PÉRDIDAS
ESTIVALES
Otoko
era de ese tipo de personas que pierde peso en el verano.
Cuando
era niña, en Tokyo, nunca lo había advertido; sólo después de los veinte, luego
de haber vivido algunos años en Kyoto, había comprobado su tendencia a
adelgazar en la estación cálida. Su madre se lo había hecho notar.
–Parecería
que en el verano te desgastas, Otoko, ¿no? –había comentado–. Lo has heredado
de mí... Ahora se pone de manifiesto. Tenemos la misma debilidad. Siempre he
pensado que tu voluntad es más fuerte que la mía; pero desde el punto de vista
físico, eres digna hija mía. No cabe la menor duda.
–No soy
de voluntad fuerte.
–Eres
violenta.
–No soy
violenta!
Era
evidente que su madre pensaba en la historia de amor con Oki, cuando hablaba de
su fuerza de voluntad. ¿Pero acaso eso no había sido la ardiente pasión de una
muchacha muy joven, un sentimiento de frenética intensidad que nada tenía que
ver con la voluntad?
Se
habían establecido en Kyoto porque su madre quería distraer a la muchacha de su
dolor, de modo que ambas evitaban mencionar a Oki. A pesar de todo, solas en
una ciudad que les era poco familiar, en la que sólo podían recurrir la una a
la otra en procura de consuelo, no podían evitar ver la imagen de Oki en el
corazón de ambas. Para la madre, Otoko era un espejo que reflejaba a Oki, y
para Otoko, la madre era otro tanto. Y ambas veían su propia imagen en el otro
espejo.
Un día,
mientras escribía una carta, Otoko abrió el diccionario para consultar el
ideograma "pensar". Al repasar los restantes significados (añorar,
ser incapaz de olvidar, estar triste) sintió que el corazón se le encogía. Tuvo
miedo de tocar el diccionario... Aun ahí estaba Oki. Innumerables palabras se
lo recordaban. Vincular todo lo que veía y oía con su amor equivalía a estar viva.
La conciencia de su propio cuerpo era inseparable del recuerdo de aquel abrazo.
Otoko
comprendía que su madre –una mujer sola, con una única hija– estuviera ansiosa
por que ella olvidara a aquel hombre. Pero ella no quería olvidarlo. Parecía
aferrarse a su recuerdo, como si no pudiera vivir sin él. Probablemente había
podido dejar la habitación enrejada de la clínica psiquiátrica gracias a su
perdurable amor por Oki.
En una
ocasión en que él estaba haciéndole el amor, Otoko, en su delirio, le rogó que se
detuviera. Oki aflojó su abrazo y ella abrió los ojos. Sus pupilas estaban
dilatadas y refulgían.
–Apenas
te puedo ver, chiquito. Tu rostro está desdibujado, como si estuviera bajo el
agua.
Hasta
en esos momentos lo llamaba "chiquito".
–¿Sabes
una cosa? Si tú murieras no podría seguir viviendo. ¡Simplemente no podría!
En los
ojos de Otoko habían brillado lágrimas. No eran lágrimas de tristeza; eran
lágrimas de entrega.
–En ese
caso no quedaría nadie como tú para recordarme –había replicado Oki.
–No
podría conformarme con recordar al hombre que he amado. Preferiría morir yo
también. Y tú me lo permitirías, ¿no?
Otoko
acarició el cuello de él con su rostro.
Al
comienzo él no la tomó en serio. Luego dijo:
–Supongo
que si alguien pretendiera asestarme una puñalada o me amenazara con una
pistola tú te interpondrías para protegerme.
–Daría
mi vida por ti con todo gusto, en cualquier momento.
–No es
eso lo que quiero decir. Pero si algún peligro me amenazara tú me escudarías
sin siquiera pensarlo, ¿no?
–Por
supuesto.
–Ningún
hombre haría eso por mí... Y esta muchachita...
–¡No
soy una muchachita!
–¿Eres
tan adulta, realmente? –preguntó él, mientras acariciaba los pechos de Otoko.
Oki
pensaba también en el niño que ella llevaba en su vientre y en lo que podría
sucederle si él muriera repentinamente. Otoko sólo se enteró de eso mucho más
tarde, cuando leyó la novela.
