UN
CIELO CARGADO DE LLUVIA
Cuando
se cansaba de escribir o cuando una novela no progresaba, Oki se tendía en un
sofá ubicado en la galería vecina a su estudio. Por la tarde solía dormir allí
por espacio de una o dos horas. Había contraído ese hábito durante los últimos
cinco años. Antes salía a caminar en lugar de echar aquellos sueñitos; pero
después de tantos años de residir en Kamakura se había familiarizado demasiado
con los templos vecinos y hasta con las colinas de la región. Por otra parte,
como se levantaba temprano, siempre hacía una breve caminata por la mañana. Una
vez despierto, no podía remolonear en la cama. Además, prefería estar lejos
cuando la criada limpiaba la casa.
Antes
de cenar hacía otra larga caminata.
La
galería vecina a su estudio era amplia: en un rincón había un escritorio y una
silla. Oki escribía allí o en la mesa baja de su estudio, sentado en el suelo
cubierto de esteras. El sofá de la galería era muy cómodo. Cuando se recostaba
en él y estiraba los miembros, todas sus dificultades parecían desvanecerse.
Mientras escribía una novela tenía tendencia a dormir mal de noche y a soñar
con su trabajo, pero en el sofá de la galería no tardaba en caer en un sueño profundo
que borraba todo. De joven nunca había dormido siesta. Con frecuencia dedicaba
la tarde entera a recibir visitas. Escribía de noche; por lo general desde la
medianoche hasta el amanecer. Ahora que escribía durante el día, había adoptado
la costumbre de dormir un rato, pero no a hora fija. Se tendía en aquel sofá
cada vez que no avanzaba en su trabajo. A veces lo hacía de mañana, otras veces
casi al atardecer. Muy pocas veces sentía que la fatiga estimulaba su
imaginación, como en los tiempos en que trabajaba de noche.
"Mis
siestas deben de ser un síntoma de envejecimiento", pensaba Oki. Pero el
sofá era mágico.
Cuando
se recostaba en él, se dormía y despertaba renovado. No era raro que en sueños
encontrara un camino que lo sacara del atolladero. Un sofá mágico.
Ahora
había llegado la estación de las lluvias... La estación que menos le gustaba.
Su casa estaba bastante lejos del mar y separada de éste por una cadena de
cerros, pero era extremadamente húmeda. El cielo estaba bajo y opresivo. Oki
experimentaba una sorda sensación de pesadez y confusión en el cráneo, como si
el moho hubiera comenzado a invadir las circunvoluciones de su cerebro. Había
días en que dormía por la mañana y por la tarde en su sofá mágico.
Una
tarde, la criada le anunció que alguien de Kyoto, llamado Sakami, deseaba
verlo. Oki acababa de despertar y aún estaba tendido en el sofá.
–¿Le
digo que está descansando? –preguntó la mujer.
–No.
¿Es una señorita?
–Sí,
señor. Ya había estado aquí antes.
–Hágala
pasar al saloncito de recibo, por favor.
Dejó
caer nuevamente la cabeza y cerró los ojos. El breve sueño había aliviado su
sensación de pesadez, pero la visita de Keiko era más revitalizante aún. Se
levantó, se lavó y entró en el salón. Keiko se puso de pie no bien lo vio. Se
había ruborizado ligeramente.
–Lamento
haberme presentado así, sin previo aviso.
–Me
alegra que haya venido. La vez pasada yo había salido y me quedé sin verla.
Debió esperarme un rato más.
–Taichiro
me llevó a la estación.
–Ya lo
sabía. Me dijo que le había enseñado Kamakura.
–Sí.
–Supongo
que no habrá sido novedad para usted, puesto que es natural de Tokyo. Además,
Kamakura no tiene comparación con Kyoto o con Nara.
–La
puesta de sol en el mar era una maravilla –dijo Keiko, mirándolo a los ojos.
Oki se
sorprendió de que su hijo la hubiera llevado hasta la costa.
