EL LOTO
EN LLAMAS
Un
pasaje de la obra Vistas ilustradas de la
Capital habla de la gente que
disfrutaba las noches de verano a orillas del río Kamo: "La vasta playa
está flanqueada por bancos y sobre ambas orillas se suceden los balcones de las
casas de placer, cuyos faroles se reflejan en el agua como si fueran estrellas.
Los pañuelos purpúreos de los jóvenes actores kabuki flamean en la brisa
nocturna... Esos bellísimos adolescentes se muestran recatados a la luz de la Luna y ocultan el rostro tras los abanicos
con gesto seductor. Sus movimientos son tan graciosos, que quienes los ven
quedan prendados y no pueden apartar la mirada de ellos. Las cortesanas se
lucen en toda su exquisitez mientras pasean de norte a sur; más adorables que
la flor del hibisco, esparcen la fragancia de sus costosos perfumes..."
Además
estaban los narradores de historias cómicas, los mimos y demás
entretenimientos... " monos, perros de riña, caballos amaestrados, malabaristas
y equilibristas que hacen sus cabriolas como seres de fábula. Se oye el
penetrante sonido de las flautas de los vendedores, el chorro refrigerante de
un local para venta de jalea, el tintineo de los colgantes de cristal que se
agitan suavemente en la mansa brisa. Se exponen los pájaros más exóticos de
China y Japón, y animales salvajes de la montaña. Gente de toda clase se
congrega para divertirse y beber a orillas del río".
En
1690, el poeta Basho, que visitó la ciudad, escribía:
"Lo
que llaman disfrutar la noche de verano a orillas del río comienza al atardecer
y se prolonga hasta la última claridad de la
Luna, antes del amanecer. A lo largo de ambas orillas se suceden los balcones
en los que se bebe y se disfruta. Las mujeres sujetan sus obis con espléndidos
lazos, los hombres llegan envueltos en largas capas; los sacerdotes y
caballeros ancianos se confunden con la multitud, hasta los aprendices de
toneleros y de herreros cantan y se divierten con gran despreocupación.
¡Verdaderamente una escena de la
Capital!"
La
brisa del río...
Vistamos
un fino quimono bermejo
en la
noche estival.
Después
de la era Meiji se dragó el lecho del río y sobre la orilla oriental se
tendieron las vías del ferrocarril a Osaka. Ése fue el final de las veladas
junto al río "en una playa salpicada de quioscos dedicados a diversos
entretenimientos, rarezas y curiosidades, todos ellos iluminados por faroles,
lámparas y fuegos de artificio que brindaban una luz tan clara como la del
día...". También fue el final de los tiovivos y de los espectáculos de
equilibristas, que se habían sumado al conjunto al promediar el Meiji. Sólo los
balcones que se sucedían a lo largo de Kiyamachi y Pontocho recordaban las
antiguas veladas estivales junto al río. De todo lo que Otoko había leído
acerca de esas veladas, lo que más se había grabado en su memoria era el pasaje
acerca de los jóvenes actores kabuki, que se unían a la multitud en la playa
bañada por la luz de la Luna, con
sus pañuelos purpúreos, que flameaban en la brisa nocturna. "Esos
bellísimos adolescentes se muestran recatados a la luz de la Luna y ocultan el rostro tras los abanicos
con gesto seductor..."
Atrayentes
imágenes desfilaban por la mente de Otoko.
La
primera vez que vio a Keiko pensó en aquellos hermosos adolescentes. Ahora,
sentada en el balcón de la casa de té de Ofusa, los recordó nuevamente. Era
probable que los jóvenes actores kabuki fueran más femeninos, más seductores
que la Keiko de su primer encuentro, con aquel aire
de muchachito. Una vez más pensó en que ella había transformado a esa niña en
la joven que era hoy.
–Keiko,
¿recuerdas la primera vez que me visitaste? –preguntó.
–¿Es
necesario que vuelvas a mencionarlo?
–Sentí
como si se me acabara de aparecer una joven hechicera.
Keiko
tomó la mano de Otoko, se la llevó a la boca y mordisqueó el dedo meñique, sin
dejar de mirarla. Luego susurró:
–Era un
brumoso atardecer de primavera y tú parecías flotar en el pálido azul de la
bruma que pendía sobre el jardín.
Aquellas
eran palabras de Otoko. Otoko le había dicho que la bruma del atardecer
contribuía a crear la sensación de que era una joven hechicera. Keiko no lo
había olvidado.
Una vez
más repetía las inolvidables palabras. Sabía muy bien que de esa manera
atormentaba a Otoko, la hacía culparse a sí misma y lamentar su afecto, y al
mismo tiempo lograba que ese afecto acrecentara aún más el misterioso poder que
ejercía sobre ella.
En cada
ángulo del balcón de la casa de té contigua a la de Ofusa se había encendido un
farol de papel. Tres geishas, dos de ellas muy jóvenes, atendían a un único
comensal. Era un hombre joven, regordete, bastante calvo, que permanecía con la
mirada fija en el río y asentía con aire indiferente, mientras las muchachas
procuraban mantener una conversación. ¿Esperaba la noche o aguardaba a un
amigo? Los faroles estaban ya encendidos, pero no eran necesarios, pues aún
había suficiente luz de día.
Los dos
balcones estaban muy próximos, casi al alcance de la mano uno del otro. Como
tantos otros que asomaban sobre la margen occidental del Kamo, no sólo carecían
de techo sino también de postigos. Se podía ver hasta el último de la
larguísima hilera. Aquella sucesión de balcones abiertos acentuaba esa
sensación de frescura que brindan las orillas de un río.
