UN
JARDÍN ROCOSO
Entre
los tantos célebres jardines rocosos de Kyoto están los del Templo del Musgo,
los del Pabellón de Plata y el de Ryoanji; en realidad, este último es casi
demasiado famoso, si bien puede decirse que materializa la esencia misma de la
estética zen.
Otoko
los conocía a todos y guardaba una imagen mental de todos ellos. Pero desde el
final de la época de las lluvias había estado visitando el Templo del Musgo
para hacer bocetos de su jardín rocoso. No es que pretendiera pintarlo. Sólo
quería absorber un poco de su fuerza. ¿Acaso no era aquél uno de los jardines
de piedra más fuertes y más antiguos? Otoko no tenía realmente ganas de
pintarlo. El paisaje rocoso de la ladera no tenía nada de la tierna belleza del
llamado Jardín de Musgo, situado más abajo. De no ser por los visitantes que lo
recorrían, habría permanecido horas y horas contemplándolo. Quizá sólo dibujara
para evitar la curiosidad de la gente que la veía allí contemplándolo inmóvil
desde un ángulo y desde otro.
El
Templo del Musgo había sido reparado en 1339 por el sacerdote Muso, quien había
restaurado las edificaciones y había hecho excavar un estanque y construir una
isla. Se decía que llevaba a sus visitantes a un pabellón–mirador en el punto
más alto de la colina, para disfrutar de la vista de Kyoto.
Todos
aquellos edificios habían sido destruidos. El jardín debía de haber sido
restaurado muchas veces, después de inundaciones y otras calamidades. En
apariencia, el actual paisaje árido, que simbolizaba una cascada y un arroyo,
estaba construido a lo largo de un sendero flanqueado de faroles de piedra, que
conducía al pabellón mirador. Era muy probable que hubiera permanecido
inalterable, puesto que eran piedras.
Otoko
sólo visitaba aquel jardín de rocas para contemplarlo y para dibujarlo; no
tenía interés en los datos históricos. Keiko la seguía como su sombra.
–Todas
las composiciones de piedra son abstractas, ¿no? –comentó Keiko un día–. Esto
tiene algo de la fuerza de los cuadros de Cézanne sobre la costa rocosa de
L'Estaque.
–¿Los
has visto? Por supuesto se trataba de un paisaje real... no eran enormes
acantilados, pero sí unos macizos salientes que se sucedían a lo largo de la
costa.
–¿Sabes
una cosa, Otoko? Si pintas este jardín rocoso, el cuadro resultará abstracto.
Yo ni siquiera podría intentar una cosa realista.
–Supongo
que tienes razón. Pero yo no he dicho que lo vaya a pintar.
–¿Quieres
que intente hacer un bosquejo?
–Creo
que sería lo mejor. Me gustó tu cuadro de la plantación de té. Es tan juvenil.
También lo llevaste a lo de Oki, ¿no?
–Sí.
Supongo que su esposa ya lo habrá hecho trizas... Pasé la noche con él en un
hotel próximo a Enoshima. Me pareció un depravado: pero cuando pronuncié tu
nombre se calmó bruscamente. Todavía te ama y tiene la conciencia sucia. Eso
basta para despertar mis celos.
–¿Pero
qué perseguías?
–Quiero
destrozar su familia para vengarte.
–¡Otra
vez hablando de venganza!
–Me
indigna que sigas enamorada de él a pesar de todo. ¡Qué estúpidas son las
mujeres...! Eso es lo que me enfurece.
Keiko
hizo una pausa.
–Ésa es
la razón por la cual estoy celosa –dijo por fin.
–¿Estás
celosa?
–Por
supuesto.
–¿Pasaste
la noche con él por celos? Si todavía lo amo, la celosa debería ser yo.
–¿Estás
celosa?
Otoko
no replicó.
–¡Me
haría tan feliz que fuera así! –exclamó Keiko y comenzó a dibujar con trazos
rápidos–. No pude dormirme esa noche en el hotel. Oki, en cambio, parecía
dormir muy contento. No soporto a los hombres cincuentones.
Otoko
se descubrió a sí misma pensando si se habrían acostado en una cama camera.
–Dormía
profundamente –continuó Keiko–. Fue una sensación maravillosa la de saber que
estaba a mi merced y que podía estrangularlo allí mismo.
–¡Eres
realmente peligrosa!
–Fue
tan sólo una sensación; pero me hizo tan feliz que no pude conciliar el sueño.
La mano
de Otoko temblaba cuando prosiguió con su dibujo.
