PRIMAVERA
TEMPRANA
Oki se
había detenido en una colina, con la mirada perdida en las púrpuras de la
puesta de Sol. Había estado trabajando desde la una y media de la tarde, y
había abandonado la casa para dar un paseo, luego de completar uno de los
capítulos de una novela en serie que publicaría un periódico. Vivía en los
ondulados suburbios del norte de Kamakura y su casa estaba al otro lado del
valle. El fulgor rojizo se elevaba a gran altura por sobre el horizonte. Los
cálidos tonos purpúreos sugerían la presencia de alguna sutil capa nubosa. Las
puestas de Sol púrpuras eran muy poco habituales. Las gradaciones de color del
oscuro al claro eran tan delicadas como si se las hubiera logrado pasando un
ancho pincel sobre un papel de arroz mojado. La suavidad de aquel púrpura
anunciaba la llegada de la primavera. En un sector, la bruma era rosada. En
aquel lugar debía de estar ocultándose el Sol.
Recordó
que en su viaje de regreso de Kyoto, al atardecer, las vías habían brillado con
un resplandor carmesí hasta la distancia. Al penetrar en la sombra de las
montañas, el fulgor carmesí se perdía. El tren penetró en un desfiladero y de
pronto se hizo noche. Pero el cálido carmesí de aquellas vías le había
recordado una vez más el pasado compartido con Otoko. Ella había evitado quedar
a solas con él, pero ese mismo hecho le hacía sentir que su recuerdo aún estaba
vivo en ella. Cuando regresaban del santuario de Gion, unos borrachos los
habían acosado y habían intentado tocar el alto rodete de las dos jóvenes
geishas. Aquel comportamiento era muy raro en Kyoto. Oki se puso junto a las
geishas para protegerlas, mientras Otoko y su discípula los seguían unos pocos
pasos atrás.
Al día
siguiente, cuando estaba por subir al tren, mientras se repetía que era inútil
esperar que Otoko lo despidiera en la estación, apareció su discípula Sakami
Keiko.
–¡Feliz
Año Nuevo! La señorita Ueno tenía intenciones de venir a despedirlo, pero tuvo
que hacer algunas llamadas de Año Nuevo que le ocuparán toda la mañana y por la
tarde recibirá visitas. Por eso he venido en su lugar.
–Muy
amable de su parte –replicó Oki.
La
belleza de la muchacha atraía la atención de las pocas personas que viajaban
aquel día de fiesta.
–Es la
segunda vez que usted se incomoda por mí.
–Es un
placer.
Keiko
llevaba el mismo quimono de la noche anterior: una prenda de satén estampado en
el que predominaban los tonos de azul, con un motivo de pájaros que
revoloteaban entre copos de nieve. Los pájaros ponían una nota de color, pero
el conjunto era bastante sombrío para ser la vestimenta festiva de una muchacha
tan joven.
–Muy
elegante su quimono. ¿El estampado es obra de la señorita Ueno?
–No
–dijo Keiko y se ruborizó un poco–. Es obra mía, pero no resultó como esperaba.
Pero lo
cierto era que ese quimono oscuro hacía resaltar la perturbadora belleza de
Keiko. Además había algo juvenil en la decorativa armonía de colores y en las
variadas formas de los pájaros. Hasta los copos de nieve parecían estar danzando.
La
muchacha le entregó varias cajas de bocadillos típicos de Kyoto para que
comiera en el tren y le señaló que se las enviaba Otoko.
Durante
los minutos que el tren permaneció en la estación, Keiko estuvo de pie junto a
la ventanilla. Al verla así, enmarcada por la ventanilla, Oki pensó que quizás
aquel fuera el período en que la belleza de aquella mujer había llegado a su
esplendor. Él no había visto a Otoko en el apogeo de su belleza juvenil. Tenía
dieciséis años cuando se separaron.
Oki
comió temprano; alrededor de las cuatro y media. En las cajas encontró una
variedad de comidas de Año Nuevo, entre las que figuraban algunas bolitas de
arroz de forma perfecta. Parecían expresar las emociones de una mujer. Sin duda
la propia Otoko las había preparado para el hombre que, mucho tiempo atrás,
había destruido su tierna juventud.
Al
masticar aquellos bocadillos de arroz, sintió el perdón de la mujer en su
lengua y en sus dientes. No, no era perdón, era amor. Estaba seguro de que era
amor, un amor que aún ardía en lo más hondo de su ser. Todo lo que él sabía de
la vida de Otoko en Kyoto era que ella se había abierto camino como pintora sin
ninguna ayuda. Quizás hubieran existido en su vida otros amores, otras
historias sentimentales. Pero sabía que ella sentía por él el desesperado amor
de la adolescencia. Él, por su parte, había tenido relaciones con otras
mujeres; pero nunca había vuelto a amar con la misma intensidad.
Pensó
que el arroz era delicioso y se preguntó si provendría de la región de Kyoto.
Comió un bocadillo de arroz tras otro. Estaban sazonados a la perfección, ni
demasiado salados ni demasiado insípidos.
Unos
dos meses después de su intento de suicidio, Otoko había sido internada en una
clínica psiquiátrica con ventanas enrejadas. Lo supo por la madre, pero no le
permitieron verla.
–Si
usted quiere, puede verla desde el corredor –le había dicho la madre–; pero yo
preferiría que no lo hiciera. Me horroriza la idea de que usted vea a la pobre
criatura en esas condiciones, y ella se perturbaría mucho si lo viera.
–¿Cree
usted que me reconocería?
–¡Por
supuesto que sí! ¿Acaso todo esto no es por su causa?
Oki no
tenía respuesta para eso.
–Pero
dicen que no ha perdido la razón. El doctor dice que no me preocupe, que sólo
permanecerá internada por un breve lapso.
La
madre hizo una pausa y luego colocó los brazos como para acunar a un bebé.