Sin
preocuparse por la falta de intimidad, Keiko mordió con fuerza el meñique de
Otoko. El dolor la atravesó como un dardo, pero Otoko no parpadeó. La lengua de
Keiko jugueteó con la punta del dedo. Luego lo dejó caer y dijo:
–Te
bañaste, así que no tiene ni una pizca de sabor salado.
El espectáculo
del río Kamo y de las colinas que se levantaban más allá de la ciudad calmaron
la irritación de Otoko y cuando sus sentimientos se serenaron comenzó a pensar
que ella era culpable hasta de que Keiko hubiera pasado la noche con Oki.
Keiko
acababa de completar sus estudios secundarios cuando llegó por
primera vez al atelier de Otoko. Dijo que había visto los cuadros de ésta en
una exposición de Tokyo y su fotografía en una revista y que se había prendado
de ella.
Ese
año, uno de los cuadros de Otoko había ganado un premio en una exposición
de Kyoto y, en parte debido al tema, se había hecho muy popular. Representaba a
dos jóvenes geishas que jugaban a un juego llamado tijeras, papel y piedra, y
estaba basado en una fotografía de alrededor de 1880. El fotógrafo había
recurrido a un truco para mostrar la doble imagen de una célebre geisha del
período Gion, llamada Okayo. La joven de la derecha, que tenía los dedos de
ambas manos estirados, estaba casi de frente; la otra tenía los puños cerrados
y estaba de cuarto perfil. A Otoko le gustaba la composición de las manos, las
posturas contrastantes y las expresiones faciales de las dos geishas. La
joven de los dedos extendidos mantenía el pulgar erecto y los demás dedos
curvados hacia atrás. A Otoko le gustaban también los trajes, que eran
idénticos (aunque la fotografía no permitía adivinar los colores), y el
anticuado motivo del estampado, muy amplio, que iba desde los hombros hasta el
ruedo. En la foto también se veía un brasero cuadrado, entre ambas figuras, una
marmita de hierro y una botella de sake. Pero Otoko prefirió omitir esos
detalles para no recargar el cuadro.
Su
cuadro mostraba a la misma joven geisha, por duplicado, que jugaba al juego de tijera, papel y piedra. Quería
transmitir la inquietante sensación de que aquella muchacha era dos a la vez,
que las dos eran una que, o quizá, no eran ni una ni dos. Aun la antigua
fotografía producía esa sensación, hasta cierto punto. Para que todo no quedara
en una ingeniosa intención, Otoko dedicó grandes esfuerzos a los rostros. El
estampado de los quimonos, que parecía tan grande y pesado en la fotografía,
fue una ayuda y contribuyó a destacar las cuatro manos. Aun cuando la pintura
no era una copia exacta, mucha gente de Kyoto debió de reconocer a la primera
ojeada, que el cuadro estaba basado en la fotografía de una geisha de la época
Meiji.
Un
marchand de Tokyo, interesado en el cuadro de las geishas, viajó a Kyoto para
visitar a Otoko. Acordó con ella exhibir algunas de sus obras menores en Tokyo.
Fue en esa oportunidad que Keiko las vio... por pura casualidad, porque nunca
había oído hablar de la artista Ueno Otoko, establecida en Kyoto.
Sin
duda fue el cuadro de las geishas... y la belleza de la pintora... lo que
indujo a un conocido semanario a publicar una nota sobre Otoko. Un equipo de
fotógrafos y un reportero la condujeron a diferentes lugares de Kyoto y le
tomaron infinidad de fotografías. En realidad fue Otoko quien los condujo, pues
ellos querían mostrar los lugares preferidos por la pintora. El resultado fue
una nota ilustrada especial, que ocupaba tres de las páginas centrales de la
revista. Incluía una fotografía del cuadro de las geishas y un primer plano de
Otoko, pero la mayoría de las ilustraciones eran vistas de Kyoto a las cuales la
presencia de Otoko añadía interés humano. Era posible que el objetivo de los
periodistas fuera descubrir sitios nuevos en la ciudad, con la ayuda de una
artista local. Otoko no creía haber sido utilizada –comprendía que le habían
dedicado tres páginas enteras–, pero era evidente que los paisajes de fondo
nada tenían que ver con las habituales "vistas de Kyoto".
Pero
Keiko no advirtió que allí se estaban exhibiendo los encantos ocultos de la
ciudad y sólo vio la belleza de Otoko. Quedó fascinada.
Y así
había surgido de la bruma azul–pálido y había rogado a Otoko que la aceptara
como alumna de pintura. El fervor de aquel ruego había molestado a Otoko. Y de
pronto los brazos de la muchacha la rodearon y ella se sintió abrazada por una
joven hechicera. Fue como un inesperado impulso de deseo.
Con
todo, le preguntó si los padres estaban enterados.
–De lo
contrario no podré darle una respuesta. Estoy segura de que usted comprenderá.
–Mis
padres han muerto –explicó Keiko–. Yo tomo mis propias decisiones.
Otoko
la miró con desconfianza.
–¿No
tiene un tío o una tía? ¿No tiene hermanos o hermanas?
–Soy
una carga para mi hermano y su esposa. Y ahora que tienen un bebé parezco
molestarlos más que nunca.
–¿Por
el bebé?
–Por
supuesto que yo lo quiero. Pero a ellos no les gusta la forma en que lo mimo.
Cuatro
o cinco días después de que Keiko se hubo instalado en la casa, Otoko recibió
una carta del hermano. En ella le decía que la muchacha era salvaje y terca, y
que probablemente no le serviría ni como criada, pero que esperaba que Otoko la
aceptara. Con la carta llegaron las ropas y demás pertenencias de Keiko. A
juzgar por ellas, la muchacha provenía de una familia en buena posición.
