LO
BELLO Y LO TRISTE – YASUNARI KAWABATA
EMECÉ
EDITORES, S.A.
Colección
Grandes Novelistas
Título
original: Utzukushisa to Kanashimi to
Traducción
de Nélida M. de Machain
Diseño
de Portada: Eduardo Ruiz
Impreso
en Argentina, Julio 2002
CAMPANAS
DEL TEMPLO
Eran
seis las butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón
panorámico de aquel expreso a Kyoto. Oki Toshio observó que la del extremo
giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de
ella. Las butacas de su lado no eran giratorias.
Estaba
solo en el vagón panorámico. Hundido en su asiento observaba los movimientos de
la butaca del extremo. No giraba siempre en la misma dirección ni con la misma
velocidad: a veces se movía con más rapidez, otras con más lentitud y hasta se
detenía y comenzaba a girar en dirección contraria. Al contemplar aquel sillón
giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón desierto, Oki se sintió
solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria.
Era el
día 29 de diciembre. Viajaba a Kyoto con la intención de escuchar las campanas
que señalaban el comienzo del nuevo año.
¿Cuántos
años hacía que escuchaba el tañido de aquellas campanas por radio? ¿Cuánto hacía
que se habían iniciado esas transmisiones? Probablemente las había escuchado
todos los años desde que comenzaran y también había escuchado los comentarios
de los diversos locutores que anunciaban el sonido de famosas campanas de los
templos más antiguos del país. Durante la transmisión, un año expiraba para
dejar paso a otro, de modo que los comentarios tendían a ser floridos y
sentimentales. El sonido profundo de una enorme campana de templo budista
resonaba con largos intervalos y la prolongada reverberación traía a la
conciencia el Japón de antaño y el tiempo transcurrido. Primero eran las
campanas de los templos del Norte, luego las de Kyushu; pero todas las vísperas
de Año Nuevo concluían con las campanas de Kyoto. Eran tantos los templos de
Kyoto, que a veces la radio transmitía los sones entremezclados de cientos de
campanas diferentes.
A
medianoche, su esposa y su hija estaban todavía en pleno trajín, preparando
manjares en la cocina, ordenando la casa o, quizá, disponiendo sus quimonos y
arreglando las flores. Oki se sentaba en el comedor y escuchaba radio. Cuando
sonaban las campanas hacía un repaso del año que concluía. Aquélla le había
parecido siempre una experiencia estremecedora. Algunos años la emoción era
violenta y dolorosa. A veces se sentía abrumado por la pesadumbre y los
remordimientos. Aunque el sentimentalismo de los locutores lo repelía, el
tañido de las campanas despertaba un eco en su corazón. Desde hacía mucho
tiempo se sentía tentado por la idea de pasar Año Nuevo en Kyoto, para escuchar
de cerca el sonido de las campanas de los templos.
La idea
había vuelto a cobrar cuerpo ese fin de año y, en un impulso, había decidido
viajar a Kyoto. También lo había impulsado un acuciante deseo de volver a ver a
Ueno Otoko después de tantos años y de escuchar las campanas en su compañía.
Otoko no le había escrito desde que se había establecido en Kyoto; pero vivía
en esa ciudad y se había abierto camino como pintora. Sus trabajos se ajustaban
a la tradición japonesa clásica. No se había casado.
Puesto
que el viaje había obedecido a un impulso y le disgustaba efectuar reservas,
Oki se había limitado a dirigirse a la estación de Yokohama y a instalarse en
el vagón panorámico del expreso a Kyoto. Era muy probable que el tren estuviera
completo, pero conocía al camarero y sabía que éste le conseguiría un asiento.
El
expreso a Kyoto le pareció el medio más indicado, porque partía de Tokyo y de
Yokohama a primera hora de la tarde y llegaba a Kyoto al anochecer. A la vuelta
partía de Kyoto en las primeras horas de la tarde. Siempre viajaba a Kyoto en
aquel tren. La mayoría de las azafatas de los vagones de primera lo conocían de
vista.
