EL LAGO
Cuando
Keiko llegó a la casa de té de Ofusa encontró a Taichiro de pie en el balcón,
listo para partir.
–Buenos
días. ¿Pudiste dormir?
Se
aproximó a él y se apoyó en la balaustrada.
–Me
estabas aguardando.
–Me
desperté temprano –dijo Taichiro–. El rumor del río me hizo experimentar el
deseo de levantarme y ver cómo salía el Sol sobre las Colinas Orientales.
–¿Tan
temprano te levantaste?
–Sí,
pero las colinas están demasiado próximas como para permitir que se aprecie un
verdadero amanecer. El verde de las colinas se torna más brillante y el Kamo
refulge en la luz de la mañana.
–¿Has
estado contemplando el panorama todo este tiempo?
–Fue
interesante ver cómo iban cobrando vida las calles que están más allá del río.
–¿No
pudiste dormir? ¿No te gustó este alojamiento? –preguntó Keiko y luego añadió
suavemente–: Pero me gustaría que hubieras pensado en mí.
Taichiro
no replicó.
–¿No me
lo vas a decir?
–Estuve
pensando en ti.
–Te
forcé a que me lo dijeras.
–Tú, en
cambio, pareces haber dormido muy bien –comentó Taichiro, mirándola.
Keiko
hizo un gesto negativo con la cabeza.
–No.
–Tus
ojos brillan como si hubieras descansado bien.
–¡Brillan
por ti! ¡Qué importa perder una o dos noches de sueño!
Los
ojos húmedos y radiantes de la muchacha estaban fijos en Taichiro. Él le tomó
una mano.
–¡Qué
mano tan fría! –susurró Keiko.
–La
tuya está tibia –dijo Taichiro y aferró uno a uno los dedos de la joven,
admirando su delicadeza. Parecían increíblemente finos y frágiles. Tuvo la
tentación de llevárselos a la boca.
Eran
dedos que sugerían vulnerabilidad. Y allí, ante sus propios ojos, estaba su
adorable perfil, sus orejas exquisitas y su largo y esbelto cuello.
–¿De
modo que pintas con estos dedos tan finos? –preguntó el joven y se llevó la
mano de ella a los labios. Keiko miró su mano. Tenía los ojos llenos de
lágrimas.
–¿Estás
triste?
–¡Soy
demasiado feliz! Hoy lloraría ante el menor roce de tu piel... Siento como si
algo hubiera terminado para mí.
–¿Pero
qué?
–No
quiero que me preguntes eso.
–Nada
ha terminado. Sólo comienza algo. Además, ¿no crees que el final de algo es el
comienzo de otra cosa?
–Sí,
pero lo que uno ha hecho, hecho está; es completamente distinto. Así es como
siente una mujer. La mujer renace.
Taichiro
estaba a punto de tomarla entre sus brazos, cuando se detuvo. Ella se apoyó
contra él.
Desde
las orillas del río, al pie del balcón, llegaba el agudo ladrido de un perrito.
Una mujer de la vecindad, que paseaba a su terrier, se había cruzado con un
gran perro akita, conducido por un hombre que parecía ser cocinero de uno de
los restaurantes vecinos. El akita ignoró al terrier, pero la mujer se vio
obligada a levantar a su perrito, que ladraba y se revolvía en sus brazos.
Cuando lo apartó del mastín, el terrier pareció dedicar sus ladridos a la
pareja que estaba en el balcón. La mujer levantó los ojos hacia ellos y ensayó
una sonrisa de disculpa.
Keiko
se ocultó detrás de Taichiro.
–No
soporto a los perros. Si un perro le ladra a uno por la mañana, seguro que a
uno le espera un mal día.
Permaneció
aferrada a los hombros del joven, aun después que los ladridos cesaron.
–¿Te
sientes feliz de estar conmigo, Taichiro? –preguntó por fin.
–Por
supuesto.
–Me
pregunto si eres tan feliz como yo... Supongo que no.
Taichiro
estaba pensando cuán femenina era Keiko, cuando tuvo la repentina conciencia de
su aliento sobre la nuca. Ella parecía haberse aproximado más, tanto, que
sintió el suave calor de su cuerpo. Ahora Keiko le pertenecía. Y ella no tenía
nada de desconcertante.
–No
comprendías hasta qué punto yo deseaba volver a verte –dijo la joven–. Creí que
no volveríamos a encontrarnos a menos que yo volviera a viajar a Kamakura. ¡Qué
extraño es estar juntos así!
–Muy
extraño.
–Quiero
decir esto, siento como si hubiéramos estado siempre juntos, porque he pensado
en ti desde el día en que nos conocimos. Pero tú me olvidaste, ¿no? Hasta que
tuviste que viajar a Kyoto.
–¡Qué
extraño que digas eso!
–¿Te
parece? ¿Me recordabas de vez en cuando?
–Y eso
no dejaba de ser penoso.
–¿Por
qué?
–Porque
no puedo menos de pensar en tu maestra y en lo que sufrió mi madre a causa de
ella. Yo era muy pequeño, pero toda la historia ha quedado registrada en una
novela de mi padre, como sabrás. No olvido cómo estallaba en lágrimas mi madre
porque se le caía un cuenco, o cómo me llevaba en brazos por las calles en
plena noche. Ni siquiera advertía que yo lloraba. Parecía haber quedado
sorda... ¡y tenía poco más de veinte años!
Taichiro
vaciló.
–De
cualquier manera, la novela se sigue vendiendo –prosiguió–. Es una ironía, los
derechos de autor han contribuido a mantener a nuestra familia por espacio de
años. Costearon mi educación y el matrimonio de mi hermana.
–¿Y qué
tiene de malo eso?
–No me
quejo, pero me parece extraño. No puedo disfrutar una novela que pinta a mi
madre como una loca celosa. Y, sin embargo, cada vez que sale una nueva edición
es ella quien coloca el sello del autor en cada planilla de propiedad
intelectual. Ahora es sólo una mujer madura que no se cansa de imprimir el
sello para que se vendan más y más ejemplares de un libro que describe sus
celos... Es posible que todo haya quedado reducido a un simple recuerdo...
Ahora reina la paz en nuestro hogar. Uno pensaría que la gente la tiene que
contemplar con desdén y, en realidad, ocurre todo lo contrario: parecen
respetarla.
