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sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 6 " Un loto en llamas"


EL LOTO EN LLAMAS

Un pasaje de la obra Vistas ilustradas de la Capital habla de la gente que disfrutaba las noches de verano a orillas del río Kamo: "La vasta playa está flanqueada por bancos y sobre ambas orillas se suceden los balcones de las casas de placer, cuyos faroles se reflejan en el agua como si fueran estrellas. Los pañuelos purpúreos de los jóvenes actores kabuki flamean en la brisa nocturna... Esos bellísimos adolescentes se muestran recatados a la luz de la Luna y ocultan el rostro tras los abanicos con gesto seductor. Sus movimientos son tan graciosos, que quienes los ven quedan prendados y no pueden apartar la mirada de ellos. Las cortesanas se lucen en toda su exquisitez mientras pasean de norte a sur; más adorables que la flor del hibisco, esparcen la fragancia de sus costosos perfumes..."
Además estaban los narradores de historias cómicas, los mimos y demás entretenimientos... " monos, perros de riña, caballos amaestrados, malabaristas y equilibristas que hacen sus cabriolas como seres de fábula. Se oye el penetrante sonido de las flautas de los vendedores, el chorro refrigerante de un local para venta de jalea, el tintineo de los colgantes de cristal que se agitan suavemente en la mansa brisa. Se exponen los pájaros más exóticos de China y Japón, y animales salvajes de la montaña. Gente de toda clase se congrega para divertirse y beber a orillas del río".
En 1690, el poeta Basho, que visitó la ciudad, escribía:
"Lo que llaman disfrutar la noche de verano a orillas del río comienza al atardecer y se prolonga hasta la última claridad de la Luna, antes del amanecer. A lo largo de ambas orillas se suceden los balcones en los que se bebe y se disfruta. Las mujeres sujetan sus obis con espléndidos lazos, los hombres llegan envueltos en largas capas; los sacerdotes y caballeros ancianos se confunden con la multitud, hasta los aprendices de toneleros y de herreros cantan y se divierten con gran despreocupación. ¡Verdaderamente una escena de la Capital!"

La brisa del río...
Vistamos un fino quimono bermejo
en la noche estival.

Después de la era Meiji se dragó el lecho del río y sobre la orilla oriental se tendieron las vías del ferrocarril a Osaka. Ése fue el final de las veladas junto al río "en una playa salpicada de quioscos dedicados a diversos entretenimientos, rarezas y curiosidades, todos ellos iluminados por faroles, lámparas y fuegos de artificio que brindaban una luz tan clara como la del día...". También fue el final de los tiovivos y de los espectáculos de equilibristas, que se habían sumado al conjunto al promediar el Meiji. Sólo los balcones que se sucedían a lo largo de Kiyamachi y Pontocho recordaban las antiguas veladas estivales junto al río. De todo lo que Otoko había leído acerca de esas veladas, lo que más se había grabado en su memoria era el pasaje acerca de los jóvenes actores kabuki, que se unían a la multitud en la playa bañada por la luz de la Luna, con sus pañuelos purpúreos, que flameaban en la brisa nocturna. "Esos bellísimos adolescentes se muestran recatados a la luz de la Luna y ocultan el rostro tras los abanicos con gesto seductor..."
Atrayentes imágenes desfilaban por la mente de Otoko.

La primera vez que vio a Keiko pensó en aquellos hermosos adolescentes. Ahora, sentada en el balcón de la casa de té de Ofusa, los recordó nuevamente. Era probable que los jóvenes actores kabuki fueran más femeninos, más seductores que la Keiko de su primer encuentro, con aquel aire de muchachito. Una vez más pensó en que ella había transformado a esa niña en la joven que era hoy.
–Keiko, ¿recuerdas la primera vez que me visitaste? –preguntó.
–¿Es necesario que vuelvas a mencionarlo?
–Sentí como si se me acabara de aparecer una joven hechicera.
Keiko tomó la mano de Otoko, se la llevó a la boca y mordisqueó el dedo meñique, sin dejar de mirarla. Luego susurró:
–Era un brumoso atardecer de primavera y tú parecías flotar en el pálido azul de la bruma que pendía sobre el jardín.
Aquellas eran palabras de Otoko. Otoko le había dicho que la bruma del atardecer contribuía a crear la sensación de que era una joven hechicera. Keiko no lo había olvidado.
Una vez más repetía las inolvidables palabras. Sabía muy bien que de esa manera atormentaba a Otoko, la hacía culparse a sí misma y lamentar su afecto, y al mismo tiempo lograba que ese afecto acrecentara aún más el misterioso poder que ejercía sobre ella.
En cada ángulo del balcón de la casa de té contigua a la de Ofusa se había encendido un farol de papel. Tres geishas, dos de ellas muy jóvenes, atendían a un único comensal. Era un hombre joven, regordete, bastante calvo, que permanecía con la mirada fija en el río y asentía con aire indiferente, mientras las muchachas procuraban mantener una conversación. ¿Esperaba la noche o aguardaba a un amigo? Los faroles estaban ya encendidos, pero no eran necesarios, pues aún había suficiente luz de día.