–Con
frecuencia adopta esta actitud –prosiguió–. Reclama a su bebé. Es realmente
digna de lástima.
Otoko
abandonó la clínica unos tres meses después. La madre quiso hablar con Oki.
–Sé que
usted tiene esposa y un hijo, y Otoko tiene que haberlo sabido desde el
comienzo. Por eso quizá crea que la loca soy yo, al preguntarle a mi edad si...
–temblaba y tenía los ojos llenos de lágrimas– ¿no puede casarse con ella?
–Lo he
estado pensando –murmuró Oki con aire desdichado.
En su
hogar se habían producido escenas tempestuosas también. Su esposa tenía por ese
entonces poco más de veinte años.
–Usted
puede hacer de cuenta que no me ha oído, puede hacer de cuenta que yo también
estoy un poco fuera de mis cabales. Nunca volveré a pedírselo. No le digo que
lo haga inmediatamente. Ella puede esperar unos años... cinco o seis, si es
necesario... Ella va a seguir esperando lo quiera yo o no... Es de ese tipo de
chica. Y no tiene más que dieciséis años.
Oki
pensó que Otoko debía de haber heredado de su madre aquel temperamento
apasionado.
Transcurrido
un año, la madre de Otoko vendió su casa de Tokyo y llevó a su hija a vivir a
Kyoto. Otoko completó sus estudios en un colegio secundario de esa ciudad y
luego ingresó en una academia de arte.
Más de
veinte años después, volvían a reunirse para escuchar juntos la campana de
Chionin y ella le enviaba la cena que él consumía en el viaje de regreso a
Tokyo. Toda la comida festiva que le había enviado parecía estar dentro de las
tradiciones de Kyoto, pensó Oki mientras recogía uno a uno los bocados con sus
palillos. Hasta el desayuno que le sirvieron aquella mañana en el hotel incluía
un cuenco de la tradicional sopa de Año Nuevo. Pero era una simple manera de
guardar las formas; el verdadero sabor de la festividad estaba en aquella
comida enviada por Otoko. En su propia casa, en Kamakura, la comida sería muy
occidental, al estilo de las que se ven en las fotografías de color de las
revistas femeninas.
Era
natural que alguien que ocupaba una posición tan expectable como la que ocupaba
Otoko tuviera que hacer "llamadas de Año Nuevo", como había dicho
Keiko; pero podría muy bien haber reservado diez o quince minutos para
concurrir a la estación. Una vez más se mantenía a distancia de él. Pero aunque
no había podido decir nada en presencia de otros, él advertía que el pasado
común creaba una corriente entre ambos. Y aquella cena era una prueba más.
Cuando
el tren comenzó a moverse, Oki golpeó el vidrio con los nudillos, levantó un
poco la ventanilla para que Keiko lo oyera, le dio las gracias una vez más y la
invitó a visitarlo, cuando fuera a Tokyo.
–Nos
encontrará con toda facilidad: basta con que pregunte en la estación Kamakura
Norte. Y envíeme alguna tela suya ¿eh? Una pintura abstracta, de esas que la
señorita Ueno califica de un poco locas.
–¡Qué
vergüenza me da! ¡Qué la señorita Ueno diga una cosa como ésa...!
Por un
instante brilló una chispa muy extraña en los ojos de la muchacha.
–¿Pero acaso
no ha dicho también que le envidia su talento?
El tren
se detenía en la estación por un breve lapso y aquella conversación con Keiko
también había sido breve.
Oki,
por su parte, nunca había escrito una novela "abstracta", a pesar de
que algunas de sus novelas tenían elementos de fantasía. El lenguaje puede
considerarse como abstracto o simbólico, en la medida en que difiere de la
realidad cotidiana, y él había tratado de reprimir esas tendencias en sus
escritos. Siempre le había gustado la poesía simbolista francesa y también la
poesía haiku y medieval japonesa; pero desde que comenzara a escribir se había
esforzado por aprender a usar un lenguaje abstracto, simbólico, dentro de un
estilo concreto, realista. Sin embargo, había pensado que al profundizar esa
forma de expresión sus escritos podían llegar a adquirir una calidad simbólica.
¿Cuál
era, por ejemplo, la relación entre la
Otoko de su novela y la verdadera
Otoko? Resultaba difícil definirla.
De
todas sus novelas, la de vida más larga era la que narraba la historia de sus
amores con ella. Era muy leída hasta el presente. La publicación de aquella
novela había causado más daño aún a Otoko al atraer sobre ella miradas
curiosas. Y sin embargo, ¿por qué ahora, décadas más tarde, el personaje
conquistaba el afecto de tantos lectores?
Podría
decirse que había sido la Otoko de su novela, más que la muchacha que
había servido de modelo, la que había ganado el afecto de los lectores. Aquella
historia no era la de Otoko misma, sino algo que él había escrito. El había
añadido a esa historia toques imaginativos y de ficción y la había idealizado
hasta cierto punto. Dejando eso de lado, ¿quién podía afirmar cuál de las dos
era la verdadera Otoko: la que él había descrito o la que ella podía haber
creado al relatar su propia historia?
Con
todo, la muchacha de su novela era Otoko. La novela no podría haber existido
sin su historia de amor. Y esa historia era la razón de que la novela fuera tan
leída. Si él no hubiera conocido a Otoko, nunca habría sabido lo que era un
amor como aquél. El encontrar un amor como aquél a los treinta años podía
considerarse una fortuna o una desdicha –él no habría sabido decir qué era–,
pero no cabía duda de que había posibilitado su exitoso debut como autor.
