LA
FESTIVIDAD DE LA LUNA LLENA
Otoko
proyectaba llevar a Keiko al templo del monte Kurama, con motivo de la Festividad de la
Luna Llena. La fiesta se
celebraba en mayo, pero en una fecha distinta de la que fijaba el antiguo
calendario lunar. La tarde anterior a la fiesta, la Luna asomó por detrás de las Colinas
Orientales sobre el fondo de un cielo límpido.
Otoko
la contemplaba desde la galería.
–Creo
que mañana habrá una luna magnífica –comentó en voz alta, dirigiéndose a Keiko,
que permanecía en el interior de la casa.
Se
suponía que los asistentes a la fiesta debían beber de un cuenco de sake que
reflejara la luna llena; por eso, nada podía ser más decepcionante que un cielo
nublado, sin luna.
Keiko
salió a la galería y apoyó suavemente la mano en la espalda de Otoko.
–La
luna de mayo –dijo Otoko.
–¿No
quieres que demos un paseo en automóvil al pie de las Colinas Orientales?
–preguntó Keiko después de una pausa–. ¿O que vayamos a Otsu, a ver la Luna en el lago Biwa?
–¿La
Luna en el lago Biwa? ¿Qué tiene
de particular?
–¿Crees
que se refleja mejor en un cuenco de sake? –preguntó a su vez Keiko, mientras
se sentaba a los pies de Otoko–. Sea como fuere me gustan los colores que hay esta
noche en el jardín.
–¿Sí?
–dijo Otoko y se asomó al jardín–. Trae un almohadón, ¿quieres? Y apaga las
luces de adentro.
Desde
la galería del estudio sólo se veía el jardín interior del templo; la
residencia principal interrumpía la vista. Era un jardín oblongo, no muy
artístico; pero la Luna bañaba aproximadamente la mitad de su
superficie, de modo que hasta las piedras lucían colores variados por efecto de
las luces y sombras. Una azalea blanca parecía flotar en la oscuridad. El arce
rojo que se levantaba cerca de la galería aún tenía hojas tiernas, pero la
noche las oscurecía. En la primavera, la gente solía tomar por pimpollos las
yemas rojo–brillante de aquel árbol y preguntaban qué flor era ésa. Otra
característica del jardín era la profusión de musgo pilífero.
–¿Qué
te parece si preparo un poco de té nuevo? –propuso Keiko.
Otoko
seguía contemplando aquel jardín que le era tan familiar, como si no estuviera
habituada a verlo a todas las horas del día. Permanecía sentada, con la cabeza
ligeramente gacha, preocupada, con los ojos fijos en la mitad del jardín bañada
por la Luna.
Al
regresar con el té, Keiko comentó una noticia que había leído en alguna parte:
la modelo de Rodin para El
beso vivía aún y tenía
alrededor de ochenta años.
–Cuesta
creerlo, ¿no?
–Dices
eso porque eres joven. ¿Acaso es forzoso que mueras temprano porque un artista
ha inmortalizado tu juventud? ¡No se debe perseguir así a los modelos!
El
recuerdo de la novela de Oki había producido aquel estallido. Pero Otoko era
bellísima a los treinta y nueve años.
–En
realidad, esto me ha hecho pensar que podrías pintar mi retrato mientras soy
joven aún.
Si
puedo, lo haré, por supuesto.
–¿Pero
por qué no un autorretrato?
–¿Que
me pinte yo? No lograría un parecido aceptable, por una parte. Y aun cuando lo
lograra, en ese retrato aparecería todo tipo de fealdades y terminaría por
odiarlo. Y a pesar de todo, la gente seguiría pensando que me he favorecido, a
menos que lo hiciera abstracto.
–¿Significa
eso que quieres un retrato realista? Eso no condice con tu personalidad.
–Quiero
que tú me pintes.
–Me
encantaría hacerlo, si pudiera –repitió Otoko.
–Es
posible que tu cariño por mí se haya enfriado... ¿o es que me temes? –La voz de
Keiko se había hecho cortante.
–Un
hombre estaría encantado de pintarme. Aun al desnudo.
Otoko
parecía imperturbable.
–Si lo
tomas así, lo intentaré.
–¡Cuánto
me alegra!
–Pero
no desnuda. Los desnudos pintados por mujeres nunca resultan bien. Por lo menos
en mi estilo anticuado.
–Cuando
yo pinte mi autorretrato te incluiré en el cuadro.