Otoko
no tardó en comprender que debía de haber habido algo anormal en la forma en
que Keiko mimaba al bebé. Aproximadamente una semana después de su llegada, la
muchacha había forzado a Otoko a que la peinara... como ella quisiera. El peine
se enredó en unos mechones.
–¡Tire!
–había exclamado Keiko–. ¡Tire con más fuerza! ¡Arrástreme de las mechas!
Otoko
retiró el peine y entonces Keiko se volvió y clavó los dientes en la mano de su
maestra.
–¿Qué
edad tenía usted cuando besó a alguien por primera vez, señorita Ueno?
–preguntó luego.
–¡Qué
cosas preguntas!
–Yo
tenía tres años. Lo recuerdo perfectamente. Era un tío por parte de mi madre.
Supongo que tendría unos treinta años. Pero a mí me gustaba, y un día, él
estaba sentado a solas en la sala y yo me le acerqué y lo besé. Mi beso lo tomó
tan de sorpresa, que se llevó una mano a la boca.
Allí, en
el balcón junto al río, Otoko recordó la historia de aquel beso infantil. Los
labios, que habían besado por primera vez a un hombre a los tres años, le
pertenecían ahora y acababan de sostener su dedo meñique.
–Recuerdo
la lluvia de primavera que cayó la primera vez que me llevaste al monte Arashi
–dijo Keiko.
–Yo
también.
–Y la
mujer que vendía fideos.
Pocos
días después de su llegada, Otoko había llevado a Keiko a visitar el Pabellón
Dorado, el Templo del Musgo, el Templo Ryoanji y luego el monte Arashi. Habían
entrado en un negocio de fideos vecino al puente Togetsu. La anciana que
atendía el negocio se había disculpado por la lluvia.
–A mí
me gusta la lluvia –había replicado Otoko–. Es una hermosa lluvia de primavera.
–Gracias,
señora –había exclamado la mujer con una cortés reverencia.
Keiko
miró a Otoko y susurró:
–¿Está
hablando en nombre del tiempo?
–¿Cómo?
Sí, supongo que sí. En nombre del tiempo. Otoko había aceptado las
observaciones de la mujer con la mayor naturalidad.
–¡Qué
interesante! –prosiguió Keiko–. Me gusta la idea de agradecer en nombre del
tiempo. ¿Es habitual entre la gente de Kyoto?
En
realidad, las palabras de la mujer podían muy bien interpretarse así. Era muy
natural pedir disculpas en nombre del tiempo. Pero el comentario de Otoko no
había sido un simple gesto de cortesía; le gustaba realmente el monte Arashi
bajo una mansa lluvia primaveral. Y la anciana se lo había agradecido. Parecía
estar hablando en nombre del tiempo o del monte Arashi bajo la lluvia. Además
era natural que alguien que tenía su negocio allí adoptase esa actitud, pero a
Keiko le había parecido muy extraño.
–¡Qué
fideos excepcionales!, ¿no? –dijo Keiko–. Me gusta este lugar.
El
conductor del taxímetro se lo había recomendado. Otoko había contratado el
automóvil por medio día, a causa de la lluvia.
Aun
cuando era la época en que los cerezos estaban en flor, era muy poca la gente
dispuesta a visitar el lugar con lluvia. Esa era otra de las razones por las
cuales Otoko amaba la lluvia. La brumosa lluvia primaveral suavizaba el perfil
de la montaña que se levantaba más allá del río y la embellecía más aún. Tan
mansa era la lluvia que las dos mujeres apenas si advirtieron que se estaban
mojando, mientras caminaban de regreso al auto. Ni siquiera se molestaron en
abrir los paraguas. Los delicados hilos de agua se perdían en el río sin
alterar su superficie. Las flores de cerezo se entremezclaban con tiernas hojas
verdes y los colores de los árboles florecidos se esfumaban en la lluvia con
matices sutiles.
El
Templo del Musgo y el de Ryoanji también lucían, bellísimos bajo la lluvia. En
el Templo del Musgo, una solitaria camelia roja había caído entre las blancas
flores de andrómedas dispersas sobre el musgo: rojo y blanco sobre un fondo
verde. La camelia, de forma perfecta, yacía con su corola hacia arriba, como si
hubiera florecido allí. Y las piedras mojadas del jardín rocoso de Ryoanji
brillaban con toda la gama de sus matices.
–Cuando
se emplea una vasija de cerámica Iga en la ceremonia del té, se la humedece
primero, ¿sabías? –dijo Otoko–. El efecto es el mismo.
Pero
Keiko no estaba familiarizada con la cerámica Iga ni parecía muy impresionada
por los colores del jardín rocoso que tenía ante sí. En cambio la impresionaron
las gotas de lluvia que centelleaban en los pinos del sendero que cruzaba el
parque del templo. Otoko le hizo advertir que cada aguja parecía un tallo de
flor, con una gotita en su extremo; los árboles parecían cubiertos por flores
de rocío. Era la sutil floración de la lluvia de primavera; una floración que
casi todos pasaban por alto. Los arces y otros árboles también ostentaban gotas
de lluvia en sus tiernas yemas.
Las
gotas de lluvia en el extremo de las agujas de pino podían verse en cualquier
parte, pero era la primera vez que Keiko las miraba, de modo que para ella eran
algo característico de Kyoto. Las gotas de lluvia en los pinos y las palabras
de la mujer del negocio de fideos figuraban entre las primeras impresiones que
había recogido en Kyoto. La ciudad era nueva para ella y, además, la estaba
recorriendo con Otoko.