Le
sorprendió encontrar el vagón desierto. Quizá nunca viajara mucha gente los 29
de diciembre. Quizás el pasaje fuera más numeroso el 31.
Mientras
contemplaba aquella butaca del extremo que giraba, Oki comenzó a pensar en el
destino. En ese instante llegó el camarero con el té.
–¿Estoy
completamente solo? –preguntó Oki.
–Hoy
sólo viajan cinco o seis pasajeros, señor.
–¿Estará
completo el primero de año?
–No,
señor. Por lo general no lo está. ¿Usted regresa ese día?
–Me
temo que sí.
–Yo no
estaré de servicio, pero me encargaré de que le solucionen cualquier problema.
–Gracias.
Cuando
el camarero hubo partido, Oki paseó la mirada por el vagón y vio un par de
valijas de cuero blanco al pie de la última butaca. Eran cuadradas, de línea
fina y moderna. La blancura del cuero era interrumpida por unas pálidas manchas
parduscas. No era material japonés. Además, había un gran bolso de piel de
leopardo sobre el asiento. Los dueños de aquel equipaje debían de ser
norteamericanos. Probablemente estaban en el coche–comedor.
Los
bosques desfilaban junto a la ventanilla, desdibujados por una espesa bruma que
sugería tibieza. Muy arriba de la bruma, las blancas nubes estaban bañadas en
una luz trémula, que parecía ser irradiada por la tierra. Pero a medida que el
tren avanzaba, el cielo se despejó en totalidad. Los rayos de Sol penetraban
oblicuamente por las ventanillas e iluminaban todo el vagón. Al pasar junto a
una montaña cubierta de pinares, Oki pudo distinguir la pinocha con que estaba
alfombrado el suelo. Un macizo de bambú exhibía sus hojas amarillentas. Del
lado del mar, olas centelleantes se derramaban sobre la playa, contra el fondo
negro de un saliente rocoso.
Dos
parejas de norteamericanos, de edad madura, regresaron del coche–comedor y no
bien distinguieron el monte Fuji, luego de pasar Numazu, se instalaron junto a
las ventanillas y se dedicaron activamente a tomar fotografías. Cuando el Fuji
quedó por completo a la vista, hasta las plantaciones de su base, los
norteamericanos se habían cansado de fotografiar y le volvieron la espalda.
El día
invernal llegaba a su fin. Oki siguió con los ojos la oscura línea argentada de
un río y luego volvió a contemplar la puesta de Sol. Durante un largo rato, los
últimos rayos, fríos y brillantes, brotaron de una grieta en forma de arco que
se abría en las oscuras nubes y luego desaparecieron. Las luces se habían
encendido en el vagón y, de repente, todas las butacas giratorias comenzaron a
moverse. Pero sólo la del extremo continuó girando.
Al
llegar a Kyoto, Oki fue directamente al Miyako Hotel. Solicitó una habitación
tranquila, con la esperanza de que Otoko lo visitara. El ascensor pareció haber
subido seis o siete pisos; pero como el hotel estaba construido en gradas sobre
la empinada ladera de las Colinas Orientales, el largo corredor que Oki
recorrió lo condujo a un ala de planta baja. Las habitaciones a lo largo del
corredor estaban tan silenciosas que parecían no albergar otros huéspedes. Poco
después de las diez de la noche comenzó a oír a su alrededor voces que hablaban
animadamente en idioma extranjero. Oki preguntó al botones del piso la razón de
aquel repentino alboroto.
Le informaron
que en las habitaciones vecinas se alojaban dos familias y que entre las dos
sumaban doce niños. Los niños no sólo se gritaban entre sí en sus habitaciones
sino que correteaban por el pasillo. ¿Por qué lo habían alojado en medio de
aquellos huéspedes tan ruidosos si el hotel parecía casi vacío? Oki reprimió su
fastidio, pensando que los niños no tardarían en dormirse. Pero el ruido
continuó; sin duda los niños se desahogaban después del viaje. Lo que más lo
irritaba eran los correteos por el pasillo. Por fin abandonó la cama.