El tono
de Keiko era insinuante.
–¿Qué
clase de cuadro sería?
La
muchacha lanzó una risita enigmática.
–No te
preocupes. Si tú me retratas, mi cuadro puede ser abstracto. Nadie se enterará.
–No es
que me preocupe –dijo Otoko y tomó un sorbo del fragante té nuevo.
Era el
primer té de la temporada, un obsequio de la plantación de té de Uji, que Otoko
había visitado para hacer unos bocetos. En esos bocetos no aparecía ninguna de
las muchachas que recogían el té: la superficie íntegra estaba colmada por las
suaves ondulaciones de las hileras de arbustos de té. Día tras día había
regresado a la plantación dibujar con diversas luces y sombras. Keiko la había
acompañado en todas las ocasiones. En una oportunidad le preguntó:
–¿No
crees que esto es una abstracción?
–Si tú
la hubieras pintado, sí lo sería. Supongo que es una audacia de mi parte; pero
quiero hacer el intento de armonizar los colores de las hojas nuevas y de las
viejas, y las líneas suaves y redondeadas de las hileras.
Había
hecho una versión preliminar del cuadro en su estudio, sobre la base de los
bocetos.
Pero la
razón por la cual Otoko deseaba pintar la plantación de té de Uji no era sólo
el placer que le causaban las hojas de diferentes matices de verde. Después de
romper su relación con Oki, había huido a Kyoto con su madre, pero había
efectuado varios viajes a Tokyo. Lo que más recordaba de aquel período eran los
campos de té vecinos a Shizuoka, vistos desde la ventanilla del tren. A veces
los veía a mediodía, otras veces, al atardecer. Por entonces sólo era una
colegiala e ignoraba que algún día sería pintora; pero ante el espectáculo de
los campos de té, la tristeza de la separación la había oprimido
repentinamente. No podía decir por qué aquellas lomadas verdes, tan poco
vistosas, habían llegado tanto a su corazón, cuando a lo largo de las vías
férreas había montañas, lagos, el mar... y a veces hasta nubes de tonalidades
caprichosas. Pero quizá fuera su melancólico verde y las melancólicas sombras
crepusculares de las hondonadas que las separaban, lo que había provocado su
dolor. Eran lomas pequeñas, bien cuidadas, con vallecitos oscuros: no era un
panorama salvaje. Y las hileras de arbustos redondeados parecían rebaños de
mansas ovejas verdes. Pero era muy probable que aquel estado de ánimo de Otoko
se debiera simplemente a que su tristeza había llegado al apogeo cuando cruzó
por primera vez los campos vecinos a Shizuoka.
Esa
tristeza retornó cuando Otoko vio la plantación de té de Uji. Comenzó a
visitarla para hacer sus esbozos. Ni siquiera Keiko parecía advertir su estado
de ánimo. Lo cierto era que los campos de té de Uji, en primavera, no tenían la
melancolía de los que había contemplado Otoko desde la ventanilla del tren; el
verde de las hojas nuevas era demasiado brillante.
A pesar
de haber leído la novela de Oki y de haber oído hablar de él tantas veces
durante las largas charlas que mantenía con Otoko en la cama, Keiko no parecía
comprender que los bocetos de la plantación de té escondían la tristeza del
antiguo amor de Otoko. Ella, por su parte, se deleitaba en la textura de
aquellas ondulantes hileras de arbustos que se entrecruzaban; pero mientras más
bocetos producía, más se alejaba de la realidad. Otoko encontraba muy
divertidos aquellos ensayos.
–Piensas
hacer todo el cuadro en verde, ¿no? –preguntó Keiko.
–Por
supuesto. Son campos de té en la época de cosecha... Variaciones del verde.
–Yo no
sé si usar rojo o púrpura... No me importa que la gente no se dé cuenta de que
son campos de té.
El
estudio preliminar de Keiko quedó colgado en la pared junto al de Otoko.
—Que té
nuevo tan delicioso –comentó Otoko con una sonrisa–. Prepara un poco más... en
estilo abstracto.
–¿Tan
amargo como para que no puedas beberlo?
–¿A eso
le llamas abstracto?
Desde
la habitación vecina le llegó la risa joven de Keiko. Su voz se endureció un
poco.
–Cuando
fuiste a Tokyo te detuviste en Kamakura, ¿no?
–Sí.
–¿Por
qué?