Los dos balcones estaban muy próximos, casi al alcance de la mano uno del otro. Como tantos otros que asomaban sobre la margen occidental del Kamo, no sólo carecían de techo sino también de postigos. Se podía ver hasta el último de la larguísima hilera. Aquella sucesión de balcones abiertos acentuaba esa sensación de frescura que brindan las orillas de un río.
Sin preocuparse por la falta de intimidad, Keiko mordió con fuerza el meñique de Otoko. El dolor la atravesó como un dardo, pero Otoko no parpadeó. La lengua de Keiko jugueteó con la punta del dedo. Luego lo dejó caer y dijo:
–Te bañaste, así que no tiene ni una pizca de sabor salado.
El espectáculo del río Kamo y de las colinas que se levantaban más allá de la ciudad calmaron la irritación de Otoko y cuando sus sentimientos se serenaron comenzó a pensar que ella era culpable hasta de que Keiko hubiera pasado la noche con Oki.

Keiko acababa de completar sus estudios secundarios   cuando llegó por primera vez al atelier de Otoko. Dijo que había visto los cuadros de ésta en una exposición de Tokyo y su fotografía en una revista y que se había prendado de ella.
Ese año, uno de los cuadros de Otoko había ganado un  premio en una exposición de Kyoto y, en parte debido al tema, se había hecho muy popular. Representaba a dos jóvenes geishas que jugaban a un juego llamado tijeras, papel y piedra, y estaba basado en una fotografía de alrededor de 1880. El fotógrafo había recurrido a un truco para mostrar la doble imagen de una célebre geisha del período Gion, llamada Okayo. La joven de la derecha, que tenía los dedos de ambas manos estirados, estaba casi de frente; la otra tenía los puños cerrados y estaba de cuarto perfil. A Otoko le gustaba la composición de las manos, las posturas  contrastantes y las expresiones faciales de las dos geishas. La joven de los dedos extendidos mantenía el pulgar erecto y los demás dedos curvados hacia atrás. A Otoko le gustaban también los trajes, que eran idénticos (aunque la fotografía no permitía adivinar los colores), y el anticuado motivo del estampado, muy amplio, que iba desde los hombros hasta el ruedo. En la foto también se veía un brasero cuadrado, entre ambas figuras, una marmita de hierro y una botella de sake. Pero Otoko prefirió omitir esos detalles para no recargar el cuadro.
Su cuadro mostraba a la misma joven geisha, por duplicado, que jugaba al juego de tijera, papel y piedra. Quería transmitir la inquietante sensación de que aquella muchacha era dos a la vez, que las dos eran una que, o quizá, no eran ni una ni dos. Aun la antigua fotografía producía esa sensación, hasta cierto punto. Para que todo no quedara en una ingeniosa intención, Otoko dedicó grandes esfuerzos a los rostros. El estampado de los quimonos, que parecía tan grande y pesado en la fotografía, fue una ayuda y contribuyó a destacar las cuatro manos. Aun cuando la pintura no era una copia exacta, mucha gente de Kyoto debió de reconocer a la primera ojeada, que el cuadro estaba basado en la fotografía de una geisha de la época Meiji.

Un marchand de Tokyo, interesado en el cuadro de las geishas, viajó a Kyoto para visitar a Otoko. Acordó con ella exhibir algunas de sus obras menores en Tokyo. Fue en esa oportunidad que Keiko las vio... por pura casualidad, porque nunca había oído hablar de la artista Ueno Otoko, establecida en Kyoto.
Sin duda fue el cuadro de las geishas... y la belleza de la pintora... lo que indujo a un conocido semanario a publicar una nota sobre Otoko. Un equipo de fotógrafos y un reportero la condujeron a diferentes lugares de Kyoto y le tomaron infinidad de fotografías. En realidad fue Otoko quien los condujo, pues ellos querían mostrar los lugares preferidos por la pintora. El resultado fue una nota ilustrada especial, que ocupaba tres de las páginas centrales de la revista. Incluía una fotografía del cuadro de las geishas y un primer plano de Otoko, pero la mayoría de las ilustraciones eran vistas de Kyoto a las cuales la presencia de Otoko añadía interés humano. Era posible que el objetivo de los periodistas fuera descubrir sitios nuevos en la ciudad, con la ayuda de una artista local. Otoko no creía haber sido utilizada –comprendía que le habían dedicado tres páginas enteras–, pero era evidente que los paisajes de fondo nada tenían que ver con las habituales "vistas de Kyoto".
Pero Keiko no advirtió que allí se estaban exhibiendo los encantos ocultos de la ciudad y sólo vio la belleza de Otoko. Quedó fascinada.
Y así había surgido de la bruma azul–pálido y había rogado a Otoko que la aceptara como alumna de pintura. El fervor de aquel ruego había molestado a Otoko. Y de pronto los brazos de la muchacha la rodearon y ella se sintió abrazada por una joven hechicera. Fue como un inesperado impulso de deseo.
Con todo, le preguntó si los padres estaban enterados.
–De lo contrario no podré darle una respuesta. Estoy segura de que usted comprenderá.
–Mis padres han muerto –explicó Keiko–. Yo tomo mis propias decisiones.
Otoko la miró con desconfianza.
–¿No tiene un tío o una tía? ¿No tiene hermanos o hermanas?
–Soy una carga para mi hermano y su esposa. Y ahora que tienen un bebé parezco molestarlos más que nunca.
–¿Por el bebé?
–Por supuesto que yo lo quiero. Pero a ellos no les gusta la forma en que lo mimo.