Oki
había intitulado su novela Una
chica de dieciséis. Era un título simple, directo; pero en aquel tiempo la
gente se escandalizaba de que una adolescente, una niña en edad escolar,
tuviera un amante, diera a luz a un niño prematuro y sufriera un colapso
nervioso. A Oki, su amante, aquello no lo había escandalizado y, por supuesto,
no había escrito sobre el asunto con ese espíritu. Ni siquiera la había
considerado como una muchacha extraña. La actitud mental del autor era simple y
directa como el título y Otoko aparecía como una niña pura y ardiente. Había
procurado dar vida a su recuerdo del rostro, del cuerpo, de la manera de
moverse de la muchacha. En una palabra, había volcado todo su amor fresco y
juvenil en aquel libro. Probablemente ésa fuera la razón del éxito. Era la trágica
historia de amor de una muchacha muy joven y de un hombre joven aún, pero
casado y con un hijo. Pero la belleza de aquella historia había sido acentuada
hasta el punto de escapar a cualquier cuestionamiento moral.
En los
tiempos en que se reunía con ella en secreto, Otoko lo sorprendió una vez al
decirle:
–Tú
eres de los que siempre se preocupan por lo que pueden pensar los demás, ¿no?
Deberías ser más audaz.
–Me
parece que soy bastante desvergonzado. ¿Qué me dices de esta situación?
–No. No
hablo de nosotros –dijo ella e hizo una pausa–. Me refiero a todo... Deberías
ser más tú mismo.
Al no
encontrar respuesta, Oki había reflexionado sobre sí mismo.
Mucho
tiempo después, las palabras de la muchacha continuaban grabadas en su mente.
Sentía que aquella criatura veía con extrema claridad su carácter y su vida,
porque lo amaba. En lo sucesivo había accedido a su propia voluntad con harta
frecuencia, pero cada vez que comenzaba a preocuparse por la opinión de los
demás recordaba las palabras de Otoko. Recordaba el momento en que las había
pronunciado.
El
había dejado de acariciarla por unos instantes. Otoko, pensando quizá que eso
obedecía a lo que ella acababa de decir, había sepultado el rostro en el ángulo
de su brazo. Luego había comenzado a morderlo, cada vez con más fuerza. Oki
mantenía el brazo inmóvil y soportaba el dolor.
–Me
haces doler –dijo, por fin, aferrándola por el pelo y apartándola.
La
sangre brotaba de las marcas que los dientes de la muchacha habían dejado en su
brazo. Otoko lamió la herida.
–Lastímame
a mí –dijo.
Oki
contempló el brazo juvenil y lo acarició desde la punta de los dedos hasta el
hombro. Luego le besó el hombro. Ella se estremeció de placer.
El
hecho de que escribiera Una
chica de dieciséis no fue un
resultado de aquellas palabras "deberías ser más tú mismo"; pero Oki
las tuvo muy presentes al escribir la novela. El libro se publicó dos años
después de la separación. Otoko vivía en Kyoto. Sin duda, su madre había
abandonado Tokyo al ver que él no accedía a su pedido; probablemente no pudo
soportar más la pena que compartía con su hija. ¿Qué habrían pensado ellas de
su novela, del éxito que había logrado él con una obra que penetraba tan
profundamente en sus vidas? Nadie había inquirido acerca de la existencia real
de quien había servido de modelo al joven autor. Sólo años después, cuando Oki
tenía cincuenta años y se comenzaba a investigar su carrera, se supo que el
personaje estaba basado en Otoko. Eso ocurrió después de la muerte de la madre
de Otoko y, para entonces, ésta ya había adquirido renombre como pintora. Las
revistas habían comenzado a publicar su fotografía con la leyenda: "La
heroína de Una chica de
dieciséis". Oki suponía que aquellas fotos habían sido utilizadas sin
el consentimiento de Otoko. Por supuesto, ella no accedía a entrevistas que
giraran en torno a aquel tema.
Oki no
había tenido noticias de ella ni de su madre ni siquiera cuando apareció la
novela. Los problemas habían surgido en su propio hogar, como era de esperar.
Antes de su casamiento, Fumiko había sido dactilógrafa en una agencia
noticiosa, de modo que Oki le había entregado todos sus manuscritos para que
los mecanografiara. Era algo así como un juego de enamorados, la dulce comunión
de la pareja nueva; pero había algo más que eso.
Cuando
se publicó su primer trabajo en una revista, él había quedado atónito ante la
diferencia de efecto entre el manuscrito y la letra impresa. Con el tiempo
adquirió experiencia y comenzó a anticipar el efecto de sus palabras en la
página de imprenta. No es que escribiera pensando en ello; nunca lo recordaba.
Pero la brecha entre manuscrito y obra publicada comenzó a desaparecer. Había
aprendido a escribir para que sus palabras se publicaran. Hasta los pasajes que
parecían tediosos o incoherentes en el manuscrito, resultaban precisos y densos
una vez publicados. Quizás eso significara que él había aprendido su oficio.
Solía aconsejar lo siguiente a los escritores noveles: "Traten de lograr
que se imprima alguno de sus trabajos, en una pequeña revista o algo así. Verán
qué distinto es del manuscrito... Y los sorprenderá comprobar lo mucho que se
aprende de eso".
En la
actualidad el método habitual utilizado en imprenta es la tipografía. Pero
hasta eso habría de depararle una sorpresa, aunque de naturaleza opuesta. Por
ejemplo:
él
siempre había leído La historia de Genji en los menudos tipos de las ediciones
modernas; un día cayó en sus manos un precioso ejemplar impreso con métodos
antiguos y el resultado de la lectura fue completamente distinto. ¿Cómo habría
impresionado a quienes la leían en aquellos bellísimos manuscritos de la época
de la Corte de Heian? Mil años atrás, La historia
de Genji era una novela moderna. Nunca más se la volvería a leer así, por mucho
que hubieran progresado los estudios sobre Genji. Con todo, las ediciones
antiguas brindaban un placer más intenso que las modernas. Lo mismo ocurría,
sin duda alguna, con la poesía del período Heian. Y en cuanto a la literatura
posterior, Oki había procurado leer a Saikaku en facsímiles de las ediciones
del siglo XVII, no por pedantería sino en un intento por aproximarse todo lo
posible a la obra original. Pero leer novelas contemporáneas en facsímiles de
los manuscritos era un simple esnobismo. Las novelas contemporáneas han sido
escritas para que se las lea en letra de imprenta, no en un manuscrito sin
ningún encanto.