–¿Y
dices que haces todo eso por mí? No puedo creerlo.
–¡Sí
que lo hago por ti!
Otoko
estaba cada vez más alarmada.
–Te
ruego que no vuelvas a esa casa. Es imprevisible lo que puede llegar a suceder.
–¿Nunca
deseaste matarlo con tus propias manos, cuando estabas internada en la clínica
psiquiátrica?
–Nunca.
Puedo haber estado loca, pero de ahí a pensar en matar a alguien...
–¿Porque
no lo odiabas, porque lo amabas demasiado?
–Además
estaba el bebé.
–¿Bebé?
Keiko
dudó unos instantes.
–¿Y si
yo tuviera un hijo suyo?
–¡Keiko!
–Y
luego lo arruinara...
Otoko
la miró horrorizada. De aquella hermosa garganta surgían palabras aterrantes.
–Supongo
que podrías hacerlo –dijo, tratando de controlarse–. ¿Pero te das cuenta de lo
que eso significa? Si tuvieras un hijo de él yo no podría cuidarte. Y una vez
que el niño naciera, tú no seguirías pensando como piensas. Todo cambiaría para
ti.
–¡Yo no
cambiaré jamás!
¿Qué
habría ocurrido en ese hotel con Oki? Otoko sospechaba que la joven le estaba
ocultando algo. ¿Qué trataba de ocultar Keiko detrás de palabras tan violentas
como celos y venganza?
Otoko
se preguntó si ella misma aún podía celar a Oki y cerró los párpados. El jardín
rocoso se recortó como un perfil oscuro en el fondo de sus ojos.
–¡Otoko!
¿Te sientes bien? –exclamó Keiko alarmada y la abrazó–. ¡Te has puesto muy
pálida! La pellizcó con violencia bajo los brazos.
–¡Me
has hecho daño!
Otoko vaciló
y Keiko la sostuvo.
–Otoko,
yo no quiero a nadie más que a ti. A
ti y solamente a ti.
Otoko
se enjugó el sudor frío que humedecía su frente.
–Si
sigues así serás desdichada por el resto de tu vida.
–No me
asusta la infelicidad.
–Dices
eso porque eres joven y bonita.
–Seré
feliz mientras pueda estar contigo.
–Lo
celebro... pero ten en cuenta que soy mujer.
–Odio a
los hombres.
-Eso no
debe ser –comentó Otoko con tristeza–. Si es verdad, mientras más tiempo
vivamos juntas... Por otra parte, nuestros gustos en materia de arte son muy
distintos.
–Odiaría
tener un maestro que pinte igual que yo.
–Odias
muchas cosas, ¿no? –dijo Otoko, un poco más serena–. Préstame un instante tu
cuaderno de bocetos. Keiko se lo alargó.
–¿Y
esto qué es?
–¡No
seas cruel! El jardín rocoso, ¿qué otra cosa iba a ser? Míralo con
detenimiento. He hecho algo que no creía poder hacer.
Otoko
observó el dibujo con más detenimiento y su expresión cambió. Era difícil
interpretar el rápido boceto en tinta; pero la estampa parecía vibrar con una
misteriosa vida. Tenía una calidad que hasta entonces no había existido
en las obras de Keiko.
–¡De
modo que ha habido algo entre Oki y tú en ese hotel!
–Yo no
diría tanto.
–¡Este
boceto no se parece a nada de lo que has hecho hasta ahora!
–Otoko,
si quieres que te diga la verdad, él ni siquiera es capaz de un beso
prolongado.
Otoko
permaneció en silencio.
–¿Son
todos los hombres así?... Es la primera vez que me acuesto con un hombre,
¿sabes?
Perturbada
por las implicaciones de aquella "primera vez", Otoko siguió mirando
el dibujo de Keiko.
–Ojalá
yo también fuera una piedra –dijo por fin.
El
jardín rocoso del sacerdote Muso, sometido a la acción de la intemperie por
espacio de siglos, había adquirido tal pátina de antigüedad, que las piedras
parecían haber estado siempre allí. Sin embargo, sus rígidas formas angulares
no dejaban lugar a dudas de que se trataba de una composición humana y Otoko
nunca había sentido tan intensamente su presión como en aquel instante. Se
sentía sometida a un aplastante peso espiritual.
–Regresemos
a casa –propuso–. Las piedras están empezando a asustarme.
–Está
bien.
