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sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 8. " Pérdidas estivales"

PÉRDIDAS ESTIVALES

Otoko era de ese tipo de personas que pierde peso en el verano.
Cuando era niña, en Tokyo, nunca lo había advertido; sólo después de los veinte, luego de haber vivido algunos años en Kyoto, había comprobado su tendencia a adelgazar en la estación cálida. Su madre se lo había hecho notar.
–Parecería que en el verano te desgastas, Otoko, ¿no? –había comentado–. Lo has heredado de mí... Ahora se pone de manifiesto. Tenemos la misma debilidad. Siempre he pensado que tu voluntad es más fuerte que la mía; pero desde el punto de vista físico, eres digna hija mía. No cabe la menor duda.
–No soy de voluntad fuerte.
–Eres violenta.
–No soy violenta!
Era evidente que su madre pensaba en la historia de amor con Oki, cuando hablaba de su fuerza de voluntad. ¿Pero acaso eso no había sido la ardiente pasión de una muchacha muy joven, un sentimiento de frenética intensidad que nada tenía que ver con la voluntad?
Se habían establecido en Kyoto porque su madre quería distraer a la muchacha de su dolor, de modo que ambas evitaban mencionar a Oki. A pesar de todo, solas en una ciudad que les era poco familiar, en la que sólo podían recurrir la una a la otra en procura de consuelo, no podían evitar ver la imagen de Oki en el corazón de ambas. Para la madre, Otoko era un espejo que reflejaba a Oki, y para Otoko, la madre era otro tanto. Y ambas veían su propia imagen en el otro espejo.
Un día, mientras escribía una carta, Otoko abrió el diccionario para consultar el ideograma "pensar". Al repasar los restantes significados (añorar, ser incapaz de olvidar, estar triste) sintió que el corazón se le encogía. Tuvo miedo de tocar el diccionario... Aun ahí estaba Oki. Innumerables palabras se lo recordaban. Vincular todo lo que veía y oía con su amor equivalía a estar viva. La conciencia de su propio cuerpo era inseparable del recuerdo de aquel abrazo.
Otoko comprendía que su madre –una mujer sola, con una única hija– estuviera ansiosa por que ella olvidara a aquel hombre. Pero ella no quería olvidarlo. Parecía aferrarse a su recuerdo, como si no pudiera vivir sin él. Probablemente había podido dejar la habitación enrejada de la clínica psiquiátrica gracias a su perdurable amor por Oki.
En una ocasión en que él estaba haciéndole el amor, Otoko, en su delirio, le rogó que se detuviera. Oki aflojó su abrazo y ella abrió los ojos. Sus pupilas estaban dilatadas y refulgían.
–Apenas te puedo ver, chiquito. Tu rostro está desdibujado, como si estuviera bajo el agua.
Hasta en esos momentos lo llamaba "chiquito".
–¿Sabes una cosa? Si tú murieras no podría seguir viviendo. ¡Simplemente no podría!
En los ojos de Otoko habían brillado lágrimas. No eran lágrimas de tristeza; eran lágrimas de entrega.
–En ese caso no quedaría nadie como tú para recordarme –había replicado Oki.
–No podría conformarme con recordar al hombre que he amado. Preferiría morir yo también. Y tú me lo permitirías, ¿no?
Otoko acarició el cuello de él con su rostro.
Al comienzo él no la tomó en serio. Luego dijo:
–Supongo que si alguien pretendiera asestarme una puñalada o me amenazara con una pistola tú te interpondrías para protegerme.
–Daría mi vida por ti con todo gusto, en cualquier momento.
–No es eso lo que quiero decir. Pero si algún peligro me amenazara tú me escudarías sin siquiera pensarlo, ¿no?
–Por supuesto.
–Ningún hombre haría eso por mí... Y esta muchachita...
–¡No soy una muchachita!
–¿Eres tan adulta, realmente? –preguntó él, mientras acariciaba los pechos de Otoko.
Oki pensaba también en el niño que ella llevaba en su vientre y en lo que podría sucederle si él muriera repentinamente. Otoko sólo se enteró de eso mucho más tarde, cuando leyó la novela.
Al comentar que Otoko se desgastaba en el verano, la madre pensaba sin duda en que ahora su hija ya no perdía peso por el recuerdo de Oki.
A pesar de su apariencia frágil, Otoko nunca había padecido una enfermedad grave. Por supuesto que todos los sufrimientos que había provocado su romance con Oki la habían dejado exhausta y macilenta, con una extraña expresión en la mirada. Pero no tardó en recuperarse físicamente. La juvenil capacidad de recuperación de su cuerpo convertía a sus lacerados sentimientos en algo incongruente. A no ser por la mirada melancólica de sus ojos, cuando pensaba en Oki, nadie habría advertido su tristeza. Y hasta esa ocasional sombra sólo contribuía a acentuar su belleza.