Cuando
Oki se casó con Fumiko ya no existía una brecha importante entre sus
manuscritos y las versiones impresas; pero dado que su esposa era una excelente
dactilógrafa, él prefería hacérselos transcribir. Los manuscritos
mecanografiados en japonés se aproximaban mucho más a la imprenta que los
escritos a mano. Además, él sabía que todos los manuscritos occidentales
surgían directamente de la máquina de escribir o eran transcriptos en ésta.
Pero las novelas de Oki mecanografiadas parecían más frías y más chatas que el
original a mano y que la versión final impresa, en parte debido a que él no
estaba habituado a leerlas así. Sin embargo, justamente eso le permitía
reconocer mejor los defectos y facilitaba las correcciones y las revisiones. De
modo que Fumiko se acostumbró a mecanografiar todos sus trabajos.
Y así
surgió el problema del manuscrito de Una
chica de dieciséis. Pedirle a Fumiko que la pasara en limpio significaría
someterla a un martirio y a una humillación. Sería una crueldad.
Cuando
él había conocido a Otoko, su esposa tenía veintidós años y acababa de dar a
luz al primer hijo del matrimonio. Por supuesto que intuyó la historia de amor
de su marido. Solía salir por las noches, llevando a su hijo a la espalda y
vagaba a lo largo de las vías del ferrocarril. En una oportunidad en que ella
faltó de su hogar por varias horas, Oki la encontró en el jardín, apoyada
contra el viejo ciruelo, sin voluntad de entrar en la casa. El había salido a
buscarla y escuchó sus sollozos al llegar a la verja.
–¿Qué
estás haciendo allí? Sólo conseguirás que el niño se enferme.
Eso
había ocurrido a mediados de marzo, aún hacía bastante frío. El niño se
enfermó. Debió ser internado con un comienzo de neumonía. Fumiko permaneció
junto a él en el hospital.
–Será
mejor para ti que muera –le dijo a su esposo–. Si eso ocurre no tendrás
inconvenientes en dejarme.
Aun en
aquella situación, Oki aprovechó la ausencia de su esposa para ver a Otoko con
más frecuencia. El niño se salvó.
Al año
siguiente, cuando Otoko tuvo la criatura antes de tiempo, Fumiko se enteró del
hecho a través de una carta de la madre de Otoko, que encontró por casualidad.
El que una muchacha tan joven tuviera un hijo no era sorprendente en sí, pero
Fumiko nunca había pensado en ello. En la violenta escena que siguió a su
descubrimiento, cayó en un estado de frenético furor que la llevó a morderse la
lengua. Cuando Oki vio la sangre que corría por las comisuras de los labios, la
obligó a abrir la boca y le introdujo la mano en ella hasta que Fumiko comenzó
a asfixiarse y a hacer arcadas y, por fin, aflojó. Los dedos de Oki sangraban
cuando los extrajo de la boca de su esposa. Ante ese espectáculo, Fumiko se
calmó y se ocupó de vendarle la mano.
Antes
de que la novela estuviera concluida, Fumiko también se había enterado de que
Otoko había terminado con él y se había marchado a Kyoto. Si le daba a
transcribir los originales reabriría las heridas de sus celos y su dolor; pero
hacer lo contrario significaría tratar el asunto como algo secreto. Oki estaba
perplejo, pero finalmente decidió entregarle el manuscrito; entre otras cosas,
porque quería confesarle toda la verdad. Ella lo leyó inmediatamente.
–Debí
haberte dejado partir –le dijo–. No sé por qué no lo hice. Todo el que lea esta
novela se pondrá de parte de Otoko.
–No
quise escribir sobre ti.
–Sé que
no puedo compararme con tu mujer ideal.
–No
quise decir eso.
–Fui
celosa. Desagradablemente celosa.
–Otoko
se marchó. Tú y yo seguiremos viviendo juntos por mucho, mucho tiempo. Pero
gran parte de la Otoko de este libro es pura ficción. Por
ejemplo, no sé cómo se sentía ni cómo se comportaba mientras estuvo internada.
–Ese
tipo de ficción es inspirada por el amor.
–No
podría haber escrito sin amor –admitió Oki abruptamente–. ¿Quieres pasar en
limpio estos originales? Odio preguntártelo.
–Lo
haré. Después de todo, una máquina de escribir no pasa de ser eso, una simple
máquina. Yo me convertiré en parte de esa máquina.
Por
supuesto, Fumiko no pudo funcionar simplemente como una máquina. Parecía
cometer frecuentes errores... Oki oía a cada paso como desgarraba alguna
página. A veces el tableteo cesaba y él oía los sollozos ahogados de su esposa.
La casa
era muy pequeña y la máquina de escribir estaba en un ángulo del comedor
próximo a su ruinoso escritorio, de modo que él tenía muy presente la
proximidad de Fumiko. Era difícil mantenerse en calma, sentado ante su mesa de
trabajo.
A pesar
de todo, Fumiko no decía ni una palabra acerca de Una chica de dieciséis. Parecía
pensar que una "máquina" no tenía por qué hablar. Los originales
sumaban unas trescientas cincuenta páginas y era evidente que, pese a toda su
experiencia, la tarea le demandaría bastante tiempo. A los pocos días de
trabajo se la veía ya pálida y demacrada. Permanecía largos ratos inmóvil, con
la mirada perdida en el infinito, las manos crispadas sobre la máquina y el
ceño fruncido. Un buen día, antes de comer, vomitó una sustancia amarillenta y
permaneció así, doblada en dos. Oki corrió a golpearle la espalda.