–No nos
habíamos visto desde Año Nuevo –comentó–. Ya han transcurrido seis meses.
–¿Usted
considera que eso es mucho tiempo, señor Oki? ¿Seis meses le parecen un período
largo?
Oki se
preguntó a dónde querría llegar la muchacha.
–Supongo
que todo depende de cómo lo vea cada uno –dijo.
Keiko
no sonreía, casi parecía considerar su respuesta con un cierto desdén.
–Si
pasará seis meses sin ver a la persona que usted ama, ¿no le parecería que es
un lapso muy largo?
Keiko
permanecía en silencio, con la misma expresión desdeñosa. Sus ojos verdosos
parecían desafiarlo. Oki comenzaba a sentirse un poco incómodo.
–A los
seis meses de embarazo la criatura se mueve en el vientre de la madre
–prosiguió, con la intención de confundirla. Ella no respondió.
–Sea
como fuere, hemos pasado del invierno al verano, aun cuando todavía estemos en
esta insoportable estación de las lluvias... Ni siquiera los filósofos parecen
tener una explicación satisfactoria de lo que significa el tiempo. La gente
dice que el tiempo lo resuelve todo: pero yo tengo mis dudas acerca de eso
también. ¿Qué opina usted, señorita Sakami? ¿Cree usted que la muerte es el
final de todo?
–No soy
tan pesimista.
–Yo no
diría que eso es pesimismo –dijo Oki, para mostrarse contradictorio–. Es lógico
que seis meses no sean lo mismo para mí que para una joven como usted. O
supongamos que alguien padece de cáncer y sólo tiene seis meses de vida.
También hay gente que pierde la vida en forma repentina, por un accidente de
tránsito o en la guerra. Hay quienes son asesinados.
–Pero
usted es un artista, señor Oki, ¿no?
–Me
temo que sólo voy a dejar tras de mí cosas de las cuales me avergüenzo.
–No
tiene por qué avergonzarse de ninguna de sus obras.
–Ojalá
fuera así. Pero quizá todo lo que he hecho desaparezca. Me gustaría.
–¿Cómo
puede decir semejante cosa? Usted tiene que saber que su novela sobre mi
maestra va a perdurar.
–¡Otra
vez esa novela! –exclamó Oki con el ceño fruncido–. Hasta usted la menciona, a
pesar de conocer a Otoko como la conoce.
–Justamente
porque la conozco. Es inevitable.
–Quizá
lo sea.
La
expresión de Keiko se iluminó.
–¿Ha
vuelto a enamorarse usted, señor Oki?
–Sí,
supongo que sí. Pero no como me enamoré de Otoko.
–¿Y por
qué no escribió sobre ese otro amor?
–Bueno...
–Oki vaciló. –Ella me dijo a las claras que no quería figurar en un libro mío.
–¿En
serio?
–Quizás
eso señale una debilidad de mi parte, como escritor; pero creo que no hubiera
podido volcar tanta emoción por segunda vez.
–A mí
no me importaría que usted escribiera sobre mí.
–¿No?
Aquél
era su tercer encuentro con la muchacha... si es que podía hablarse de
"encuentros". ¿Qué podía escribir sobre ella? A lo sumo podía tomar
prestada su belleza para adjudicársela a algún personaje. Keiko había dicho que
había bajado a la playa con Taichiro. ¿Qué habría sucedido en aquella
oportunidad?
–De
modo que he dado con una espléndida modelo –dijo Oki en voz alta y rió
para ocultar sus aprensiones. Pero cuando la miró, la extraña seducción de
aquellos ojos silenció su risa. Tenía unos ojos tan brillantes, que casi
parecían llenos de lágrimas.
–La
señorita Ueno ha prometido pintar mi retrato –dijo Keiko.
–¡Ah,
sí!
–Y yo
traje otro cuadro para mostrárselo.
–No
puedo decir que sepa mucho de pintura abstracta, pero me encantaría verlo.