–Me
pregunto cómo está la mujer del negocio de fideos –dijo Keiko–. Desde entonces
no hemos vuelto al monte Arashi.
–Es
cierto. Pero cuando más me gusta es en invierno. Vayamos en invierno.
–¿Es
forzoso que esperemos hasta el invierno?
–El
invierno no tardará mucho en llegar.
–¡Cómo
que no va a tardar! Ni siquiera estamos en pleno verano y falta el otoño.
Otoko
rió.
–¡Podemos
ir en cualquier momento! Podemos ir mañana.
–Sí,
vayamos. Le diré a la mujer de los fideos que me gusta el monte Arashi en el
calor del verano y es probable que me lo agradezca. En nombre del calor.
–Y en
nombre del monte Arashi.
Keiko
miró el río.
–En el
invierno ya no estará ninguna de esas parejas que pasean por la orilla, Otoko.
Por los
malecones que separaban al Kamo del brazo que corría bajo los balcones y del
canal paralelo a la margen oriental paseaba mucha gente joven. Sólo unas pocas
eran parejas con niños... casi todas parecían ser enamorados. Muchachas y
muchachos tomados de la mano o sentados muy juntos al borde del agua. A medida
que oscurecía su número aumentaba.
–Sí, en
invierno hace mucho frío aquí –asintió Otoko.
–Dudo
de que perdure hasta el invierno.
–¿A qué
te refieres?
–A su
amor. Algunos de ellos ya no tendrán ganas de ver al otro para entonces.
–¿De
modo que pensabas en eso? ¿Por qué tienes que preocuparte por una cosa así, a
tu edad?
–¡Porque
no soy tan tonta como tú, que has pasado veinte años enamorada de alguien que
arruinó tu vida!
Otoko
permaneció en silencio.
–Oki te
abandonó pero tú te has negado a reconocerlo.
–No
hables así, por favor.
Otoko
se volvió y Keiko extendió la mano para acomodar unos cabellos que caían sobre
la nuca de su amiga.
–Otoko,
¿por qué no me abandonas tú a mí?
¡Qué!
–Soy la
única persona a la cual puedes abandonar. Hazlo.
–¿Qué
quieres decir con eso?
Otoko
parecía querer mantener a la muchacha a distancia, pero no dejaba de mirarla
directamente a los ojos. Pasó la yema de los dedos sobre el mechón que Keiko le
había acomodado.
–Quiero
decir que me abandones como Oki te abandonó a ti –dijo Keiko, sin desviar la
mirada–. Aunque, por lo visto, nunca has estado dispuesta a admitir que eso
ocurrió.
–¿Es
forzoso que utilices una palabra como "abandonar"?
–Es la
más precisa. ¿Qué palabra usarías tú? –preguntó Keiko con un brillo malicioso
en la mirada.
–Nos
separamos.
–¡Pero
es que no se separaron! Aún hoy él está dentro de ti y tú estás dentro de él.
–Keiko,
¿qué estás tratando de decirme? No te entiendo.
–Hoy
creí que me abandonarías.
–Pero
te pedí perdón, ¿no?
–Yo te
pedí perdón.
Otoko
la había invitado a Kiyamachi para reconciliarse; pero quizá ya fuera imposible
una reconciliación. Era evidente que, por naturaleza, Keiko no se conformaba
con un amor plácido, de modo que procuraba irritar a Otoko o reñía con ella o se
malhumoraba. Su confesión de la noche pasada junto a Oki había herido a Otoko. La Keiko que parecía estar bajo su control se
había convertido en una criatura extraña que la atacaba. La muchacha había
dicho que se vengaría de Oki en nombre de Otoko, pero ésta tenía la impresión
de que Keiko se estaba vengando de ella. Además, ahora pensaba en Oki con
horror. ¿Cómo era posible que tuviera una aventura con su discípula, cuando
tenía que tener otras mujeres?
–¿No me
vas a abandonar? –preguntó Keiko.
–¡Si
insistes lo haré! Por otra parte, eso sería lo mejor para ti.
–¡Basta!
No quise decir eso –exclamó Keiko y sacudió la cabeza–. No estaba pensando en
mi propia conveniencia. Mientras esté contigo...
–Lo que
más te conviene es estar lejos de mí.
Otoko
trataba de hablar con calma.
–¿Acaso
te has alejado ya de mí en tu corazón?
–¡Por
supuesto que no!
–¡Qué
suerte! ¡Me sentía tan desgraciada al pensar que habías terminado conmigo!
–Fuiste
tú quien insistió en hablar de eso.
–¿Yo?...
¿Crees que yo te dejaría?
Otoko no
habló.
–¡Nunca!
–estalló Keiko y una vez más tomó el meñique de Otoko y lo mordió.
–¡Ay!
¡Me haces daño y lo sabes!
–Fue mi
intención.
Llegó
la comida. Mientras la camarera ordenaba los platos, Keiko se volvió y
permaneció con la mirada fija en un grupo de luces sobre el monte Hiei. Otoko
conversaba con la camarera. Había apoyado una mano sobre la otra. Tenía miedo
de que las marcas de los dientes resultaran visibles.
Cuando
quedaron nuevamente a solas, Keiko miró su escudilla de sopa, tomó un bocado de
anguila con sus palillos y dijo:
–Pero,
en realidad, tú tendrías que abandonarme.
–Eres
terca, ¿eh?
–Soy
del tipo de muchacha a la cual los amantes abandonan. ¿Crees que soy terca?
Otoko
se preguntó si las mujeres eran más tercas entre sí que con los hombres y
sintió la habitual punzada de culpa. El dedo también le dolía como si se lo
atravesaran con una aguja. ¿Había sido ella quien le había enseñado a Keiko a
infligir dolor?