–El día
de Año Nuevo el señor Oki manifestó sus deseos de ver mis cuadros. –Keiko se
detuvo unos instantes y luego prosiguió hablando con voz fría: –Otoko, quiero
vengarte.
–¿Vengarme?
–exclamó Otoko sobresaltada–. ¿A mí?
–Así
es.
–Keiko,
ven, siéntate aquí. Discutamos esto ante una taza de tu té abstracto.
Keiko
se arrodilló en silencio junto a su maestra y levantó una taza de té verde,
mientras sus rodillas rozaban las de Otoko.
–¡Caramba!
¡Está amargo en serio! –comentó frunciendo el ceño–. Voy a preparar otra
tetera.
–Está
bien así –la detuvo Otoko–. ¿Quieres decirme ahora por qué hablas de venganza?
–Tú
sabes muy bien por qué.
–Yo nunca
he pensado en semejante cosa. No la deseo en lo más mínimo.
–Porque
todavía lo amas... porque no podrás dejar de amarlo mientras vivas. –La voz de
Keiko se ahogó.
–De
modo que quiero vengarte –concluyó.
–Pero,
¿por qué?
–¡Yo
experimento celos a mi manera!
–¿De
veras?
Otoko
apoyó la mano sobre el hombro de Keiko. La muchacha temblaba.
–Es
verdad lo que he dicho, ¿no? Lo adivino. Y me enfurece.
–Qué
criatura violenta –comentó Otoko suavemente–. ¿Qué quieres decir cuando hablas
de venganza? ¿Qué has pensado hacer?
Keiko
permanecía inmóvil, con los ojos bajos. La franja de luz lunar abarcaba ahora
un sector más amplio del jardín.
–¿Por
qué fuiste a Kamakura sin decirme una palabra?
–Quería
conocer a la familia del hombre que te hizo tan desdichada.
–¿Y lo lograste?
–Sólo
pude conocer a su hijo Taichiro. Supongo que es la imagen de su padre cuando
era joven. Parece que estudia literatura japonesa medieval. Fue muy gentil
conmigo. Me hizo conocer los templos de Kamakura y hasta me llevó a la costa, a
Enoshima.
–Tú has
nacido y has vivido en Tokyo, ¡cómo es posible que no conozcas esos lugares!
–Los
conocía pero nunca los había visto bien. Enoshima ha cambiado enormemente. Me
encantó enterarme de que había templos en los cuales las mujeres podían
refugiarse de sus maridos.
–¿Ésa
es tu venganza? ¿Estás tratando de seducir al muchacho? ¿O acaso piensas
dejarte seducir por él? –preguntó Otoko y dejó caer su mano del hombro de
Keiko–. Al parecer soy yo la que debe sentir celos.
–¡Ay,
Otoko! ¡Celos, tú! ¡Qué feliz me haces! La muchacha rodeó el cuello de Otoko
con sus brazos y se apretó contra ella.
–¡Yo
puedo ser perversa, un verdadero demonio! ¡Con cualquiera menos contigo! ¿Lo
comprendes?
–Pero
llevaste contigo dos de tus cuadros predilectos.
–Una
muchacha perversa también quiere impresionar bien. Taichiro me escribió para
anunciarme que mis cuadros están colgados en su estudio.
–¿Es
ésa la forma de vengarme? –preguntó Otoko con voz serena–. ¿Es el comienzo de
tu venganza?
–Sí.
–Él era
apenas un niño. No sabía nada acerca de la relación de su padre conmigo. Lo que
a mí me lastimó fue el enterarme del nacimiento de su hermana menor. Ahora que
veo las cosas a la distancia estoy segura de que fue así. Supongo que la niña
ya estará casada.
–¿Quieres
que destruya su matrimonio?
–¡Keiko,
por favor! ¡Cómo puedes ser tan superficial! ¡No hables así! Te crearás
problemas serios. No se trata de una inocente travesura.
–No
temeré nada mientras te tenga a ti. ¿Crees que podría seguir pintando si te
perdiera? Renunciaría a la pintura... y hasta a la vida.
–¡No
digas esas cosas horribles!
–Me
pregunto si no podrías haber destruido el matrimonio de Oki.
–Pero
es que yo era apenas una colegiala... y ellos tenían un hijo.
–Yo lo
habría hecho.
–No
sabes lo fuerte que puede ser una familia.
–¿Más
fuerte que el arte?
–Bueno...