Desde su más tierna infancia, Otoko sabía que su madre perdía peso en verano. Solía enjugar el sudor que le bañaba la espalda y el pecho y, aunque ella no lo decía, advertía que su delgadez era debida a una extremada sensibilidad al calor. Pero Otoko era demasiado joven como para preocuparse por aquella debilidad, hasta que su madre le hizo notar que la había heredado. Sin duda la tendencia debía de haber existido desde hacía mucho tiempo.
Antes de llegar a los treinta años, Otoko comenzó a usar siempre quimono, de modo que su esbeltez ya no resultaba tan evidente como cuando usaba faldas o pantalones. Con todo, era innegable que adelgazaba mucho todos los veranos. Ahora, aquel fenómeno la hacía pensar en su madre muerta.
Verano a verano, la debilidad y la pérdida de peso de Otoko se iban haciendo más notables.
–¿A qué tónico se puede recurrir para evitar esto? –preguntó a su madre en una oportunidad–. En los periódicos aparecen avisos de muchas medicinas... ¿has probado alguna?
–Supongo que algo ayudarán –respondió la mujer con vaguedad y luego de una pausa prosiguió con tono diferente–: Otoko, la mejor medicina para una mujer es el matrimonio.
Otoko permaneció en silencio.
–¡El hombre es la medicina que da vida a la mujer! Todas las mujeres tienen que consumirla.
–¿Aun cuando se trate de un veneno?
–Aun así. Tú ya probaste el veneno y aún no lo admites, ¿no? Pero yo sé que puedes encontrar un buen antídoto. A veces se necesita un veneno para contrarrestar otro veneno. Quizás el remedio sea amargo, pero tienes que cerrar los ojos y tragarlo. Es posible que experimentes náuseas y creas que no te va a pasar por la garganta.

La madre de Otoko murió sin que su hija siguiera aquel consejo. Ése debió de ser su último dolor. Era cierto que Otoko nunca había pensado en Oki como en un veneno. Ni siquiera en la habitación enrejada de la clínica psiquiátrica había experimentado resentimiento u odio hacia él. Sólo estaba loca de amor. La poderosa droga que había tomado para quitarse la vida no tardó mucho en ser totalmente eliminada de su cuerpo; Oki y su hijita tampoco estaban ya junto a ella y las cicatrices que habían dejado podían llegar a desaparecer. Pero su amor por Oki permanecía intacto.
El tiempo pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay una corriente central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo.
Al aproximarse a los cuarenta, Otoko se preguntaba si el hecho de que Oki siguiera dentro de ella significaba que esa corriente del tiempo se había estancado, en lugar de seguir su curso. ¿O acaso la imagen que ella conservaba de él había flotado con ella a través del tiempo como una flor que avanza aguas abajo? Ella ignoraba cómo había flotado su propia imagen en la corriente de Oki. No podía haberla olvidado; pero, sin duda, el tiempo había corrido de manera diferente para él. Las corrientes del tiempo nunca son iguales para dos personas, ni siquiera cuando son amantes...

