón. Era una imagen tan fresca y vívida como
siempre.
"No
puedo permitir que Taichiro la vea –se dijo–. No debo permitírselo."
Apretaba
las manos con fuerza sobre el esbelto tronco de un árbol joven.
Pero,
qué hacer. Sacudió el árbol y una lluvia de gotas cayó sobre él. El suelo
estaba tan empapado aún, que los pies se le habían mojado a pesar de las
galochas. Oki contempló las verdes hojas que lo rodeaban. De pronto sintió que
aquella espesa fronda lo serenaba.
Aparentemente
sólo había una manera de evitar que su hijo viera a Keiko: decirle que la joven
había pasado la noche con él en Enoshima. De no ser así, sólo le restaba enviar
un telegrama a Otoko o quizá directamente a Keiko.
Regresó
a toda prisa y no bien llegó a su casa preguntó por Taichiro.
–Se fue
a Tokyo –anunció su esposa.
–¿Ya?
Pero pensaba tomar un avión al atardecer. ¿Crees que antes de hacerlo pasará
por casa?
–No.
Eso sería desandar camino... Dijo que quería pasar por la facultad para recoger
un material de investigación.
–¿Será
cierto?
–¿Ocurre
algo malo? No tienes buen aspecto.
Oki
evitó mirarla y se dirigió a su estudio. Taichiro se había marchado y él no
había telegrafiado ni a Otoko ni a Keiko.
Taichiro
voló a Kyoto con el avión de las seis. Keiko lo aguardaba en el aeropuerto.
–No debería
haber venido...
–tartamudeó
Taichiro–. No creí que usted fuera a esperarme.
–¿Y no
me lo agradece?
–Desde
luego. Pero no debió molestarse.
Ella
vio la mirada brillante del joven y bajó los ojos con expresión recatada.
–¿Vino
de Kyoto? –preguntó Taichiro, un poco incómodo aún.
–Sí, de
Kyoto –replicó Keiko cortés–. Después de todo vivo allí. ¿De dónde habría de
venir?
Taichiro
rió, como disculpándose y bajó la vista. Sus ojos se posaron en el obi de la
muchacha.
–Está
deslumbrante. Resulta difícil creer que ha venido a recibir a alguien como yo.
–¿Lo
dice por mi quimono?
–Sí,
por su quimono y por su obi, y...
Habría
querido añadir: y por su pelo y por su rostro.
–En
verano me siento más fresca con un quimono clásico, con obi. No me gusta la
ropa suelta cuando hace calor. Pero tanto el quimono como el obi parecían
flamantes.
–Prefiero
los colores pastel para el verano –prosiguió–. Yo misma pinté este motivo.
Lo
seguía muy de cerca mientras él avanzaba hacia el mostrador del equipaje.
Taichiro se volvió para mirarla.
–¿Qué
representa, a su juicio? –preguntó Keiko.
–A
ver... ¿agua? ¿Un arroyo?
–¡Es un
arco iris! Un arco iris sin color... simplemente líneas curvas en tinta clara y
oscura. Nadie se da cuenta, pero estoy envuelta en un arco iris de verano... en
un atardecer de montaña.
Keiko
se volvió para lucir la parte posterior de su obi de organza de seda. En el
lazo se distinguía una verde cadena montañosa y los delicados matices de rosado
de un ocaso.
–Las
dos mitades son diferentes –prosiguió, siempre de espaldas a él–. Es un obi muy
peculiar, dado que lo pintó una muchacha muy peculiar.
Taichiro
se sintió cautivado por la combinación de la suave tonalidad rosada, con la
piel marfilina de la nuca, bajo la mata de pelo negro, cepillado hacia arriba.
La línea
aérea brindaba un servicio de taxímetros a los pasajeros con destino a Kyoto.
El primer taxi se colmó rápidamente, pero mientras Taichiro se preguntaba qué
debía hacer, llegó otro al que sólo subieron Keiko y él. En el momento en que
abandonaban el aeropuerto, Taichiro comentó:
–Usted
se debe de haber quedado sin cenar para venir hasta aquí a esperarme.