Al
comentar que Otoko se desgastaba en el verano, la madre pensaba sin duda en que
ahora su hija ya no perdía peso por el recuerdo de Oki.
A pesar
de su apariencia frágil, Otoko nunca había padecido una enfermedad grave. Por
supuesto que todos los sufrimientos que había provocado su romance con Oki la
habían dejado exhausta y macilenta, con una extraña expresión en la mirada.
Pero no tardó en recuperarse físicamente. La juvenil capacidad de recuperación
de su cuerpo convertía a sus lacerados sentimientos en algo incongruente. A no
ser por la mirada melancólica de sus ojos, cuando pensaba en Oki, nadie habría
advertido su tristeza. Y hasta esa ocasional sombra sólo contribuía a acentuar
su belleza.
Desde
su más tierna infancia, Otoko sabía que su madre perdía peso en verano. Solía
enjugar el sudor que le bañaba la espalda y el pecho y, aunque ella no lo
decía, advertía que su delgadez era debida a una extremada sensibilidad al
calor. Pero Otoko era demasiado joven como para preocuparse por aquella
debilidad, hasta que su madre le hizo notar que la había heredado. Sin duda la
tendencia debía de haber existido desde hacía mucho tiempo.
Antes
de llegar a los treinta años, Otoko comenzó a usar siempre quimono, de modo que
su esbeltez ya no resultaba tan evidente como cuando usaba faldas o pantalones.
Con todo, era innegable que adelgazaba mucho todos los veranos. Ahora, aquel
fenómeno la hacía pensar en su madre muerta.
Verano
a verano, la debilidad y la pérdida de peso de Otoko se iban haciendo más
notables.
–¿A qué
tónico se puede recurrir para evitar esto? –preguntó a su madre en una
oportunidad–. En los periódicos aparecen avisos de muchas medicinas... ¿has probado
alguna?
–Supongo
que algo ayudarán –respondió la mujer con vaguedad y luego de una pausa
prosiguió con tono diferente–: Otoko, la mejor medicina para una mujer es el
matrimonio.
Otoko
permaneció en silencio.
–¡El
hombre es la medicina que da vida a la mujer! Todas las mujeres tienen que
consumirla.
–¿Aun
cuando se trate de un veneno?
–Aun
así. Tú ya probaste el veneno y aún no lo admites, ¿no? Pero yo sé que puedes
encontrar un buen antídoto. A veces se necesita un veneno para contrarrestar
otro veneno. Quizás el remedio sea amargo, pero tienes que cerrar los ojos y
tragarlo. Es posible que experimentes náuseas y creas que no te va a pasar por
la garganta.
La
madre de Otoko murió sin que su hija siguiera aquel consejo. Ése debió de ser
su último dolor. Era cierto que Otoko nunca había pensado en Oki como en un
veneno. Ni siquiera en la habitación enrejada de la clínica psiquiátrica había
experimentado resentimiento u odio hacia él. Sólo estaba loca de amor. La
poderosa droga que había tomado para quitarse la vida no tardó mucho en ser
totalmente eliminada de su cuerpo; Oki y su hijita tampoco estaban ya junto a
ella y las cicatrices que habían dejado podían llegar a desaparecer. Pero su
amor por Oki permanecía intacto.
El
tiempo pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay
una corriente central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en
otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con
cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos;
pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo.
Al
aproximarse a los cuarenta, Otoko se preguntaba si el hecho de que Oki siguiera
dentro de ella significaba que esa corriente del tiempo se había estancado, en
lugar de seguir su curso. ¿O acaso la imagen que ella conservaba de él había
flotado con ella a través del tiempo como una flor que avanza aguas abajo? Ella
ignoraba cómo había flotado su propia imagen en la corriente de Oki. No podía
haberla olvidado; pero, sin duda, el tiempo había corrido de manera diferente
para él. Las corrientes del tiempo nunca son iguales para dos personas, ni
siquiera cuando son amantes...
Aquel
día, como lo venía haciendo mañana a mañana al despertar, Otoko se masajeó la
frente con la yema de los dedos y luego hizo correr las manos por su nuca y
bajo sus brazos. Tenía la piel húmeda. Le pareció que la humedad que brotaba de
sus poros había empapado el quimono de dormir.
Keiko
parecía sentirse atraída por el olor y la tersura de la húmeda piel de Otoko y
a veces le arrancaba las prendas más próximas a su cuerpo. Otoko odiaba
intensamente el olor a transpiración.