Aquel día, como lo venía haciendo mañana a mañana al despertar, Otoko se masajeó la frente con la yema de los dedos y luego hizo correr las manos por su nuca y bajo sus brazos. Tenía la piel húmeda. Le pareció que la humedad que brotaba de sus poros había empapado el quimono de dormir.
Keiko parecía sentirse atraída por el olor y la tersura de la húmeda piel de Otoko y a veces le arrancaba las prendas más próximas a su cuerpo. Otoko odiaba intensamente el olor a transpiración.
Pero la noche anterior, Keiko había llegado después de las doce y media y se había sentado inquieta, evitando los ojos de su amiga.
Otoko estaba en la cama, con el rostro cubierto por un abanico –para evitar la luz del plafón– y la mirada fija en la serie de bocetos de rostros de bebé que había sujetado a la pared. Parecía absorta en su contemplación y apenas si dedicó una mirada a Keiko.
–Es tarde, ¿no? –fue su único comentario.

No le habían permitido ver a su hijita, pero le habían dicho que tenía el pelo renegrido. Al exigir más detalles sobre el aspecto de la niña, su madre le había dicho:
–Era pequeñita y deliciosa; muy parecida a ti.
Otoko comprendía que sólo lo había dicho para consolarla. En los últimos años había visto fotografías de niños recién nacidos y todos le habían parecido muy feos. Incluso había visto alguna que otra fotografía de criaturas en el instante del parto o cuando aún no les habían cortado el cordón umbilical. Las encontraba simplemente repulsivas.
Por consiguiente, no tenía una idea clara del rostro y de la forma de su hijita. Sólo podía apelar a la visión que llevaba en su alma. Sabía muy bien que la criatura de su Ascensión de un infante no se asemejaría a su niña muerta; pero no tenía la intención de hacer un retrato realista. Quería expresar su sentimiento de pérdida, su dolor y su cariño por alguien a quien jamás había visto. Había acariciado ese proyecto durante tanto tiempo, que la imagen de su niña muerta se había convertido para ella en un símbolo de anhelo. Pensaba en el cuadro cada vez que estaba triste. Porque, además, aquel cuadro sería un símbolo de su supervivencia a través de los años que siguieron a su tragedia y de la melancolía y belleza de su amor por Oki.
Hasta ese momento no había logrado pintar un rostro de bebé que la satisficiera. Los rostros de los querubines y del Niño Jesús estaban trazados, por lo general, con líneas firmes y su aspecto era artificial; parecían adultos en miniatura. En lugar de uno de esos rostros fuertes y definidos, ella quería pintar un rostro de ensueño, un espíritu nimbado, que no perteneciera a este mundo ni al otro. Debía comunicar una sensación de serenidad, de paz y a la vez sugerir un mar de tristeza. Pero, con todo, Otoko se negaba a ser demasiado abstracta.
¿Y cómo pintar el cuerpo de un niño prematuro? ¿Cómo debía tratar el fondo, los motivos secundarios? Otoko había hojeado una y otra vez los álbumes de Redon y de Chagall, pero aquellas delicadas fantasías le eran demasiado extrañas como para estimular su imaginación.
Una vez más recordó los viejos retratos japoneses de niños santos: eran retratos basados en la leyenda del juvenil San Kobo, quien se soñó a sí mismo sentado en un loto de ocho pétalos, dialogando con Buda. En las pinturas más antiguas, la figura aparecía pura y austera, pero más tarde se fue suavizando y adquirió un encanto voluptuoso, hasta el punto de que algunos de aquellos niños podían ser tomados por preciosas niñitas.
La noche anterior al Festival de la Luna Llena, cuando Keiko le pidió que la retratara, Otoko había pensado que su profundo interés por la Ascensión de un infante la había hecho concebir la idea de una Santa Virgen pintada a la manera de los retratos del niño santo. Pero más tarde comenzó a preguntarse si la atracción que ejercían sobre ella los cuadros de San Kobo no contendría un elemento de narcisismo, de enamoramiento de sí misma. Quizás en ambos casos se ocultara un deseo reprimido de hacer su autorretrato. ¿No era posible que esas imágenes sagradas no fueran otra cosa que una visión de la santidad de Otoko? La duda la hería como un puñal clavado por ella misma en su pecho contra su propia voluntad. Tuvo que arrancárselo. Pero la cicatriz subsistió y a veces dolía.
Por supuesto que no tenía intención de copiar los retratos del niño santo, pero era indudable que esa imagen acechaba en las profundidades de su alma. Hasta los títulos Ascensión de un infante y Santa Virgen sugerían que a través de esos cuadros ella quería purificar, y hasta santificar, su amor por la niña muerta y por Keiko.