Cuatro o cinco días después de que Keiko se hubo instalado en la casa, Otoko recibió una carta del hermano. En ella le decía que la muchacha era salvaje y terca, y que probablemente no le serviría ni como criada, pero que esperaba que Otoko la aceptara. Con la carta llegaron las ropas y demás pertenencias de Keiko. A juzgar por ellas, la muchacha provenía de una familia en buena posición.
Otoko no tardó en comprender que debía de haber habido algo anormal en la forma en que Keiko mimaba al bebé. Aproximadamente una semana después de su llegada, la muchacha había forzado a Otoko a que la peinara... como ella quisiera. El peine se enredó en unos mechones.
–¡Tire! –había exclamado Keiko–. ¡Tire con más fuerza! ¡Arrástreme de las mechas!
Otoko retiró el peine y entonces Keiko se volvió y clavó los dientes en la mano de su maestra.
–¿Qué edad tenía usted cuando besó a alguien por primera vez, señorita Ueno? –preguntó luego.
–¡Qué cosas preguntas!
–Yo tenía tres años. Lo recuerdo perfectamente. Era un tío por parte de mi madre. Supongo que tendría unos treinta años. Pero a mí me gustaba, y un día, él estaba sentado a solas en la sala y yo me le acerqué y lo besé. Mi beso lo tomó tan de sorpresa, que se llevó una mano a la boca.
Allí, en el balcón junto al río, Otoko recordó la historia de aquel beso infantil. Los labios, que habían besado por primera vez a un hombre a los tres años, le pertenecían ahora y acababan de sostener su dedo meñique.
–Recuerdo la lluvia de primavera que cayó la primera vez que me llevaste al monte Arashi –dijo Keiko.
–Yo también.
–Y la mujer que vendía fideos.

Pocos días después de su llegada, Otoko había llevado a Keiko a visitar el Pabellón Dorado, el Templo del Musgo, el Templo Ryoanji y luego el monte Arashi. Habían entrado en un negocio de fideos vecino al puente Togetsu. La anciana que atendía el negocio se había disculpado por la lluvia.
–A mí me gusta la lluvia –había replicado Otoko–. Es una hermosa lluvia de primavera.
–Gracias, señora –había exclamado la mujer con una cortés reverencia.
Keiko miró a Otoko y susurró:
–¿Está hablando en nombre del tiempo?
–¿Cómo? Sí, supongo que sí. En nombre del tiempo. Otoko había aceptado las observaciones de la mujer con la mayor naturalidad.
–¡Qué interesante! –prosiguió Keiko–. Me gusta la idea de agradecer en nombre del tiempo. ¿Es habitual entre la gente de Kyoto?
En realidad, las palabras de la mujer podían muy bien interpretarse así. Era muy natural pedir disculpas en nombre del tiempo. Pero el comentario de Otoko no había sido un simple gesto de cortesía; le gustaba realmente el monte Arashi bajo una mansa lluvia primaveral. Y la anciana se lo había agradecido. Parecía estar hablando en nombre del tiempo o del monte Arashi bajo la lluvia. Además era natural que alguien que tenía su negocio allí adoptase esa actitud, pero a Keiko le había parecido muy extraño.
–¡Qué fideos excepcionales!, ¿no? –dijo Keiko–. Me gusta este lugar.
El conductor del taxímetro se lo había recomendado. Otoko había contratado el automóvil por medio día, a causa de la lluvia.
Aun cuando era la época en que los cerezos estaban en flor, era muy poca la gente dispuesta a visitar el lugar con lluvia. Esa era otra de las razones por las cuales Otoko amaba la lluvia. La brumosa lluvia primaveral suavizaba el perfil de la montaña que se levantaba más allá del río y la embellecía más aún. Tan mansa era la lluvia que las dos mujeres apenas si advirtieron que se estaban mojando, mientras caminaban de regreso al auto. Ni siquiera se molestaron en abrir los paraguas. Los delicados hilos de agua se perdían en el río sin alterar su superficie. Las flores de cerezo se entremezclaban con tiernas hojas verdes y los colores de los árboles florecidos se esfumaban en la lluvia con matices sutiles.
El Templo del Musgo y el de Ryoanji también lucían, bellísimos bajo la lluvia. En el Templo del Musgo, una solitaria camelia roja había caído entre las blancas flores de andrómedas dispersas sobre el musgo: rojo y blanco sobre un fondo verde. La camelia, de forma perfecta, yacía con su corola hacia arriba, como si hubiera florecido allí. Y las piedras mojadas del jardín rocoso de Ryoanji brillaban con toda la gama de sus matices.
–Cuando se emplea una vasija de cerámica Iga en la ceremonia del té, se la humedece primero, ¿sabías? –dijo Otoko–. El efecto es el mismo.
Pero Keiko no estaba familiarizada con la cerámica Iga ni parecía muy impresionada por los colores del jardín rocoso que tenía ante sí. En cambio la impresionaron las gotas de lluvia que centelleaban en los pinos del sendero que cruzaba el parque del templo. Otoko le hizo advertir que cada aguja parecía un tallo de flor, con una gotita en su extremo; los árboles parecían cubiertos por flores de rocío. Era la sutil floración de la lluvia de primavera; una floración que casi todos pasaban por alto. Los arces y otros árboles también ostentaban gotas de lluvia en sus tiernas yemas.