–¡Y
usted sigue tratándome como a una desconocida!... Ni siquiera quise almorzar...
Comeré algún bocado más tarde, con usted. ¿Sabe una cosa? –añadió en voz baja–.
Lo estuve observando desde que emergió del avión. Fue el séptimo en salir.
–¿Sí?
–El
séptimo –repitió Keiko, subrayando la palabra–. Ni siquiera me buscó con la
vista mientras bajaba la escalerilla. Si uno espera que alguien vaya a
recibirlo, ¿no es natural que trate de ver quién está tras la valla? Pero usted
caminaba con los ojos bajos. Me sentí tan avergonzada, que tuve ganas de
esconderme.
–Yo no
la esperaba.
–¿Y
entonces por qué me escribió por expreso para comunicarme cuándo llegaría?
–Supongo
que mi intención fue hacerle saber que vendría realmente.
–Fue
como un telegrama... Nada más que la hora de llegada del avión. Me pregunté si
no estaría sometiéndome a prueba, para ver si iba a recibirlo. ¿No me estaba
sometiendo a prueba? Sea como fuere, aquí estoy.
–De ser
así, yo habría mirado, para cerciorarme de que usted estaba, ¿no le parece?
–Además
no me comunicaba dónde pensaba parar. ¿Cómo podía enterarme si no venía al
aeropuerto?
–Bueno...
–Taichiro
vaciló–. Sólo quería que supiera que yo venía a Kyoto.
–No me
gusta. ¡No sé qué pensaba hacer usted!
–Pensaba
telefonearle.
–¿Y si
no lo hubiera hecho y hubiera regresado a Kamakura sin verme? ¿Acaso lo único
que usted quería era comunicarme que estaba aquí? ¿Estaba tratando de
humillarme al venir a Kyoto y no verme?
–No, le
escribí justamente para tener el coraje de verla.
–¿El
coraje de verme? –La voz de Keiko se convirtió en un susurro: –¿Puedo sentirme
feliz? ¿O tengo que estar triste? No me importa, no responda... ¡Me alegro de
haber venido! Pero para verme a mí no es necesario reunir coraje. A veces
quisiera morirme. ¡Vamos! ¡Siga pisoteándome!
–¿Por
qué estalla así, de repente?
–No es
de repente. Yo soy así. Necesito que alguien aniquile mi orgullo.
–Me
temo que yo no soy el más indicado para aniquilar el orgullo de nadie.
–Así
parece; pero eso está mal. ¡Puede usarme como alfombra!
–¿Por
qué dice esas cosas?
–No sé.
Keiko
se llevó la mano a la cabeza para sujetar el pelo que se le volaba con el
viento.
–Quizá
sea desdichada... Hace unos instantes, cuando usted se acercaba a la valla,
parecía deprimido y sombrío. ¿Por qué estaba tan triste? Yo lo había venido a
recibir, pero yo no existía para usted, ¿no?
Lo
cierto era que Taichiro iba pensando en ella, pero no podía admitirlo.
–Hasta
eso me hizo desdichada –prosiguió Keiko–. Porque soy egocéntrica... ¿Qué puedo
hacer para lograr que usted advierta mi existencia?
–Yo
siempre pienso en usted –declaró Taichiro–. En este momento también.
–¿De
veras? –murmuró Keiko–. Es extraño estar aquí, junto a usted. No quiero otra
cosa que sentarme y oírlo hablar.
El taxi
dejó atrás las nuevas fábricas de Ibaraki y Takatsuki. Las iluminadas
Destilerías Suntory, se destacaron sobre el fondo oscuro de las colinas
próximas a Yamazaki.
–¿No
fue muy accidentado su vuelo? –quiso saber Keiko–. Me preocupé por usted... Por
la tarde llovió mucho en Kyoto.
–Fue un
vuelo muy tranquilo; pero por un instante creí que nos estrellaríamos.
Volábamos derecho hacia unas montañas oscuras que se interponían en nuestro
camino.
La mano
de Keiko buscó la del joven.
–Pero
eran nubes –concluyó Taichiro. Su mano yacía muy quieta bajo la palma de la
mano de ella, que permaneció allí por un breve lapso.