Keiko había tomado el retrato de la madre de Otoko por un autorretrato de ésta, cuando vio el cuadro por primera vez. Más tarde, el cuadro siempre recordó a Otoko que –además de confundir a la mujer que allí se representaba– Keiko la había calificado de adorable. La ternura del recuerdo había llevado a Otoko a pintar a su madre joven y bella: pero quizás allí también existiera un elemento de narcisismo. El lógico parecido no era explicación suficiente. Quizás hubiera pintado, inconscientemente, su autorretrato.
Otoko seguía amando a Oki, a la niñita muerta y a su madre. ¿Pero era posible que esos amores hubieran permanecido inalterables desde los tiempos en que habían sido una realidad tangible? ¿No existía la posibilidad de que algo de esos mismos amores se hubiera transformado sutilmente en amor por sí misma? De ser así, ella misma no lo habría advertido, por supuesto. La muerte le había arrancado a su hijita y a su madre, y de Oki se había separado en forma definitiva. Sin embargo los tres seguían viviendo dentro de ella. Pero sólo Otoko les otorgaba esa vida. La imagen que conservaba de Oki había flotado junto a ella en la corriente del tiempo y quizá los recuerdos de su amor estuvieran teñidos por los colores de su amor por sí misma. Quizás hasta se hubieran transformado. Nunca se le había ocurrido pensar en que los recuerdos son sólo fantasmas y apariciones. Quizá fuera lógico que una mujer que había vivido sola por dos décadas, sin amor ni matrimonio, se consagrara a los recuerdos de un amor desafortunado Y que esa consagración adquiriera matices de egolatría.
Y hasta el hecho de haberse prendado de su discípula Keiko, tanto menor que ella y de su mismo sexo, ¿no era acaso otra forma de amarse a sí misma? De otro modo nunca habría soñado con retratar a una muchacha como Keiko –una joven que se estaba volviendo peligrosa– como Santa Virgen budista, sentada sobre una flor de loto. ¿No querría ella, Otoko, crear una imagen pura y adorable de sí misma? Al parecer, la chica de dieciséis que amaba a Oki siempre existiría dentro de ella y nunca envejecería.

Otoko se sentía muy molesta y en una mañana como esa, cuando el calor de una noche estival en Kyoto dejaba su quimono húmedo de transpiración, lo habitual era que se levantara no bien despertaba. Pero ese día permaneció tendida, con el rostro vuelto hacia la pared sobre la cual había fijado los bocetos de bebés. Aquellos bocetos no le habían resultado fáciles. Aunque su hijita sólo había pasado por este mundo durante un brevísimo lapso, Otoko quería pintar una especie de niño–espíritu, una criatura que nunca hubiera entrado en el mundo de los seres humanos.
Keiko estaba aún profundamente dormida, con la espalda vuelta hacia Otoko. Tenía el cuerpo envuelto en una fina manta de lino, que se había corrido por debajo de su pecho. Estaba acostada sobre un lado, con las piernas juntas. Ambos pies asomaban bajo la manta. Keiko vestía habitualmente al estilo japonés, de modo que los dedos de sus pies –naturalmente largos y finos– no habían sido deformados por los zapatos de tacones altos. Aquellos dedos eran tan esbeltos y de huesos tan finos, que Otoko tuvo la sensación de que pertenecían a una especie de ser no del todo humano. Había llegado al extremo de evitar mirarlos. Pero cuando los tomó entre sus manos experimentó un curioso placer al pensar que no podían pertenecer a una mujer de su propia generación. Era una sensación aterradora.
Una oleada de perfume ascendió hasta ella. Era una fragancia demasiado densa para una muchacha joven; pero Otoko la reconoció, era un perfume que Keiko usaba de tanto en tanto. Comenzó a preguntarse por qué lo había usado la noche anterior.