Fumiko
aspiró una bocanada de aire y le pidió agua. Sus ojos enrojecidos estaban
llenos de lágrimas.
–Lo
siento. No debí haberte pedido que transcribieras esto –murmuró Oki–. Pero
pensé que sería inútil tratar de mantenerte apartada de este libro...
Si bien
no había llegado a destruir su matrimonio, esa herida también demoraría en
cicatrizar.
–A
pesar de todo, me alegro de que me lo hayas confiado –aseguró Fumiko, mientras
procuraba sonreír–. Estoy realmente exhausta. Es la primera vez que transcribo
un trabajo tan largo casi sin parar.
–Mientras
más largo sea, más prolongada será tu tortura. Quizás ése sea el destino de la
esposa de un novelista.
–Gracias
a tu novela he llegado a entender muy bien a Otoko. Por mucho que me haya
lastimado, comprendo que el haberla encontrado fue una experiencia valiosa para
ti.
–¿No te
he dicho acaso que la he idealizado?
–Lo sé.
No existe una niña tan adorable como ésa. ¡Pero me gustaría que hubieras
escrito más acerca de mí! No me importaría aparecer como una horrible arpía
celosa.
–Nunca
lo fuiste.
–No
tienes idea de lo que ocurría en mi corazón.
–No
estaba dispuesto a exponer todos nuestros secretos de familia.
–¡No,
tú estabas tan absorto en la pequeña Otoko que sólo querías escribir sobre
ella! Seguramente pensaste que yo empañaría su belleza y ensuciaría tu novela.
¿Pero es necesario que una novela sea tan bonita?
Hasta
su resistencia a describir los celos de su esposa había provocado una explosión
de resentimiento. Y no era que él hubiera eludido por completo ese aspecto.
Quizá justamente el hecho de haberlo tratado en forma tan concisa hubiera
subrayado el efecto. Pero Fumiko parecía frustrada al ver que él no había
entrado en detalle. Las reacciones de su esposa lo desconcertaban. ¿Cómo era
posible que se sintiera ignorada? La novela tenía que estar centrada en torno a
Otoko, puesto que narraba su trágica historia de amor. Oki había incluido en la
acción numerosos hechos que su esposa desconocía hasta ese momento. Eso era lo
que más lo había preocupado y, sin embargo, lo que más parecía lastimar a
Fumiko era que él hubiera escrito tan poco sobre ella.
–No me
pareció bien explayarme sobre tus celos –explicó Oki.
–¡Lo
que ocurre es que no puedes escribir sobre alguien a quien no amas, sobre
alguien a quien incluso odias! Mientras escribo a máquina no ceso de
preguntarme por qué no te dejé marchar.
–Estás
diciendo disparates.
–Hablo
muy en serio. El retenerte fue un crimen. Es probable que me arrepienta por el
resto de mi existencia.
–¡Basta
ya!
Oki
aferró a su esposa por los hombros y la sacudió. Fumiko se estremeció
violentamente y volvió a vomitar algo amarillento. Oki la soltó.
–Ya
pasó –dijo ella–. Creo que es... una de esas náuseas normales.
–¡¿Cómo
dices?!
Fumiko
se cubrió la cara con las manos y sollozó.
–Si es
así debes cuidarte. No puedes seguir escribiendo a máquina.
–No,
quiero seguir trabajando. Ya no me falta mucho y no me puede hacer ningún daño
hacer trabajar los dedos.
No
quiso atender razones. Pocos días después de concluida la tarea, Fumiko perdió la
criatura. En apariencia, la causa fue más la conmoción emocional que el
esfuerzo físico de mecanografiar. Tuvo que guardar cama varios días, y su suave
y abundante cabellera, que ella usaba suelta, perdió parte de su esplendor. Su
rostro pálido, sin afeites, lucía en cambio terso.
Dada la
juventud de Fumiko, el aborto no le acarreó consecuencias.
Oki
archivó el manuscrito. No se resolvía a destruirlo ni quería volver a verlo.
Aquella novela hundía dos vidas en las tinieblas. ¿Acaso no era una trágica coincidencia
lo de la niña prematura de Otoko y el aborto de Fumiko? Marido y mujer evitaron
mencionar la novela por largo tiempo. Por fin fue Fumiko quien se decidió a
hablar.
–¿Por
qué no la publicas? ¿Te preocupa herirme? Cuando una mujer está casada con un
novelista tiene que aceptar ese tipo de cosas. Si alguien debe preocuparte, ese
alguien es Otoko.
Fumiko
ya estaba casi totalmente recuperada y su piel lucía sonrosada y lustrosa. ¿Era
el milagro de la juventud? Hasta deseaba con más intensidad a su marido.
Aproximadamente
en la época en que se editó Una
chica de dieciséis, Fumiko quedó nuevamente encinta. Una chica de dieciséis fue muy elogiada por la crítica.
Además, gustó a los lectores. Fumiko no podía haber olvidado sus celos y su
resentimiento, pero sólo exhibió su placer ante el éxito del marido. Y aquella
novela –según la opinión unánime, la mejor de su primer período– fue siempre su
libro más vendido. Para Fumiko eso había significado ropa nueva y hasta
alhajas. Además, ayudaba a costear la educación de su hijo y de su hija.
¿Habría olvidado ya que todo aquello se debía a los amores de su marido con una
niña? ¿Aceptaría ese dinero como un ingreso normal? ¿Habría dejado de ser
trágico para ella aquel trágico amor?