–Otoko inclinó la cabeza con expresión triste. –En ese tiempo yo no pensaba en
el arte.
–Otoko
–dijo Keiko y se volvió hacia su amiga, sujetándola suavemente por la muñeca–:
¿por qué me enviaste a recibir y a despedir a Oki?
–¡Porque
tú eres joven y bonita, por supuesto! Porque estoy orgullosa de ti.
–Me
enfurece que me ocultes cosas. Y yo te he observado atentamente con mi mirada
celosa.
–¡Ah,
sí!
Otoko
miró los ojos de Keiko, que centelleaban a la luz de la Luna.
–No es
que haya querido ocultarte nada. Pero yo tenía apenas dieciséis años cuando nos
separamos y ahora soy una mujer madura, que comienza a engordar de cintura. Lo
cierto es que no tenía muchas ganas de encontrarme con él. Tenía miedo de
desilusionarlo.
–¿No
era más lógico que se preocupara él? Yo te admiro más que a nadie en el mundo,
de modo que él me decepcionó. Desde que vine a vivir aquí, contigo, me aburren
los muchachos jóvenes. Pero creí que el señor Oki me impresionaría más. Cuando
lo vi me sentí atrozmente decepcionada. A través de tus recuerdos yo había
llegado a imaginármelo mucho mejor de lo que es.
–No
puedes abrir juicio habiéndolo tratado tan poco.
–Por
cierto que sí.
–¿Cómo?
–No me
costaría nada seducir al señor Oki o a su hijo.
–¡Me
asustas! –exclamó Otoko–. Ese tipo de presunción es peligroso, Keiko.
–No veo
por qué –replicó Keiko, imperturbable.
–Sí que
lo es. Además, ¿no crees que estás adoptando una actitud terriblemente
depredatoria, por muy joven y bella que seas?
–Supongo
que la mayoría de las mujeres tienen esa actitud que tú llamas depredatoria.
–Así
es. ¿Y ésa es la razón por la cual llevaste tus cuadros favoritos a Oki?
–No. No
necesito de mis cuadros para seducirlo. Otoko parecía consternada.
–Lo
hice porque soy tu discípula y quería que él viera mis mejores obras.
–Te
agradezco. Pero dices que sólo cruzaste unas pocas palabras con él en la
estación. ¿Era razón suficiente para entregarle tus cuadros?
–Se lo
había prometido. Además tenía curiosidad por ver su reacción ante ellos y necesitaba
un pretexto para tomar contacto con su familia.
–¡Menos
mal que él estaba ausente!
–Me
imagino que habrá visto los cuadros más tarde; pero es probable que no los haya
entendido.
–Eres
injusta con él.
–Ni
siquiera llegó a escribir algo mejor que Una
chica de dieciséis.
–Eso no
es cierto. A ti te gusta porque en ella me ha idealizado. Una novela juvenil
como ésa gusta a la gente joven. Entiendo que no te entusiasmen sus trabajos
posteriores.
–De
todas maneras, si muriera hoy sólo se lo recordaría por esa novela.
–¡No
sigas hablando así!
La voz
de Otoko se había hecho severa. Arrancó su muñeca de la mano de Keiko y se
apartó.
–¿Tanto
lo aprecias todavía? –exclamó Keiko en tono áspero también–. ¿Aunque yo diga
que te voy a vengar?
–No es
aprecio.
–Entonces
es... amor.
–Quizá.
Otoko
se puso abruptamente de pie y entró en la casa. Keiko permaneció afuera, en la
galería bañada por la luna, sentada, con el rostro hundido en las manos.
–Otoko:
yo también vivo para otro ser –dijo, por fin, con voz temblorosa–. Pero cuando
se trata de un hombre como Oki...
–Perdóname.
Todo sucedió cuando yo era muy joven.
–Me voy
a vengar.
–Eso no
destruiría mi amor.
Keiko
sollozaba ahora en la galería. Aún tenía el rostro hundido entre las manos.
–Otoko:
píntame... píntame antes de que me convierta en la clase de mujer que has
dicho. ¡Hazlo, por favor! Déjame que pose desnuda para ti.
–Está
bien. Tendré mucho gusto en pintar tu retrato.
–¡Qué
alegría me das!