Cuando Keiko llegó de regreso después de la medianoche, Otoko estaba demasiado absorta en los bocetos como para prestarle mayor atención. La muchacha se metió en la cama sin siquiera bañarse y no tardó en quedarse dormida. Pero quizás Otoko igual la hubiera creído dormida, porque ella misma se hundió muy pronto en el sueño.
No bien se levantó, Otoko contorneó la cama de Keiko, en la penumbra, contempló el rostro dormido de la muchacha y comenzó a deslizar los postigos de madera. Keiko siempre se despertaba de buen humor por las mañanas y se levantaba de un salto para ayudarla á correr los postigos. Pero esa mañana se limitó a sentarse en la cama y a observar la operación. Por fin se levantó y dijo:
–Perdón. Creo que no me dormí antes de las tres de la mañana.
Comenzó a destender la cama de Otoko.
–¿Te molestó el calor?
–Ajá.
–No dobles mi quimono de dormir, por favor. Quiero lavarlo.
Otoko se dirigió al baño, con el quimono en el brazo. Keiko la siguió para usar el lavabo. Parecía tener prisa, hasta cuando se lavó los dientes.
–¿No quieres bañarte?
–Sí.
–Por lo visto te acostaste con el perfume que habías usado ayer.
–¿Sí?
–Así es –afirmó Otoko y observó con desconfianza la expresión distraída de la muchacha–. ¿Dónde estuviste anoche, Keiko?
No hubo respuesta.
–Báñate. Te sentirás mejor.
–Sí. Más tarde.
–¿Más tarde? –repitió Otoko y la miró.
Cuando abandonó el cuarto de baño, Otoko encontró a Keiko eligiendo un quimono.
–¿Piensas salir? –le preguntó con cierta brusquedad.
–Sí.
–¿Has quedado en encontrarte con alguien?
–Sí.
–¿Con quién?
–Con Taichiro.
Otoko pareció no entender.
–El Taichiro de Oki –explicó Keiko sin vacilar, pero omitió la palabra "hijo".
Otoko no pudo formular comentarios: le faltaba la voz.
–Ayer fui a recibirlo al aeropuerto y prometí mostrarle hoy la ciudad. O quizás él me la muestre a mí... Otoko, yo nunca te oculto nada. Primero iremos al Templo Nisonin... Él quiere ver una tumba que está en la ladera vecina.
–¿Quiere ver una tumba? –repitió Otoko, como un débil eco.
–Dice que es la tumba de un antiguo noble de la corte.
–¿Ah, sí?
Keiko se despojó de su quimono de dormir y permaneció desnuda, de espaldas a Otoko.
–Creo que, después de todo, me voy a poner un quimono interior. Parecería que hoy también va a hacer calor, pero no me siento cómoda sin ropa interior.
Otoko la contempló en silencio mientras la muchacha se vestía.
–Y ahora el obi bien ajustadito –comentó Keiko mientras se abrochaba la prenda.
Otoko observó el rostro de Keiko en el espejo, mientras ésta se aplicaba algunos cosméticos. Keiko sorprendió su mirada.
–No me mires así –dijo.
Otoko procuró suavizar su expresión.
Keiko se miró en uno de los espejos laterales del tocador y acomodó un rizo sobre una de sus bellísimas orejas. Luego hizo ademán de ponerse de pie, pero se arrepintió y escogió un frasco de perfume.
Otoko frunció el entrecejo.
–¿No basta con el perfume de anoche?
–No te preocupes.
–Estás bastante inquieta, ¿no?
Otoko hizo una pausa.
–Keiko, ¿por qué te encuentras con él?
–Me escribió para hacerme saber que venía –respondió la joven; se puso de pie, se dirigió a la cómoda y guardó apresuradamente varios quimonos que había sacado para hacer su elección.
–Dóblalos con prolijidad –dijo Otoko.
–Está bien.
–Tendrás que doblarlos de nuevo.
–Está bien –replicó Keiko, pero no volvió a mirar la cómoda.
–Ven para acá, te lo ruego –dijo Otoko con expresión grave.
Keiko se acercó, se sentó frente a ella y la miró a los ojos. Otoko desvió la mirada y preguntó de repente: –¿Te vas sin desayunar?
–No importa. Anoche cené muy tarde.
–¿Tan tarde como para no desayunar?
–Sí.
–Keiko –comenzó nuevamente Otoko–: ¿por qué te encuentras con él?
–No lo sé.
–¿Te gusta estar con él?
–Sí.
–De modo que eres tú quien deseaba el encuentro. Eso parecía explicar la inquietud de Keiko.
–¿Puedo preguntarte por qué? –prosiguió Otoko. Keiko no respondió.
–¿Es forzoso que lo veas? –preguntó Otoko y bajó los ojos, como si observara su propio regazo–. Yo preferiría que no lo hicieras. No vayas, por favor.
–¿Por qué no? No tiene nada que ver contigo, ¿no?
–¡Ya lo creo que tiene que ver conmigo!
–Pero es que tú ni siquiera lo conoces.
–¡Has pasado una noche con su padre y, sin embargo, no tienes inconvenientes en salir con él!
Otoko no podía pronunciar los nombres "Oki" y "Taichiro".
–Oki es tu ex amante, pero a Taichiro no lo has visto nunca. No tiene nada que ver contigo. Está bien que es hijo de Oki... pero no es tu hijo.
Otoko sintió que aquellas palabras se le clavaban como un dardo. Le recordaban que la esposa de Oki había dado a luz una niña poco después de la muerte de su propia hijita.
–Keiko –dijo–, estás tratando de seducirlo, ¿no?
–Fue él quien me escribió para anunciarme su llegada.
–¿Estás en tan buenos términos con él?
–No me gusta tu elección de palabras.
–¿Cómo quieres que lo formule? ¿Qué relación tienes con él? –preguntó Otoko y se pasó el dorso de la mano por la frente húmeda–. Eres un ser temible.
En los ojos de Keiko apareció un extraño brillo.
–Otoko, odio a los hombres.
–No vayas. Te ruego que no vayas. ¡Si vas preferiría que no regresaras! ¡Si te vas hoy no vuelvas nunca más!
–¡Otoko!
Keiko parecía al borde de las lágrimas.
–¿Qué piensas hacer con Taichiro?
Las manos de Otoko temblaban sobre su regazo. Era la primera vez que pronunciaba aquel nombre.
Keiko se puso de pie.
–Me voy –anunció.
–Te ruego que no vayas.
–Abofetéame, Otoko. Abofetéame como lo hiciste el día que fuimos al Templo del Musgo.
Se detuvo unos instantes, como si aguardara el golpe, y luego se alejó.