Un día,
no mucho después de haberse instalado Keiko con ella, la muchacha llegó corriendo
desde la cocina y le anunció que había derramado el aceite de la sartén.
–¿No te
has quemado?
–¡Y
cómo arde! –se quejó Keiko mientras extendía una mano en dirección a Otoko. La
punta de un dedo estaba roja. Otoko tomó la mano.
–No
parece grave –dijo y se llevó rápidamente el dedo quemado a la boca. Al sentir
el contacto del dedo contra su lengua se sobresaltó y dejó la mano de la
muchacha en libertad. Keiko se lo llevó entonces a la boca.
–¿Se
alivia si uno lo chupa? –preguntó.
–¿Y qué
ha pasado con la sartén, Keiko?
–¡Me
olvidé!
La
joven corrió de regreso a la cocina.
En otra
oportunidad... (¿cuánto tiempo después había ocurrido eso?), Otoko había
comenzado a jugar con la muchacha en la cama, posando sus labios sobre los
jóvenes párpados o mordisqueando los sensitivos lóbulos de las orejas de Keiko
hasta que ésta se había ovillado y había gemido. Y aquello había estimulado a
Otoko.
Todo el
tiempo Otoko recordaba que hacía mucho, mucho tiempo, Oki había jugado con ella
de la misma manera. Quizá su extrema juventud había inducido al hombre a no
buscar inmediatamente su boca. El roce de los labios de Oki sobre su frente,
sus párpados, sus mejillas, la iba sumiendo en la más completa entrega. Keiko
era ahora uno o dos años mayor que ella en aquel tiempo y era de su mismo sexo,
pero su respuesta era más rápida aún de lo que había sido la suya. Otoko no
tardó en encontrarla irresistible. Empero, la idea de que estaba repitiendo las
antiguas caricias de Oki la llenaba de culpa... y también de vibrante vitalidad.
–¡No
hagas eso, por favor! –gimió Keiko, pero mientras hablaba apretó su torso
desnudo contra el de Otoko–. Tu cuerpo y el mío son uno solo, ¿no? –murmuró.
Otoko
se apartó.
Keiko
se apretó más aún contra ella.
–¿Verdad
que sí? Son uno solo.
Aguardó
un instante.
–Es
así. Te lo aseguro –añadió luego.
Otoko
sospechaba que la muchacha no era virgen. Las repentinas explosiones
verbales de Keiko todavía no se le habían hecho familiares.
–No
somos un solo cuerpo –murmuró Otoko, mientras la mano de Keiko buscaba su
pecho. La mano se movía sin vacilaciones, pero parecía haber una cierta timidez
en el contacto.
–¡No
hagas eso! –exclamó Otoko y aferró la mano.
–¡Eres
injusta!
Ahora
había fuerza en los dedos de Keiko.
Años
atrás, cuando ella tenía quince, Otoko exclamaba exactamente lo mismo al sentir
la mano de Oki sobre sus pechos: "¡No hagas eso, por favor!". Y esas
palabras figuraban en la novela. Probablemente ella las habría recordado de
todas maneras; pero al figurar en el libro, parecían haber adquirido vida
propia.
También
Keiko había pronunciado esas palabras. ¿Acaso porque había leído Una chica de dieciséis? ¿O
todas las mujeres dirían lo mismo?
La
novela contenía también una descripción de los pechos de Otoko y una
observación de Oki sobre el deleite de acariciarlos.
Otoko
nunca había amamantado a un niño, por eso sus pezones conservaban todo el
color. En veinte años no habían perdido nada de su vívida tonalidad. Pero, poco
después de los treinta años, los pechos habían comenzado a perder turgencia.
Sin
duda Keiko lo había advertido en el baño y quería tocarlos para cerciorarse de
su falta de firmeza. Otoko se preguntó si alguna vez llegaría a comentarlo;
pero nunca lo hizo. Tampoco dijo nada cuando los pechos de Otoko respondieron a
su caricia adquiriendo más y más firmeza.
El
silencio de Keiko era extraño, pues debía de considerar aquello como una
victoria.
En
ocasiones, Otoko sentía que aquella reacción de sus pechos era morbosa y
perversa; a veces se sentía terriblemente avergonzada. Pero sobre todo la
sorprendía
el ver
cómo iba cambiando su cuerpo casi a los cuarenta años. Era muy diferente de lo
que había sentido a los quince, cuando la forma de sus pechos cambiaba bajo las
caricias de Oki y luego, a los dieciséis, cuando quedó encinta.
Después
de haberse separado de Oki, nadie había vuelto a tocar sus pechos por más de
dos décadas. En ese período habían quedado atrás su juventud y sus
posibilidades de matrimonio. Y ahora era la mano de otra mujer, la mano de
Keiko, la que volvía a acariciarla.
Había tenido
muchas oportunidades de ser amada y de casarse, desde que se estableció en
Kyoto con su madre, pero siempre las había eludido. Los recuerdos de Oki
revivían en cuanto advertía que un hombre estaba enamorado de ella. Más que
recuerdos, eran su realidad.
Cuando
se separó de Oki, pensó que nunca se casaría. El dolor la había dejado
exhausta; apenas si podía trazar planes para el día siguiente. ¿Cómo pensar
entonces en un futuro lejano?
Y así,
la idea de no casarse fue penetrando en su mente y llegó a ser una resolución
inflexible.