–No
puedo sentarme aquí a meditar –prosiguió Otoko y su paso vaciló al iniciar el
descenso–. Estoy segura de que no podría pintar estas rocas. Son abstractas,
efectivamente... Quizá tú hayas captado algo en tu nervioso boceto.
Keiko
la tomó del brazo.
–Volvamos
a casa y juguemos a los delfines.
–¿Jugar
a los delfines? ¿Qué quieres decir con eso?
Keiko
rió con malicia y se adelantó hacia un grupo de bambúes que se erguían a la
izquierda del camino. Se asemejaba mucho al macizo verde que mostraban las
fotografías del templo.
Otoko
parecía más tensa que desdichada. Mientras avanzaban por el sendero flanqueado
de bambúes, Keiko la llamó, se acercó a ella y la palmeó.
–¿Qué
ocurre? ¿Te ha hipnotizado ese jardín rocoso?
–No.
Pero me gustaría instalarme aquí y contemplarlo durante días y días.
–No son
más que piedras, ¿no? –comentó Keiko, con la expresión radiante y juvenil
de siempre–. Por la forma en que las miras, juraría que ves una especie de
belleza potente y añeja que irradia de ellas. Pero una piedra es una piedra...
Recuerdo el ensayo de un poeta haiku, según el cual si se observa
el mar día tras día y luego se contempla un jardín rocoso de Kyoto, se comprenderá
el significado real de estos jardines.
–¿El
mar en un jardín de piedras? Por supuesto, si uno piensa en el océano o en los
grandes peñascos y acantilados, un arreglo de piedras en un jardín no pasa de
ser la obra de un hombre. De cualquier manera, me temo que no podré pintar
éste.
–¡Pero
es que se trata, en efecto, de la obra de un hombre! Es abstracto. Siento como
si yo lo pudiera hacer en mi propio estilo y utilizando los colores que se me
ocurran.
Tras
una pausa, Keiko añadió:
–¿Cuándo
se comenzaron a hacer jardines de piedra?
–No sé.
Quizá no antes del siglo XIV.
–¿Y qué
antigüedad tenían las piedras?
–No
tengo idea.
–¿Te
gustaría que tus cuadros perduraran más aún?
–No
puedo llegar a desear una cosa así –respondió Otoko, incómoda–. ¿Pero no crees
que hasta este jardín o el del Palacio Katsura han cambiado mucho a través del
tiempo? Hay árboles que brotan o que mueren o que son desgajados por las
tormentas y cosas por el estilo. Aunque es probable que los arreglos rocosos en
sí no hayan experimentado muchos cambios.
–Quizá
sea mejor que todo cambie y desaparezca, Otoko –exclamó Keiko–. Mi cuadro de la
plantación de té ya debe de estar hecho jirones como consecuencia de esa noche
en Enoshima.
–Era un
cuadro tan maravilloso.
–¿Lo
crees?
–Dime,
Keiko, ¿tienes intenciones de llevar todos tus mejores trabajos a casa de Oki?
–Sí...
hasta que cumpla mi venganza.
–¡Ya te
he dicho que no quiero volver a oír hablar de venganza!
–Comprendo
–replicó Keiko alegremente–. Lo que no comprendo es mi propio rencor. ¿O será
orgullo femenino? ¿O celos?
–¿Celos?
–repitió Otoko con voz apenas audible, tomando uno de los dedos de Keiko.
–En lo
más profundo de tu corazón sigues enamorada de él. Y él también te mantiene
oculta en las profundidades del suyo. Lo advertí la noche de Año Nuevo.
Otoko
permaneció en silencio.
–Supongo
que en una mujer, hasta el odio es una forma del amor –prosiguió Keiko.
–¿Cómo
puedes decir esas cosas, Keiko, y precisamente en un lugar como éste?
–Para
mí, ese jardín de piedras simboliza los potentes sentimientos de los hombres
que lo hicieron. Sin embargo, no puedo entender ahora lo que ocurría en sus
corazones. Estas rocas han necesitado siglos para adquirir esa pátina; pero yo
me pregunto qué aspecto tenían cuando el jardín era nuevo.
–Creo
que me desilusionaría.
–Si yo
lo pintara utilizaría cualquier forma y color que se me antojara, y mostraría
estas piedras como si estuvieran recién emplazadas.
–Quizá
puedas pintarlo.
–Otoko,
este jardín rocoso durará mucho, mucho más que tú y que yo.
–Por
supuesto –dijo Otoko y mientras hablaba sintió un estremecimiento–. Pero, con
todo, no durará para siempre.