Oki no
se resistía a que eso sucediera, pero más de una vez se detenía a pensar. Otoko
no había recibido compensación alguna como modelo de la heroína. Tampoco le
había llegado queja alguna de ella o de su madre. A diferencia del pintor o del
escultor de un retrato realista, él podía penetrar en los pensamientos y
sentimientos de su modelo, podía alterar su apariencia, podía idealizarla e
inventar según su capricho. A pesar de todo, la adolescente seguía siendo
Otoko; de eso no cabía duda. Oki había derramado libremente su pasión juvenil sin
pensar en la situación de la muchacha, en los problemas que eso podría acarrear
a una mujer soltera. Sin duda alguna era su pasión la que había atraído a los
lectores, pero era muy probable que esa pasión se hubiera convertido también en
un obstáculo para el casamiento de Otoko. La novela había acarreado a Oki fama
y dinero. Fumiko parecía haber olvidado sus celos y quizá la herida hubiera
sanado. Hasta había una diferencia en la forma en que ambas mujeres habían
perdido sus bebés. Fumiko era su esposa; se había recuperado normalmente de su
aborto y tiempo después había dado a luz a una niña.
Los
años pasaban y la única persona que jamás cambiaba era la adolescente de su
libro. Desde un punto de vista estrictamente doméstico había sido una suerte
que no subrayara los salvajes celos de Fumiko, aun cuando ése fuera quizás uno
de los puntos débiles de la novela. Pero ese detalle contribuía a hacer grata
la lectura y añadía atracción a la heroína.
Años
después, cuando la gente hablaba de las mejores obras de Oki, invariablemente
mencionaba en primer lugar Una
chica de dieciséis. Como novelista, Oki encontraba aquel hecho deprimente y
se lo repetía a sí mismo con tristeza. Sin embargo, el libro tenía toda la
frescura de la juventud, y el gusto del público, apoyado por la opinión de la
crítica, no tomaba en cuenta las objeciones del autor. La obra comenzó a tener
vida propia. Pero ¿qué había sido de Otoko, luego que su madre la llevó a
Kyoto? Aquella pregunta no abandonaba su mente, en parte como consecuencia de la
perdurabilidad de su novela.
Sólo en
los últimos años Otoko había adquirido renombre como pintora. Hasta entonces
Oki no había sabido nada de ella. Suponía que se había casado y que llevaba una
vida corriente. En realidad, eso era lo que él deseaba; pero le resultaba
difícil imaginar ese género de vida para una muchacha con su temperamento.
¿Acaso era porque aún se sentía ligado a ella?
Por eso
le produjo una verdadera conmoción el enterarse de que Otoko se había dedicado
a la pintura.
Oki no
sabía lo que ella podía haber sufrido, ignoraba las dificultades que debía de
haber superado; pero su éxito le produjo profundo placer. Un día encontró un
cuadro de ella en una galería. Su corazón dejó de latir. No era una exhibición
de sus obras; sólo uno de los cuadros le pertenecía: el estudio de una peonía.
En el extremo superior de la banda de seda había pintado una peonía roja. Era
una vista de frente de la flor, en un tamaño superior al natural, con pocas
hojas y un único pimpollo blanco en la parte inferior del tallo. En aquella
flor enorme creyó ver el orgullo y la nobleza de Otoko. Lo adquirió
inmediatamente, pero como llevaba la firma, decidió donarlo al club de
escritores al cual él pertenecía y no llevarlo a su casa.
En la
pared del club, la tela le causó una impresión diferente de la que le había
causado en la abarrotada galería. La enorme peonía roja parecía una aparición.
La soledad parecía brotar de su interior. Por ese entonces fue cuando descubrió
una fotografía de Otoko en su estudio, publicada por una revista.
Durante
muchos años, Oki había deseado viajar a Kyoto para escuchar las campanas de fin
de año; pero aquella tela lo había hecho pensar en la posibilidad de
escucharlas junto a Otoko.
Kamakura
Norte también era conocida como Yamanouchi, "Entre colinas". Una
carretera bordeada de árboles en flor corría entre las suaves colinas del norte
y del sur. Muy pronto, los capullos brotarían en aquellos árboles para anunciar
la llegada de otra primavera. Oki había adquirido el hábito de caminar hasta
las colinas del sur y, justamente desde la cumbre de una de éstas, contemplaba
ahora el purpúreo cielo de atardecer.
El
resplandor púrpura del ocaso se fue perdiendo hasta convertirse en un azul
oscuro, que iba empalideciéndose hasta llegar a un tono ceniciento. La
primavera parecía haberse transformado en otoño. El sol había desaparecido; ya
no se distinguía aquella tenue bruma rosada. Comenzaba a hacer frío. Oki
descendió al valle y caminó de regreso a su hogar, situado en una de las
colinas del norte.
–Una joven
de Kyoto, una tal señorita Sakami estuvo aquí –anunció Fumiko–. Trajo dos
cuadros y una caja de pasteles.
–¿Se
fue ya?
–Taichiro
la llevó a la estación. Quizás hayan tratado de dar contigo.
–¿Sí?
–Es de
una belleza casi atemorizante –dijo Fumiko, clavando los ojos en él–. ¿Quién
es?
Oki
hizo lo posible por parecer indiferente, pero la intuición femenina de su
esposa debía de haberle advertido a ésta que la muchacha estaba vinculada de
alguna manera con Ueno Otoko.
–¿Dónde
están los cuadros? –preguntó.
–En tu
estudio. Aún están embalados. No los he mirado.
Por lo
visto, Keiko había hecho lo que él le había pedido en la estación de Kyoto. Oki
se dirigió a su estudio y desembaló los cuadros. Los dos tenían marcos
sencillos. Uno de ellos llevaba el título de Ciruelo,
pero no mostraba ramas ni tronco; sólo se veía una flor, grande como el rostro
de un bebé. Además, aquella flor tenía pétalos rojos y blancos. Cada pétalo
rojo estaba pintado con una extraña combinación de matices oscuros y claros.