Otoko estaba bañada en un sudor frío. Permaneció sentada, con los ojos fijos en las hojas de un bambú, que refulgían a la luz del Sol. Por fin se levantó y se dirigió al baño. El ruido del agua la sobresaltó. Quizás habría abierto demasiado el grifo. Con movimiento apresurado cerró el paso del agua y luego lo volvió a abrir, dejando correr un débil chorro, y comenzó a lavarse. Se sentía un poco más tranquila, pero la tensión no había desaparecido de su cabeza. Se aplicó una toalla mojada sobre la frente y sobre la nuca.
Al regresar a la otra habitación, se sentó frente al retrato de su madre y a los bocetos de su bebé. Se estremeció de horror ante sí misma. Todo aquello era la consecuencia de vivir con Keiko; pero afectaba su existencia íntegra, agotaba sus fuerzas y la hacía terriblemente desdichada. ¿Cuál había sido su razón de vivir? ¿Por qué seguía existiendo?
Otoko sintió necesidad de llamar a su madre. De pronto recordó el Retrato de mi anciana madre, obra póstuma de Nakamura Tsumé. El artista había precedido a la madre en la muerte. Otoko encontraba aquel cuadro profundamente conmovedor, en parte, porque ese último retrato era el de la madre del pintor. Nunca había visto el cuadro original, de modo que era difícil saber cómo era en realidad; pero hasta la reproducción fotográfica la emocionaba.