–Mientras
esté junto a ti me importará poco que mis cuadros sean de corta vida o que
alguien los destruya.
–Dices
eso porque eres joven.
–Te
diré que me encantaría que la señora de Oki destruyera mi cuadro de la
plantación de té.
Hizo
una pausa.
–No
vale la pena que nadie tome en serio mis pinturas.
–Eso no
es verdad.
–No
tengo verdadero talento y no tengo interés en dejar nada para la posteridad. Lo
único que quiero es estar junto a ti. Me habría conformado con hacer tareas
domésticas a tu lado... y, sin embargo, tú te mostraste dispuesta a enseñarme a
pintar.
–¿Estabas
dispuesta a eso? –exclamó Otoko perpleja.
–En el
fondo me sentía así.
–¡Pero
tú tienes talento! A veces me deslumbra el talento que tienes.
–¿Como
los dibujos infantiles? Los míos siempre se exponían en las paredes del aula.
–Eres
mucho más creativa que yo. Con frecuencia te envidio. De modo que no sigas
diciendo disparates.
–Muy
bien –acató Keiko con una graciosa inclinación de cabeza–. Mientras pueda vivir
junto a ti me esforzaré. Cambiemos de tema.
–¿Me
has entendido realmente?
Keiko
volvió a asentir con un movimiento de cabeza.
–Siempre
que tú no me abandones...
–¿Cómo
habría de abandonarte? –exclamó Otoko–. Pero, de todas maneras...
–¿De
todas maneras qué?
–Una
mujer tiene que tener en cuenta el matrimonio y los hijos.
–¡Ah!
¿Te referías a eso? –rió Keiko–. ¡Yo no pienso en eso!
–Y es
por mi culpa. Lo lamento.
Otoko
se volvió con la cabeza gacha y arrancó una hoja de un árbol próximo. Siguió
andando en silencio.
–Las
mujeres son seres dignos de compasión, ¿no te parece, Otoko? Un joven jamás se
enamoraría de una mujer de sesenta años; pero, a veces, muchachas adolescentes
se enamoran de hombres cincuentones o sesentones. No sólo porque piensen en
obtener algo de ellos... ¿No estoy en lo cierto?
No hubo
respuesta y Keiko prosiguió:
–Un
hombre como Oki es realmente un caso desesperado. Creyó que yo era una simple
prostituta. Otoko palideció.
–Y
luego, en el instante crítico me oí a mi misma pronunciando tu nombre... ¡y él
se quedó como petrificado! Me sentí insultada por tu causa.
Otoko
sintió que las rodillas estaban a punto de flaquearle.
–¿En
Enoshima? –preguntó, por fin.
–Sí.
Por
alguna razón, Otoko no pudo protestar.
El taxi
llegó al templo en el cual vivían las dos mujeres. Entraron en el estudio y se
sentaron allí.
–Quizás
opines que eso me salvó –dijo Keiko y no pudo reprimir el rubor–. ¿Quieres que
tenga un hijo de Oki?
Una
repentina bofetada en pleno rostro arrancó lágrimas de los ojos de la muchacha.
–¡Ay,
qué lindo! –exclamó–. ¡Hazlo otra vez! Otoko temblaba de pies a cabeza.
–¡Hazlo
otra vez! –repitió Keiko.
–¡Keiko!
–No
sería mi hijo. Quiero que sea tuyo. Yo lo llevaré en mis entrañas y luego te lo
entregaré. Quiero arrancarle un hijo a Oki para obsequiártelo a ti...
Una vez
más la bofetada de Otoko aguijoneó la mejilla de Keiko. La muchacha se echó a
llorar.
–Comprende,
Otoko, por mucho que lo ames, ya no podrás tener un hijo suyo. ¡No podrás! Yo
podría concebirlo sin experimentar sentimiento alguno. Sería como si tú lo
hubieras llevado en tus entrañas.
–Keiko...
Otoko
saltó a la galería y con su pie desnudo asestó un puntapié a la jaula de
luciérnagas, que rodó hasta el jardín. Todas las luciérnagas parecieron
encenderse al mismo tiempo. La jaula derramó una claridad verde–lechosa sobre
el manchón de musgo en el que había caído. El cielo se estaba cubriendo, luego
del largo día estival, y una ligera bruma vespertina comenzaba a flotar sobre
el jardín. Pero aún había luz de día. Era muy raro que las luciérnagas
brillaran con tanta intensidad. Quizás ella sólo hubiera imaginado aquella
claridad verdosa que emanaba de la jaula, quizá la hubieran conjurado sus
propios sentimientos. Permaneció rígida, como si se hubiera paralizado, y clavó
los ojos en la jaula tumbada sobre el musgo.