La
charla en idioma extranjero lo hacía sentirse más solitario. La butaca que
giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia
soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón.
Oki
había llegado a Kyoto para escuchar las campanas de Año Nuevo y para ver a Ueno
Otoko, pero se preguntó una vez más cuál sería la verdadera razón. Por
supuesto, no estaba seguro de poder verla. Y, sin embargo, ¿no eran las
campanas un simple pretexto? ¿No hacía mucho tiempo que anhelaba la oportunidad
de verla? Había viajado a Kyoto con la esperanza de escuchar las campanas del
templo junto a Otoko. Le había parecido que no era una esperanza tan loca. Pero
entre ellos se abría un abismo de muchos años. Si bien ella seguía soltera, era
muy posible que se negara a ver a un antiguo amante, que se negara a aceptar su
invitación.
–No,
ella no es así –murmuró Oki.
Pero no
sabía qué cambios podían haberse operado en Otoko. En apariencia, ella vivía en
una vivienda situada dentro del predio de cierto templo y compartía sus
habitaciones con una joven discípula. Oki había visto las fotografías en una
revista de arte. No se trataba de una cabaña; era una casa amplia, con una gran
sala de estar, que Otoko utilizaba como estudio. Hasta había un hermoso jardín
antiguo. La fotografía mostraba a Otoko pincel en mano, inclinada sobre un
cuadro. La línea de su perfil era inconfundible. Su figura era tan esbelta como
siempre. Aun antes de que revivieran los viejos recuerdos, Oki sintió una punzada
de remordimiento por haberla privado de la posibilidad de casarse y de ser
madre. Era obvio que nadie podía sentir lo que sentía él al contemplar esa
fotografía. Para la gente que la viera en aquella revista, esa fotografía no
pasaría de ser el retrato de una pintora que se había establecido en Kyoto y
que se había convertido en una típica belleza de esa ciudad.
Oki
había pensado en telefonearle al día siguiente o esa misma noche. También había
pensado en pasar por su casa. Pero por la mañana, cuando los niños vecinos lo
despertaron con sus gritos, comenzó a experimentar dudas y decidió enviarle una
nota. Sentado ante la mesa–escritorio contempló perplejo la hoja de papel con
membrete del hotel y llegó a la conclusión de que no era necesario verla, de que
bastaría con escuchar las campanas solo y luego regresar.
Los
niños lo habían despertado temprano, pero cuando las dos familias extranjeras
partieron, se volvió a dormir. Eran casi las once cuando despertó.
Mientras
hacía lentamente el nudo de su corbata recordó la voz de Otoko: "Deja...
Yo te haré el nudo...". En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas
habían sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus
brazos. Oki, por su parte, no había hablado. No sabía qué decir. La había
abrazado con ternura, había acariciado su pelo, pero no había logrado
pronunciar palabra. Luego se había desprendido de sus brazos y había comenzado
a vestirse. Se había incorporado, se había puesto la camisa y había comenzado a
anudarse la corbata. Ella había clavado en su rostro los ojos húmedos y
brillantes, pero no llorosos. Él evitaba aquellos ojos. Hasta cuando la besaba,
antes de que todo sucediera, Otoko había mantenido los ojos muy abiertos, hasta
que él se los cerró con sus besos.
Su voz
tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara anudarle la
corbata. Oki sintió una oleada de alivio. Lo que le decía era completamente
inesperado. Quizás estuviera procurando escapar de sí misma; quizá no fuera una
manera de demostrarle que no lo culpaba; sin embargo, manipulaba la corbata con
ternura, a pesar de las dificultades que parecía oponerle el nudo.
–¿Sabes
hacerlo? –había preguntado Oki.
–Creo
que sí. Solía observar a mi padre.
El
padre había muerto cuando Otoko tenía once años.
Oki se
había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras
mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó
ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces. Luego se
deslizó de sus rodillas y deslizó los dedos por el hombro derecho de Oki, sin
dejar de contemplar la corbata.