–Después
de todo ella es la señora de Oki Toshio.
–Pero
además está tu maestra, ella nunca se casó.
–Así es.
–Me
pregunto qué sienten mis padres con respecto a eso. Parecen haber olvidado su
existencia. Aborrezco la idea de que he estado viviendo del dinero que nos
proporcionó el sacrificio de la vida de una muchacha... Y tú me dices que
quieres vengarla.
–No hables
más de eso –murmuró Keiko y apoyó su mejilla contra el cuello de él–. Mi
venganza ha terminado. Ahora soy yo misma y nada más.
Taichiro
se volvió y apoyó las manos sobre los hombros de la joven. Keiko habló entonces
con voz apenas audible.
–La
señorita Ueno me dijo que no regresara a su lado.
–¿Por
qué?
–Porque
venía a encontrarme contigo.
–¿Se lo
dijiste?
–Por
supuesto.
Taichiro
guardó silencio.
–Me
pidió que no viniera. Dijo que si me iba, no regresara más.
Taichiro
retiró las manos de los hombros de la muchacha. El tránsito se había hecho más
denso sobre la margen opuesta del río y había nuevos matices de verde claro y
oscuro, en las Colinas Orientales.
–¿Crees
que hubiera sido mejor no decirle nada? –preguntó Keiko escrutando el rostro de
él.
–No se trata
de eso –replicó Taichiro con voz fría y comenzó a pasearse–. Parecería que yo
me estoy vengando de la señorita Ueno, por lo que le hizo una vez a mi madre.
Keiko
lo siguió de cerca.
–Jamás
soñé ese tipo de venganza. ¡Qué cosa tan curiosa la que estás diciendo!
–¿Partimos?
O quizá sea mejor que regreses a tu casa.
–No
seas tan cruel.
–Esta
vez me toca a mí arruinar la vida de la señorita Ueno.
–Lamento
haberte hablado de mi venganza. Perdóname.
Taichiro
hizo señas a un taxi frente a la casa de té y subieron juntos. Se mantuvo
silencioso en el viaje a través de la ciudad, rumbo al Templo Nisonin, en Saga.
Keiko,
por su parte, sólo habló para preguntar si podía abrir la ventanilla; pero
apoyó su mano sobre la de él y se la acarició con el dedo índice.
Se
decía que la verja principal del Templo de Nisonin había sido traída del
castillo de Hideyoshi, en Fushimi, a comienzos del siglo XVII. Tenía el
imponente aire de las verjas de un gran castillo.
Keiko
comentó que seguramente tenían por delante otro día de calor.
–Es la
primera vez que vengo a este templo –señaló.
–He
estado efectuando una pequeña investigación sobre Fujiwara Teika –dijo Taichiro.
Mientras
ascendían los escalones que conducían al portón, observó que el ruedo del
quimono de Keiko se agitaba, mientras ella se acomodaba ágilmente a su paso.
–Sabemos
que Teika tenía una villa en el monte Ogura. Se llamaba "Pabellón de la
lluvia otoñal". Pero hay tres versiones diferentes sobre el lugar de su
emplazamiento. No se sabe realmente dónde estaba. Según unos estaba en esa
colina que está a nuestras espaldas; según otros, en un templo no lejos de aquí
y finalmente se habla de la "Ermita apartada del odioso mundo".
–La
señorita Ueno me llevó allí en una oportunidad.
–¿Sí?
Entonces habrás visto la vertiente de la cual, según dicen, Teika extraía el
agua para su piedra de tinta, cuando trabajaba en la antología de cien poetas.
–No
recuerdo haberla visto.
–Es
célebre... La llaman "agua de sauce".
–¿Y es
verdad que él usaba esa agua?
–Teika
era un genio y corren muchas leyendas sobre él. Fue el máximo poeta y hombre de
letras del Medioevo.
–¿Y su
tumba está aquí?
–No.
Está en Shokokuji. Pero en la ermita hay una pequeña pagoda de piedra que, al
parecer, se erigió en recuerdo de su cremación.
Keiko
no hablo más. Parecía saber muy poco acerca de Fujiwara Teika.
Un rato
antes, cuando el automóvil que los conducía pasó junto a la laguna de Hirosawa,
la vista de las bellísimas colinas cubiertas de pinares, que se reflejaban a lo
largo de la orilla opuesta, lo había hecho pensar en el milenio de historia y
literatura tan estrechamente ligado a la región de Saga. Más allá del suave
perfil del monte Ogura, alcanzó a distinguir el monte Arashi.
Con
Keiko junto a él, el pasado le parecía más vivo aún. Sentía que estaba
visitando realmente la antigua capital.
La
impetuosidad de Keiko, la apasionada intensidad de la muchacha parecían
suavizarse en este marco. Taichiro la miró.
–¿Por
qué me miras así?
En un
gesto de pudor, Keiko extendió la mano para bloquear su mirada. El apoyó
suavemente su palma contra la de ella.
–Es tan
extraño estar aquí contigo... Por momentos me pregunto dónde estoy.
–Yo
también –murmuró Keiko y se clavó las uñas en las palmas–. Y me pregunto quién
es el que está a mi lado.
Densas
sombras caían sobre la amplia avenida que conducía desde las verjas hasta el
templo. La avenida estaba flanqueada por soberbios pinos rojos, entre los que
aparecía de tanto en tanto algún arce. Hasta los extremos de las ramas estaban
inmóviles. Sus sombras jugaban sobre el rostro de Keiko y sobre su quimono
blanco, cuando ellos caminaban. Una que otra rama de arce descendía hasta
quedar al alcance de la mano.
Al
llegar al final de la avenida vieron un muro techado, en el extremo superior de
una escalinata de piedra. Se oía el rumor de una cascada. Ascendieron la
escalinata y costearon el muro hacia la izquierda. De una abertura practicada
en la base del muro, cerca de una puerta de rejas, surgía un arroyuelo.
–Son
muy pocos los visitantes por tratarse de un templo tan famoso –comentó Taichiro
y se detuvo junto a su compañera–. Hoy parece estar desierto.
El
monte Ogura se levantaba ante ellos. El edificio central del templo, con su
techo de cobre, tenía una serena dignidad.