La
forma de la flor no aparecía muy alterada, pero producía la impresión de un
estático diseño decorativo. Era como una extraña aparición. Parecía mecerse en
el aire. Quizás eso se debiera a un efecto del fondo. Al comienzo, Oki creyó
que ese fondo estaba constituido por espesas capas de hielo superpuestas, pero
al examinarlo mejor descubrió que se trataba de una cadena de montañas nevadas.
Sólo las montañas podían conferir esa sensación de vastedad. Pero ninguna
montaña real se estrechaba en la base como ocurría con aquéllas, ninguna
montaña real era tan dentada... Era el elemento abstracto en el estilo de la
muchacha. El fondo podía haber sido una imagen de los sentimientos de la propia
Keiko. Aun cuando se lo hubiera tomado por cascadas de nieve en la montaña, el
blanco no era frío. El frío de la nieve y su tono cálido producían una especie
de música. No se trataba de una blancura uniforme, sino de la armoniosa fusión
de muchos colores. Tenía la misma tonalidad que la variación de rojo y blanco
en los pétalos de la flor. Se lo considerara o no un cuadro frío en su
conjunto, la flor de ciruelo palpitaba con las emociones juveniles de la
pintora. Era probable que Keiko lo hubiera pintado especialmente para él como
alusión al comienzo de la primavera. La flor de ciruelo, por lo menos, era
claramente discernible.
Al
contemplar el cuadro, Oki pensó en el viejo ciruelo de su jardín. Siempre había
aceptado la opinión del jardinero de que se trataba de un capricho de la Naturaleza, sin molestarse en
controlar la erudición del hombre en materia de botánica. El ciruelo tenía
flores rojas y blancas. No se trataba de un injerto: las flores rojas y blancas
se alternaban en una misma rama. Por otra parte, no todas las ramas ostentaban
flores blancas y rojas: algunas sólo tenían flores blancas, otras sólo tenían
flores rojas. Empero, la mayoría de las ramas menores exhibían la caprichosa
combinación de rojo y blanco, aunque no todos los años apareciera esa mezcla de
colores en las mismas ramas.
Oki era
un enamorado de aquel viejo ciruelo. En ese momento, los capullos apenas
comenzaban a abrirse.
Era
evidente que Keiko había simbolizado el extraño ciruelo en una única flor. Sin
duda Otoko le había hablado de él. Él y Fumiko ya vivían en esa casa cuando Oki
conoció a Otoko y, aunque ella nunca la había visitado, él debió de hablarle
sobre el curioso árbol. Ella lo había recordado y lo había comentado con su
discípula. ¿Le habría confesado también su antiguo amor?
–Supongo
que es obra de Otoko.
–¿Cómo?
Oki se
volvió. Absorto en la contemplación del cuadro no había advertido la presencia
de su esposa.
–¿No es
un cuadro de Otoko?
–Por
cierto que no. No podría haber hecho una cosa tan juvenil. La autora es la
muchacha que acaba de estar aquí. ¿No ves? Lo firma "Keiko".
–Es un
cuadro muy extraño.
La voz
de Fumiko era dura.
–Así es
–replicó Oki, haciendo un esfuerzo por ser cordial–. Pero los jóvenes de hoy,
aun los que pintan en estilo japonés...
–¿Es
esto lo que llaman pintura abstracta?
–Bueno,
quizá no llegue tan lejos.
–El
otro es más extraño aún. Uno no sabe si se trata de peces o de nubes... Jamás
he visto semejante mezcla de colores en pinceladas aplicadas en cualquier
sentido.
Fumiko
se arrodilló detrás de su marido.
–Mmm.
Los peces y las nubes son muy diferentes. Quizá no se trate de ninguna de las
dos cosas.
–¿Y qué
es entonces?
–Puedes
imaginar lo que quieras.
Oki se
inclinó para mirar el dorso de la tela, apoyada contra la pared.
–Sin
título. Lo ha llamado Sin
título.
El
cuadro no mostraba formas discernibles y sus colores eran más intensos y
variados aún que los de Ciruelo.
Quizá la profusión de líneas horizontales hubiera hecho que Otoko viera peces o
nubes en él. A primera vista no parecía existir armonía alguna entre los
colores. Pero era excepcionalmente apasionado, para ser un cuadro pintado con
la clásica técnica japonesa. El hecho de carecer de título lo abría a cualquier
interpretación, quizá porque los sentimientos subjetivos de la artista,
supuestamente ocultos, quedaban revelados en él. Oki buscó el corazón de
aquella pintura.
–¿Qué
tiene que ver ella con Otoko? –preguntó Fumiko.
–Es una
estudiante que vive con ella.
–¡Ah,
sí! Quiero destruir esos cuadros.
–¡No
seas absurda! ¿Por qué eres tan violenta?
–Ha
volcado en ellos sus sentimientos hacia Otoko. No son cuadros que debamos
conservar en esta casa.
Pasmado
por aquel relámpago de celos femeninos, Oki habló con voz débil:
–¿Por
qué crees que están vinculados con Otoko?
–¿Pero
es que no lo ves?
–Es tu
imaginación. Estás comenzando a ver fantasmas.
Pero a
medida que Oki hablaba, se iba encendiendo una minúscula llama en su corazón.
Era bastante claro que el cuadro del ciruelo expresaba el amor que Otoko le
profesaba. Y hasta la pintura sin nombre parecía referirse al mismo tema. En
él, Keiko había empleado también pigmentos minerales y los había aplicado en
gruesas capas, mezcladas con pigmentos húmedos, un poco hacia abajo y a la
izquierda del centro del cuadro. Oki sintió que podía vislumbrar el espíritu de
aquella pintura en el extraño espacio brillante, semejante a una ventana, que
se encontraba dentro de la porción más recargada. Se podría haber dicho que
aquello era el amor de Otoko, ardiente aún.