–Listo,
chiquito. ¿Qué te parece?
Oki se
había puesto de pie y se había encaminado al espejo. El nudo era perfecto. Se
restregó el rostro con la palma de la mano. El sudor había dejado una leve
película oleosa sobre él. Apenas si podía mirarse luego de haber violado a una
muchacha tan joven. Por el espejo vio el rostro de Otoko que se aproximaba al
suyo. Deslumbrado por su belleza fresca y punzante, se volvió hacia ella. Ella
rozó su hombro, sepultó el rostro en su pecho y dijo:
–Te
amo.
También
era extraño que una muchacha de quince años llamara "chiquito" a un
hombre que le doblaba la edad.
Eso
había ocurrido veinticuatro años atrás. Ahora él tenía cincuenta. Otoko debía
de tener treinta y nueve.
Después
de tomar un baño, Oki encendió la radio y se enteró de que en Kyoto había
helado, ligeramente. El pronóstico anunciaba que las temperaturas invernales
serían moderadas durante aquellos días de fiesta. Oki desayunó en su habitación
con café y tostadas, y adoptó las providencias necesarias para alquilar un
automóvil. Incapaz de tomar una decisión con respecto al llamado o la visita a
Otoko, ordenó al conductor que lo llevara al monte Arashi. Desde la ventanilla
del auto vio que las sierras del norte y del oeste, bajas y suavemente
redondeadas, ostentaban el gélido tono parduzco del invierno de Kyoto, a pesar
de que algunas de ellas estaban bañadas por una pálida luz solar. Era un cuadro
de atardecer. Oki descendió del auto al llegar al puente Togetsu, pero en lugar
de cruzarlo, recorrió la avenida costanera en dirección al parque Kameyama.
A fin
de año, hasta el monte Arashi, tan poblado de turistas desde la primavera hasta
el otoño, se había convertido en un paisaje desierto. La vieja montaña se
levantaba ante él en medio del más completo silencio. La profunda hoya que
formaba el río al pie de la ladera era de un verde límpido. A la distancia se
oían los ruidos de los troncos, que eran descargados de las balsas alineadas a la
orilla del río y cargados en camiones. La ladera que descendía hasta el río
debía de ser la celebrada vista del monte, supuso Oki; pero ahora estaba en
sombras, con excepción de una franja de luz solar sobre el flanco más distante.
Oki
tenía la intención de almorzar solo y tranquilo cerca del monte Arashi. En
ocasiones anteriores había concurrido a dos restaurantes de la zona. Uno de
ellos estaba cerca del puente, pero ahora sus puertas estaban cerradas. Era muy
poco probable que la gente llegara a aquella solitaria montaña a fin de año.
Oki caminó lentamente junto al río y se preguntó si el pequeño restaurante
rústico situado aguas arriba también estaría cerrado. Siempre quedaba la
posibilidad de regresar a la ciudad para almorzar. Cuando ascendía los gastados
peldaños de piedra que conducían al restaurante, una niña le anunció que todos
se habían marchado a Kyoto. ¿Cuántos años hacía que había comido allí brotes de
bambú en caldo de bonito, en la época en que el bambú tiene brotes tiernos?
Descendió nuevamente a la calle y allí advirtió la presencia de una anciana que
barría las hojas de un tramo de chatos peldaños de piedra que conducían a un
restaurante vecino. Le preguntó si estaba abierto y ella respondió que creía
que sí. Oki se detuvo junto a la mujer por unos instantes y comentó lo
tranquila que estaba la zona.
–Sí,
uno puede oír lo que habla la gente del otro lado del río –dijo ella.