–Mira
este precioso roble sagrado –dijo Taichiro, mientras se encaminaba hacia el
añoso ejemplar–. La gente dice que es el árbol más famoso de las Colinas Occidentales.
Las
ramas del roble eran nudosas y retorcidas, pero estaban cubiertas de hojas
nuevas y sus ramas más cortas parecían pletóricas de energía.
–Siempre
me ha gustado este viejo árbol; pero hacía años que no lo veía así.
La
atención de Taichiro se había concentrado en el árbol; parecía haber olvidado
el templo.
Al
pasar ante el pabellón de la diosa Benten, Taichiro miró una larga escalera de
piedra que trepaba la ladera.
–¿Crees
que puedes subir con quimono? –preguntó.
Keiko
sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza.
–No es
muy fácil –comentó–. Pero dame la mano. Más adelante tendrás que llevarme en
brazos.
–Subamos
despacio.
–¿Está
ahí arriba?
–Sí. La
tumba de Sanetaka está al final de esta escalera.
–Viniste
a Kyoto nada más que a ver esta tumba. No viniste a verme a mí.
–Exactamente.
Taichiro
tomó la mano de la muchacha, pero luego la dejó en libertad.
–Iré
solo. Espérame aquí –dijo.
–Soy
capaz de subir. Deberías saber que estos escalones no son obstáculo para mí.
¡Trepemos lo que sea necesario! –declaró Keiko, tomó de la mano a su compañero
y comenzó a subir.
Era
evidente que aquella antiquísima escalera era muy poco usada ahora; al pie de
cada escalón brotaban hierbas y helechos. De tanto en tanto asomaba alguna flor
amarilla.
–¿Es
aquí? –preguntó Keiko cuando llegaron a tres pequeñas pagodas de piedra que se
erguían, en hilera, a un lado de la escalera.
–No, es
un poco más arriba –dijo Taichiro, pero se detuvo junto a las pagodas–. Son
bellísimas, ¿no? Son las "Tumbas de los tres Emperadores"...
Verdaderas obras maestras del trabajo en piedra. Para mi gusto, las más lindas
son la de este lado y la de los cinco anillos... ésta del medio.
Keiko asintió,
sin apartar la mirada de los monumentos.
–La
piedra tiene una hermosísima pátina –prosiguió Taichiro.
–¿Son
medievales?
–Sí,
pero la de los diez anillos, que está allí, parece ser un poco más nueva que
las otras. Dicen que era una pagoda de treinta anillos y que perdió la parte
superior.
La
gracia y el refinamiento de las pequeñas pagodas de piedra parecían haber
despertado el sentido estético de Keiko, que las contemplaba olvidada de la
presencia de Taichiro.
–Ninguna
de las tumbas de personajes célebres que hay por aquí puede comparárseles.
En el
extremo superior de la escalera de piedra encontraron el modesto Santuario del Fundador, que
sólo contenía una gran tabla de piedra en la que estaban inscriptas las obras
más meritorias del sacerdote Tanku. Taichiro no le dedicó su atención y
se dirigió inmediatamente a una fila de tumbas situadas a la derecha del
santuario.
–Aquí
está. Estas tumbas pertenecen a la familia Sanjonishi. La del extremo derecho
es la de Sanetaka. Esa que dice "Señor de Sanetaka, antiguo
chambelán".
Keiko
miró y vio una sepultura pequeña, que apenas si llegaba a la altura de su
rodilla, con una placa más insignificante aún, que llevaba el nombre de
Sanetaka. Las dos tumbas de la izquierda también tenían pequeñas placas que
llevaban las inscripciones: "Señor de Kineda, antiguo ministro de
Derecho" y "Señor de Saneeda, antiguo chambelán"
–¿Cómo
es posible que hombres que han desempeñado cargos tan destacados tengan unos
monumentos tan sencillos? –preguntó Keiko.
–Así
es... y a mí me gustan estas lápidas simples.
A no
ser por las placas en las que constaban los nombres y cargos, aquellas tumbas
no se diferenciaban para nada de las de los desconocidos sepultados en el
Templo Nembutsu, de Adashino. Aquí las lápidas también eran vetustas, estaban
cubiertas de musgo, sucias de barro, desgastadas por el tiempo.
Los dos
jóvenes permanecieron en silencio. Taichiro se acuclilló junto al sepulcro de
Sanetaka, como si estuviera tratando de oír una voz distante y débil. Keiko
también se acuclilló atraída por la mano de su compañero.
–Es
apasionante, ¿no? –dijo Taichiro–. Estoy haciendo una investigación sobre
Sanetaka. Vivió hasta los ochenta y dos años y llevó un diario durante más de
sesenta... Es una importantísima fuente histórica del siglo XVI. Además se lo
menciona con frecuencia en los diarios de otros nobles y poetas de la corte.
Fue un período fascinante, una época de gran vitalidad cultural en medio de las
guerras y de la inestabilidad política.
–¿Por
eso tienes predilección por esta sepultura?
–Supongo
que sí.
–¿Has
estudiado su personalidad durante años?
–Tres
años. No, en realidad ya deben de hacer cuatro o cinco que lo estudio.
–¿Y tu
inspiración partió de esta tumba?
–¿Mi
inspiración? No sé...
En ese
instante, Keiko se dejó caer sobre él. Aún en cuclillas, Taichiro vaciló y se
apoyó sobre los talones para no caer hacia atrás, cuando el peso de la muchacha
le hizo perder el equilibrio y de pronto ella quedó tendida sobre los muslos de
él, mirándolo, y le rodeó el cuello con los
brazos.
–Aquí
frente a tu venerado sepulcro... ¿Por qué no me dejas algún recuerdo de él? En
estas piedras está tu corazón. Eso es todo lo que significan para mí.
–¿Todo
lo que significan? –repitió él como ausente–. Con el tiempo, hasta las lápidas
cambian.
–¿Qué
estás diciendo?
–Es
verdad. Llega un momento en que una tumba
pierde
su significado.
–¿Cómo?
–Estás
demasiado cerca.
Los
labios de Taichiro casi rozaban ahora la oreja de Keiko.
–¡Ay,
no! Me haces cosquillas.
Keiko
restregó la cabeza contra el pecho de él y lo miró de rabillo de ojo.