Otoko
había guardado varios bocetos de su bebé muerto. Pasaban los años, pero ella
mantenía su intención de utilizarlos para un cuadro que se intitularía Ascensión de un infante. Había
hojeado muchos libros de arte occidental en busca de cuadros de querubines y
del Niño Jesús, pero aquella rolliza lozanía parecía poco apropiada para su
dolor. Había varios célebres cuadros japoneses antiguos de San Kobo de niño,
que la habían conmovido por su graciosa expresión de emoción contenida. Pero el
santo no era un infante ni ascendía al cielo. No era que Otoko quisiera
mostrar la ascensión como tal, sólo pretendía sugerir la sensación espiritual.
¿Pero llegaría a hacerlo algún día?
Ahora
que Keiko le pedía que la pintara, Otoko pensaba en sus antiguos bocetos para La ascensión de un infante.
Quizá pudiera retratar a Keiko a la manera de los cuadros del niño santo. Sería
un Retrato de una virgen en el más puro estilo clásico. A
pesar de tratarse de obras de arte religioso, algunos retratos de santos tenían
una seducción indescriptible.
–Keiko,
he decidido pintarte y he pensado en una composición. Estará dentro de la
tradición budista, de modo que no quiero ninguna pose inadecuada.
–¿Budista?
–exclamó Keiko incómoda–. No estoy segura de que me guste la idea.
–Por lo
menos déjame probar. Los cuadros budistas suelen ser muy bellos... y podría
intitularlo Muchacha
abstraccionista.
–Té
estás burlando de mí.
–Hablo
en serio. Lo comenzaré no bien termine con la plantación de té.
Otoko
se volvió para mirar la pared del estudio. Sobre los cuadros de la plantación
de té pendía el retrato de su madre, pintado por ella. Sus ojos se detuvieron
en ese cuadro. La madre lucía joven y bella en él, más joven que la propia
Otoko. Quizá fuera el reflejo de su edad –treinta y uno o treinta y dos años–
en el momento en que había pintado el retrato. O quizás hubiera surgido
simplemente así.
Al
verlo por primera vez, Keiko había dicho:
–Adorable.
Parece un autorretrato.
¿Sería
realmente así?, se preguntó Otoko.
Otoko
se asemejaba mucho a su madre. ¿Sería la añoranza de su madre muerta lo que
había hecho que captara en aquel retrato todos los elementos de semejanza? Al
comienzo había hecho un buen número de bocetos basados en una fotografía, pero
ninguno de esos ensayos la había conmovido. Por fin decidió ignorar la foto...
y de pronto su madre se le apareció sentada ante ella. Más que un fantasma, era
su imagen viviente. Trazó un boceto tras otro, a toda prisa, con el corazón
rebosante de emoción. Pero con frecuencia debía detenerse pues los ojos se le
nublaban de lágrimas. Advirtió que el retrato de su madre se estaba
convirtiendo más bien en un autorretrato.
El
resultado final era el cuadro que ahora pendía de la pared sobre los estudios
de la plantación de té. Otoko había quemado todas las versiones previas. La
restante era la que más se aproximaba a un autorretrato, pero Otoko la
consideraba la mejor. Cada vez que contemplaba el cuadro, sus ojos se velaban
de tristeza. El retrato respiraba con ella. ¿Cuánto le había llevado fijar la
imagen en aquella pintura?
Hasta
ese momento Otoko no había pintado ningún otro retrato y sólo una que otra
figura. Sin embargo, esa noche, presionada por Keiko había experimentado el
repentino deseo de hacer un retrato. Nunca había imaginado así la Ascensión de un infante; pero aquel deseo
largamente acariciado explicaba por qué había recordado los retratos del niño
santo y había pensado en pintar a Keiko en el clásico estilo budista. Su madre,
su hijita perdida y Keiko... ¿acaso no eran sus tres amores? Por diferentes que
fueran, debía pintarlos a los tres.
–Otoko,
estás contemplando el retrato de tu madre y te preguntas cómo puedes pintarme,
¿no? Piensas que es imposible sentir esa clase de amor por mí.
Keiko
había entrado en el estudio y se había sentado muy cerca de su maestra.
–¡Tonterías!
Ahora no me siento satisfecha cuando lo miro... He progresado un poco desde que
lo pinté, ¿sabes? De todos modos siento cariño por este cuadro. Con todas sus
fallas, es una obra a la cual me consagré en cuerpo y alma.
–No
necesitas esforzarte tanto con mi retrato. Hazlo rápidamente.
–No, no
–dijo Otoko absorta en sus pensamientos.