En su juventud, Nakamura Tsumé había pintado cuadros fuertes y sensuales de la mujer a la que amaba. Utilizaba mucho el rojo y se decía que había experimentado influencias de Rouault. Su Retrato de Eroshenko, una de sus obras maestras, era una serena y reverente expresión de la noble melancolía del poeta ciego; pero en maravillosos colores cálidos. En aquel último retrato de su madre, en cambio, los colores eran oscuros y fríos y el estilo muy simple. Mostraba a una anciana agobiada y enjuta, sentada de perfil, contra el fondo de una pared entablada. En un nicho de la pared, justo delante de su cabeza, había un jarro de agua y del otro lado pendía un termómetro. Por supuesto que el termómetro podía haber sido colocado allí sólo por razones de composición, pero a Otoko la impresionaba tanto como las cuentas de orar que asomaban entre los dedos de la anciana, apoyados sobre el regazo. De alguna manera, aquellos objetos parecían simbolizar los sentimientos del artista –próximo a morir– respecto de la muerte. El cuadro, en conjunto, producía la misma impresión.
Otoko extrajo el álbum de Nakamura de un armario y comparó el retrato de la madre del artista con el que ella había pintado de su propia madre. Ella había preferido retratar a su madre en plena juventud, a pesar de que ésta ya había muerto. Por otra parte, aquella no era de ninguna manera su última obra ni flotaba sobre ella la sombra de la muerte. El suyo era un estilo completamente distinto, encuadrado en la tradición japonesa, y sin embargo, con la reproducción del retrato de Nakamura a la vista, advertía el sentimentalismo de su propia pintura. Cerró los ojos con fuerza y sintió que se iba a desmayar.

Había pintado a su madre inspirada por un ferviente deseo de consuelo. Sólo había pensado en ella como mujer joven y bella. ¡Qué superficial y egoísta parecía aquello comparado con la ferviente devoción de un artista que estaba en los umbrales de la muerte! ¿No habría sido así su vida entera?
Había comenzado el retrato trazando los bocetos sobre la base de una fotografía que mostraba a su madre más joven y bella aún de lo que luego se la vería en el cuadro. Mientras trabajaba, Otoko echaba de tanto en tanto una mirada al espejo para observar su propio rostro, que tenía mucha semejanza con el de su madre. Quizá fuera natural que el cuadro tuviera una especie de primorosa lindura... ¿Pero además no se alcanzaba a detectar la falta de un espíritu profundo?
Otoko recordaba que su madre siempre se había negado a dejarse fotografiar desde que se instalaron en Kyoto. El fotógrafo de la revista de Tokyo había pedido que posaran juntas, pero la anciana había huido... Otoko sospechaba ahora que lo había hecho por dolor. Vivía en Kyoto con su hija como una proscripta, como alguien que oculta su infamia. y hasta había cortado todo vínculo con sus amigos de Tokyo. La propia Otoko no dejaba de sentirse proscripta; pero como sólo tenía dieciséis años cuando llegó a Kyoto, su soledad y su aislamiento eran distintos de los de su madre.
También la distinguía de ella su amor por Oki, que se mantenía vivo a pesar de las heridas que le había infligido.
Al estudiar su retrato y el de Nakamura, se preguntó si no debía pintar a su madre nuevamente.

Keiko había partido para encontrarse con el hijo de Oki y Otoko sentía que la estaba perdiendo. No podía evitar la ansiedad.
Aquella mañana, Keiko no había mencionado ni una sola vez la palabra "venganza". Había dicho que odiaba a los hombres, pero no se podía prestar demasiado crédito a esas palabras. Ya se había traicionado al partir sin desayuno, con el pretexto de que había cenado tarde la noche anterior. ¿Qué pensaba hacer Keiko al hijo de Oki? ¿Qué sería de ellos y qué haría ella, la propia Otoko, después de haber vivido durante tantos años cautiva del amor por Oki? De pronto sintió que no podía esperar sentada.
Habiendo fracasado en su intención de detener a Keiko, lo único que podía hacer era tratar de encontrarlos y hablar con el propio Taichiro. Pero Keiko no le había dicho dónde paraba el joven ni dónde pensaban encontrarse.



1 comentario:

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