–No me
hagas cosquillas. Odio a los hombres que juguetean.
–Yo no
estoy jugueteando.
Al
borde de la risa, Taichiro advirtió de pronto que la había rodeado con sus
brazos y la sostenía sobre su regazo. Tenía conciencia del peso de aquel
cuerpo, de su palpitante suavidad.
Las
largas mangas del quimono de Keiko se habían deslizado hacia abajo y sus brazos
desnudos seguían rodeando el cuello de Taichiro. De repente él adquirió también
conciencia del fresco contacto de su piel tersa y húmeda.
–De
modo que estoy jugueteando con tu orejita.
Trató
de regular su respiración.
–Soy
muy sensible ahí –susurró ella.
Las
orejas de la muchacha eran tentadoras. Taichiro pasó con toda suavidad los
dedos por ellas. Keiko mantuvo los ojos abiertos y no se movió.
–Parecen
misteriosas flores –comentó él, jugueteando con las orejas.
–¿Sí?
–¿Oyes
algo?
–Por
supuesto. Algo como...
–¿Como
qué?
–No sé.
Algo como una abeja que revolotea en torno a una flor... o quizá sea una
mariposa.
–Es que
yo las estoy acariciando.
–¿Te
gusta acariciar las orejas de una mujer?
Las
manos de Taichiro se paralizaron.
–¿Te
gusta? –repitió ella suavemente.
–Nunca
he visto orejas tan bellas –dijo él por fin.
–A mí
me encantan las orejas de la gente –declaró Keiko–. Raro, ¿no? Me he convertido
en una experta en limpieza de orejas. ¿Alguna vez me dejarás hacerme cargo de
las tuyas?
Taichiro
no respondió.
–No
corre ni una brisa –prosiguió ella.
–No.
Sólo un mundo bañado por el sol.
–Siempre
recordaré que estuve en tus brazos frente a una antigua sepultura, en una
mañana como ésta. Es muy extraño que una tumba cree un recuerdo.
–Han
sido hechas para recordar, ¿no?
–Estoy
segura de que tu recuerdo de esta mañana no va a tardar en desvanecerse.
Keiko
hizo un esfuerzo por incorporarse.
–¡Demasiado
incómodo! –dijo.
–¿Por
qué crees que no lo voy a recordar?
–¡Es
demasiado incómodo seguir en esta postura! Trató de incorporarse una vez más,
pero Taichiro la apretó contra su pecho. Sus labios rozaron los de ella.
–¡No,
no!
La
brusca resistencia sorprendió a Taichiro. Keiko había apretado el rostro contra
su pecho, como para esconder los labios. Él apoyó la mano sobre la frente de la
muchacha y trató de que ella volviera la cabeza, pero Keiko se resistió.
–¡Me
estás lastimando un ojo! –exclamó, rindiéndose. Tenía los ojos cerrados.
–¿Cuál?
–El
derecho.
–¿Todavía
te duele?
–Sí.
¿No ves las lágrimas?
El
párpado no mostraba signos de irritación. Él se agachó automáticamente y le
besó el ojo.
Keiko
suspiró, pero no ofreció resistencia.
Taichiro
sintió las largas pestañas entre sus labios. Repentinamente inquieto, se echó
atrás.
–¿No me
dejas besar tus labios, pero el ojo no te importa?
–No sé.
¿Cómo puedes hablar así?
Se puso
bruscamente de pie y, al hacerlo, estuvo a punto de hacer caer a Taichiro. Su
bolso blanco había quedado en el suelo. Taichiro lo recogió, se puso de pie y
se lo entregó.
–Qué
bolso tan grande.
–Llevo
un traje de baño en él.
–¿Un
traje de baño?
–Prometiste
llevarme al lago Biwa, ¿recuerdas?
Keiko
extrajo un espejo del bolso, se examinó el ojo derecho y se restregó el
párpado. Al advertir la persistente mirada de Taichiro, se ruborizó y bajó los
ojos con un delicioso gesto de timidez.
Luego
pasó la punta de los dedos sobre la camisa blanca de él, que ostentaba huellas de
su lápiz labial.
–¿Qué
hacemos? –preguntó él, tomándole la mano.
–Lo
siento mucho, no sale.
–No es
mi camisa lo que me preocupa. Te pregunto qué vamos a hacer ahora.
–¡Qué
se yo! –exclamó Keiko levantando el rostro–. No tengo la menor idea.
–Podemos
ir al lago esta tarde, ¿no?
–¿Qué
hora es?
–Las
diez menos cuarto.
–¿Tan
temprano? Por la manera en que se filtran los rayos del Sol creí que era
mediodía.
–Keiko
miró en torno, a través de los árboles.
–Aquél
debe de ser el monte Arashi. Yo creía que la gente venía aquí también en verano.
–Pero
aunque visiten el templo, no es muy probable que suban hasta aquí.
Taichiro
se enjugó el rostro con un pañuelo. Hasta cierto punto se sentía aliviado al
poder hablar otra vez en tono natural con la muchacha.
–¿Quieres
ver el lugar en donde dicen que estuvo emplazado el "Pabellón de la
Lluvia Otoñal "? He estado aquí dos o tres veces antes,
pero nunca llegué hasta arriba.
Un
indicador de madera, situado al pie de la loma que se levantaba a sus espaldas,
señalaba la ubicación del solar.
–¿Hay
que trepar más aún? –preguntó Keiko, mirando la montaña–. No me importa. Si el
camino es difícil, puedo quitarme los zapatos.
El
sendero ascendía entre un espeso bosque. Taichiro oyó el roce de las ramas
contra el quimono de Keiko y se volvió para darle la mano.
Al cabo
de un rato llegaron a una bifurcación del camino.
–Probablemente
tengamos que tomar el de la izquierda –dijo Taichiro, vacilante–. Parece un
poco peligroso.
El
camino avanzaba a lo largo de un precipicio.
–Tengo
miedo de resbalar –murmuró Keiko, colgándosele del brazo–. Tomemos el sendero
de la derecha.
–Probablemente,
da lo mismo uno que otro. Ambos parecen conducir a la cumbre.
El
sendero de la derecha estaba casi oculto por árboles bajos. Taichiro permitió
que Keiko lo guiara, pero de pronto ella se detuvo.