Vayamos a la habitación de al lado. Allí hay más espacio. Mi hijo ha colgado en
su estudio los dos cuadros que usted trajo la otra vez.
–¿No
está en casa su hijo?
–No.
Hoy es uno de sus días de universidad. Mi esposa está en el teatro.
–Me
alegro de que usted esté solo –murmuró Keiko y se dirigió al hall de entrada
para buscar su tela. La llevó a la sala de estar de estilo japonés. El cuadro
tenía un marco simple de madera natural. El color predominante era el verde,
pero la joven había utilizado también con audacia una gran variedad de colores,
según su fantasía. La superficie entera era bullente y ondulada.
–Para
mí esto es realista, señor Oki. Es un campo de té en Uji.
Oki se
puso en cuclillas para observar la pintura.
–Es una
plantación de té que parece un mar agitado... es un campo de té restallante de
juventud. Al comienzo pensé que simbolizaba un corazón en llamas.
–¡Cuánto
me alegra! ¡De modo que usted lo ha visto así...!
Keiko
se arrodilló junto al hombre. Su barbilla estaba muy próxima al hombro de él
mientras estudiaba la tela, y su aliento rozó la nuca de Oki como una brisa
tibia.
–¡Me
alegro tanto! –repitió la muchacha–. ¡Me hace feliz que usted haya visto un
corazón en este cuadro! Sin embargo, no es gran cosa como representación de un
campo de té.
–Es
realmente juvenil.
–Por
supuesto fui a la plantación de té a hacer los bocetos, pero sólo lo vi como un
conjunto de hileras de arbustos en el transcurso de la primera hora.
–¡Ah,
sí!
–La
plantación estaba muy quieta. De pronto todas aquellas olas de fresco verde se
pusieron en movimiento y, finalmente, surgió esto. No es abstracto.
–Pero
yo diría que en un campo de té predominan los colores apagados aun cuando haya
brotes nuevos.
–¡Nunca
aprendí a ser apagada! Ni en el arte ni en las emociones.
–¿En
las emociones tampoco?
Al
volverse hacia ella, el hombro de Oki rozó los tiernos pechos de Keiko. Sus
ojos se detuvieron en una de las orejas de la joven.
–Si
sigue así, quizás un buen día decida cortarse una de esas preciosas orejas.
–No soy
un genio como Van Gogh. Alguien tendrá que encargarse de arrancármela de un
tarascón.
Alarmado,
Oki se volvió bruscamente para enfrentarla y Keiko se aferró de él para no
perder el equilibrio.
–Detesto
las emociones moderadas –dijo, sin modificar su posición.
Habría
bastado la más ligera presión para que cayera indefensa en brazos de Oki,
dispuesta al beso, Pero Oki no se movió. Ella también permaneció estática.
–Señor
Oki –murmuró, mientras sus ojos se clavaban en los del hombre.
–Sus orejas
son adorables –dijo él–; pero su perfil es de una belleza un tanto aterrante.
–¡Me
alegra mucho que piense así! –murmuró la joven y su cuello se tiñó de un ligero
rubor–. No lo olvidaré mientras viva. ¿Pero cuánto durará esa belleza? A las
mujeres nos entristece pensar en eso.
Oki no
encontró respuesta a aquella observación.
–Es
incómodo que la contemplen a una; pero cualquier mujer estaría encantada de
parecer hermosa a los ojos de un hombre como usted.
Oki se
sorprendió ante el calor de esas palabras. La muchacha parecía estar
pronunciando frases de amor.
–Yo
también estoy encantado –dijo con expresión grave–. Pero pienso que en usted
debe de haber aspectos de belleza que yo no he llegado a conocer.
–¿Le
parece? No lo sé. No soy modelo. No soy más que alguien que trata de pintar.
–Un
pintor tiene derecho a usar un modelo. A veces envidio eso.
–Si yo
le sirvo de algo...
–Muy
agradecido.