El
restaurante, oculto entre la arboleda, tenía un viejo techo de paja de gran
espesor y aspecto húmedo y un oscuro portal. Un macizo de bambú se apretujaba
contra el frente. Los troncos de cuatro o cinco espléndidos pinos rojos
asomaban sobre la techumbre de paja. Condujeron a Oki a un salón privado; pero,
aparentemente, él era el único comensal. Muy cerca de los ventanales se veían
arbustos de rojas bayas de acki. Una azalea florecía solitaria, fuera de
temporada. Los arbustos de acki, el bambú y los pinos rojos atajaban la vista,
pero a través de las hojas, Oki alcanzaba a divisar una profunda hoya verde
jade en el río. Todo el monte Arashi estaba tan tranquilo como aquella hoya.
Oki se
sentó ante la kotatsu y apoyó ambos codos sobre la baja mesa acolchada, bajo la
cual se percibía la tibieza de un brasero alimentado con carbón de leña. Hasta
sus oídos llegaron los trinos de un pájaro. El sonido de los troncos cargados
en los camiones resonaba en todo el valle. Desde algún lugar situado allende
las Colinas Occidentales llegó el silbato quejoso y prolongado de un tren que
entraba o salía de un túnel.
Oki no
pudo menos que pensar en el débil llanto de un recién nacido... A los dieciséis
años, en el séptimo mes de embarazo, Otoko había dado a luz. Era una niña. Nada
pudo hacerse para salvarla y Otoko no llegó a verla. Cuando la pequeña murió,
el médico aconsejó no comunicar en seguida la noticia a la madre.
–Señor
Oki, quiero que usted se lo diga –había dicho la madre de Otoko–. Yo me voy a
echar a llorar. Pobre criatura; pensar que tiene que pasar por todo esto a su
edad.
En esos
días, la madre de Otoko había reprimido su enojo y su resentimiento. Su hija
era todo lo que tenía y cuando supo que la muchacha estaba encinta ya no se
animó a vilipendiar a Oki por ser un hombre casado y con un hijo. Le faltó
coraje, a pesar de que hasta ese entonces se había mostrado más decidida aún
que Otoko. Tenía que apoyarse en Oki para lograr que la criatura naciera en
secreto y luego recibiera ayuda económica. Por otra parte, Otoko, nerviosa y
tensa por el embarazo, había amenazado quitarse la vida si su madre criticaba a
Oki.
Cuando
Oki se sentó junto a la cama de Otoko, ésta lo miró con esos ojos serenos,
agotados, de la mujer que acaba de pasar por un parto. Pero las lágrimas no
tardaron en acumularse en las comisuras de esos ojos. Oki comprendió que ella
había adivinado. Las lágrimas fluían sin control. El secó con rápido gesto las
que corrían hacia el oído. Otoko tomó su mano y, por primera vez, rompió en
sollozos. Lloraba y sollozaba como si se hubiera quebrado un dique.
–Murió,
¿verdad? El bebé ha muerto. ¡Ha muerto!
Se
retorcía de angustia y Oki la abrazó y la apretó contra la cama. Al hacerlo
sintió el contacto de uno de sus pequeños y juveniles pechos –pequeños, pero
turgentes de leche– contra su brazo.
La
madre de Otoko entró. Quizás hubiera estado aguardando junto a la puerta.
Oki no
aflojó su abrazo.
–No
puedo respirar. Suéltame –dijo la muchacha.
–¿Te
quedarás quieta? ¿No volverás a moverte?
–Me
quedaré quieta.
Oki la
dejó en libertad y los hombros de Otoko se agitaron. Nuevos torrentes de
lágrimas comenzaron a filtrarse a través de los párpados cerrados.
–¿La
vas a cremar, madre?
No hubo
respuesta.
–¿A una
criaturita tan pequeña?
La
madre seguía sin responder.
–¿Dices
que yo tenía el pelo renegrido cuando nací?
–Sí,
renegrido.
–¿Cómo
era el de mi bebé? ¿No me puedes guardar un mechoncito, madre?
–No sé,
Otoko –murmuró la madre y, tras una vacilación, dijo abruptamente–: ¡Tendrás
otro!
Luego
se volvió con el ceño fruncido, como si hubiera deseado tragarse sus propias
palabras.