–¿Es
indispensable que atraviese esta espesura vestida como estoy?
Cerca
de ellos se levantaban tres enormes pinos. A través de sus ramas divisaron las Colinas del Norte y más abajo, las afueras de la ciudad.
–Me
pregunto dónde estamos –dijo Taichiro, cuando Keiko se apoyó en él.
–No
tengo la menor idea, –replicó ella y, lentamente, se desmoronó en sus brazos.
El se tambaleó y se dejó caer, arrastrado por el peso de ella.
Quedaron
tendidos uno junto al otro. Keiko bajó una mano y se alisó la falda.
Cuando
él aproximó los labios a sus ojos, se limitó a bajar los párpados. Ni
siquiera cuando él la besó en la boca trató de evitarlo; pero mantuvo los
labios apretados. Taichiro le acarició el juvenil y esbelto cuello y comenzó a
deslizar la mano bajo su quimono.
–¡No
hagas eso! –exclamó Keiko y aferró la mano del joven.
Él
deslizó entonces la palma de la mano sobre el quimono, contra el seno derecho
de Keiko. Las manos de ella, que aún no habían dejado en libertad la mano de
Taichiro, la guiaron hacia el otro pecho. Entreabrió entonces los ojos y
lo miró.
–No
toques el derecho. No me gusta.
–¡Ah!
Desconcertado,
él apartó la mano del seno izquierdo. Los ojos de Keiko continuaban
entreabiertos.
–El
derecho me hace sentir triste –dijo.
–¿Triste?
–Sí.
–¿Y por
qué?
–No sé.
Quizá sea porque mi corazón no está de ese lado.
Cerró
los ojos con expresión tímida y aproximó su pecho izquierdo a Taichiro.
–Quizá
el cuerpo de una chica tenga algo de defectuoso. Hasta el hecho de perder ese
defecto la puede hacer sentir triste.
Taichiro
se sintió excitado ante la mención de un posible defecto en el cuerpo de la
muchacha. Sin embargo, la forma en que Keiko acababa de hablar parecía estar
demostrando a las claras que no era la primera vez que había permitido a un
hombre tocar sus pechos. Eso también lo tentaba. La aferró con firmeza del pelo
y la besó. La frente y el cuello de la muchacha estaban bañados en sudor.
Descendieron
la ladera hasta el templo Gio, pasando junto a las sepulturas de la familia
Suminokura. Desde allí se encaminaron al monte Arashi.
Almorzaron
en el restaurante Kitcho.
Al
terminar, la camarera se aproximó y les anunció que su auto había llegado.
Desconcertado, Taichiro miró a Keiko. Era
evidente que ella había pagado la cuenta y había alquilado un automóvil,
mientras él la creía en el toilette.
Cuando
cruzaban Kyoto, cerca del castillo Nijo, Keiko comentó:
–No
creí que pudiéramos llegar en tan poco tiempo.
–¿Llegar
a dónde?
–¡No
seas tan olvidadizo! ¡Al lago Biwa, por supuesto!
El
automóvil se dirigió hacia la alta pagoda del Templo
Oriental, pasó junto a la estación de Kyoto y costeó el templo. Avanzaban
por el sector sur de la ciudad. Durante un tiempo costearon el río Kamo. Era un
tramo de rápidos, que nada tenía que ver con el curso habitualmente plácido de
aquel río. El conductor les informó que la montaña que se elevaba al frente se
llamaba monte Ushio, es decir "cola de buey". Cruzaron la cadena de
las Colinas Orientales, a
la izquierda de ese monte.
De
pronto se abrió la vista del lago a sus pies.
–¡Ahí
tienes el lago Biwa! –anunció Keiko–. Por fin he conseguido traerte aquí.
Taichiro
se sorprendió ante el elevado número de embarcaciones que surcaban las aguas
del lago: veleros, lanchas, cruceros.
Descendieron
a la antigua ciudad de Otsu. No lejos del punto panorámico, desde el cual se divisaba
la totalidad del lago, doblaron a la izquierda, pasaron junto a un lugar en el
que se corrían carreras de lanchas, cruzaron Hama–Otsu y penetraron en la
alameda que conducía al edificio del Hotel Lago Biwa. Había automóviles
estacionados a ambos lados de la avenida de entrada.
Taichiro
se sobresaltó al pensar que Keiko tenía que haber mencionado aquel hotel como
destino de su viaje, cuando alquiló el automóvil.
Un
portero se aproximó para abrir la portezuela. No quedaba más remedio que entrar.
Sin dirigir
una mirada a Taichiro, Keiko se dirigió al mostrador de recepción y preguntó:
–¿Han
hecho una reserva para Oki, desde Kitcho, en el monte Arashi?
–En
efecto –respondió el recepcionista–. Creo que es por una noche, ¿no?
Keiko
se hizo a un lado, para que Taichiro llenara la ficha. Después de lo que ella
había dicho, Taichiro se vio obligado a dar su verdadero nombre y su dirección
real. Luego añadió "y Keiko", junto a su nombre. Por alguna razón,
eso lo hizo sentir aliviado.
El
botones los condujo al ascensor, pero sólo subieron hasta el primer piso. Keiko
parecía encantada con la suite.
Además
del dormitorio, había un amplio salón cuyas ventanas se abrían sobre el lago
por un lado, y sobre las colinas próximas a Kyoto, por el otro. La balaustrada
del balcón era roja, quizá para armonizar con la arquitectura estilo Momoyama
del hotel. Las paredes artesonadas, las ventanas de paneles corredizos, las
puertas de vidrio con anchos marcos tenían un aire digno y anticuado. Cada uno
de los amplios ventanales abarcaba una pared completa.
Apareció
una mucama llevándoles té verde.
Keiko
permanecía inmóvil junto a la ventana que daba al lago, cuya blanca cortina de
encaje sostenía con ambas manos.
Taichiro
se había sentado en el sofá y la observaba. La joven llevaba un quimono
diferente del de la víspera, pero con el mismo obi del arco iris.
El lago
se extendía a su izquierda. Sobre su tersa superficie se desplazaban enjambres
de veleros. La mayoría de las velas eran blancas, pero también las había rojas,
púrpura o azul oscuro. Aquí y allá, las lanchas pasaban como una exhalación,
levantando cortinas de agua y dejando atrás una estela de espuma.