El taxi
entró en Kyoto y se dirigió hacia el este, por la calle Cinco. Ni una brisa
mecía las ramas de los sauces que bordeaban la ancha calzada; pero el chaparrón
parecía haber refrescado el aire. En el extremo de las verdes hileras de sauces
se elevaban las Colinas Orientales. Su perfil parecía desdibujado por nubes
bajas en el cielo de ocaso. Aquí, en el límite occidental de la ciudad,
Taichiro sintió ya la atmósfera de Kyoto.
Subieron
por Horikawa y luego siguieron por la calle Oike hasta llegar a las oficinas de
JAL.
Taichiro
había reservado una habitación en el Kyoto Hotel y anunció que pensaba dejar su
maleta allí.
–Caminemos.
Es en esta cuadra.
–¡No,
no! ¡No quiero! –exclamó Keiko y regresó al taxímetro, que aún aguardaba,
mientras le hacía una seña para que la siguiera–. Kiyamachi, pasando la calle
Tres –ordenó al conductor.
–De
pasada, deténgase ante el Kyoto Hotel –añadió Taichiro; pero Keiko se opuso.
–No lo
haga –dijo–. Por favor, vaya directamente a Kiyamachi.
Llegaron
a una casa de té, hasta cuya puerta se llegaba por una estrecha alameda que
Taichiro encontró muy curiosa. Los condujeron a un pequeño salón con vista al
río. Taichiro se mostró encantado por el panorama y quiso saber cómo era que
Keiko conocía aquel lugar.
–Mi
maestra viene aquí con frecuencia.
–¿Se
refiere usted a la señorita Ueno? –preguntó Taichiro y se volvió para mirarla.
–Sí, la
señorita Ueno –replicó Keiko y abandonó el salón.
Taichiro
se preguntó si iría a ordenar la cena. Transcurridos unos cinco minutos, la
muchacha regresó y dijo:
–Si a
usted no le importa, me gustaría que se quede aquí. Acabo de llamar al hotel
para cancelar su reserva.
Taichiro
la miró perplejo y ella bajó los ojos con expresión contrita.
–Lo
siento. Quería que usted parara en un lugar que me resultara familiar.
Taichiro
no sabía qué decir.
–Le
ruego que se quede aquí –continuó ella–. Sólo permanecerá en Kyoto dos o tres
días, ¿no?
–Así
es.
Keiko
levantó los ojos. Sus cejas sin retoque, de línea purísima, parecían un poco
más claras que sus pestañas y conferían una expresión inocente a sus negrísimos
ojos. Los labios, apenas coloreados con un toque de lápiz labial rosado, tenían
un delicadísimo modelado. Aparentemente, no usaba ni polvos ni color en las
mejillas.
–¡Basta!
–exclamó de pronto, parpadeando–. ¿Por qué me mira así?
–¡Qué
lindas pestañas tiene usted!
–Son
auténticas. Tire y verá.
–Me
parece un crimen tironear de ellas.
–¡Hágalo!
A mí no me importa –invitó la muchacha y, cerrando los ojos, acercó su rostro a
Taichiro–. Quizá parezcan tan largas porque son arqueadas.
Keiko
aguardó unos instantes, pero Taichiro no tocó sus pestañas.
–Abra
los ojos –le dijo–. Mire hacia arriba y abra bien los ojos.
Ella
obedeció.
–¿Quiere
que lo mire de frente?
La
camarera entró llevando una bandeja con bebidas y bocadillos.
–¿Qué
prefiere, sake o cerveza? –consultó Keiko y retrocedió–. Yo, personalmente, no
bebo.
Los
paneles corredizos de papel que daban al balcón estaban casi cerrados. En el
balcón parecía estarse celebrando una reunión muy animada, en la que
participaban geishas. Se hizo un repentino silencio, cuando desde el paseo
junto al río ascendió el lamento de un violín chino y las canciones de unos
músicos ambulantes.
–¿Qué
planes tiene para mañana? –preguntó Keiko.