Por
supuesto, su madre siempre había esperado que algún día se casara. Se había
trasladado a Kyoto para alejar a su hija de Oki y para calmarla, y no con la
intención de establecerse allí en forma definitiva. Nunca dejó de mostrarse
ansiosa por el futuro de su hija. La primera vez que le habló de un posible
matrimonio, Otoko tenía diecinueve años. Había sido en el Templo Nembutsu, en
Adashino, la noche de la Ceremonia de las Mil Luces.
Otoko
advirtió que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas mientras contemplaba
las mil luces que ardían ante las innumerables pequeñas tumbas de los muertos
no llorados. Aquellas largas hileras simbolizaban el limbo de los niños. Las
débiles llamas de los cirios, que titilaban en la penumbra del atardecer,
acentuaban el aspecto melancólico de las lápidas.
Había
oscurecido ya cuando juntas recorrieron el camino de regreso.
–¡Ay,
qué soledad! –había exclamado la mujer–. ¿No te sientes sola, Otoko?
Esta
vez, la palabra "sola" parecía tener un significado diferente.
Comenzó a hablar de una proposición matrimonial. Alguien había pedido la mano
de Otoko, por intermedio de una amiga que vivía en Tokyo.
–Me
siento culpable respecto de ti, porque no puedo casarme –dijo Otoko.
–¡No
hay mujer que no pueda casarse!
–¡Sí
que la hay!
–Si no
te casas, tanto tú como yo estaremos entre los muertos no llorados.
–No sé
qué significa eso.
–Son
los muertos que no han dejado descendientes que los lloren.
–Lo sé,
pero ignoro lo que eso puede representar. Después de todo uno ya está muerto.
–No es
sólo después de la muerte. Una mujer sin marido ni hijos debe de sentirse así
aun en vida. Suponte que yo no te hubiera tenido a ti. Tú eres muy joven aún,
pero... La mujer vaciló.
–Con
frecuencia dibujas y pintas a tu bebé, ¿no? ¿Cuánto tiempo piensas seguir
haciéndolo?
Otoko
no respondió.
Su
madre le informó cuanto sabía acerca del peticionante.
–Si
quieres conocerlo, podríamos viajar a Tokyo.
–¿Qué
supones que estoy viendo ante mí mientras te escucho? –preguntó Otoko.
–¿Ves
algo?
–Rejas.
Veo las ventanas enrejadas de la clínica psiquiátrica.
La
madre no habló más.
Otoko
recibió varias proposiciones matrimoniales más mientras aún vivía su madre.
–Es
inútil que sigas pensando en Oki –decía su madre, cuando la instaba a casarse–.
No puedes hacer nada.
Esperar
a Oki es lo mismo que esperar el pasado... El tiempo y los ríos no corren para
atrás.
Sus
palabras representaban más un ruego que un consejo.
–Yo no
espero a nadie –replicaba Otoko.
–¿Te
limitas a pensar en él? ¿No puedes olvidarlo?
–No se
trata de eso.
–¿Estás
segura?... Eras apenas una niña cuando él te sedujo... una inocente niña.
Quizás ésa sea la razón por la cual quedó una cicatriz. Yo lo odiaba por
haber sido tan cruel con una criatura.
Otoko
recordaba ahora las palabras de su madre. Se preguntó si era su juventud y su
inocencia lo que habían dado tanta intensidad a ese amor. Quizás eso explicara
su pasión ciega e insaciable. Cuando en un espasmo mordía el hombro de Oki, ni
siguiera advertía la sangre que manaba de la herida.
Mucho
después de separarse de él, le molestó leer en Una chica de dieciséis, que
cuando Oki iba a encontrarse con ella pensaba en cómo le haría el amor en esa
oportunidad y generalmente cumplía sus planes. Le parecía aterrante que el
corazón de un hombre "palpitara lleno de gozo mientras caminaba pensando
en eso". Para una joven espontánea como Otoko era inconcebible que un
hombre planeara de antemano sus técnicas eróticas, la secuencia de éstas y
cosas por el estilo. Ella aceptaba todo lo que él hacía, le brindaba todo lo
que él pedía. Oki la había descrito como una criatura extraordinaria, como
mujer entre las mujeres. Gracias
a ella –así escribía– él había experimentado todas las
formas de hacer el amor.
Al leer
aquello, Otoko había ardido de humillación. Con todo, no podía reprimir los
vívidos recuerdos de aquella pasión, su cuerpo se ponía tenso y comenzaba a
temblar. Por fin la tensión se aflojaba y una deliciosa sensación de plenitud
recorría sus miembros. Su amor del pasado había vuelto a la vida.
No eran
sólo las ventanas enrejadas de la clínica lo que Otoko veía en su camino de
regreso de la Ceremonia de las Mil Luces. También se veía a sí
misma en brazos de Oki.
Quizá
si él no hubiera descrito aquellos abrazos, la visión no habría seguido siendo
tan vívida a través del tiempo. Otoko había palidecido de furia y de
desesperación cuando Keiko le había relatado que en el instante crítico ella
había pronunciado su nombre en brazos de Oki... "¡y él se quedó
paralizado!". Pero por detrás de esas emociones había sentido que Oki
también se acordaba de ella. ¿Era posible que en ese instante se le hubiera
representado la joven Otoko entre sus brazos?
Con el
correr del tiempo, el recuerdo de aquel abrazo se fue purificando dentro de
Otoko; fue dejando de ser algo físico para convertirse en algo espiritual.
Ahora ella ya no era pura y sin duda Oki tampoco lo era. Y sin embargo, su
antiguo abrazo, tal como lo veía ahora, parecía puro. Aquel recuerdo –en el que
ella intervenía y no intervenía, que parecía real e irreal– era una visión
sagrada, una visión sublimada del abrazo de antaño.