Desde
afuera llegaba el rugido de los motores, la vocinglería de los huéspedes
reunidos en torno a la piscina del hotel y el ronroneo de una cortadora de
césped. Adentro, el acondicionador de aire dejaba oír su zumbido.
Por un
rato Taichiro aguardó que ella hablara. Luego le preguntó si quería una taza de
té.
Keiko
hizo un gesto negativo con la cabeza.
–¿Por
qué no hablas? –preguntó–. ¿Por qué estás tan callado? Es una crueldad de tu
parte.
Tironeó
la cortina con gesto caprichoso.
–¿No te
parece que es una vista hermosísima?
–Sí. Es
hermosísima. Pero yo estaba pensando en lo hermosa que eres tú. Tu nuca, tu
obi...
–¿Recuerdas
cuando me tenías en tus brazos, allá en el templo?
–¿Que
si recuerdo... eso?
–Supongo
que estás enfadado conmigo. Estás escandalizado Lo sé.
–Quizá,
sí.
–Yo
también. Es terrible que una mujer se entregue en forma tan completa.
Bajó la
voz:
–¿Así
que por eso no te acercas a mí?
Taichiro
se puso de pie y se acercó a ella. Le apoyó una mano sobre el hombro y la guió
dulcemente hasta el sofá. Ella permaneció sentada cerca de él, pero mantuvo los
ojos bajos.
–Sírveme
un poco de té –susurró.
Él
levantó la taza y se la tendió.
–De tu
boca.
Taichiro
tomó un sorbo de té y lo dejó filtrar poco a poco por entre los labios de ella.
Keiko bebió el té con los ojos cerrados y con la cabeza echada hacia atrás. Su
cuerpo estaba inerte, con excepción de los labios y de la garganta.
–Más
–dijo, sin moverse.
Taichiro
tomó otro sorbo de té y se lo dio boca a boca.
–¡Ay,
qué lindo! –exclamó Keiko, abriendo los ojos–. Me gustaría morir ahora. ¡Por
qué no habrá sido veneno!... Estoy acabada. Acabada. Y tú también.
Tras
una pausa dijo:
–Vuélvete.
Empujó
a Taichiro para que se volviera y apretó el rostro contra su hombro. Luego
buscó sus manos. Taichiro tomó una de las manos de la muchacha y la contempló
mientras acariciaba un dedo tras otro.
–Lo
lamento –dijo Keiko–. ¡Qué desconsideración de mi parte! Seguramente estás
deseando bañarte. ¿Qué te parece si lleno la bañera?
–Muy
bien.
–A no
ser que prefieras tomar una ducha.
–¿Te
parece que la necesito?
–Me
gustas tal cual estás. Nunca me había gustado tanto un aroma, como el de tu
piel –hizo una pausa–. Pero supongo que preferirás refrescarte.
Keiko
desapareció en el dormitorio. Taichiro oyó el sonido del agua que corría en el
cuarto de baño vecino al dormitorio.
Estaba
observando un vapor de excursiones que se aproximaba al muelle del hotel,
cuando Keiko apareció para anunciarle que el baño estaba listo.
Taichiro
jabonó con vigor su cuerpo sudoroso. Unos repentinos golpes en la puerta lo
hicieron sobresaltar. ¿Estaba por entrar Keiko? Luego oyó la voz de la muchacha
anunciándole que lo llamaban por teléfono.
–No
puede ser para mí. ¿Quién llama?... Tiene que ser un error.
–Es
para ti –repitió ella.
–Qué
curioso. Nadie sabe que estoy aquí.
–Pero
te aseguro que es para ti.
Sin
secarse, Taichiro se echó encima un quimono de baño y salió.
–¿Dices
que es para mí? –preguntó con expresión de sospecha.
Había
un teléfono sobre la mesa de luz, entre las dos camas. Se dirigía a ese
aparato, cuando Keiko le dijo que fuera a la otra habitación. En una mesita
próxima al aparato de televisión había un teléfono con el receptor descolgado.
En el instante en que Taichiro levantaba el receptor y se lo llevaba al oído,
Keiko dijo:
–Es de
tu casa, de Kamakura.
–¡Qué
dices! –exclamó Taichiro palideciendo–. ¿Cómo es posible?
–Tu
madre está en la línea.
Keiko
hizo una pausa y añadió con voz tensa:
–Yo la
llamé. Le dije que estábamos aquí en el Hotel Lago Biwa y que has prometido
casarte conmigo. Le dije que esperaba su consentimiento.
Taichiro
la miró perplejo. Su madre tenía que estar oyendo lo que ella le decía. Cuando
había entrado en el baño había cerrado tanto la puerta del dormitorio como la
del baño. Eso y el ruido del agua habían impedido que oyera la conversación
telefónica de Keiko. ¿Su invitación a que se bañara habría sido parte del plan?
–¿Taichiro?
Taichiro, ¿eres tú? –la voz de su madre vibró en el receptor sobre el cual su
mano se crispaba.
Taichiro
no apartaba los ojos de Keiko y ella le devolvía la mirada sin parpadear. Sus
bellos ojos tenían un brillo penetrante.
–¿Habla
Taichiro?
–Sí,
madre, soy yo –respondió el joven llevándose el receptor al oído.
–¿Seguro
que eres tú Taichiro? –insistió la madre y luego añadió con voz trémula–: ¡No
hagas eso, Taichiro! ¡Por favor no lo hagas!
Taichiro
no respondió.
–Tú
sabes qué clase de mujer es ésa, ¿no? Tienes que saberlo.
Taichiro
seguía sin hablar. Keiko lo rodeó con los brazos desde atrás. Con la mejilla le
apartó el receptor del oído y le acercó los labios a la oreja.
–Madre
–dijo suavemente–. Madre, me pregunto si comprendes por qué te llamé.
–¿Me
estás oyendo Taichiro? –preguntaba Fumiko desde el otro extremo de la línea–.
¿Quién habla?
–Soy yo
–respondió Taichiro, apartándose de los labios de Keiko y llevándose nuevamente
el receptor al oído.