–Ya le
dije que no me importaría que usted escribiera sobre mí. Lo único que lamento
es no poder estar a la altura de la mujer que usted sueña.
–¿Prefiere
que sea realista?
–Es
cosa suya.
–Una
modelo de pintor y una modelo de escritor son cosas muy diferentes, como usted
comprenderá.
–Por
supuesto –aceptó Keiko, agitando sus largas pestañas–. Pero mi boceto del campo
de té no es meramente una escena de la naturaleza. Muestra mucho de mí misma.
–Todos
los cuadros son así, ¿no? Aun los abstractos.
Pero
una modelo tiene que ser otro ser viviente. Las novelas también necesitan de
seres vivos, por mucho que hablen de los paisajes.
–¡Yo
soy un ser humano, señor Oki!
–Y un
ser humano muy bello –añadió Oki mientras la ayudaba a ponerse de pie–. Pero
hasta la modelo para un desnudo sólo tiene necesidad de posar. Y eso no basta
para un novelista.
–Lo sé.
–¿De
veras?
–Sí.
Oki se
sentía inhibido por la audacia de ella.
–Supongo
que puedo tomar prestados sus encantos para algún personaje de novela.
–No me
parece muy divertido –dijo ella con aire deliberadamente coqueto.
–Las
mujeres son muy extrañas –comentó Oki para salir del paso–. Dos o tres me han
dicho que están seguras de que he construido un determinado personaje sobre el
modelo de ellas. Y eran perfectas desconocidas, mujeres con las que no he
tenido nada que ver. ¿Qué clase de autoengaño puede ser ése?
–Hay
muchas mujeres desdichadas que se consuelan con ese tipo de autoengaño. ¿No
cree que hay algo que anda mal en esas mujeres? –Es muy fácil que algo no ande
bien en las mujeres. Usted podría hacer que una mujer ande mal, ¿no?
Perplejo,
Oki no supo qué responder.
–¿Y se
limita a esperar con toda frialdad a que eso suceda? –insistió ella.
Oki
procuró cambiar el giro de la conversación.
–Pero,
como le decía, es muy distinto ser modelo de un novelista. Es un sacrificio sin
recompensa.
–¡Adoro
sacrificarme! Quizás ésa sea la razón de mi vida.
Una vez
más la muchacha lo dejaba atónito.
–En su
caso es como si estuviera exigiendo el sacrificio de la otra persona.
–Eso no
es verdad. El sacrificio nace del amor. Del deseo.
–¿Se
está sacrificando usted por Otoko?
Keiko
no respondió.
–Estoy
en lo cierto, ¿no?
–Quizás
haya sido así; pero Otoko es una mujer, después de todo. No tiene nada de
sublime que una mujer consagre su vida a otra.
–No sé
nada de eso.
–Ambas
pueden destruirse.
–¿Destruirse?
–Sí
–dijo Keiko e hizo una pausa; luego prosiguió–. Odio albergar la menor duda. No
me importa que sólo dure cinco o diez días, pero necesito a alguien que pueda
hacerme olvidar completamente de mí misma.
–Eso es
mucho pedir, aun en el matrimonio, ¿no le parece?
–He
recibido propuestas matrimoniales, pero ese tipo de devoción no cuenta. No
quiero preocuparme por mí misma. Como ya le dije, odio las emociones moderadas.
–Parecería
sentir que debe suicidarse a los pocos días de haberse enamorado de alguien.
–No
temo al suicidio. Lo peor que puede ocurrir es que uno se harte de la vida. Me
sentiría plenamente feliz si usted me estrangulara... después de haberme usado
como modelo.
Oki
trató de rechazar la idea de que Keiko se había acercado con la expresa
intención de seducirlo; quizá no fuera tan calculadora. De cualquier manera,
era un modelo muy interesante para un personaje. Pero no era improbable que una
historia sentimental, seguida de separación, la condujera a una clínica
psiquiátrica, como había ocurrido con Otoko.