¿Acaso
la madre de Otoko, y hasta el propio Oki, no habían deseado en secreto que la
criatura no llegara a ver la luz del día? Otoko había sido internada en una
clínica sórdida y pequeña de las afueras de Tokyo.
Oki
sintió un súbito y agudo dolor al pensar que la vida de la criatura podía
haberse salvado de estar bien atendida en un buen hospital. El solo la había
llevado a la clínica; la madre no se había sentido con fuerzas para
acompañarlos. El médico era un hombre maduro, de rostro congestionado por el
alcohol. La joven enfermera dirigió una mirada acusadora a Oki. Otoko llevaba
un quimono, de corte infantil aún, y una capa de seda azul oscuro.
La
imagen de un bebé prematuro con pelo renegrido se presentó ante los ojos de Oki
allí, en el monte Arashi, veinte años después. Reverberó en el bosque invernal
y en las profundidades de la verde hoya. Golpeó las manos para llamar al
camarero. Era evidente que no aguardaban comensales y le llevaría largo tiempo
preparar la comida. Una muchacha le trajo té y permaneció junto a él charlando
y charlando como si quisiera mantenerlo entretenido. Una de las historias que
le narró se refería a un hombre hechizado por un tejón. Lo habían encontrado
chapoteando en el río al amanecer y pidiendo socorro. Avanzaba a los tropezones
en las zonas de poca profundidad, bajo el puente Togetsu, un lugar en el que
cualquiera puede salir del agua por sus propios medios. Según parecía, después
que lo rescataron y volvió en sí, relató que había estado errando toda la noche
por la montaña, como un sonámbulo... Después de eso sólo recordaba el río.
Por
fin, la cocina tuvo listo el primer plato: rodajas de carpa plateada fresca.
Oki la acompañó con un poco de sake.
Al
partir, volvió a contemplar el pesado techo de paja. El decadente encanto de su
musgo lo atraía, pero la dueña del restaurante le explicó que la sombra de los
árboles nunca le permitía secarse realmente. No era muy antiguo; hacía menos de
diez años que habían renovado la paja.
La Luna brillaba en el cielo poco más allá del
techo. Eran las tres y media de la tarde. Mientras recorría la calle junto al
río, Oki contempló las evoluciones de los martín–pescadores, sobre el agua.
Podía distinguir los colores de sus alas.
Cerca
del puente Togetsu volvió a subir al automóvil, con la intención de visitar el
cementerio de Adashino. En el atardecer invernal, aquel bosque de tumbas y
figuras Jizo serenaría sus sentimientos. Pero al ver lo oscura que estaba la
alameda que conducía al templo de Gio, ordenó al conductor que regresara.
Decidió entonces detenerse en el Templo del Musgo y luego regresar al hotel.
Los
jardines del templo estaban casi desiertos. Sólo los recorría una pareja que
parecía en luna de miel. Había pinocha esparcida sobre el musgo y el reflejo de
los árboles en el estanque se iba desplazando a medida que él avanzaba. En el
camino de regreso al hotel, las Colinas Orientales parecían incandescentes bajo
la luz anaranjada del sol poniente.
Luego
de tomar un baño para entrar en calor, Oki buscó el número de Ueno Otoko en la
guía telefónica. Una voz de mujer joven atendió, sin duda la discípula, e
inmediatamente le pasó el teléfono a Otoko.
–Hola.
–Habla
Oki –se produjo una pausa–. Habla Oki. Oki Toshio.
–Sí. Ha
pasado tanto tiempo.
Ella
hablaba con un suave acento de Kyoto.
Oki no
sabía cómo comenzar, de modo que siguió hablando rápidamente para no turbarla
demasiado, como si su llamado obedeciera a un repentino impulso.
–He
venido para escuchar las campanas de Año Nuevo en Kyoto.
–¿Las
campanas?
–¿No
quieres escucharlas conmigo?
Oki
tuvo que repetir la pregunta, pero aun así ella no respondió. Probablemente
estaba demasiado sorprendida para saber qué decir.
–¿Viniste
solo? –preguntó, por fin, tras una larga pausa.