–Lo
primero que quiero hacer es visitar una tumba en la colina que está detrás del
Templo Nisonin. Es muy hermosa. Es la sepultura de una antigua familia de la
corte.
–Puedo
acompañarlo, ¿no?
Keiko
hablaba con la vista fija en el ventilador.
–Me
gustaría que me lleve a dar un paseo en lancha por el lago Biwa –prosiguió–. No
es forzoso que eso sea mañana.
Taichiro
pareció vacilar.
–No sé
manejar una lancha –confesó, por fin.
–Yo sí.
–¿Y
sabe nadar?
–¿Por
si volcamos? –preguntó ella mirándolo–. ¡Usted podría salvarme! Lo haría, ¿no?
Me aferraría a usted.
–Si
usted se aferra a mí no podré salvarla.
–¿Y qué
es lo que tengo que hacer?
–Yo
tengo que mantenerla a flote rodeándola con mis brazos desde atrás...
Taichiro
se detuvo. De pronto se sentía incómodo al imaginarse luchando por salvar a
aquella hermosísima muchacha. Las vidas de ambos correrían peligro si él no la
abrazaba con fuerza.
–No me
importaría que la lancha volcara –dijo Keiko.
–No
estoy muy seguro de poder salvarla.
–¿Y qué
sucedería si usted no pudiera salvarme?
–¡No
diga esas cosas! Dejemos lo de la lancha.
–¡Pero
es que yo me había hecho tantas ilusiones! No hay razón para preocuparse.
Keiko
vertió un poco más de cerveza en el vaso de Taichiro y preguntó:
–¿No
quiere ponerse un quimono?
–No,
estoy cómodo así.
En un
ángulo del saloncito había dos quimonos de noche –uno de mujer y uno de hombre–
prolijamente doblados. Taichiro procuró no mirarlos. ¿Acaso Keiko habría
reservado habitación para dos? No había antesala y él no se imaginaba
cambiándose en presencia de la muchacha.
La
camarera llevó la cena sin pronunciar palabra. Keiko también estaba silenciosa.
Se oyó
el sonido de un shamisen, que alguien pulsaba en alguno de los balcones más
distantes. La reunión en el balcón vecino se había vuelto bastante ruidosa. Se
distinguían varias voces con acento de Osaka. Las sentimentales canciones y el
sonido del violín chino se iban perdiendo en la distancia. El río no se
divisaba desde el lugar en donde ellos estaban sentados, ante la baja mesa
ubicada en el centro del salón.
–¿Sabe
él que usted ha venido a Kyoto? –preguntó Keiko.
–¿Se
refiere usted a mi padre? Sí, por supuesto. Pero jamás supondría que usted me
fue a recibir al aeropuerto y que ahora estoy aquí con usted.
–¡Qué
feliz me hace eso! ¡Pensar que usted se le ha escapado a su padre para reunirse
conmigo!
–No es
que esté tratando de ocultarle nada... ¿Usted pensó que era así?
–¡Pero
es que es así!
–¿Y qué
hay de su señorita Ueno?
–No le
he dicho ni una palabra. Con todo, no me sorprendería que ambos sospechen lo
ocurrido. Eso me haría realmente feliz.
–No me
parece probable. La señorita Ueno no se ha enterado de nuestra amistad, ¿no?
¿Le ha dicho usted algo?
–Le
conté que usted me había mostrado Kamakura. ¡Cuando le dije que usted me
gustaba mucho se puso pálida!
Los
negros ojos de Keiko relumbraron y sus mejillas se cubrieron de un ligero
rubor.
–¿Cree
usted que ella puede ver con indiferencia al hijo de un hombre que la hizo
sufrir tanto? Ella me dijo lo desdichada que se había sentido cuando nació su
hermana.
Taichiro
permaneció en silencio.
–La
señorita Ueno está trabajando en un cuadro al que ha intitulado Ascensión de un infante. Es un
bebé sentado en una nube de cinco colores... Aunque parece ser que su hijita
murió antes de estar en condiciones de sentarse. Keiko hizo una pausa.
–Si esa
niña hubiera vivido, sería hoy mayor que su hermana.
–¿Y por
qué me dice todo eso?