–¡Qué
descaro! ¡Contesta en tu lugar! ¿Fue ella quien te hizo llamar? Taichiro,
regresa a casa –prosiguió la madre sin aguardar respuesta–. Deja ese hotel
inmediatamente y ven a casa... Ella está escuchando, ¿no? ¡No me importa!
Quiero que me oiga. Taichiro, no te mezcles con esa chica. Es una mujer
temible... ¡Lo sé! No aguantaré que me vuelvan a martirizar. ¡Esta vez me
mataría! Y no lo digo porque ella sea discípula de la señorita Ueno.
Mientras
Taichiro escuchaba, los labios de Keiko rozaban su nuca.
–Si yo
no hubiera sido discípula de la señorita Ueno, nunca te habría conocido
–susurró.
–Lo
digo porque es despreciable –prosiguió la madre–. Creo que también intentó
seducir a tu padre.
–¿Sí?
–exclamó Taichiro débilmente y se volvió para mirar a Keiko. La cabeza de ésta
se movió con la del hombre, sin que sus labios se apartaran de la nuca de él.
Taichiro sintió que estaba insultando a su madre al escucharla mientras Keiko
lo besaba. Pero no podía cortar la comunicación sin más ni más.
–Está
bien... Hablaremos de eso cuando regrese a casa.
–¡Sí...
vuelve en seguida! No has cometido ningún disparate, ¿verdad? Supongo que no
piensas pasar la noche allí. No hubo respuesta.
–Taichiro,
¡mírala a los ojos! Piensa en lo que te dice. ¿Por qué supones que quiere
casarse contigo, siendo discípula de la
Ueno ? Es el plan de una mujer perversa. Por lo menos es
perversa en lo que a nosotros respecta. Estoy segura de lo que te digo, no es
sólo una fantasía. ¡Tuve la sensación de que te traería mala suerte viajar a
Kyoto esta vez y no estaba errada! Tu padre también se preocupó y comentó que
le parecía sospechoso. Taichiro, si no vuelves a casa inmediatamente, tu padre
y yo tomaremos el próximo avión para Kyoto.
–Entiendo.
–¿Que
entiendes qué? Pero vuelves a casa, ¿no? –insistió, nuevamente sin esperar
respuesta–. ¿Vuelves a casa realmente?
–Está
bien.
Keiko
penetró a toda prisa en el dormitorio y cerró la puerta tras de sí.
Taichiro
se detuvo en silencio junto a la ventana y contempló el lago. Un avión pequeño,
probablemente destinado a turismo, describió una amplia curva a muy poca altura
sobre la superficie del agua. Algunas de las lanchas pasaban a gran velocidad;
una de ellas remolcaba a una muchacha con esquíes de agua.
Las
voces de las personas que estaban en la piscina del hotel le llegaban con
claridad. Tres muchachas en traje de baño estaban tendidas en actitudes
provocativas sobre el césped que se extendía bajo su ventana.
Oyó la
voz de Keiko desde el dormitorio. Cuando abrió la puerta la vio de pie,
vistiendo un traje de baño blanco. El aliento se le cortó y desvió la vista. La
piel suavemente bronceada de la muchacha era tan deslumbrante, que él apenas si
advirtió el traje de baño.
–Es una
hermosura –dijo ella, mientras se dirigía a la ventana.
El
traje de baño dejaba toda su espalda al descubierto.
–Mira
qué cielo precioso, allí junto a las montañas. Por la ladera de la montaña
descendían unos rayos dorados de sorprendente nitidez.
–¿No es
ése el monte Hiei? –preguntó Taichiro.
–Sí,
Tengo la sensación de que son espadas que se están clavando en nuestro destino
–comentó Keiko y luego se volvió y le preguntó–: ¿Qué ocurre con tu madre?
–No
seas absurda.
–Estoy
hablando en serio.
De
pronto Keiko le echó los brazos al cuello.
–Ven,
vamos a nadar. Quiero sumergirme en agua fría. Me prometiste, ¿lo recuerdas? También
me prometiste que daríamos un paseo en lancha. Esa promesa me la hiciste a tu
llegada.
Se
apretó contra él.
–¿Vas a
regresar a Kamakura porque hablaste con tu madre? Cuando llegues descubrirás
que ellos han venido a buscarte. Es probable que tu padre no quiera hacerlo,
pero tu madre se encargará de que la siga.
–¿Lo
sedujiste, Keiko?
La
muchacha hizo un gesto negativo con la cabeza y escondió el rostro en su pecho.
–¿Te
seduje a ti? Dime, ¿te seduje?
Los
brazos de Taichiro rodeaban la espalda desnuda de Keiko.
–No
hablo de mí mismo. No cambies de tema.
–¡Eres
tú quien cambia de tema! Te pregunto si yo te seduje a ti. ¿Es eso lo que
piensas? Hizo una pausa.
–¿Cómo
puede ser tan cruel un hombre con una mujer que está en sus brazos? ¿Cómo
puedes preguntarme si seduje a tu padre?
Keiko
empezó a sollozar.
–¿Qué
quieres que te diga? –prosiguió–. ¡Quisiera tirarme al lago y ahogarme!
Taichiro
aferró los hombros de la muchacha, que se agitaban convulsos y sintió el
contacto de uno de los breteles. Comenzó a deslizarlo hacia abajo, dejando uno
de sus pechos al descubierto. Luego deslizó el otro bretel. Keiko arqueó la
espalda y ofreció sus pechos desnudos.
–¡No!
El derecho no. ¡Por favor! ¡Por favor el derecho no! –Las lágrimas brotaban a
torrentes de sus ojos firmemente cerrados.
Keiko
se envolvió en una gran toalla antes de dirigirse a la piscina. Taichiro estaba
en mangas de camisa. Juntos atravesaron el hall, rumbo al jardín que se
extendía frente al lago. Frente a ellos había un gran árbol cubierto de flores
blancas semejantes a las de hibisco.
A cada
lado del jardín había una piscina. Los niños usaban la de la derecha. La de la
izquierda, cercada, estaba sobre una pequeña elevación al borde de la extensión
de césped.
Taichiro
se detuvo ante la verja de la piscina de la izquierda.
–¿No me
acompañas? –preguntó Keiko.
–No, te
esperaré.
Taichiro
se sentía un poco incómodo en compañía de una muchacha que atraía tanto la
atención.