Cuando
recordaba lo que él le había enseñado y lo imitaba al hacer el amor a Keiko,
temía manchar o destruir la sagrada visión. Pero el recuerdo permanecía
inviolable.
Keiko
tenía la costumbre de utilizar crema depilatoria para quitarse el vello de los
brazos y de las piernas, y comenzó a aplicársela en presencia de Otoko. En los
primeros tiempos lo hacía en privado. Cuando Otoko la interrogaba acerca del
extraño olor que había quedado flotando en el baño, la joven no respondía.
Otoko no estaba familiarizada con los depilatorios, porque nunca los había
necesitado.
Luego
sorprendió a Keiko con una pierna recogida, aplicándose la crema. Otoko frunció
el entrecejo.
–¡Qué
olor desagradable! ¿Qué es?
Cuando
vio que el vello desaparecía al quitarse la crema, se cubrió los ojos.
–¡No
hagas eso, por favor! Se me eriza la piel.
Se
estremeció y sintió que se le ponía carne de gallina.
–¿Es
indispensable que hagas una cosa tan repulsiva?
–¿Acaso
no lo hace todo el mundo?
Otoko
no replicó.
–¿No se
te pondría carne de gallina si tocaras una piel velluda?
Otoko
siguió guardando silencio.
–Después
de todo soy mujer –insistió Keiko.
De modo
que hacía eso por Otoko. Aunque fuera por otra mujer, Keiko deseaba tener la
piel satinada de las de su sexo.
Otoko
se sintió oprimida, tanto por su propia repugnancia ante aquella operación como
por los sentimientos que había despertado en ella la franqueza de Keiko.
El olor acre quedó flotando aun después que Keiko se hubo retirado al
cuarto de baño para quitarse con agua los restos de crema. Cuando regresó
levantó su falda y extendió una pierna esbelta y blanquísima.
–Tócala
y verás. Ahora está suavísima.
Otoko
miró la pierna, pero no la rozó. Keiko se acarició la pantorrilla con la mano
derecha y miró a Otoko como si se preguntara qué le estaba ocurriendo.
–¿Te
preocupa algo? –preguntó.
Otoko
evitó su mirada.
–Keiko,
te ruego que de ahora en adelante no hagas más eso en mi presencia.
–Es que
no quiero ocultarte nada más. Ya no tengo secretos para ti.
–No veo
por qué tienes que mostrarme algo que yo considero ofensivo.
–Te
acostumbrarás. Es como cortarse las uñas de los pies.
–Uno
tampoco se corta las uñas de los pies en presencia de otra gente.
Keiko
asintió sin mayor entusiasmo, pero a partir de entonces, si bien no hizo
alarde, tampoco disimuló sus esfuerzos por extirpar el vello de sus brazos y
piernas. Otoko nunca se acostumbró. Fuera porque habían perfeccionado la crema
depilatoria o porque Keiko la había sustituido por otra, el olor ya no era tan
desagradable; no obstante eso, el proceso en sí provocaba náuseas a Otoko. No
podía soportar la vista del vello de las pantorrillas o de los brazos, que se
desprendía cuando Keiko se quitaba la crema. Prefería abandonar la habitación.
Sin embargo, detrás de esa repugnancia titilaba una llamita, que desaparecía y
volvía a brillar. Esa llama minúscula, distante, era apenas discernible y tan
calma, tan pura, que resultaba difícil creer que era una llama de deseo.
Aquella lucecita vacilante le recordaba su relación con Oki, años atrás. Sus
náuseas al ver cómo Keiko se extirpaba el vello se vinculaba con la sensación
de contacto entre una mujer y otra, una presión directa sobre su propia piel.
Sí, la primera sensación era de náusea. Pero si pensaba en Oki, ese estado
desaparecía en forma milagrosa.
Entre
los brazos de Oki ella jamás había experimentado náuseas; ni siquiera había
advertido si él era velludo o no. ¿Era porque perdía el sentido de la realidad?
Ahora, con Keiko, era más libre que entonces. Había desarrollado un erotismo
audaz y maduro. Se había sorprendido al comprobar, a través de Keiko, que había
madurado como mujer en aquellos largos años de soledad. Temía que, en caso de
tener a un hombre por amante, su contacto desvaneciera la visión que ella
guardaba celosamente en su interior: la sagrada visión de su amor por Oki.
Otoko
había fracasado en su intento de suicidio de aquel entonces, pero siempre se
lamentó de no haber muerto en esa oportunidad. Creía que lo mejor habría sido
morir en el parto, antes del intento de suicidio y antes de la muerte de la
criatura. Pero a medida que pasaban los meses y los años, esos pensamientos
fueron limpiando la herida que le había infligido Oki.
"Eres
más de lo que merezco. Es un amor que yo nunca soñé encontrar. Vale la pena
morir por una dicha como ésta..." Las palabras de Oki no se habían borrado
nunca de su memoria. Figuraban en la novela y eso parecía haberles conferido
una vida autónoma, que ya no guardaba relación con Oki ni con ella. Quizá ya no
existieran los amantes de entonces, pero en su tristeza, le quedaba el
nostálgico consuelo de que su amor se conservaba, como reliquia, en una obra de
arte.
La
madre de Otoko había dejado una pequeña navaja que solía utilizar para
afeitarse el vello. Aunque casi no la necesitaba, Otoko la sacaba de vez en
cuando –una vez por año, como impulsada por algún recuerdo– y se afeitaba la
nuca y prolijaba el nacimiento del pelo sobre la frente.
Un día,
al ver que Keiko comenzaba a aplicarse la crema depilatoria, anunció:
–Keiko,
te afeitaré.
Extrajo
la navaja de su madre del tocador.