Las gotas de lluvia en el extremo de las agujas de pino podían verse en cualquier parte, pero era la primera vez que Keiko las miraba, de modo que para ella eran algo característico de Kyoto. Las gotas de lluvia en los pinos y las palabras de la mujer del negocio de fideos figuraban entre las primeras impresiones que había recogido en Kyoto. La ciudad era nueva para ella y, además, la estaba recorriendo con Otoko.
–Me pregunto cómo está la mujer del negocio de fideos –dijo Keiko–. Desde entonces no hemos vuelto al monte Arashi.
–Es cierto. Pero cuando más me gusta es en invierno. Vayamos en invierno.
–¿Es forzoso que esperemos hasta el invierno?
–El invierno no tardará mucho en llegar.
–¡Cómo que no va a tardar! Ni siquiera estamos en pleno verano y falta el otoño.
Otoko rió.
–¡Podemos ir en cualquier momento! Podemos ir mañana.
–Sí, vayamos. Le diré a la mujer de los fideos que me gusta el monte Arashi en el calor del verano y es probable que me lo agradezca. En nombre del calor.
–Y en nombre del monte Arashi.
Keiko miró el río.
–En el invierno ya no estará ninguna de esas parejas que pasean por la orilla, Otoko.
Por los malecones que separaban al Kamo del brazo que corría bajo los balcones y del canal paralelo a la margen oriental paseaba mucha gente joven. Sólo unas pocas eran parejas con niños... casi todas parecían ser enamorados. Muchachas y muchachos tomados de la mano o sentados muy juntos al borde del agua. A medida que oscurecía su número aumentaba.
–Sí, en invierno hace mucho frío aquí –asintió Otoko.
–Dudo de que perdure hasta el invierno.
–¿A qué te refieres?
–A su amor. Algunos de ellos ya no tendrán ganas de ver al otro para entonces.
–¿De modo que pensabas en eso? ¿Por qué tienes que preocuparte por una cosa así, a tu edad?
–¡Porque no soy tan tonta como tú, que has pasado veinte años enamorada de alguien que arruinó tu vida!
Otoko permaneció en silencio.
–Oki te abandonó pero tú te has negado a reconocerlo.
–No hables así, por favor.
Otoko se volvió y Keiko extendió la mano para acomodar unos cabellos que caían sobre la nuca de su amiga.
–Otoko, ¿por qué no me abandonas tú a mí?
¡Qué!
–Soy la única persona a la cual puedes abandonar. Hazlo.
–¿Qué quieres decir con eso?
Otoko parecía querer mantener a la muchacha a distancia, pero no dejaba de mirarla directamente a los ojos. Pasó la yema de los dedos sobre el mechón que Keiko le había acomodado.
–Quiero decir que me abandones como Oki te abandonó a ti –dijo Keiko, sin desviar la mirada–. Aunque, por lo visto, nunca has estado dispuesta a admitir que eso ocurrió.
–¿Es forzoso que utilices una palabra como "abandonar"?
–Es la más precisa. ¿Qué palabra usarías tú? –preguntó Keiko con un brillo malicioso en la mirada.
–Nos separamos.
–¡Pero es que no se separaron! Aún hoy él está dentro de ti y tú estás dentro de él.
–Keiko, ¿qué estás tratando de decirme? No te entiendo.
–Hoy creí que me abandonarías.
–Pero te pedí perdón, ¿no?
–Yo te pedí perdón.

Otoko la había invitado a Kiyamachi para reconciliarse; pero quizá ya fuera imposible una reconciliación. Era evidente que, por naturaleza, Keiko no se conformaba con un amor plácido, de modo que procuraba irritar a Otoko o reñía con ella o se malhumoraba. Su confesión de la noche pasada junto a Oki había herido a Otoko. La Keiko que parecía estar bajo su control se había convertido en una criatura extraña que la atacaba. La muchacha había dicho que se vengaría de Oki en nombre de Otoko, pero ésta tenía la impresión de que Keiko se estaba vengando de ella. Además, ahora pensaba en Oki con horror. ¿Cómo era posible que tuviera una aventura con su discípula, cuando tenía que tener otras mujeres?
–¿No me vas a abandonar? –preguntó Keiko.
–¡Si insistes lo haré! Por otra parte, eso sería lo mejor para ti.
–¡Basta! No quise decir eso –exclamó Keiko y sacudió la cabeza–. No estaba pensando en mi propia conveniencia. Mientras esté contigo...
–Lo que más te conviene es estar lejos de mí.
Otoko trataba de hablar con calma.
–¿Acaso te has alejado ya de mí en tu corazón?
–¡Por supuesto que no!
–¡Qué suerte! ¡Me sentía tan desgraciada al pensar que habías terminado conmigo!
–Fuiste tú quien insistió en hablar de eso.
–¿Yo?... ¿Crees que yo te dejaría?
Otoko no habló.
–¡Nunca! –estalló Keiko y una vez más tomó el meñique de Otoko y lo mordió.
–¡Ay! ¡Me haces daño y lo sabes!
–Fue mi intención.