A
comienzos de la primavera, cuando Keiko había llevado sus otros dos cuadros,
Taichiro la había recibido y luego la había llevado hasta el mar, a bastante
distancia de Kamakura. Era evidente que la muchacha había cautivado a su hijo.
Pero
una mujer como ésa podía arruinarlo, pensó Oki.
Se dijo
a sí mismo que esa conclusión no era fruto de sus celos.
–Espero
que cuelgue este cuadro en su estudio –dijo Keiko.
–Pues
bien, supongamos que lo haga –replicó él.
–Quiero
que le eche una mirada de noche, en una habitación poco iluminada. El verde del
campo de té pasará a segundo plano y todos mis colores chillones emergerán.
–Supongo
que eso me provocará sueños muy extraños.
–¿Qué
clase de sueños, por ejemplo?
–Bueno...
Sueños juveniles sin duda.
–¡Qué
amable de su parte! ¿Lo dice en serio?
–No
tiene nada de extraño puesto que usted es joven –comentó Oki–. Esas
ondulaciones redondeadas reflejan la influencia de Otoko, pero los colores son
usted misma.
–Un día
bastará. No me importa que después junte polvo en un armario. Es un mal cuadro.
¡No pasará mucho tiempo antes de que yo vuelva por aquí y lo haga trizas!
–¿Cómo?
–Lo
digo muy en serio –aseguró ella en un tono curiosamente dulce–. Es un mal
cuadro. Pero si usted lo cuelga en su estudio aunque no sea más que por
un día...
Oki no
sabía qué decir. Keiko agachó la cabeza.
–Me
pregunto si este cuadro realmente puede provocarle sueños.
–Me
temo que voy a sentirme tentado de soñar con usted.
–¡Ay,
por favor, hágalo! ¡Sueñe conmigo todo lo que quiera! –exclamó la muchacha y un
rubor inesperado tiñó sus orejas–. Pero usted no ha hecho nada para soñar
conmigo, señor Oki –añadió mirándolo a los ojos.
–Entonces
la acompañaré como hizo mi hijo. No hay nadie en casa, de modo que no puedo
ofrecerle una cena. Llamare un taxi.
El taxi
dejó atrás Kamakura y avanzó a lo largo de la playa de Shichiri. Keiko se
mantenía en silencio.
Tanto
el mar como el cielo estaban grises.
Oki
hizo detener el taxi en el acuario de Enoshima, frente a la isla.
Compró
pulpo y caballa para alimentar a los delfines. Los delfines saltaban del agua
para recibir la carnada de manos de Keiko. Ella se fue haciendo cada vez más
audaz y comenzó a elevar más y más los bocados. Los delfines saltaban cada vez
más alto. Keiko se divertía como un niño. Ni siquiera advirtió que había
comenzado a llover.
–Salgamos
de aquí antes de que arrecie –la urgió él–. Su ropa ya debe de estar húmeda.
–¡Es
tan divertido!
En el
auto, Oki le contó que del otro lado de la bahía, un poco más allá de Ito,
solían verse cardúmenes enteros de delfines.
–Los
persiguen hasta obligarlos a llegar cerca de la costa, y entonces los hombres
se tiran al agua y los agarran a mano limpia. Los delfines no resisten
que se les hagan cosquillas bajo las aletas.
–Pobrecitos.
Me
pregunto si una chica bonita lo resistiría.
–¡Qué
idea tan repugnante! Creo que se defendería a arañazos.
–Es
probable que los delfines sean más mansos.
El taxi
llegó a un hotel situado en el punto más alto de una colina. Desde allí se
contemplaba toda Enoshima. La isla también estaba gris, y la península de Miura
se extendía vagamente hacia la izquierda. La lluvia caía en grandes gotas y en
el aire pendía la niebla habitual en esa época. Hasta los pinos cercanos
parecían brumosos.