–No,
no. ¡Tengo miedo! –exclamó Keiko al ver la navaja y huyó de la habitación.
Otoko
la persiguió.
–¡No
tiene nada de peligroso! ¡Déjame hacerlo, por favor!
Keiko
permitió a regañadientes que la condujera de regreso junto a la mesa–tocador.
Pero cuando Otoko le aplicó el jabón y comenzó a pasar la navaja, advirtió con
sorpresa que los dedos de la joven temblaban.
–No te
preocupes. No hay ningún peligro. Mantén tu brazo quieto.
Pero la
ansiedad de Keiko era estimulante. Era una tentación. El cuerpo de Otoko
también se puso tenso y sintió un vigor desconocido en los hombros.
–Por
esta vez no probaré en las axilas –dijo–. Pero con el rostro no hay problema.
–Aguarda.
Déjame recobrar el aliento –rogó Keiko.
Otoko
le enjabonó la frente y la barbilla. Mientras la navaja prolijaba el nacimiento
del pelo sobre la frente, Keiko mantuvo los ojos cerrados con fuerza. Su cabeza
echada hacia atrás reposaba sobre la mano de Otoko. La atención de ésta se
concentró en aquel largo y esbelto cuello. Era una garganta de aspecto
inocente, delicadamente modelada, radiante de juventud. La mano que sostenía la
navaja se detuvo.
Keiko
abrió los ojos.
–¿Qué
ocurre?
Otoko
acababa de pensar que si ella hacía penetrar el acero en aquella adorable
garganta, Keiko moriría. En ese instante podía matarla con toda facilidad:
bastaba un simple tajo en la parte más adorable de su cuerpo.
Su
propio cuello no debía de haber sido tan bello, pero una vez ella había
protestado porque tenía la sensación de que Oki la estaba estrangulando. Y él
había apretado con más fuerza aún.
Volvió
a sentir la sensación de asfixia mientras miraba a Keiko y sintió un vahído.
Fue la
única vez que utilizó la navaja con Keiko. Después, ésta siempre se resistió y
Otoko no la quiso forzar. Cada vez que abría el cajón del tocador para buscar
un peine o algo así, veía la navaja de su madre. A veces le recordaba el vago
impulso homicida que había cruzado su mente. Si hubiera matado a Keiko, ella
tampoco podría haber seguido viviendo. Más tarde, aquel impulso se convirtió en
un fantasma vagamente familiar. ¿Habría perdido una vez más la oportunidad de
morir?
Otoko
comprendía que en ese fugaz impulso homicida se ocultaba su antiguo amor por
Oki. Por ese entonces, Keiko aún no lo había conocido. No se había interpuesto
aún entre los dos.
Ahora
que Otoko se había enterado de la noche en Enoshima, el antiguo amor volvía a
arder con ominosa llama. Sin embargo, en esas llamas Otoko veía una gran flor
de loto blanca. Su amor era una flor de ensueño que ni siquiera Keiko podría
mancillar.
Con la
imagen del loto blanco aún en la mente, Otoko desvió la mirada para contemplar
las luces de las casas de té de Kiyamachi. que se reflejaban en el agua. Luego
apartó la vista de aquellos reflejos, para observar la oscura silueta de las Colinas Orientales, que se
levantaban más allá de Gion. La línea suavemente redondeada de la cadena
montañosa parecía irradiar paz, pero sus sombras parecieron fluir secretamente
hacia Otoko, que miraba sin ver los faros de los automóviles que iban y venían
por la ribera opuesta, las parejas que recorrían el paseo y las lámparas de los
balcones que se alineaban a lo largo de la ribera occidental. Sólo la escena
nocturna de las Colinas
Orientales ocupaba su mente.
"Llevaré
adelante mi idea de la Ascensión de un infante –pensó–. Si no hago ese cuadro ya,
quizá no llegue a pintarlo nunca. Está a punto de convertirse en algo
diferente... Está a punto de perder todo lo que puede haber en él de amor y de
tristeza." ¿A qué obedecían esos repentinos sentimientos? ¿Serían una
consecuencia de su visión del loto en llamas? Empezaba a parecerle que el loto
era Keiko. ¿Por qué florecía aquel loto en medio de una hoguera? ¿Por qué no se
marchitaba?
–Keiko
–dijo, de pronto–, ¿has recuperado tu buen humor?
–Si tú
estás de buen humor, yo también lo estoy. El tono de Keiko tenía mucho de
coquetería.
–Dime
una cosa: ¿cuál de tus dolores ha sido el más profundo? –preguntó Otoko.
–No
estoy muy segura –replicó Keiko con despreocupación–. He tenido tantos que no
sabría decir. Trataré de recordarlos a todos y te diré. Pero mis tristezas son
breves.
–¿Sí?
–Así
es.
Otoko
la miró con fijeza y procuró hablar con la mayor serenidad posible.
–Te
quiero pedir una cosa. Una sola cosa. Por favor, no vuelvas a Kamakura.
–¿A ver
a Oki o a su hijo?
Aquella
pregunta dejó casi sin aliento a Otoko.
–¡Quisiera
que no vuelvas a ver a ninguno de los dos, por supuesto!
–Sólo
fui para vengarte.
–¡Sigues
hablando así! ¡Eres aterrante!
La
expresión de Otoko había cambiado. Cerró los ojos, como para retener las
lágrimas.
–Qué
cobarde eres... –suspiró Keiko y se puso de pie para colocarse detrás de Otoko.
Apoyó ambas manos sobre sus hombros y luego jugueteó con las orejas de su
amiga. Otoko permaneció inmóvil, abandonada, mientras escuchaba el murmullo de
las aguas del río.
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