Llegó la comida. Mientras la camarera ordenaba los platos, Keiko se volvió y permaneció con la mirada fija en un grupo de luces sobre el monte Hiei. Otoko conversaba con la camarera. Había apoyado una mano sobre la otra. Tenía miedo de que las marcas de los dientes resultaran visibles.
Cuando quedaron nuevamente a solas, Keiko miró su escudilla de sopa, tomó un bocado de anguila con sus palillos y dijo:
–Pero, en realidad, tú tendrías que abandonarme.
–Eres terca, ¿eh?
–Soy del tipo de muchacha a la cual los amantes abandonan. ¿Crees que soy terca?
Otoko se preguntó si las mujeres eran más tercas entre sí que con los hombres y sintió la habitual punzada de culpa. El dedo también le dolía como si se lo atravesaran con una aguja. ¿Había sido ella quien le había enseñado a Keiko a infligir dolor?
Un día, no mucho después de haberse instalado Keiko con ella, la muchacha llegó corriendo desde la cocina y le anunció que había derramado el aceite de la sartén.
–¿No te has quemado?
–¡Y cómo arde! –se quejó Keiko mientras extendía una mano en dirección a Otoko. La punta de un dedo estaba roja. Otoko tomó la mano.
–No parece grave –dijo y se llevó rápidamente el dedo quemado a la boca. Al sentir el contacto del dedo contra su lengua se sobresaltó y dejó la mano de la muchacha en libertad. Keiko se lo llevó entonces a la boca.
–¿Se alivia si uno lo chupa? –preguntó.
–¿Y qué ha pasado con la sartén, Keiko?
–¡Me olvidé!
La joven corrió de regreso a la cocina.
En otra oportunidad... (¿cuánto tiempo después había ocurrido eso?), Otoko había comenzado a jugar con la muchacha en la cama, posando sus labios sobre los jóvenes párpados o mordisqueando los sensitivos lóbulos de las orejas de Keiko hasta que ésta se había ovillado y había gemido. Y aquello había estimulado a Otoko.
Todo el tiempo Otoko recordaba que hacía mucho, mucho tiempo, Oki había jugado con ella de la misma manera. Quizá su extrema juventud había inducido al hombre a no buscar inmediatamente su boca. El roce de los labios de Oki sobre su frente, sus párpados, sus mejillas, la iba sumiendo en la más completa entrega. Keiko era ahora uno o dos años mayor que ella en aquel tiempo y era de su mismo sexo, pero su respuesta era más rápida aún de lo que había sido la suya. Otoko no tardó en encontrarla irresistible. Empero, la idea de que estaba repitiendo las antiguas caricias de Oki la llenaba de culpa... y también de vibrante vitalidad.
–¡No hagas eso, por favor! –gimió Keiko, pero mientras hablaba apretó su torso desnudo contra el de Otoko–. Tu cuerpo y el mío son uno solo, ¿no? –murmuró.
Otoko se apartó.
Keiko se apretó más aún contra ella.
–¿Verdad que sí? Son uno solo.
Aguardó un instante.
–Es así. Te lo aseguro –añadió luego.
Otoko sospechaba que la muchacha no era virgen. Las  repentinas explosiones verbales de Keiko todavía no se le  habían hecho familiares.
–No somos un solo cuerpo –murmuró Otoko, mientras la mano de Keiko buscaba su pecho. La mano se movía sin vacilaciones, pero parecía haber una cierta timidez en el contacto.
–¡No hagas eso! –exclamó Otoko y aferró la mano.
–¡Eres injusta!
Ahora había fuerza en los dedos de Keiko.
Años atrás, cuando ella tenía quince, Otoko exclamaba exactamente lo mismo al sentir la mano de Oki sobre sus pechos: "¡No hagas eso, por favor!". Y esas palabras figuraban en la novela. Probablemente ella las habría recordado de todas maneras; pero al figurar en el libro, parecían haber adquirido vida propia.
También Keiko había pronunciado esas palabras. ¿Acaso porque había leído Una chica de dieciséis? ¿O todas las mujeres dirían lo mismo?
La novela contenía también una descripción de los pechos de Otoko y una observación de Oki sobre el deleite de acariciarlos.
Otoko nunca había amamantado a un niño, por eso sus pezones conservaban todo el color. En veinte años no habían perdido nada de su vívida tonalidad. Pero, poco después de los treinta años, los pechos habían comenzado a perder turgencia.
Sin duda Keiko lo había advertido en el baño y quería tocarlos para cerciorarse de su falta de firmeza. Otoko se preguntó si alguna vez llegaría a comentarlo; pero nunca lo hizo. Tampoco dijo nada cuando los pechos de Otoko respondieron a su caricia adquiriendo más y más firmeza.
El silencio de Keiko era extraño, pues debía de considerar aquello como una victoria.
En ocasiones, Otoko sentía que aquella reacción de sus pechos era morbosa y perversa; a veces se sentía terriblemente avergonzada. Pero sobre todo la sorprendía
el ver cómo iba cambiando su cuerpo casi a los cuarenta años. Era muy diferente de lo que había sentido a los quince, cuando la forma de sus pechos cambiaba bajo las caricias de Oki y luego, a los dieciséis, cuando quedó encinta.
Después de haberse separado de Oki, nadie había vuelto a tocar sus pechos por más de dos décadas. En ese período habían quedado atrás su juventud y sus posibilidades de matrimonio. Y ahora era la mano de otra mujer, la mano de Keiko, la que volvía a acariciarla.
Había tenido muchas oportunidades de ser amada y de casarse, desde que se estableció en Kyoto con su madre, pero siempre las había eludido. Los recuerdos de Oki revivían en cuanto advertía que un hombre estaba enamorado de ella. Más que recuerdos, eran su realidad.
Cuando se separó de Oki, pensó que nunca se casaría. El dolor la había dejado exhausta; apenas si podía trazar planes para el día siguiente. ¿Cómo pensar entonces en un futuro lejano?
Y así, la idea de no casarse fue penetrando en su mente y llegó a ser una resolución inflexible.
Por supuesto, su madre siempre había esperado que algún día se casara. Se había trasladado a Kyoto para alejar a su hija de Oki y para calmarla, y no con la intención de establecerse allí en forma definitiva. Nunca dejó de mostrarse ansiosa por el futuro de su hija. La primera vez que le habló de un posible matrimonio, Otoko tenía diecinueve años. Había sido en el Templo Nembutsu, en Adashino, la noche de la Ceremonia de las Mil Luces.