–Después
de todo, no fue Otoko quien los pintó –dijo.
Fumiko
parecía sospechar que su marido se había encontrado con Otoko, en ocasión de su
viaje a Kyoto para escuchar las campanas de los templos. Sin embargo, no había
dicho nada en aquella ocasión. Quizás hubiera callado por ser Año Nuevo.
–¡Sea
como sea, odio estos cuadros! –exclamó y sus párpados se contrajeron de rabia–.
¡No los quiero en esta casa!
–Los
odies o no, pertenecen a la pintora. ¿Te parece bien destruir una obra de arte,
aunque la autora sea una muchacha joven? Y, en primer lugar, ¿estás segura de
que nos los ha obsequiado? ¿No cabe la posibilidad de que los haya dejado sólo
para que los veamos?
Fumiko
permaneció unos instantes en silencio. Luego dijo:
–Taichiro
la atendió. Ahora debe de haberla llevado a la estación; aunque ya ha
transcurrido muchísimo tiempo.
¿.Acaso
eso también la estaría mortificando? La estación no quedaba lejos y había
trenes cada quince minutos.
–Supongo
que esta vez el seducido será él. Una chica tan bonita, con una fascinación
maligna...
Oki
comenzó a envolver los cuadros.
–Deja
de hablar de seducciones. No me gusta. Si ella es tan bonita como dices, estos
cuadros no son otra cosa que ella misma: el narcisismo de una muchacha joven.
–No.
Estoy segura que se refieren a Otoko.
–En ese
caso podría ser que ella y Otoko fueran amantes.
–¿Amantes?
Había
sorprendido a Fumiko con la guardia baja.
–¿Crees
que pueden ser amantes?
–No sé.
Pero no me sorprendería que fuesen lesbianas. Viven juntas en un antiguo templo
de Kyoto y, por lo visto, ambas son demencialmente apasionadas.
La
posibilidad de que aquellas dos mujeres fueran lesbianas había calmado a Fumiko.
Cuando volvió a hablar, su voz era serena.
–Aun
cuando sea así, creo que estos cuadros demuestran que Otoko te sigue amando.
Oki se
sintió avergonzado de haber apelado al argumento del lesbianismo para salir de
una situación difícil.
–Es
probable que ambos estemos equivocados. Hemos contemplado estas pinturas con
ideas preconcebidas.
–¿Y
entonces, por qué se empeña ella en pintar cuadros así?
–Mmm.
Realista
o no, un cuadro expresaba los pensamientos y sentimientos más ocultos del
artista. Pero Oki no se animaba a proseguir ese tipo de discusión con su
esposa. Quizá su primera impresión de la pintura de Keiko hubiera sido
inesperadamente acertada. Y quizá su propio comentario, al pasar, acerca de una
posible relación lesbiana también hubiera sido acertada.
Fumiko
abandonó el estudio. Oki esperó el regreso de su hijo. Taichiro había comenzado
a enseñar literatura japonesa en una universidad privada. Los días que no
dictaba cátedra, concurría a la biblioteca del establecimiento o estudiaba en
su casa. Originariamente había querido estudiar "literatura moderna"
–literatura japonesa desde Meiji–, pero ante la oposición de su padre, se había
especializado en los períodos Kamakura y Muromachi. No era común que la gente
de su especialidad leyera inglés, francés y alemán, como él. El muchacho tenía
talento, sin duda alguna; pero era tan callado, que parecía sombrío. Era el
polo opuesto de su hermana Kumiko, alegre y despreocupada, con sus
superficiales conocimientos de arreglo floral, costura, tejido y todo tipo de
artes y artesanías.
Kumiko
siempre había mirado a su hermano mayor como a un excéntrico: ni siquiera le
daba una respuesta lógica cuando lo invitaba a patinar o a jugar al tenis. No
quería saber nada con sus amigas. Invitaba a sus alumnos a la casa, pero apenas
si se los presentaba. Kumiko no era de las que guardan rencor, pero a veces se
enfurruñaba al ver que la madre se mostraba muy solícita con los alumnos de su
hermano.
–Cuando
Taichiro tiene invitados –se defendía la madre–, lo único que hacemos es
servirles té.
–Pero
tú haces un gran alboroto, revuelves la heladera y las alacenas o encargas
comida.
–Y
bien, ¡él no trae a nadie más que a sus alumnos!
Kumiko
se había casado y se había marchado a Londres con su marido. Sólo tenían
noticias de ella dos o tres veces por año. Taichiro aún no había conquistado su
independencia económica y nunca hablaba de matrimonio.
El
propio Oki comenzó a preocuparse por la demora de Taichiro.
Miró a
través de las puertas vidrieras de su estudio. Al pie de la colina que se
levantaba detrás de la casa había un gran montículo de tierra proveniente de
una excavación, practicada durante la guerra para construir un refugio
antiaéreo. La hierba lo había cubierto y entre las hierbas florecía un macizo
de flores de color lapislázuli. Eran flores pequeñísimas, pero de un azul
brillante, intenso. Aquellas flores eran las primeras en aparecer en el jardín,
con la sola excepción de la adelfa. Además permanecían abiertas por largo
tiempo. Oki ignoraba el nombre de aquellas flores, que no figuraban entre las
célebres precursoras de la primavera; pero estaban tan próximas a su ventana
que más de una vez experimentó el deseo de arrancar una y estudiarla. Nunca lo
había hecho, pero eso no hacía más que acrecentar su amor por aquellas diminutas
flores azules.
Poco
después de ellas comenzaban a florecer los dientes de león entre la espesura de
hierbas. También esas flores duraban mucho. Aun a esa hora, en la débil
claridad del atardecer se distinguía el amarillo de los dientes de león y el azul
de las otras florecillas. Oki permaneció largo rato mirando por la ventana.
Taichiro
seguía sin llegar.
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