Pero la
noche anterior, Keiko había llegado después de las doce y media y se había
sentado inquieta, evitando los ojos de su amiga.
Otoko
estaba en la cama, con el rostro cubierto por un abanico –para evitar la luz
del plafón– y la mirada fija en la serie de bocetos de rostros de bebé que
había sujetado a la pared. Parecía absorta en su contemplación y apenas si
dedicó una mirada a Keiko.
–Es
tarde, ¿no? –fue su único comentario.
No le
habían permitido ver a su hijita, pero le habían dicho que tenía el pelo
renegrido. Al exigir más detalles sobre el aspecto de la niña, su madre le
había dicho:
–Era
pequeñita y deliciosa; muy parecida a ti.
Otoko
comprendía que sólo lo había dicho para consolarla. En los últimos años había
visto fotografías de niños recién nacidos y todos le habían parecido muy feos.
Incluso había visto alguna que otra fotografía de criaturas en el instante del
parto o cuando aún no les habían cortado el cordón umbilical. Las encontraba
simplemente repulsivas.
Por
consiguiente, no tenía una idea clara del rostro y de la forma de su hijita.
Sólo podía apelar a la visión que llevaba en su alma. Sabía muy bien que la criatura
de su Ascensión de un infante no se asemejaría a su niña muerta;
pero no tenía la intención de hacer un retrato realista. Quería expresar su
sentimiento de pérdida, su dolor y su cariño por alguien a quien jamás había
visto. Había acariciado ese proyecto durante tanto tiempo, que la imagen de su
niña muerta se había convertido para ella en un símbolo de anhelo. Pensaba en
el cuadro cada vez que estaba triste. Porque, además, aquel cuadro sería un
símbolo de su supervivencia a través de los años que siguieron a su tragedia y
de la melancolía y belleza de su amor por Oki.
Hasta
ese momento no había logrado pintar un rostro de bebé que la satisficiera. Los
rostros de los querubines y del Niño Jesús estaban trazados, por lo general,
con líneas firmes y su aspecto era artificial; parecían adultos en miniatura.
En lugar de uno de esos rostros fuertes y definidos, ella quería pintar un
rostro de ensueño, un espíritu nimbado, que no perteneciera a este mundo ni al
otro. Debía comunicar una sensación de serenidad, de paz y a la vez sugerir un
mar de tristeza. Pero, con todo, Otoko se negaba a ser demasiado abstracta.
¿Y cómo
pintar el cuerpo de un niño prematuro? ¿Cómo debía tratar el fondo, los motivos
secundarios? Otoko había hojeado una y otra vez los álbumes de Redon y de
Chagall, pero aquellas delicadas fantasías le eran demasiado extrañas como para
estimular su imaginación.
Una vez
más recordó los viejos retratos japoneses de niños santos: eran retratos
basados en la leyenda del juvenil San Kobo, quien se soñó a sí mismo sentado en
un loto de ocho pétalos, dialogando con Buda. En las pinturas más antiguas, la
figura aparecía pura y austera, pero más tarde se fue suavizando y adquirió un
encanto voluptuoso, hasta el punto de que algunos de aquellos niños podían ser
tomados por preciosas niñitas.
La
noche anterior al Festival de la
Luna Llena, cuando Keiko le pidió que la retratara, Otoko había pensado que su
profundo interés por la Ascensión de un infante la había hecho concebir la idea de una Santa Virgen pintada a la manera de los retratos
del niño santo. Pero más tarde comenzó a preguntarse si la atracción que
ejercían sobre ella los cuadros de San Kobo no contendría un elemento de
narcisismo, de enamoramiento de sí misma. Quizás en ambos casos se ocultara un
deseo reprimido de hacer su autorretrato. ¿No era posible que esas imágenes
sagradas no fueran otra cosa que una visión de la santidad de Otoko? La duda la
hería como un puñal clavado por ella misma en su pecho contra su propia
voluntad. Tuvo que arrancárselo. Pero la cicatriz subsistió y a veces dolía.
Por
supuesto que no tenía intención de copiar los retratos del niño santo, pero era
indudable que esa imagen acechaba en las profundidades de su alma. Hasta los
títulos Ascensión de un
infante y Santa Virgen sugerían que a través de esos cuadros
ella quería purificar, y hasta santificar, su amor por la niña muerta y por
Keiko.
Keiko
había tomado el retrato de la madre de Otoko por un autorretrato de ésta,
cuando vio el cuadro por primera vez. Más tarde, el cuadro siempre recordó a
Otoko que –además de confundir a la mujer que allí se representaba– Keiko la
había calificado de adorable. La ternura del recuerdo había llevado a Otoko a
pintar a su madre joven y bella: pero quizás allí también existiera un elemento
de narcisismo. El lógico parecido no era explicación suficiente. Quizás hubiera
pintado, inconscientemente, su autorretrato.
Otoko
seguía amando a Oki, a la niñita muerta y a su madre. ¿Pero era posible que
esos amores hubieran permanecido inalterables desde los tiempos en que habían
sido una realidad tangible? ¿No existía la posibilidad de que algo de esos
mismos amores se hubiera transformado sutilmente en amor por sí misma? De ser
así, ella misma no lo habría advertido, por supuesto. La muerte le había
arrancado a su hijita y a su madre, y de Oki se había separado en forma
definitiva. Sin embargo los tres seguían viviendo dentro de ella. Pero sólo
Otoko les otorgaba esa vida. La imagen que conservaba de Oki había flotado
junto a ella en la corriente del tiempo y quizá los recuerdos de su amor
estuvieran teñidos por los colores de su amor por sí misma. Quizás hasta se
hubieran transformado. Nunca se le había ocurrido pensar en que los recuerdos
son sólo fantasmas y apariciones. Quizá fuera lógico que una mujer que había
vivido sola por dos décadas, sin amor ni matrimonio, se consagrara a los
recuerdos de un amor desafortunado Y que esa consagración adquiriera matices de
egolatría.
Y hasta
el hecho de haberse prendado de su discípula Keiko, tanto menor que ella y de
su mismo sexo, ¿no era acaso otra forma de amarse a sí misma? De otro modo
nunca habría soñado con retratar a una muchacha como Keiko –una joven que se
estaba volviendo peligrosa– como Santa Virgen budista, sentada sobre una flor
de loto. ¿No querría ella, Otoko, crear una imagen pura y adorable de sí misma?
Al parecer, la chica de dieciséis que amaba a Oki siempre existiría dentro de
ella y nunca envejecería.
Otoko
se sentía muy molesta y en una mañana como esa, cuando el calor de una noche estival
en Kyoto dejaba su quimono húmedo de transpiración, lo habitual era que se
levantara no bien despertaba. Pero ese día permaneció tendida, con el rostro
vuelto hacia la pared sobre la cual había fijado los bocetos de bebés. Aquellos
bocetos no le habían resultado fáciles. Aunque su hijita sólo había pasado por
este mundo durante un brevísimo lapso, Otoko quería pintar una especie de
niño–espíritu, una criatura que nunca hubiera entrado en el mundo de los seres
humanos.
Keiko
estaba aún profundamente dormida, con la espalda vuelta hacia Otoko. Tenía el
cuerpo envuelto en una fina manta de lino, que se había corrido por debajo de
su pecho. Estaba acostada sobre un lado, con las piernas juntas. Ambos pies
asomaban bajo la manta. Keiko vestía habitualmente al estilo japonés, de modo
que los dedos de sus pies –naturalmente largos y finos– no habían sido
deformados por los zapatos de tacones altos. Aquellos dedos eran tan esbeltos y
de huesos tan finos, que Otoko tuvo la sensación de que pertenecían a una especie
de ser no del todo humano. Había llegado al extremo de evitar mirarlos. Pero
cuando los tomó entre sus manos experimentó un curioso placer al pensar que no
podían pertenecer a una mujer de su propia generación. Era una sensación
aterradora.
Una
oleada de perfume ascendió hasta ella. Era una fragancia demasiado densa para
una muchacha joven; pero Otoko la reconoció, era un perfume que Keiko usaba de
tanto en tanto. Comenzó a preguntarse por qué lo había usado la noche anterior.
Cuando
Keiko llegó de regreso después de la medianoche, Otoko estaba demasiado absorta
en los bocetos como para prestarle mayor atención. La muchacha se metió en la
cama sin siquiera bañarse y no tardó en quedarse dormida. Pero quizás Otoko
igual la hubiera creído dormida, porque ella misma se hundió muy pronto en el
sueño.
No bien
se levantó, Otoko contorneó la cama de Keiko, en la penumbra, contempló el
rostro dormido de la muchacha y comenzó a deslizar los postigos de madera.
Keiko siempre se despertaba de buen humor por las mañanas y se levantaba de un
salto para ayudarla á correr los postigos. Pero esa mañana se limitó a sentarse
en la cama y a observar la operación. Por fin se levantó y dijo:
–Perdón.
Creo que no me dormí antes de las tres de la mañana.
Comenzó
a destender la cama de Otoko.
–¿Te
molestó el calor?
–Ajá.
–No
dobles mi quimono de dormir, por favor. Quiero lavarlo.
Otoko
se dirigió al baño, con el quimono en el brazo. Keiko la siguió para usar el
lavabo. Parecía tener prisa, hasta cuando se lavó los dientes.
–¿No quieres
bañarte?
–Sí.
–Por lo
visto te acostaste con el perfume que habías usado ayer.
–¿Sí?
–Así es
–afirmó Otoko y observó con desconfianza la expresión distraída de la
muchacha–. ¿Dónde estuviste anoche, Keiko?
No hubo
respuesta.
–Báñate.
Te sentirás mejor.
–Sí.
Más tarde.
–¿Más
tarde? –repitió Otoko y la miró.
Cuando
abandonó el cuarto de baño, Otoko encontró a Keiko eligiendo un quimono.
–¿Piensas
salir? –le preguntó con cierta brusquedad.
–Sí.
–¿Has
quedado en encontrarte con alguien?
–Sí.
–¿Con
quién?
–Con
Taichiro.
Otoko
pareció no entender.
–El
Taichiro de Oki –explicó Keiko sin vacilar, pero omitió la palabra
"hijo".
Otoko
no pudo formular comentarios: le faltaba la voz.
–Ayer
fui a recibirlo al aeropuerto y prometí mostrarle hoy la ciudad. O quizás él me
la muestre a mí... Otoko, yo nunca te oculto nada. Primero iremos al Templo
Nisonin... Él quiere ver una tumba que está en la ladera vecina.
–¿Quiere
ver una tumba? –repitió Otoko, como un débil eco.
–Dice
que es la tumba de un antiguo noble de la corte.
–¿Ah,
sí?
Keiko
se despojó de su quimono de dormir y permaneció desnuda, de espaldas a Otoko.
–Creo
que, después de todo, me voy a poner un quimono interior. Parecería que hoy
también va a hacer calor, pero no me siento cómoda sin ropa interior.
Otoko
la contempló en silencio mientras la muchacha se vestía.
–Y
ahora el obi bien ajustadito –comentó Keiko mientras se abrochaba la prenda.
Otoko
observó el rostro de Keiko en el espejo, mientras ésta se aplicaba algunos
cosméticos. Keiko sorprendió su mirada.
–No me
mires así –dijo.
Otoko
procuró suavizar su expresión.
Keiko
se miró en uno de los espejos laterales del tocador y acomodó un rizo sobre una
de sus bellísimas orejas. Luego hizo ademán de ponerse de pie, pero se
arrepintió y escogió un frasco de perfume.
Otoko
frunció el entrecejo.
–¿No
basta con el perfume de anoche?
–No te
preocupes.
–Estás
bastante inquieta, ¿no?
Otoko
hizo una pausa.
–Keiko,
¿por qué te encuentras con él?
–Me
escribió para hacerme saber que venía –respondió la joven; se puso de pie, se
dirigió a la cómoda y guardó apresuradamente varios quimonos que había sacado
para hacer su elección.
–Dóblalos
con prolijidad –dijo Otoko.
–Está
bien.
–Tendrás
que doblarlos de nuevo.
–Está
bien –replicó Keiko, pero no volvió a mirar la cómoda.
–Ven
para acá, te lo ruego –dijo Otoko con expresión grave.
Keiko
se acercó, se sentó frente a ella y la miró a los ojos. Otoko desvió la mirada
y preguntó de repente: –¿Te vas sin desayunar?
–No
importa. Anoche cené muy tarde.
–¿Tan
tarde como para no desayunar?
–Sí.
–Keiko
–comenzó nuevamente Otoko–: ¿por qué te encuentras con él?
–No lo
sé.
–¿Te
gusta estar con él?
–Sí.
–De
modo que eres tú quien deseaba el encuentro. Eso parecía explicar la inquietud
de Keiko.
–¿Puedo
preguntarte por qué? –prosiguió Otoko. Keiko no respondió.
–¿Es
forzoso que lo veas? –preguntó Otoko y bajó los ojos, como si observara su
propio regazo–. Yo preferiría que no lo hicieras. No vayas, por favor.
–¿Por
qué no? No tiene nada que ver contigo, ¿no?
–¡Ya lo
creo que tiene que ver conmigo!
–Pero
es que tú ni siquiera lo conoces.
–¡Has
pasado una noche con su padre y, sin embargo, no tienes inconvenientes en salir
con él!
Otoko
no podía pronunciar los nombres "Oki" y "Taichiro".
–Oki es
tu ex amante, pero a Taichiro no lo has visto nunca. No tiene nada que ver
contigo. Está bien que es hijo de Oki... pero no es tu hijo.
Otoko
sintió que aquellas palabras se le clavaban como un dardo. Le recordaban que la
esposa de Oki había dado a luz una niña poco después de la muerte de su propia
hijita.
–Keiko
–dijo–, estás tratando de seducirlo, ¿no?
–Fue él
quien me escribió para anunciarme su llegada.
–¿Estás
en tan buenos términos con él?
–No me
gusta tu elección de palabras.
–¿Cómo
quieres que lo formule? ¿Qué relación tienes con él? –preguntó Otoko y se pasó
el dorso de la mano por la frente húmeda–. Eres un ser temible.
En los
ojos de Keiko apareció un extraño brillo.
–Otoko,
odio a los hombres.
–No
vayas. Te ruego que no vayas. ¡Si vas preferiría que no regresaras! ¡Si te vas
hoy no vuelvas nunca más!
–¡Otoko!
Keiko
parecía al borde de las lágrimas.
–¿Qué
piensas hacer con Taichiro?
Las
manos de Otoko temblaban sobre su regazo. Era la primera vez que pronunciaba
aquel nombre.
Keiko
se puso de pie.
–Me voy
–anunció.
–Te
ruego que no vayas.
–Abofetéame,
Otoko. Abofetéame como lo hiciste el día que fuimos al Templo del Musgo.
Se
detuvo unos instantes, como si aguardara el golpe, y luego se alejó.
Otoko
estaba bañada en un sudor frío. Permaneció sentada, con los ojos fijos en las
hojas de un bambú, que refulgían a la luz del Sol. Por fin se levantó y se
dirigió al baño. El ruido del agua la sobresaltó. Quizás habría abierto
demasiado el grifo. Con movimiento apresurado cerró el paso del agua y luego lo
volvió a abrir, dejando correr un débil chorro, y comenzó a lavarse. Se sentía
un poco más tranquila, pero la tensión no había desaparecido de su cabeza. Se
aplicó una toalla mojada sobre la frente y sobre la nuca.
Al
regresar a la otra habitación, se sentó frente al retrato de su madre y a los
bocetos de su bebé. Se estremeció de horror ante sí misma. Todo aquello era la
consecuencia de vivir con Keiko; pero afectaba su existencia íntegra, agotaba
sus fuerzas y la hacía terriblemente desdichada. ¿Cuál había sido su razón de
vivir? ¿Por qué seguía existiendo?
Otoko
sintió necesidad de llamar a su madre. De pronto recordó el Retrato de mi anciana madre,
obra póstuma de Nakamura Tsumé. El artista había precedido a la madre en la
muerte. Otoko encontraba aquel cuadro profundamente conmovedor, en parte, porque
ese último retrato era el de la madre del pintor. Nunca había visto el cuadro
original, de modo que era difícil saber cómo era en realidad; pero hasta la
reproducción fotográfica la emocionaba.
En su
juventud, Nakamura Tsumé había pintado cuadros fuertes y sensuales de la mujer
a la que amaba. Utilizaba mucho el rojo y se decía que había experimentado
influencias de Rouault. Su Retrato de Eroshenko, una de sus obras maestras, era
una serena y reverente expresión de la noble melancolía del poeta ciego; pero
en maravillosos colores cálidos. En aquel último retrato de su madre, en
cambio, los colores eran oscuros y fríos y el estilo muy simple. Mostraba a una
anciana agobiada y enjuta, sentada de perfil, contra el fondo de una pared
entablada. En un nicho de la pared, justo delante de su cabeza, había un jarro
de agua y del otro lado pendía un termómetro. Por supuesto que el termómetro
podía haber sido colocado allí sólo por razones de composición, pero a Otoko la
impresionaba tanto como las cuentas de orar que asomaban entre los dedos de la
anciana, apoyados sobre el regazo. De alguna manera, aquellos objetos parecían
simbolizar los sentimientos del artista –próximo a morir– respecto de la
muerte. El cuadro, en conjunto, producía la misma impresión.
Otoko extrajo
el álbum de Nakamura de un armario y comparó el retrato de la madre del artista
con el que ella había pintado de su propia madre. Ella había preferido retratar
a su madre en plena juventud, a pesar de que ésta ya había muerto. Por otra
parte, aquella no era de ninguna manera su última obra ni flotaba sobre ella la
sombra de la muerte. El suyo era un estilo completamente distinto, encuadrado
en la tradición japonesa, y sin embargo, con la reproducción del retrato de
Nakamura a la vista, advertía el sentimentalismo de su propia pintura. Cerró
los ojos con fuerza y sintió que se iba a desmayar.
Había
pintado a su madre inspirada por un ferviente deseo de consuelo. Sólo había
pensado en ella como mujer joven y bella. ¡Qué superficial y egoísta parecía aquello
comparado con la ferviente devoción de un artista que estaba en los umbrales de
la muerte! ¿No habría sido así su vida entera?
Había
comenzado el retrato trazando los bocetos sobre la base de una fotografía que
mostraba a su madre más joven y bella aún de lo que luego se la vería en el
cuadro. Mientras trabajaba, Otoko echaba de tanto en tanto una mirada al espejo
para observar su propio rostro, que tenía mucha semejanza con el de su madre.
Quizá fuera natural que el cuadro tuviera una especie de primorosa lindura...
¿Pero además no se alcanzaba a detectar la falta de un espíritu profundo?
Otoko
recordaba que su madre siempre se había negado a dejarse fotografiar desde que
se instalaron en Kyoto. El fotógrafo de la revista de Tokyo había pedido que
posaran juntas, pero la anciana había huido... Otoko sospechaba ahora que lo
había hecho por dolor. Vivía en Kyoto con su hija como una proscripta, como
alguien que oculta su infamia. y hasta había cortado todo vínculo con sus
amigos de Tokyo. La propia Otoko no dejaba de sentirse proscripta; pero como
sólo tenía dieciséis años cuando llegó a Kyoto, su soledad y su aislamiento
eran distintos de los de su madre.
También
la distinguía de ella su amor por Oki, que se mantenía vivo a pesar de las
heridas que le había infligido.
Al
estudiar su retrato y el de Nakamura, se preguntó si no debía pintar a su madre
nuevamente.
Keiko
había partido para encontrarse con el hijo de Oki y Otoko sentía que la estaba
perdiendo. No podía evitar la ansiedad.
Aquella
mañana, Keiko no había mencionado ni una sola vez la palabra
"venganza". Había dicho que odiaba a los hombres, pero no se podía
prestar demasiado crédito a esas palabras. Ya se había traicionado al partir
sin desayuno, con el pretexto de que había cenado tarde la noche anterior. ¿Qué
pensaba hacer Keiko al hijo de Oki? ¿Qué sería de ellos y qué haría ella, la
propia Otoko, después de haber vivido durante tantos años cautiva del amor por
Oki? De pronto sintió que no podía esperar sentada.
Habiendo
fracasado en su intención de detener a Keiko, lo único que podía hacer era
tratar de encontrarlos y hablar con el propio Taichiro. Pero Keiko no le había
dicho dónde paraba el joven ni dónde pensaban encontrarse.
Vine a este sitio solo para dar testimonio de un hombre poderoso que me devolvió a mi amante en 48 horas, cuyo nombre e información de contacto son el Dr. JAMES y puedes contactarlo a través de (drjamesd3@gmail.com) o watssap +27737872215 Al principio , Nunca pensé que podría devolverle a mi amante, pero hoy, gracias a la ayuda del Dr. JAMES, mi amante y yo estamos juntos de nuevo.
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