Keiko
dejó de sollozar. Reclinada aún en el suelo cubierto de esteras, apoyada sobre
el brazo derecho, observaba a Otoko desde atrás. Por un momento, la rigidez de
ésta pareció contagiarse al cuerpo de su discípula. Pero luego entró Omiyo para
anunciar que el baño estaba preparado.
–Gracias
–dijo Otoko con voz ahogada.
Sentía
el frío húmedo de la transpiración en su pecho y la desagradable humedad del
quimono bajo su ancho obi.
–Hay
mucha humedad, ¿no? –prosiguió sin volverse–. Quizá todavía no haya concluido
la época de las lluvias... Me alegro de que nos haya preparado el baño.
Omiyo
se encargaba de la limpieza del templo desde hacía seis años y también atendía
la casa de Otoko. Su enorme capacidad de trabajo le permitía hacerse cargo de
la limpieza, del lavado de ropa y de platos, y hasta de la comida, en
determinadas ocasiones. A Otoko le gustaba cocinar y lo hacía bien, pero a
veces se enfrascaba tanto en su pintura que prefería no hacerlo. Keiko, por su
parte, tenía un sorprendente talento para crear los sutiles sabores de la
cocina de Kyoto; pero no se podía confiar demasiado en ella. Por eso, con
bastante frecuencia se las arreglaban con los platos simples que preparaba
Omiyo. En el templo había otras dos mujeres, la joven esposa del administrador
y su madre; por lo tanto, Omiyo podía dedicar la mayor parte del tiempo a
Otoko. Era una mujer cincuentona, baja y rolliza. Sus muñecas y sus tobillos
eran tan regordetes que parecían haber sido ajustados con un cordel.
Jovial
como siempre, Omiyo miró con curiosidad la jaula de las luciérnagas.
–¿Piensa
hacerles beber el rocío de la noche, señorita Ueno? –preguntó mientras se
acercaba a la jaula y la enderezaba. Aparentemente creía que las habían
colocado allí ex profeso.
Cuando
se enderezó y miró hacia la galería, Otoko ya había desaparecido en el cuarto
de baño y Omiyo se encontró frente a Keiko. Había una mirada penetrante en los
húmedos ojos de Keiko y, a pesar de su palidez, una de sus mejillas estaba
roja. Omiyo bajó los ojos y preguntó si ocurría algo malo.
Keiko
no respondió. Se puso de pie sin cambiar de expresión. Oyó ruido de agua en el
baño. Sin duda Otoko estaría añadiendo agua fría a la bañera.
De pie
ante el espejo del estudio, Keiko retocó su maquillaje con cosméticos que
extrajo del bolso y se pasó un pequeño peine de plata por el cabello. En el
cuarto de vestir, vecino al baño, había un espejo de cuerpo entero y un espejo
con alas movibles; pero vacilaba en entrar, pues Otoko se había desvestido
allí. Keiko tomó el primer quimono sin forro que encontró en un cajón de la
cómoda, se cambió de ropa interior y se deslizó dentro de la prenda. Trató de
ajustarlo adelante, pero sus manos se movían con torpeza. En ese instante sus
labios pronunciaron el nombre de Otoko. Al mirar la prenda, vio a Otoko en el
estampado de las mangas y de la falda. Otoko había creado aquel estampado para
ella. Las flores estivales parecían demasiado audaces y abstractas para haber
sido diseñadas por Otoko. Se las podría haber tomado por dondiego, pero eran
flores de ensueño en la más moderna gama de colores. Era un estampado muy
fresco y juvenil. Probablemente, Otoko lo había diseñado en la época en que
ella y Keiko eran inseparables.
–¿Va a
salir, señorita Sakami? –preguntó Omiyo desde la habitación vecina.
–¿Qué
está haciendo? –dijo Keiko sin volverse–. ¿Por qué no viene y me ayuda con
esto?
Se le
ocurrió que Omiyo podía entrar en sospechas al ver la torpeza con que se movían
sus manos al abrochar la faja.
–¿Va a
salir? –insistió Omiyo tras una pausa.
–¡No,
no voy a salir! –replicó Keiko con brusquedad y recogió la falda del quimono
con la mano derecha, mientras sostenía el obi sobre el brazo izquierdo.