Mientras
contemplaba el cuadro se había ido hundiendo en un mar de recuerdos de su
madre. Luego Keiko le habló y su mente volvió a los retratos del niño santo.
Algunas de las imágenes parecían niñas delicadamente graciosas o hermosas
doncellas, en el estilo elegante y refinado del arte budista; pero también
había una cierta voluptuosidad en el personaje. Aquellas figuras podían
interpretarse como símbolos del amor homosexual en los monasterios medievales
–de donde estaban proscritas las mujeres–, como expresión del anhelo de
adolescentes hermosos que pudieran confundirse con bellas muchachas. Quizás esa
fuera la razón por la cual había recordado los retratos del santo no bien pensó
en pintar a Keiko. El peinado no difería mucho de la melena y el flequillo
usado por las niñas en la actualidad. Lo que ya no se veía eran esos
esplendorosos quimonos de brocato, salvo en el teatro. No, resultaban demasiado
anticuados para una jovencita moderna. Otoko recordó los retratos de Reiko, la
hija del pintor Kishida Ryusei. Eran óleos o acuarelas con un dibujo minucioso,
en un estilo clásico que mostraba influencias de Durero. Algunos de esos
retratos eran cuadros de tema religioso. Pero Otoko había visto uno
extremadamente raro, en colores claros, sobre papel chino. Mostraba a Reiko
vistiendo una enagua roja y desnuda de la cintura para arriba. Estaba sentada
en una pose muy formal. No era una de las obras maestras de Ryusei, y Otoko se
preguntaba por qué había retratado a su propia hija en esa forma, en un cuadro
de clásico estilo japonés. El pintor había hecho cosas semejantes en estilo
occidental.
¿Por
qué no hacer, entonces, un desnudo de Keiko? No había razón para renunciar a la
idea del retrato del niño santo. Incluso había personajes budistas en los que
se advertía una insinuación de pechos femeninos. ¿Y qué hacer con el peinado?
Había visto un magnífico retrato del cual era autor Kobayashi Kokei. Era de
exquisita pureza, pero el peinado no armonizaba. Luego de considerar diversas soluciones,
Otoko sintió en forma casi dolorosa que el problema estaba más allá de sus
fuerzas.
–¿Quieres
que nos acostemos, Keiko? –preguntó.
–¿Tan
temprano? ¿Con una luna tan maravillosa? Keiko se volvió para mirar el reloj.
–Son
sólo las diez y cinco.
–Estoy
un poco cansada. ¿No podemos seguir hablando en la cama?
–Está
bien.
Keiko
preparó las camas mientras Otoko estaba sentada ante su tocador. Era muy
rápida. Cuando Otoko se hubo levantado, Keiko se dirigió al espejo para
quitarse el maquillaje. Inclinada hacia adelante, con el esbelto cuello
curvado, miró su rostro en el cristal.
–Otoko,
no soy la persona más indicada para un cuadro budista.
–Eso
depende del pintor.
Keiko
se quitó las horquillas y sacudió la cabeza.
–¿Te
estás soltando el pelo?
–Sí.
Otoko
observó a Keiko desde la cama.
–¿Piensas
dormir con el pelo sin sujetar?
–Creo
que necesita ventilación. Debería habérmelo lavado.
Keiko
hizo una pausa y se llevó un manojo de pelo a la nariz.
–¿Qué
edad tenías cuando murió tu padre, Otoko? –preguntó luego.
–Once
años. ¿Cuántas veces me vas a hacer la misma pregunta?
Keiko
no replicó. Corrió los paneles deslizables que daban sobre la galería, cerró
las puertas entre dormitorio y estudio, y se tendió al lado de Otoko. Las camas
estaban juntas.
Durante
varias noches se habían acostado sin correr los paneles exteriores. Las hojas
de papel de arroz brillaban con tenue resplandor a la luz de la Luna.
La
madre de Otoko había muerto de cáncer pulmonar, sin revelarle que su marido
había tenido una hija con otra mujer y que, por lo tanto, Otoko tenía una media
hermana menor que ella. Otoko siempre lo había ignorado.
Su
padre se había dedicado a la importación y exportación de productos textiles.