Otoko advirtió que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas mientras contemplaba las mil luces que ardían ante las innumerables pequeñas tumbas de los muertos no llorados. Aquellas largas hileras simbolizaban el limbo de los niños. Las débiles llamas de los cirios, que titilaban en la penumbra del atardecer, acentuaban el aspecto melancólico de las lápidas.
Había oscurecido ya cuando juntas recorrieron el camino de regreso.
–¡Ay, qué soledad! –había exclamado la mujer–. ¿No te sientes sola, Otoko?
Esta vez, la palabra "sola" parecía tener un significado diferente. Comenzó a hablar de una proposición matrimonial. Alguien había pedido la mano de Otoko, por intermedio de una amiga que vivía en Tokyo.
–Me siento culpable respecto de ti, porque no puedo  casarme –dijo Otoko.
–¡No hay mujer que no pueda casarse!
–¡Sí que la hay!
–Si no te casas, tanto tú como yo estaremos entre los muertos no llorados.
–No sé qué significa eso.
–Son los muertos que no han dejado descendientes que los lloren.
–Lo sé, pero ignoro lo que eso puede representar. Después de todo uno ya está muerto.
–No es sólo después de la muerte. Una mujer sin marido ni hijos debe de sentirse así aun en vida. Suponte que yo no te hubiera tenido a ti. Tú eres muy joven aún, pero... La mujer vaciló.
–Con frecuencia dibujas y pintas a tu bebé, ¿no? ¿Cuánto tiempo piensas seguir haciéndolo?
Otoko no respondió.
Su madre le informó cuanto sabía acerca del peticionante.
–Si quieres conocerlo, podríamos viajar a Tokyo.
–¿Qué supones que estoy viendo ante mí mientras te escucho? –preguntó Otoko.
–¿Ves algo?
–Rejas. Veo las ventanas enrejadas de la clínica psiquiátrica.
La madre no habló más.

Otoko recibió varias proposiciones matrimoniales más mientras aún vivía su madre.
–Es inútil que sigas pensando en Oki –decía su madre, cuando la instaba a casarse–. No puedes hacer nada.
Esperar a Oki es lo mismo que esperar el pasado... El tiempo y los ríos no corren para atrás.
Sus palabras representaban más un ruego que un consejo.
–Yo no espero a nadie –replicaba Otoko.
–¿Te limitas a pensar en él? ¿No puedes olvidarlo?
–No se trata de eso.
–¿Estás segura?... Eras apenas una niña cuando él te sedujo... una inocente niña. Quizás ésa sea la razón por la  cual quedó una cicatriz. Yo lo odiaba por haber sido tan cruel con una criatura.
Otoko recordaba ahora las palabras de su madre. Se preguntó si era su juventud y su inocencia lo que habían dado tanta intensidad a ese amor. Quizás eso explicara su pasión ciega e insaciable. Cuando en un espasmo mordía el hombro de Oki, ni siguiera advertía la sangre que manaba de la herida.

Mucho después de separarse de él, le molestó leer en Una chica de dieciséis, que cuando Oki iba a encontrarse con ella pensaba en cómo le haría el amor en esa oportunidad y generalmente cumplía sus planes. Le parecía aterrante que el corazón de un hombre "palpitara lleno de gozo mientras caminaba pensando en eso". Para una joven espontánea como Otoko era inconcebible que un hombre planeara de antemano sus técnicas eróticas, la secuencia de éstas y cosas por el estilo. Ella aceptaba todo lo que él hacía, le brindaba todo lo que él pedía. Oki la había descrito como una criatura extraordinaria, como mujer entre las mujeres. Gracias a ella –así escribía– él había experimentado todas las formas de hacer el amor.
Al leer aquello, Otoko había ardido de humillación. Con todo, no podía reprimir los vívidos recuerdos de aquella pasión, su cuerpo se ponía tenso y comenzaba a temblar. Por fin la tensión se aflojaba y una deliciosa sensación de plenitud recorría sus miembros. Su amor del pasado había vuelto a la vida.

No eran sólo las ventanas enrejadas de la clínica lo que Otoko veía en su camino de regreso de la Ceremonia de las Mil Luces. También se veía a sí misma en brazos de  Oki.
Quizá si él no hubiera descrito aquellos abrazos, la visión no habría seguido siendo tan vívida a través del tiempo. Otoko había palidecido de furia y de desesperación cuando Keiko le había relatado que en el instante crítico ella había pronunciado su nombre en brazos de Oki... "¡y él se quedó paralizado!". Pero por detrás de esas emociones había sentido que Oki también se acordaba de ella. ¿Era posible que en ese instante se le hubiera representado la joven Otoko entre sus brazos?

Con el correr del tiempo, el recuerdo de aquel abrazo se fue purificando dentro de Otoko; fue dejando de ser algo físico para convertirse en algo espiritual. Ahora ella ya no era pura y sin duda Oki tampoco lo era. Y sin embargo, su antiguo abrazo, tal como lo veía ahora, parecía puro. Aquel recuerdo –en el que ella intervenía y no intervenía, que parecía real e irreal– era una visión sagrada, una visión sublimada del abrazo de antaño.
Cuando recordaba lo que él le había enseñado y lo imitaba al hacer el amor a Keiko, temía manchar o destruir la sagrada visión. Pero el recuerdo permanecía inviolable.
Keiko tenía la costumbre de utilizar crema depilatoria para quitarse el vello de los brazos y de las piernas, y comenzó a aplicársela en presencia de Otoko. En los primeros tiempos lo hacía en privado. Cuando Otoko la interrogaba acerca del extraño olor que había quedado flotando en el baño, la joven no respondía. Otoko no estaba familiarizada con los depilatorios, porque nunca los había necesitado.
Luego sorprendió a Keiko con una pierna recogida, aplicándose la crema. Otoko frunció el entrecejo.
–¡Qué olor desagradable! ¿Qué es?
Cuando vio que el vello desaparecía al quitarse la crema, se cubrió los ojos.
–¡No hagas eso, por favor! Se me eriza la piel.
Se estremeció y sintió que se le ponía carne de gallina.
–¿Es indispensable que hagas una cosa tan repulsiva?
–¿Acaso no lo hace todo el mundo?
Otoko no replicó.
–¿No se te pondría carne de gallina si tocaras una piel velluda?
Otoko siguió guardando silencio.
–Después de todo soy mujer –insistió Keiko.
De modo que hacía eso por Otoko. Aunque fuera por otra mujer, Keiko deseaba tener la piel satinada de las de su sexo.
Otoko se sintió oprimida, tanto por su propia repugnancia ante aquella operación como por los sentimientos que había despertado en ella la franqueza de Keiko. El  olor acre quedó flotando aun después que Keiko se hubo retirado al cuarto de baño para quitarse con agua los restos de crema. Cuando regresó levantó su falda y extendió una pierna esbelta y blanquísima.
–Tócala y verás. Ahora está suavísima.
Otoko miró la pierna, pero no la rozó. Keiko se acarició la pantorrilla con la mano derecha y miró a Otoko como si se preguntara qué le estaba ocurriendo.
–¿Te preocupa algo? –preguntó.
Otoko evitó su mirada.
–Keiko, te ruego que de ahora en adelante no hagas más eso en mi presencia.
–Es que no quiero ocultarte nada más. Ya no tengo secretos para ti.
–No veo por qué tienes que mostrarme algo que yo considero ofensivo.
–Te acostumbrarás. Es como cortarse las uñas de los pies.
–Uno tampoco se corta las uñas de los pies en presencia de otra gente.

Keiko asintió sin mayor entusiasmo, pero a partir de entonces, si bien no hizo alarde, tampoco disimuló sus esfuerzos por extirpar el vello de sus brazos y piernas. Otoko nunca se acostumbró. Fuera porque habían perfeccionado la crema depilatoria o porque Keiko la había sustituido por otra, el olor ya no era tan desagradable; no obstante eso, el proceso en sí provocaba náuseas a Otoko. No podía soportar la vista del vello de las pantorrillas o de los brazos, que se desprendía cuando Keiko se quitaba la crema. Prefería abandonar la habitación. Sin embargo, detrás de esa repugnancia titilaba una llamita, que desaparecía y volvía a brillar. Esa llama minúscula, distante, era apenas discernible y tan calma, tan pura, que resultaba difícil creer que era una llama de deseo. Aquella lucecita vacilante le recordaba su relación con Oki, años atrás. Sus náuseas al ver cómo Keiko se extirpaba el vello se vinculaba con la sensación de contacto entre una mujer y otra, una presión directa sobre su propia piel. Sí, la primera sensación era de náusea. Pero si pensaba en Oki, ese estado desaparecía en forma milagrosa.
Entre los brazos de Oki ella jamás había experimentado náuseas; ni siquiera había advertido si él era velludo o no. ¿Era porque perdía el sentido de la realidad? Ahora, con Keiko, era más libre que entonces. Había desarrollado un erotismo audaz y maduro. Se había sorprendido al comprobar, a través de Keiko, que había madurado como mujer en aquellos largos años de soledad. Temía que, en caso de tener a un hombre por amante, su contacto desvaneciera la visión que ella guardaba celosamente en su interior: la sagrada visión de su amor por Oki.

Otoko había fracasado en su intento de suicidio de aquel entonces, pero siempre se lamentó de no haber muerto en esa oportunidad. Creía que lo mejor habría sido morir en el parto, antes del intento de suicidio y antes de la muerte de la criatura. Pero a medida que pasaban los meses y los años, esos pensamientos fueron limpiando la herida que le había infligido Oki.
"Eres más de lo que merezco. Es un amor que yo nunca soñé encontrar. Vale la pena morir por una dicha como ésta..." Las palabras de Oki no se habían borrado nunca de su memoria. Figuraban en la novela y eso parecía haberles conferido una vida autónoma, que ya no guardaba relación con Oki ni con ella. Quizá ya no existieran los amantes de entonces, pero en su tristeza, le quedaba el nostálgico consuelo de que su amor se conservaba, como reliquia, en una obra de arte.
La madre de Otoko había dejado una pequeña navaja que solía utilizar para afeitarse el vello. Aunque casi no la necesitaba, Otoko la sacaba de vez en cuando –una vez por año, como impulsada por algún recuerdo– y se afeitaba la nuca y prolijaba el nacimiento del pelo sobre la frente.
Un día, al ver que Keiko comenzaba a aplicarse la crema depilatoria, anunció:
–Keiko, te afeitaré.
Extrajo la navaja de su madre del tocador.
–No, no. ¡Tengo miedo! –exclamó Keiko al ver la navaja y huyó de la habitación.
Otoko la persiguió.
–¡No tiene nada de peligroso! ¡Déjame hacerlo, por favor!
Keiko permitió a regañadientes que la condujera de regreso junto a la mesa–tocador. Pero cuando Otoko le aplicó el jabón y comenzó a pasar la navaja, advirtió con sorpresa que los dedos de la joven temblaban.
–No te preocupes. No hay ningún peligro. Mantén tu brazo quieto.
Pero la ansiedad de Keiko era estimulante. Era una tentación. El cuerpo de Otoko también se puso tenso y sintió un vigor desconocido en los hombros.
–Por esta vez no probaré en las axilas –dijo–. Pero con el rostro no hay problema.
–Aguarda. Déjame recobrar el aliento –rogó Keiko.
Otoko le enjabonó la frente y la barbilla. Mientras la navaja prolijaba el nacimiento del pelo sobre la frente, Keiko mantuvo los ojos cerrados con fuerza. Su cabeza echada hacia atrás reposaba sobre la mano de Otoko. La atención de ésta se concentró en aquel largo y esbelto cuello. Era una garganta de aspecto inocente, delicadamente modelada, radiante de juventud. La mano que sostenía la navaja se detuvo.
Keiko abrió los ojos.
–¿Qué ocurre?
Otoko acababa de pensar que si ella hacía penetrar el  acero en aquella adorable garganta, Keiko moriría. En ese instante podía matarla con toda facilidad: bastaba un simple tajo en la parte más adorable de su cuerpo.
Su propio cuello no debía de haber sido tan bello, pero una vez ella había protestado porque tenía la sensación de que Oki la estaba estrangulando. Y él había apretado con más fuerza aún.
Volvió a sentir la sensación de asfixia mientras miraba a Keiko y sintió un vahído.
Fue la única vez que utilizó la navaja con Keiko. Después, ésta siempre se resistió y Otoko no la quiso forzar. Cada vez que abría el cajón del tocador para buscar un peine o algo así, veía la navaja de su madre. A veces le recordaba el vago impulso homicida que había cruzado su mente. Si hubiera matado a Keiko, ella tampoco podría haber seguido viviendo. Más tarde, aquel impulso se convirtió en un fantasma vagamente familiar. ¿Habría perdido una vez más la oportunidad de morir?
Otoko comprendía que en ese fugaz impulso homicida se ocultaba su antiguo amor por Oki. Por ese entonces, Keiko aún no lo había conocido. No se había interpuesto aún entre los dos.
Ahora que Otoko se había enterado de la noche en Enoshima, el antiguo amor volvía a arder con ominosa llama. Sin embargo, en esas llamas Otoko veía una gran flor de loto blanca. Su amor era una flor de ensueño que ni siquiera Keiko podría mancillar.

Con la imagen del loto blanco aún en la mente, Otoko desvió la mirada para contemplar las luces de las casas de té de Kiyamachi. que se reflejaban en el agua. Luego apartó la vista de aquellos reflejos, para observar la oscura silueta de las Colinas Orientales, que se levantaban más allá de Gion. La línea suavemente redondeada de la cadena montañosa parecía irradiar paz, pero sus sombras parecieron fluir secretamente hacia Otoko, que miraba sin ver los faros de los automóviles que iban y venían por la ribera opuesta, las parejas que recorrían el paseo y las lámparas de los balcones que se alineaban a lo largo de la ribera occidental. Sólo la escena nocturna de las Colinas Orientales ocupaba su mente.
"Llevaré adelante mi idea de la Ascensión de un infante –pensó–. Si no hago ese cuadro ya, quizá no llegue a pintarlo nunca. Está a punto de convertirse en algo diferente... Está a punto de perder todo lo que puede haber en él de amor y de tristeza." ¿A qué obedecían esos repentinos sentimientos? ¿Serían una consecuencia de su visión del loto en llamas? Empezaba a parecerle que el loto era Keiko. ¿Por qué florecía aquel loto en medio de una hoguera? ¿Por qué no se marchitaba?
–Keiko –dijo, de pronto–, ¿has recuperado tu buen humor?
–Si tú estás de buen humor, yo también lo estoy. El tono de Keiko tenía mucho de coquetería.
–Dime una cosa: ¿cuál de tus dolores ha sido el más profundo? –preguntó Otoko.
–No estoy muy segura –replicó Keiko con despreocupación–. He tenido tantos que no sabría decir. Trataré de recordarlos a todos y te diré. Pero mis tristezas son breves.
–¿Sí?
–Así es.
Otoko la miró con fijeza y procuró hablar con la mayor serenidad posible.
–Te quiero pedir una cosa. Una sola cosa. Por favor, no vuelvas a Kamakura.
–¿A ver a Oki o a su hijo?
Aquella pregunta dejó casi sin aliento a Otoko.
–¡Quisiera que no vuelvas a ver a ninguno de los dos, por supuesto!
–Sólo fui para vengarte.
–¡Sigues hablando así! ¡Eres aterrante!
La expresión de Otoko había cambiado. Cerró los ojos, como para retener las lágrimas.

–Qué cobarde eres... –suspiró Keiko y se puso de pie para colocarse detrás de Otoko. Apoyó ambas manos sobre sus hombros y luego jugueteó con las orejas de su amiga. Otoko permaneció inmóvil, abandonada, mientras escuchaba el murmullo de las aguas del río.


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