–Tráigame
un par de medias, por favor –ordenó luego desde el cuarto de vestir.
Otoko
había oído los pasos y creyó que Keiko iba a reunirse con ella en la bañera.
–El
agua está a la temperatura ideal –gritó desde el baño. Pero Keiko no se movió
de su sitio, ante el espejo de pie. Continuaba luchando con la faja. La ajustó
tanto, que casi se le enterró en la carne.
Omiyo
llegó con las medias, las dejó y se retiró.
–¡Entra
de una vez! –invitó Otoko.
Sumergida
en el agua hasta el pecho, observó la puerta de cedro que conducía al cuarto de
vestir. Pero Keiko no la abrió. Ni siquiera se oyó el susurro de su falda.
De
pronto, Otoko tuvo miedo de que Keiko se negara a compartir el baño con ella.
Se aferró al borde de la bañera, se incorporó y salió del agua.
¿Acaso
Keiko vacilaba en mostrarse desnuda ante ella después de haber pasado una noche
con Oki?
Hacía
más de dos semanas que había regresado de Tokyo. Desde entonces se había bañado
muchas veces con Otoko y nunca se había avergonzado de exhibirse desnuda. Pero
sólo aquel día, en el jardín de piedras, se había confesado en forma
inesperada. Lo que había dicho parecía muy extraño.
Durante
años Otoko había ido descubriendo lo extraña que era aquella muchacha. Era
indudable que ella misma había contribuido a acentuar las peculiaridades de la
joven. No podía atribuírsele toda la responsabilidad, pero había alentado la
llama que ya ardía en ella.
Mientras
aguardaba en el baño, Otoko sintió que su frente se perlaba de sudor frío.
–¿No
vienes, Keiko? –preguntó.
–No.
–¿No te
vas a bañar?
–No.
–¿Ni
siquiera te vas a pasar una esponja por el cuerpo?
–No
necesito hacerlo.
Se hizo
un silencio y luego se oyó nuevamente la voz de Keiko:
–Otoko,
lo lamento. Te ruego que me disculpes.
–Tú
tienes que perdonarme a mí... –replicó Otoko–. Yo soy la culpable. Keiko no
replicó.
–¿Qué
estás haciendo? ¿Estás simplemente de pie, allí?
–Estoy
sujetando mi obi.
–¿Has
dicho que estás sujetando tu obi?
Otoko
se secó a toda prisa y se dirigió al cuarto de vestir. Keiko estaba inmaculada,
en su quimono limpio.
–Caramba,
¿piensas salir?
–Sí.
–¿Y a
dónde vas?
–No sé
–confesó Keiko.
Sus
brillantes ojos tenían una mirada triste.
Otoko
se echó una salida de baño sobre los hombros, como si su propia desnudez le
incomodara.
–Iré
contigo –anunció.
–Está
bien.
–¿No te
importa?
–Por
supuesto que no.
Keiko
se apartó. Su rostro se reflejaba en el espejo de cuerpo entero.
–Te
aguardaré –dijo.
–No voy
a demorar. Pero déjame entrar aquí.
Otoko
pasó junto a Keiko y se sentó ante la mesa–tocador. Miró su rostro en el
espejo.
–¿Qué
opinas de Kiyamachi? El local de Ofusa –propuso–. Llama y reserva una mesa en
el balcón o una pequeña habitación en el piso alto... Cualquier cosa, con tal
de que tenga vista al río... Si no consigues nada allí iremos a otro lado.
Keiko
asintió con un movimiento de cabeza.
–Pero
primero te traeré un vaso de agua helada.
–¿Parezco
acalorada?
–Sí.
–No te
preocupes, no me pondré violenta...
Otoko
vertió un chorrito de loción en la palma de su mano izquierda.
El agua
helada que le trajo Keiko descendió por su garganta dejando a su paso una
sensación de frío.
Keiko
se había encaminado a la residencia principal del templo para telefonear.
Cuando regresó, Otoko seguía vistiéndose a toda prisa.
–Ofusa
dice que podemos ocupar una mesa en el balcón hasta las ocho y media.
–¿Ocho
y media? –Otoko frunció el entrecejo–. Y bien, eso basta. Si vamos en seguida
podemos cenar con tranquilidad.
Cerró
más el ángulo de los espejos laterales del tocador y se inclinó para controlar
su peinado.
–Creo
que no es necesario que me vuelva a peinar. Keiko se detuvo detrás de Otoko y
enderezó la costura trasera de su quimono con ademán suave.
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