–Sí.
Sí, estoy solo.
Una vez
más Otoko permaneció en silencio.
–Regresaré
el 1° por la mañana... Sólo quería escuchar junto a ti las campanas que
despiden el año viejo. Ya sabes que no soy muy joven. ¿Cuántos años han pasado
desde la última vez que nos vimos? Es tanto tiempo que ya no me animaría a
pedirte que me dejaras verte, salvo en una ocasión como ésta.
No hubo
respuesta.
–¿Puedo
llamarte mañana?
–No, no
lo hagas –respondió Otoko–. Yo pasaré por ti. A las ocho... Quizás eso sea
demasiado temprano... Digamos a las nueve, en tu hotel. Reservaré mesa en algún
lugar.
Oki
había esperado reunirse con ella en una cena tranquila, pero las nueve
significaba después de comer. Con todo, estaba contento de que ella hubiese
aceptado. La Otoko de sus viejos recuerdos volvía a
cobrar vida.
Pasó el
día siguiente solo en su habitación de hotel, de la mañana a la noche. El hecho
de ser el último día del año hacía que el tiempo pareciera transcurrir con
mayor lentitud aún. No había nada que hacer. Tenía amigos en Kyoto, pero no
tenía ganas de verlos ese día. Además, no quería que nadie se enterara de su
presencia en la ciudad. Conocía muchos buenos restaurantes con tentadoras
especialidades de Kyoto, pero decidió ordenar una comida simple en el hotel.
Por eso, el último día del año estuvo colmado de recuerdos de Otoko. Al volver
una y otra vez a su memoria, los recuerdos se fueron haciendo más vívidos.
Hechos ocurridos veinte años atrás estaban más vivos en su mente que los
sucesos de la víspera.
Demasiado
lejos de la ventana como para ver la calle, Oki permaneció sentado con los ojos
clavados en las Colinas Occidentales, que se levantaban sobre los techos de la
ciudad. Comparada con Tokyo, Kyoto era una ciudad tan pequeña e íntima que
hasta las Colinas Occidentales parecían al alcance de la mano. Mientras las
contemplaba, una nube traslúcida, de un tono dorado pálido, que flotaba sobre
las cumbres, adquirió una fría tonalidad ceniza. Atardecía.
¿Qué
eran los recuerdos? ¿Qué era ese pasado que él recordaba con tanta nitidez?
Cuando Otoko se trasladó a Kyoto con su madre, Oki tuvo la seguridad de que su
relación había terminado. ¿Pero había terminado realmente? No podía evitar el
dolor de saber que había arruinado la vida de aquella mujer, que posiblemente
la había privado de toda oportunidad de ser feliz. ¿Pero qué habría pensado
ella de él en todos esos años de soledad? La
Otoko de sus recuerdos era la
mujer más apasionada que había conocido. ¿Acaso la nitidez de aquellos
recuerdos no significaba que ella no se había separado de él?
Aunque
nunca había vivido en Kyoto, las luces de la ciudad al atardecer despertaron en
él una vaga nostalgia. Quizá todos los japoneses se sintieran así. Pero lo
cierto era que Otoko estaba en aquella ciudad.
Inquieto,
Oki tomó un baño, se cambió de ropa y comenzó a pasearse por la habitación,
deteniéndose de vez en cuando para observar su propia imagen en el espejo
mientras aguardaba la llegada de Otoko.
Eran
las nueve y veinte cuando una llamada del hall anunció la presencia de la
señorita Ueno.
–Dígale
que en seguida estaré allí –respondió Oki, mientras se preguntaba si no sería
mejor hacerla subir.
No vio
a Otoko en el amplio hall. Una muchacha joven se le aproximó y preguntó muy
cortésmente si él era el señor Oki. Le explicó entonces que la señorita Ueno le
había rogado que pasara a buscarlo.
–¿Ah,
sí? –exclamó Oki, esforzándose por que su voz sonara indiferente–. Le agradezco
mucho su atención.