–Yo
quería vengar a la señorita Ueno.
–¿Vengarse
en mi padre?
–¡Y en
usted también!
Taichiro
escarbaba torpemente el pescado frito que habían colocado ante él, Keiko le
retiró el plato y separó con gran habilidad las espinas de la carne.
–¿Su
padre le ha comentado algo acerca de mí? –preguntó.
–No.
Nunca he hablado de usted con él.
–¿Por
qué no?
El
rostro de Taichiro se ensombreció. Sintió como si una mano helada lo hubiera
rozado.
–Nunca
hablo de mujeres con mi padre –replicó casi con brusquedad.
–¿De
mujeres?
Una
sonrisa encantadora animó los labios de Keiko.
–¿Cómo
pensaba vengarse a través de mí? –preguntó Taichiro con voz dura.
–En
realidad, no sabría decirlo... Quizá fuera enamorándome de usted –dijo Keiko, y
sus ojos adquirieron una mirada distante, como si contemplaran la margen
opuesta del río–. ¿No le parece divertido?
–¿De
modo que, para usted, enamorarse es una venganza?
Keiko
asintió como si se sintiera aliviada.
–Son
celos femeninos –murmuró.
–¿Celos
de qué?
–Estoy
celosa porque la señorita Ueno sigue enamorada de su padre... porque no tolera
que uno le guarde rencor.
–¿Y
usted la quiere tanto?
–Estaría
dispuesta a morir por ella.
–Yo
nada tengo que ver con lo que ocurrió en un pasado bastante lejano. ¿El hecho
de que estemos juntos aquí tiene algo que ver con esa antigua relación entre la
señorita Ueno Otoko y mi padre?
–Por
supuesto. Si yo no viviera con ella, usted no existiría para mí. Ni siquiera
nos habríamos llegado a conocer.
–Usted
no debería pensar en esas cosas. Una muchacha tan joven que piensa así está a
merced de los fantasmas del pasado. Quizá sea por eso que su cuello es tan
estilizado y tan semejante al de un espectro. Bellísimamente fantasmal, por
supuesto.
–El
cuello esbelto significa que una nunca ha amado a un hombre. Eso es lo que dice
la señorita Ueno. Pero me enfurecería enamorarme, si eso me hiciera engordar.
Taichiro
reprimió la tentación de aferrar aquel bellísimo cuello.
–Ese es
el susurro de un espectro. Usted está envuelta en un hechizo, Keiko.
–No...
¡estoy envuelta en el amor!
–En
realidad, la señorita Ueno no sabe nada de mí, ¿no es así?
–Cuando
regresé de Kamakura le dije que usted debía de ser la viva imagen de su padre
cuando tenía esa edad.
–¡Eso
es absurdo! No me parezco en lo más mínimo a mi padre –exclamó Taichiro con
enojo.
–¿Y eso
lo irrita? ¿Preferiría no parecerse a él?
–Usted
ha estado tratando de confundirme desde que nos encontramos en el aeropuerto,
¿no? No quiere que yo sepa qué es lo que usted piensa.
–No
estoy tratando de confundirlo.
–¿De
modo que ésa es su manera habitual de dialogar?
–Usted
es terriblemente injusto conmigo.
–¿No
dijo hoy que yo podía pisotearla?
–Y
usted lo hace para obligarme a decir la verdad... No miento. ¡Lo que ocurre es
que usted se niega a entenderme! ¿No es usted el que está ocultando sus
pensamientos? Eso es lo que me hace desdichada.
–¿Se
siente desdichada?
–Por
supuesto que sí. ¡No puedo saber si soy feliz o no!
–Yo
tampoco sé por qué estoy aquí con usted.
–¿No
será porque está enamorado de mí?
–Sí,
pero...
–¿Pero
qué?
Keiko
oprimió la mano de Taichiro entre las palmas de sus manos y la sacudió.
–No ha
comido nada –comentó él.
La
muchacha apenas si había probado bocado.
–La
novia no come en el banquete de bodas.
–Ahí
tiene, ésas son las cosas que usted dice.
–¡Usted
fue el que comenzó a hablar de comida!
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