–¿Ah,
sí? Sólo quiero darme un remojón. Es mi primer baño de este verano y quiero
saber si estoy en forma.
En el
césped de la orilla había grupos de sauces llorones y de cerezos.
Taichiro
se sentó en un banco, a la sombra de un viejo olmo, y miró en dirección a la
piscina. No alcanzó a divisar a Keiko hasta que ésta subió al trampolín bajo y
se dispuso a zambullirse.
El
tenso cuerpo de Keiko se recortaba contra el lago y las montañas distantes. Las
montañas estaban veladas por la bruma. Una tenue tonalidad rosada coloreaba las
aguas del lago, sobre el cual comenzaban a descender las primeras sombras. Las
velas de los yates ya reflejaban los mansos colores del atardecer. Keiko se
zambulló, levantando una nube de gotas.
Al
salir de la piscina, Keiko alquiló una lancha e invitó a Taichiro a acompañarla
en su paseo por el lago.
–Está
oscureciendo –señaló él–. ¿Por qué no mañana?
–¿Mañana?
–los ojos de Keiko se iluminaron–. ¿De modo que te quedas?... No sé qué
ocurrirá mañana. ¿No tengo razón? De todos modos, cumple esta promesa.
Regresaremos en seguida. Quisiera estar a solas contigo en el lago por unos
minutos. Quiero que nos abramos paso a través de nuestro destino y que flotemos
sobre las aguas. El mañana siempre se nos escapa. Vayamos hoy.
–Lo
arrastró de un brazo.
–¡Mira
cuántos barcos navegan aún! –lo animó.
Tres
horas más tarde, Ueno Otoko se enteró por radio del accidente de lancha en el
lago Biwa y se dirigió en auto al hotel. El informativo anunciaba que una
muchacha llamada Keiko había sido recogida por uno de los veleros. Keiko estaba
en cama cuando ella llegó.
Al
entrar en la habitación, Otoko preguntó a la camarera que cuidaba a Keiko, si
ésta estaba aún inconsciente.
–Le han
aplicado un sedante –respondió la mujer.
–¿De
modo que está fuera de peligro?
El
médico dice que no hay razón para preocuparse. Parecía muerta cuando la
trajeron a la orilla; pero le practicaron respiración artificial y no tardó en
reanimarse. Comenzó a manotear desesperadamente y a pronunciar el nombre de su
acompañante.
–¿Y
cómo está él?
–No lo
han encontrado todavía, a pesar de que es mucha la gente que lo está buscando.
–¡No lo
han encontrado!
La voz
de Otoko temblaba.
Pasó a
la otra habitación y se asomó a la ventana. Las luces de las lanchas se movían
sin cesar sobre la negra superficie de agua que se extendía hasta la distancia,
a la izquierda del hotel.
–Han
salido todos los botes y lanchas de la zona. No sólo los nuestros –explicó la
camarera–. Las lanchas de la policía también están recorriendo el lago y se han
encendido hogueras a lo largo de la costa. Pero probablemente sea demasiado
tarde para salvarlo.
La mano
de Otoko se crispó sobre la cortina.
Lejos
del inquieto ir y venir de las luces de las lanchas, un vapor de excursión,
festoneado de farolitos rojos, avanzaba lentamente hacia el muelle del hotel.
Desde la orilla opuesta ascendían al cielo fuegos artificiales.
Otoko
advirtió que las rodillas le temblaban. Luego, su cuerpo entero comenzó a
agitarse y tuvo la impresión de que los farolitos del vapor se mecían. Se apartó
de la ventana con un esfuerzo.
La
puerta del dormitorio estaba abierta. Al ver la cama de Keiko regresó a toda
prisa a la habitación, como si hubiera olvidado que ya había estado allí antes.
Keiko
dormía un sueño apacible. Su respiración era regular.
Eso
intranquilizó más aún a Otoko.
–¿Podemos
dejarla así?
La
camarera hizo un gesto afirmativo.
–¿Cuándo
va a despertar?
–No lo
sé.
Otoko
apoyó la mano sobre la frente de Keiko. La piel fresca y húmeda parecía
pegajosa. El rostro de la joven estaba pálido. Sólo en las mejillas se
insinuaba un leve tono rosado.
Su
cabellera se derramaba sobre la almohada en una intrincada masa, tan negra, que
parecía mojada aún. Los primorosos dientes brillaban apenas por entre los
labios entreabiertos. Tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, bajo
las mantas. Al verla así, dormida, el rostro puro e inocente de Keiko conmovió
profundamente a Otoko. Parecía estar despidiéndose, de Otoko y de la vida.
Estaba
a punto de sacudirla para que despertara, cuando oyó unos golpes en la puerta
de la otra habitación. La camarera fue a abrir.
Oki
Toshio y su esposa entraron. Él se detuvo no bien vio a Otoko.
–De
modo que usted es la señorita Ueno –dijo Fumiko.
Las dos
mujeres se encontraban por primera vez.
–De
modo que usted es la que hizo matar a mi hijo –prosiguió Fumiko con voz serena,
carente de emoción.
Otoko
movió los labios, pero las palabras no surgieron. Estaba inclinada sobre la
cama de Keiko, apoyada sobre un brazo. Fumiko avanzó hacia ella y Otoko se echó
atrás.
La mujer
aferró con ambas manos el quimono de dormir de Keiko y la sacudió.
–¡Despiértese!
¡Despiértese!
La
cabeza de Keiko se agitaba con la violencia de los sacudones.
–¿Por
qué no despierta?
–Es
inútil –dijo Otoko–. Está bajo el efecto de un sedante.
–Le
tengo que preguntar algo –dijo Fumiko sin dejar de sacudirla–. ¡Es una cuestión
de vida o muerte para mi hijo!
–Esperemos
–trató de calmarla Oki–. Toda esa gente que está recorriendo el lago lo busca.
Rodeó
los hombros de su esposa con un brazo y juntos abandonaron la habitación.
Con un
suspiro, Otoko se sentó en la cama y observó el rostro dormido de la joven. De
la comisura de los ojos de Keiko partía un reguero de lágrimas.
–¡Keiko!
Keiko
abrió los ojos. Las lágrimas seguían brillando en ellos cuando miró a Otoko.
FIN
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