Mientras
se dirigían a la habitación que se les había destinado, sentían la piel húmeda
y pegajosa.
–No
podemos regresar –dijo Oki–. La niebla es demasiado espesa.
Keiko
hizo un gesto afirmativo. Él se sorprendió al ver lo dispuesta a acceder que se
mostraba la muchacha.
–Deberíamos
darnos un baño antes de cenar –prosiguió Oki, y se pasó una mano por la cara–.
¿Quiere que juguemos a los delfines?
–¡Qué
cosas tan asquerosas que dice usted! ¡Se da cuenta que me está colocando en la
misma categoría que un pez! ¿Es necesario que se ponga grosero? ¡Jugar a los
delfines!
Se
apoyó contra el marco de la ventana.
–¡Qué
mar tan oscuro! –comentó.
–Lo
siento.
–Podría
haber dicho que le gustaría verme desnuda; podría haberme tomado simplemente en
sus brazos.
–¿Y
usted no se hubiera resistido?
–No lo
sé... ¡Pero pedirme que juegue a los delfines es un insulto! Después de todo no
soy una prostituta. ¡Qué depravado es!
–¿Sí?
Oki se
dirigió al baño, se dio una ducha, enjuagó rápidamente la bañera y comenzó a
llenarla. Cuando salió tenía el pelo revuelto y se friccionaba el cuerpo con
una toalla.
–Le
estoy preparando un baño caliente –dijo, sin mirarla–. La bañera ya debe de
estar casi llena.
Keiko
contemplaba el mar con expresión impenetrable.
–Ahora
llovizna. Apenas si se distinguen la isla y la península.
–¿Está
triste?
–Odio
ese tono de mar.
–Tiene
que sentirse incómoda con esta humedad. ¿Por qué no toma su baño?
La
muchacha asintió con la cabeza y se dirigió al baño. No se oyeron chapoteos,
pero cuando regresó lucía fresca, Se sentó ante la mesa tocador y abrió su
bolso.
Oki se
le aproximó por detrás.
–Me
lavé la cabeza en la ducha, pero en el baño no había más que crema fijadora y
no me gusta el olor.
–Póngase
un poco de mi perfume –dijo Keiko y le alargó un frasquito.
Oki lo
olió.
–¿Qué
hago, me lo echo encima de la crema fijadora?
–¡Una
gotita! –dijo ella sonriendo.
Oki le
tomó una mano.
–Keiko,
no te maquilles.
–¡Me
está haciendo daño! –protestó ella y se volvió para enfrentarlo–. Es malo, ¿eh?
–Me
gustas tal como eres. Tienes unos dientes y unas cejas tan lindos.
Apoyó
los labios sobre las mejillas ardientes de Keiko. Ella lanzó un gritito cuando
su silla se tumbó y la arrastró en la caída. Ahora, los labios de Oki estaban
sobre los de ella.
Fue un
beso muy largo.
Oki
echó la cabeza atrás para cobrar aliento.
–No,
no. No te detengas –clamó Keiko y lo apretó contra su cuerpo.
El
trató de bromear para ocultar su sorpresa.
–Ni los
pescadores de perlas resisten tanto tiempo sin respirar. Te desmayarás.
–Haz
que me desmaye...
–Ya sé
que las mujeres tienen más energías...
Una vez
más la besó largamente. Cuando quedó sin aliento la levantó en sus brazos y la
depositó sobre la cama. Ella se ovilló. No ofreció resistencia, pero a
Oki le resultó difícil lograr que extendiera sus miembros. No tardó en
comprobar que no era virgen. Comenzó a tratarla con más rudeza.
En ese
momento Keiko gimió bajo él:
–¡Ay!
... ¡Otoko, Otoko!
–¿Qué?
Oki
creyó que pronunciaría su nombre, pero su vigor cedió al advertir que estaba
nombrando a Otoko.
–¿Qué
has dicho? ¡Otoko!
Su tono
era frío.
Ella se
hizo a un lado sin responder.
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