Fueron muy numerosas las personas que asistieron a sus funerales y que
practicaron las habituales reverencias y ofrendas de incienso; pero la madre de
Otoko advirtió la presencia de una mujer bastante extraña, que parecía tener
sangre blanca. Sus párpados hinchados por el llanto le llamaron la atención,
cuando la mujer se inclinó ante la acongojada familia. La madre de Otoko sintió
una aguda punzada de dolor. Hizo un gesto para que se aproximara el secretario
privado de su marido y le susurró que preguntara a los recepcionistas quién era
aquella joven de aspecto euroasiático. Más tarde, el secretario pudo averiguar
que una abuela de aquella mujer era canadiense y se había casado con un
japonés. Ella, por su parte, se había educado en un colegio para
norteamericanos y trabajaba como intérprete. Vivía en una casita en Azabu.
–Supongo
que no tiene hijos.
–Dicen
que hay una niñita.
–¿La
vio usted?
–No. Me
informaron los vecinos.
La
madre de Otoko tuvo la seguridad de que aquella niñita era hija de su marido.
Había formas de verificarlo, pero pensó que la joven euroasiática la iría a
ver. Nunca lo hizo.
Habrían
transcurrido algo más de seis meses cuando el secretario le informó que
se había casado y que había llevado a la niña consigo. Él también insinuó que
la joven euroasiática había sido amante del desaparecido.
Con el
correr del tiempo, los furiosos celos de la viuda se fueron calmando. Comenzó a
pensar en la posibilidad de adoptar a la niñita. Aquella hija de su marido
debía de ignorar quién era su verdadero padre. Sintió que había perdido algo
precioso... y no sólo porque Otoko era su única hija. Empero, le resultaba
difícil hablar a una niña de once años de la hija ilegítima de su padre. Sin
duda aquella niñita ya se había casado y tendría sus propios hijos; pero para
Otoko era como si no existiera...
–¡Otoko,
Otoko! –gritó Keiko sacudiendo a su amiga–. ¿Has tenido una pesadilla? Parecías
quejarte de un dolor.
Acarició
a Otoko, mientras ésta recuperaba el aliento.
–¿Me
estabas mirando?
–Sí,
desde hace unos instantes.
–¡Qué
mala eres! Estaba soñando.
–¿Qué
clase de sueño?
–Soñaba
con una persona verde –la voz de Otoko aún mostraba signos de agitación.
–¿Alguien
vestido de verde?
–No era
la ropa. Era todo verde, incluyendo brazos y piernas.
–¿Sería
el monstruo de los ojos verdes?
–¡No te
burles de mí! No tenía un aspecto aterrador, sólo era una figura verde que
flotaba y flotaba en torno a mi cama.
–¿Una
mujer?
Otoko
no replicó.
–Es un
buen presagio. ¡Estoy segura!
Keiko
apoyó una mano sobre los ojos de Otoko y los cerró; luego tomó una de las manos
de su amiga y le mordió un dedo.
–¡Ay!
–exclamó Otoko y abrió los ojos de par en par.
–Dijiste
que me ibas a pintar –dijo Keiko–. Por eso adopté el color verde de la
plantación de té.
–¿Te
parece? ¿Bailas a mi alrededor hasta cuando duermo? Eso me asusta.
Keiko
dejó caer la cabeza sobre el pecho de Otoko y lanzó una risita un poco
histérica.
–¡Pero
si eres tú la que soñaba!...
Al día
siguiente ascendieron hasta el templo del Monte Kumara y llegaron allí hacia el
atardecer. Los fieles se congregaban en el predio del templo. El tardío crepúsculo
de un largo día de mayo desdibujaba ya los picos y los bosques vecinos.
La luna
llena asomaba por sobre las Colinas Orientales, más allá de Kyoto. A izquierda
y derecha del recinto central del templo ardían grandes hogueras. Los
sacerdotes habían salido y comenzaban a entonar los sutras. El sacerdote
principal, que llevaba vestiduras escarlatas, entonaba las palabras, repetidas
luego por los demás. Los acompañaba un armonio.
Todos
los fieles ofrecían cirios encendidos. Justo enfrente del recinto central se
había instalado un gigantesco cuenco de sake, que contenía agua, en la cual se
reflejaba la Luna. Los fieles iban desfilando para que se
vertiera agua de ese cuenco en sus palmas ahuecadas. Después de hacer una
reverencia, la bebían. Otoko y Keiko hicieron lo mismo.
–Puede
que encuentres pisadas verdes cuando regresemos a casa –dijo Keiko.
Parecía
excitada por la atmósfera de aquella ceremonia en la montaña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario