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sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 5 " Un jardín rocoso"


UN JARDÍN ROCOSO

Entre los tantos célebres jardines rocosos de Kyoto están los del Templo del Musgo, los del Pabellón de Plata y el de Ryoanji; en realidad, este último es casi demasiado famoso, si bien puede decirse que materializa la esencia misma de la estética zen.
Otoko los conocía a todos y guardaba una imagen mental de todos ellos. Pero desde el final de la época de las lluvias había estado visitando el Templo del Musgo para hacer bocetos de su jardín rocoso. No es que pretendiera pintarlo. Sólo quería absorber un poco de su fuerza. ¿Acaso no era aquél uno de los jardines de piedra más fuertes y más antiguos? Otoko no tenía realmente ganas de pintarlo. El paisaje rocoso de la ladera no tenía nada de la tierna belleza del llamado Jardín de Musgo, situado más abajo. De no ser por los visitantes que lo recorrían, habría permanecido horas y horas contemplándolo. Quizá sólo dibujara para evitar la curiosidad de la gente que la veía allí contemplándolo inmóvil desde un ángulo y desde otro.
El Templo del Musgo había sido reparado en 1339 por el sacerdote Muso, quien había restaurado las edificaciones y había hecho excavar un estanque y construir una isla. Se decía que llevaba a sus visitantes a un pabellón–mirador en el punto más alto de la colina, para disfrutar de la vista de Kyoto.
Todos aquellos edificios habían sido destruidos. El jardín debía de haber sido restaurado muchas veces, después de inundaciones y otras calamidades. En apariencia, el actual paisaje árido, que simbolizaba una cascada y un arroyo, estaba construido a lo largo de un sendero flanqueado de faroles de piedra, que conducía al pabellón mirador. Era muy probable que hubiera permanecido inalterable, puesto que eran piedras.
Otoko sólo visitaba aquel jardín de rocas para contemplarlo y para dibujarlo; no tenía interés en los datos históricos. Keiko la seguía como su sombra.
–Todas las composiciones de piedra son abstractas, ¿no? –comentó Keiko un día–. Esto tiene algo de la fuerza de los cuadros de Cézanne sobre la costa rocosa de L'Estaque.
–¿Los has visto? Por supuesto se trataba de un paisaje real... no eran enormes acantilados, pero sí unos macizos salientes que se sucedían a lo largo de la costa.
–¿Sabes una cosa, Otoko? Si pintas este jardín rocoso, el cuadro resultará abstracto. Yo ni siquiera podría intentar una cosa realista.
–Supongo que tienes razón. Pero yo no he dicho que lo vaya a pintar.
–¿Quieres que intente hacer un bosquejo?
–Creo que sería lo mejor. Me gustó tu cuadro de la plantación de té. Es tan juvenil. También lo llevaste a lo de Oki, ¿no?
–Sí. Supongo que su esposa ya lo habrá hecho trizas... Pasé la noche con él en un hotel próximo a Enoshima. Me pareció un depravado: pero cuando pronuncié tu nombre se calmó bruscamente. Todavía te ama y tiene la conciencia sucia. Eso basta para despertar mis celos.
–¿Pero qué perseguías?
–Quiero destrozar su familia para vengarte.
–¡Otra vez hablando de venganza!
–Me indigna que sigas enamorada de él a pesar de todo. ¡Qué estúpidas son las mujeres...! Eso es lo que me enfurece.
Keiko hizo una pausa.
–Ésa es la razón por la cual estoy celosa –dijo por fin.
–¿Estás celosa?
–Por supuesto.
–¿Pasaste la noche con él por celos? Si todavía lo amo, la celosa debería ser yo.
–¿Estás celosa?
Otoko no replicó.
–¡Me haría tan feliz que fuera así! –exclamó Keiko y comenzó a dibujar con trazos rápidos–. No pude dormirme esa noche en el hotel. Oki, en cambio, parecía dormir muy contento. No soporto a los hombres cincuentones.
Otoko se descubrió a sí misma pensando si se habrían acostado en una cama camera.
–Dormía profundamente –continuó Keiko–. Fue una sensación maravillosa la de saber que estaba a mi merced y que podía estrangularlo allí mismo.
–¡Eres realmente peligrosa!
–Fue tan sólo una sensación; pero me hizo tan feliz que no pude conciliar el sueño.
La mano de Otoko temblaba cuando prosiguió con su dibujo.
–¿Y dices que haces todo eso por mí? No puedo creerlo.
–¡Sí que lo hago por ti!
Otoko estaba cada vez más alarmada.
–Te ruego que no vuelvas a esa casa. Es imprevisible lo que puede llegar a suceder.
–¿Nunca deseaste matarlo con tus propias manos, cuando estabas internada en la clínica psiquiátrica?
–Nunca. Puedo haber estado loca, pero de ahí a pensar en matar a alguien...
–¿Porque no lo odiabas, porque lo amabas demasiado?
–Además estaba el bebé.
–¿Bebé?
Keiko dudó unos instantes.
–¿Y si yo tuviera un hijo suyo?
–¡Keiko!
–Y luego lo arruinara...
Otoko la miró horrorizada. De aquella hermosa garganta surgían palabras aterrantes.
–Supongo que podrías hacerlo –dijo, tratando de controlarse–. ¿Pero te das cuenta de lo que eso significa? Si tuvieras un hijo de él yo no podría cuidarte. Y una vez que el niño naciera, tú no seguirías pensando como piensas. Todo cambiaría para ti.
–¡Yo no cambiaré jamás!
¿Qué habría ocurrido en ese hotel con Oki? Otoko sospechaba que la joven le estaba ocultando algo. ¿Qué trataba de ocultar Keiko detrás de palabras tan violentas como  celos y venganza?
Otoko se preguntó si ella misma aún podía celar a Oki y cerró los párpados. El jardín rocoso se recortó como un perfil oscuro en el fondo de sus ojos.
–¡Otoko! ¿Te sientes bien? –exclamó Keiko alarmada y la abrazó–. ¡Te has puesto muy pálida! La pellizcó con violencia bajo los brazos.
–¡Me has hecho daño!
Otoko vaciló y Keiko la sostuvo.
–Otoko, yo no quiero a nadie más que a ti. A ti y solamente a ti.
Otoko se enjugó el sudor frío que humedecía su frente.
–Si sigues así serás desdichada por el resto de tu vida.
–No me asusta la infelicidad.
–Dices eso porque eres joven y bonita.
–Seré feliz mientras pueda estar contigo.
–Lo celebro... pero ten en cuenta que soy mujer.
–Odio a los hombres.
-Eso no debe ser –comentó Otoko con tristeza–. Si es verdad, mientras más tiempo vivamos juntas... Por otra parte, nuestros gustos en materia de arte son muy distintos.
–Odiaría tener un maestro que pinte igual que yo.
–Odias muchas cosas, ¿no? –dijo Otoko, un poco más serena–. Préstame un instante tu cuaderno de bocetos. Keiko se lo alargó.
–¿Y esto qué es?
–¡No seas cruel! El jardín rocoso, ¿qué otra cosa iba a ser? Míralo con detenimiento. He hecho algo que no creía poder hacer.
Otoko observó el dibujo con más detenimiento y su expresión cambió. Era difícil interpretar el rápido boceto en tinta; pero la estampa parecía vibrar con una misteriosa  vida. Tenía una calidad que hasta entonces no había existido en las obras de Keiko.
–¡De modo que ha habido algo entre Oki y tú en ese hotel!
–Yo no diría tanto.
–¡Este boceto no se parece a nada de lo que has hecho hasta ahora!
–Otoko, si quieres que te diga la verdad, él ni siquiera es capaz de un beso prolongado.
Otoko permaneció en silencio.
–¿Son todos los hombres así?... Es la primera vez que me acuesto con un hombre, ¿sabes?
Perturbada por las implicaciones de aquella "primera vez", Otoko siguió mirando el dibujo de Keiko.
–Ojalá yo también fuera una piedra –dijo por fin.

El jardín rocoso del sacerdote Muso, sometido a la acción de la intemperie por espacio de siglos, había adquirido tal pátina de antigüedad, que las piedras parecían haber estado siempre allí. Sin embargo, sus rígidas formas angulares no dejaban lugar a dudas de que se trataba de una composición humana y Otoko nunca había sentido tan intensamente su presión como en aquel instante. Se sentía  sometida a un aplastante peso espiritual.
–Regresemos a casa –propuso–. Las piedras están empezando a asustarme.
–Está bien.
–No puedo sentarme aquí a meditar –prosiguió Otoko y su paso vaciló al iniciar el descenso–. Estoy segura de que no podría pintar estas rocas. Son abstractas, efectivamente... Quizá tú hayas captado algo en tu nervioso boceto.
Keiko la tomó del brazo.
–Volvamos a casa y juguemos a los delfines.
–¿Jugar a los delfines? ¿Qué quieres decir con eso?
Keiko rió con malicia y se adelantó hacia un grupo de bambúes que se erguían a la izquierda del camino. Se asemejaba mucho al macizo verde que mostraban las fotografías del templo.
Otoko parecía más tensa que desdichada. Mientras avanzaban por el sendero flanqueado de bambúes, Keiko la llamó, se acercó a ella y la palmeó.
–¿Qué ocurre? ¿Te ha hipnotizado ese jardín rocoso?
–No. Pero me gustaría instalarme aquí y contemplarlo durante días y días.
–No son más que piedras, ¿no? –comentó Keiko, con  la expresión radiante y juvenil de siempre–. Por la forma en que las miras, juraría que ves una especie de belleza potente y añeja que irradia de ellas. Pero una piedra es una piedra... Recuerdo el ensayo de un poeta haiku, según el   cual si se observa el mar día tras día y luego se contempla un jardín rocoso de Kyoto, se comprenderá el significado real de estos jardines.
–¿El mar en un jardín de piedras? Por supuesto, si uno piensa en el océano o en los grandes peñascos y acantilados, un arreglo de piedras en un jardín no pasa de ser la obra de un hombre. De cualquier manera, me temo que no podré pintar éste.
–¡Pero es que se trata, en efecto, de la obra de un hombre! Es abstracto. Siento como si yo lo pudiera hacer en mi propio estilo y utilizando los colores que se me ocurran.
Tras una pausa, Keiko añadió:
–¿Cuándo se comenzaron a hacer jardines de piedra?
–No sé. Quizá no antes del siglo XIV.
–¿Y qué antigüedad tenían las piedras?
–No tengo idea.
–¿Te gustaría que tus cuadros perduraran más aún?
–No puedo llegar a desear una cosa así –respondió Otoko, incómoda–. ¿Pero no crees que hasta este jardín o el del Palacio Katsura han cambiado mucho a través del tiempo? Hay árboles que brotan o que mueren o que son desgajados por las tormentas y cosas por el estilo. Aunque es probable que los arreglos rocosos en sí no hayan experimentado muchos cambios.
–Quizá sea mejor que todo cambie y desaparezca, Otoko –exclamó Keiko–. Mi cuadro de la plantación de té ya debe de estar hecho jirones como consecuencia de esa noche en Enoshima.
–Era un cuadro tan maravilloso.
–¿Lo crees?
–Dime, Keiko, ¿tienes intenciones de llevar todos tus mejores trabajos a casa de Oki?
–Sí... hasta que cumpla mi venganza.
–¡Ya te he dicho que no quiero volver a oír hablar de venganza!
–Comprendo –replicó Keiko alegremente–. Lo que no comprendo es mi propio rencor. ¿O será orgullo femenino? ¿O celos?
–¿Celos? –repitió Otoko con voz apenas audible, tomando uno de los dedos de Keiko.
–En lo más profundo de tu corazón sigues enamorada de él. Y él también te mantiene oculta en las profundidades del suyo. Lo advertí la noche de Año Nuevo.
Otoko permaneció en silencio.
–Supongo que en una mujer, hasta el odio es una forma del amor –prosiguió Keiko.
–¿Cómo puedes decir esas cosas, Keiko, y precisamente en un lugar como éste?
–Para mí, ese jardín de piedras simboliza los potentes sentimientos de los hombres que lo hicieron. Sin embargo, no puedo entender ahora lo que ocurría en sus corazones. Estas rocas han necesitado siglos para adquirir esa pátina; pero yo me pregunto qué aspecto tenían cuando el jardín era nuevo.
–Creo que me desilusionaría.
–Si yo lo pintara utilizaría cualquier forma y color que se me antojara, y mostraría estas piedras como si estuvieran recién emplazadas.
–Quizá puedas pintarlo.
–Otoko, este jardín rocoso durará mucho, mucho más que tú y que yo.
–Por supuesto –dijo Otoko y mientras hablaba sintió un estremecimiento–. Pero, con todo, no durará para siempre.
–Mientras esté junto a ti me importará poco que mis cuadros sean de corta vida o que alguien los destruya.
–Dices eso porque eres joven.
–Te diré que me encantaría que la señora de Oki destruyera mi cuadro de la plantación de té.
Hizo una pausa.
–No vale la pena que nadie tome en serio mis pinturas.
–Eso no es verdad.
–No tengo verdadero talento y no tengo interés en dejar nada para la posteridad. Lo único que quiero es estar junto a ti. Me habría conformado con hacer tareas domésticas a tu lado... y, sin embargo, tú te mostraste dispuesta a enseñarme a pintar.
–¿Estabas dispuesta a eso? –exclamó Otoko perpleja.
–En el fondo me sentía así.
–¡Pero tú tienes talento! A veces me deslumbra el talento que tienes.
–¿Como los dibujos infantiles? Los míos siempre se exponían en las paredes del aula.
–Eres mucho más creativa que yo. Con frecuencia te envidio. De modo que no sigas diciendo disparates.
–Muy bien –acató Keiko con una graciosa inclinación de cabeza–. Mientras pueda vivir junto a ti me esforzaré. Cambiemos de tema.
–¿Me has entendido realmente?
Keiko volvió a asentir con un movimiento de cabeza.
–Siempre que tú no me abandones...
–¿Cómo habría de abandonarte? –exclamó Otoko–. Pero, de todas maneras...
–¿De todas maneras qué?
–Una mujer tiene que tener en cuenta el matrimonio y los hijos.
–¡Ah! ¿Te referías a eso? –rió Keiko–. ¡Yo no pienso en eso!
–Y es por mi culpa. Lo lamento.
Otoko se volvió con la cabeza gacha y arrancó una hoja de un árbol próximo. Siguió andando en silencio.
–Las mujeres son seres dignos de compasión, ¿no te parece, Otoko? Un joven jamás se enamoraría de una mujer de sesenta años; pero, a veces, muchachas adolescentes se enamoran de hombres cincuentones o sesentones. No sólo porque piensen en obtener algo de ellos... ¿No estoy en lo cierto?
No hubo respuesta y Keiko prosiguió:
–Un hombre como Oki es realmente un caso desesperado. Creyó que yo era una simple prostituta. Otoko palideció.
–Y luego, en el instante crítico me oí a mi misma pronunciando tu nombre... ¡y él se quedó como petrificado! Me sentí insultada por tu causa.
Otoko sintió que las rodillas estaban a punto de flaquearle.
–¿En Enoshima? –preguntó, por fin.
–Sí.
Por alguna razón, Otoko no pudo protestar.

El taxi llegó al templo en el cual vivían las dos mujeres. Entraron en el estudio y se sentaron allí.
–Quizás opines que eso me salvó –dijo Keiko y no pudo reprimir el rubor–. ¿Quieres que tenga un hijo de Oki?
Una repentina bofetada en pleno rostro arrancó lágrimas de los ojos de la muchacha.
–¡Ay, qué lindo! –exclamó–. ¡Hazlo otra vez! Otoko temblaba de pies a cabeza.
–¡Hazlo otra vez! –repitió Keiko.
–¡Keiko!
–No sería mi hijo. Quiero que sea tuyo. Yo lo llevaré en mis entrañas y luego te lo entregaré. Quiero arrancarle un hijo a Oki para obsequiártelo a ti...
Una vez más la bofetada de Otoko aguijoneó la mejilla de Keiko. La muchacha se echó a llorar.
–Comprende, Otoko, por mucho que lo ames, ya no podrás tener un hijo suyo. ¡No podrás! Yo podría concebirlo sin experimentar sentimiento alguno. Sería como si tú lo hubieras llevado en tus entrañas.
–Keiko...

Otoko saltó a la galería y con su pie desnudo asestó un puntapié a la jaula de luciérnagas, que rodó hasta el jardín. Todas las luciérnagas parecieron encenderse al mismo tiempo. La jaula derramó una claridad verde–lechosa sobre el manchón de musgo en el que había caído. El cielo se estaba cubriendo, luego del largo día estival, y una ligera bruma vespertina comenzaba a flotar sobre el jardín. Pero aún había luz de día. Era muy raro que las luciérnagas brillaran con tanta intensidad. Quizás ella sólo hubiera imaginado aquella claridad verdosa que emanaba de la jaula, quizá la hubieran conjurado sus propios sentimientos. Permaneció rígida, como si se hubiera paralizado, y clavó los ojos en la jaula tumbada sobre el musgo.
Keiko dejó de sollozar. Reclinada aún en el suelo cubierto de esteras, apoyada sobre el brazo derecho, observaba a Otoko desde atrás. Por un momento, la rigidez de ésta pareció contagiarse al cuerpo de su discípula. Pero luego entró Omiyo para anunciar que el baño estaba preparado.
–Gracias –dijo Otoko con voz ahogada.
Sentía el frío húmedo de la transpiración en su pecho y la desagradable humedad del quimono bajo su ancho obi.
–Hay mucha humedad, ¿no? –prosiguió sin volverse–. Quizá todavía no haya concluido la época de las lluvias... Me alegro de que nos haya preparado el baño.

Omiyo se encargaba de la limpieza del templo desde hacía seis años y también atendía la casa de Otoko. Su enorme capacidad de trabajo le permitía hacerse cargo de la limpieza, del lavado de ropa y de platos, y hasta de la comida, en determinadas ocasiones. A Otoko le gustaba cocinar y lo hacía bien, pero a veces se enfrascaba tanto en su pintura que prefería no hacerlo. Keiko, por su parte, tenía un sorprendente talento para crear los sutiles sabores de la cocina de Kyoto; pero no se podía confiar demasiado en ella. Por eso, con bastante frecuencia se las arreglaban con los platos simples que preparaba Omiyo. En el templo había otras dos mujeres, la joven esposa del administrador y su madre; por lo tanto, Omiyo podía dedicar la mayor parte del tiempo a Otoko. Era una mujer cincuentona, baja y rolliza. Sus muñecas y sus tobillos eran tan regordetes que parecían haber sido ajustados con un cordel.
Jovial como siempre, Omiyo miró con curiosidad la jaula de las luciérnagas.
–¿Piensa hacerles beber el rocío de la noche, señorita Ueno? –preguntó mientras se acercaba a la jaula y la enderezaba. Aparentemente creía que las habían colocado allí ex profeso.
Cuando se enderezó y miró hacia la galería, Otoko ya había desaparecido en el cuarto de baño y Omiyo se encontró frente a Keiko. Había una mirada penetrante en los húmedos ojos de Keiko y, a pesar de su palidez, una de sus mejillas estaba roja. Omiyo bajó los ojos y preguntó si ocurría algo malo.
Keiko no respondió. Se puso de pie sin cambiar de expresión. Oyó ruido de agua en el baño. Sin duda Otoko estaría añadiendo agua fría a la bañera.

De pie ante el espejo del estudio, Keiko retocó su maquillaje con cosméticos que extrajo del bolso y se pasó un pequeño peine de plata por el cabello. En el cuarto de vestir, vecino al baño, había un espejo de cuerpo entero y un espejo con alas movibles; pero vacilaba en entrar, pues Otoko se había desvestido allí. Keiko tomó el primer quimono sin forro que encontró en un cajón de la cómoda, se cambió de ropa interior y se deslizó dentro de la prenda. Trató de ajustarlo adelante, pero sus manos se movían con torpeza. En ese instante sus labios pronunciaron el nombre de Otoko. Al mirar la prenda, vio a Otoko en el estampado de las mangas y de la falda. Otoko había creado aquel estampado para ella. Las flores estivales parecían demasiado audaces y abstractas para haber sido diseñadas por Otoko. Se las podría haber tomado por dondiego, pero eran flores de ensueño en la más moderna gama de colores. Era un estampado muy fresco y juvenil. Probablemente, Otoko lo había diseñado en la época en que ella y Keiko eran inseparables.
–¿Va a salir, señorita Sakami? –preguntó Omiyo desde la habitación vecina.
–¿Qué está haciendo? –dijo Keiko sin volverse–. ¿Por qué no viene y me ayuda con esto?
Se le ocurrió que Omiyo podía entrar en sospechas al ver la torpeza con que se movían sus manos al abrochar la faja.
–¿Va a salir? –insistió Omiyo tras una pausa.
–¡No, no voy a salir! –replicó Keiko con brusquedad y recogió la falda del quimono con la mano derecha, mientras sostenía el obi sobre el brazo izquierdo.
–Tráigame un par de medias, por favor –ordenó luego desde el cuarto de vestir.
Otoko había oído los pasos y creyó que Keiko iba a reunirse con ella en la bañera.
–El agua está a la temperatura ideal –gritó desde el baño. Pero Keiko no se movió de su sitio, ante el espejo de pie. Continuaba luchando con la faja. La ajustó tanto, que casi se le enterró en la carne.
Omiyo llegó con las medias, las dejó y se retiró.
–¡Entra de una vez! –invitó Otoko.
Sumergida en el agua hasta el pecho, observó la puerta de cedro que conducía al cuarto de vestir. Pero Keiko no la abrió. Ni siquiera se oyó el susurro de su falda.
De pronto, Otoko tuvo miedo de que Keiko se negara a compartir el baño con ella. Se aferró al borde de la bañera, se incorporó y salió del agua.
¿Acaso Keiko vacilaba en mostrarse desnuda ante ella después de haber pasado una noche con Oki?
Hacía más de dos semanas que había regresado de Tokyo. Desde entonces se había bañado muchas veces con Otoko y nunca se había avergonzado de exhibirse desnuda. Pero sólo aquel día, en el jardín de piedras, se había confesado en forma inesperada. Lo que había dicho parecía muy extraño.
Durante años Otoko había ido descubriendo lo extraña que era aquella muchacha. Era indudable que ella misma había contribuido a acentuar las peculiaridades de la joven. No podía atribuírsele toda la responsabilidad, pero había alentado la llama que ya ardía en ella.
Mientras aguardaba en el baño, Otoko sintió que su frente se perlaba de sudor frío.
–¿No vienes, Keiko? –preguntó.
–No.
–¿No te vas a bañar?
–No.
–¿Ni siquiera te vas a pasar una esponja por el cuerpo?
–No necesito hacerlo.
Se hizo un silencio y luego se oyó nuevamente la voz de Keiko:
–Otoko, lo lamento. Te ruego que me disculpes.
–Tú tienes que perdonarme a mí... –replicó Otoko–. Yo soy la culpable. Keiko no replicó.
–¿Qué estás haciendo? ¿Estás simplemente de pie, allí?
–Estoy sujetando mi obi.
–¿Has dicho que estás sujetando tu obi?
Otoko se secó a toda prisa y se dirigió al cuarto de vestir. Keiko estaba inmaculada, en su quimono limpio.
–Caramba, ¿piensas salir?
–Sí.
–¿Y a dónde vas?
–No sé –confesó Keiko.
Sus brillantes ojos tenían una mirada triste.
Otoko se echó una salida de baño sobre los hombros, como si su propia desnudez le incomodara.
–Iré contigo –anunció.
–Está bien.
–¿No te importa?
–Por supuesto que no.
Keiko se apartó. Su rostro se reflejaba en el espejo de cuerpo entero.
–Te aguardaré –dijo.
–No voy a demorar. Pero déjame entrar aquí.
Otoko pasó junto a Keiko y se sentó ante la mesa–tocador. Miró su rostro en el espejo.
–¿Qué opinas de Kiyamachi? El local de Ofusa –propuso–. Llama y reserva una mesa en el balcón o una pequeña habitación en el piso alto... Cualquier cosa, con tal de que tenga vista al río... Si no consigues nada allí iremos a otro lado.
Keiko asintió con un movimiento de cabeza.
–Pero primero te traeré un vaso de agua helada.
–¿Parezco acalorada?
–Sí.
–No te preocupes, no me pondré violenta...
Otoko vertió un chorrito de loción en la palma de su mano izquierda.
El agua helada que le trajo Keiko descendió por su garganta dejando a su paso una sensación de frío.

Keiko se había encaminado a la residencia principal del templo para telefonear. Cuando regresó, Otoko seguía vistiéndose a toda prisa.
–Ofusa dice que podemos ocupar una mesa en el balcón hasta las ocho y media.
–¿Ocho y media? –Otoko frunció el entrecejo–. Y bien, eso basta. Si vamos en seguida podemos cenar con tranquilidad.
Cerró más el ángulo de los espejos laterales del tocador y se inclinó para controlar su peinado.
–Creo que no es necesario que me vuelva a peinar. Keiko se detuvo detrás de Otoko y enderezó la costura trasera de su quimono con ademán suave.




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