Él
había esperado a Otoko y ahora sentía que ella lo estaba eludiendo. Los vívidos
recuerdos que habían colmado su día parecían disiparse.
Oki
permaneció un rato en silencio en el automóvil que los estaba aguardando. Por fin
preguntó:
–¿Es
usted la discípula de la señorita Ueno?
–Sí.
–¿Y
vive con ella?
–Sí.
Además hay una criada.
–Supongo
que usted es de Kyoto.
–No,
soy de Tokyo. Pero me enamoré de los trabajos de la señorita Ueno y vine en su
busca y ella me aceptó.
Oki observó
a la muchacha. Había advertido su belleza desde el momento en que le dirigió la
palabra en el hotel y ahora admiraba la perfección de su perfil. Su cuello era
largo y esbelto y sus orejas, de una delicadeza incomparable. En conjunto era
perturbadoramente bella. Pero hablaba en tono sereno; su modo era más bien
reservado. Se preguntó si sabría lo ocurrido entre Otoko y él, algo que había
sucedido antes de que ella naciera.
–¿Siempre
usa quimono? –le preguntó de pronto.
–No, no
soy tan formal –respondió ella con un poco más de soltura–. De diario, por lo
general, uso pantalones. La señorita Ueno me aconsejó que me vistiera con más
esmero, porque el Año Nuevo llegará mientras estemos fuera de casa.
Por lo
visto, la joven también escucharía con ellos las campanas. Oki comprendió que
Otoko quería evitar encontrarse a solas con él.
El
automóvil cruzó el parque Maruyama, en dirección al Templo Chionin. En el
reservado de una antigua y elegante casa de té los aguardaba Otoko, acompañada
por dos aprendices de geisha. Nueva sorpresa para Oki. Otoko estaba sentada
sola ante la kotatsu con las rodillas bajo la carpeta. Las dos geishas se
habían sentado una frente a la otra, junto a un brasero abierto. La muchacha
que lo había acompañado se arrodilló en el vano de la puerta e hizo una
reverencia.
Otoko
se apartó de la kotatsu para saludarlo.
–Cuánto
tiempo que no nos veíamos –dijo–. Pensé que te gustaría estar cerca de la
campana de Chionin, pero me temo que aquí no podrán ofrecernos nada elaborado,
en realidad cierran los días de fiesta.
Todo lo
que pudo hacer Oki fue agradecerle las molestias que se había tomado. ¡Pero eso
de esperarlo con dos geishas, además de la discípula! Ni siquiera podría aludir
al pasado compartido o permitir que sus miradas lo delataran. La llamada
telefónica del día anterior debía de haberla turbado y preocupado tanto que
había decidido invitar a las geishas. ¿Sería aquella resistencia a permanecer a
solas con él un indicio de sus sentimientos? Oki lo pensó en el momento en que
se enfrentó con ella. Pero le bastó una mirada para sentir que su recuerdo aún
vivía en el corazón de Otoko. Era probable que los demás no lo advirtieran. O
quizá sí, puesto que la muchacha estaba siempre junto a ella, y las geishas,
aunque jóvenes, eran mujeres experimentadas en el amor. Por supuesto, ninguna
de las tres reveló el menor indicio.
Otoko
permaneció a un lado, entre las dos geishas, e invitó a Oki a sentarse ante la
kotatsu. Luego hizo que su discípula ocupara el lugar opuesto al de Oki.
Parecía estar evitándolo una vez más.
–¿Se ha
presentado usted al señor Oki, señorita Sakami? –preguntó en tono ligero y
luego procedió a la presentación formal: –Esta es Sakami Keiko, que comparte mi
casa. Aunque no lo parezca es un poco loca.
–¡Ay,
señorita Ueno!
–Pinta
cuadros abstractos con un estilo muy propio. Su pintura es tan apasionada, que
a veces parece un poco loca. Pero a mí me encanta; la envidio. Tiembla cuando
pinta.
Una
camarera entró llevando sake y bocadillos. Las dos geishas se encargaron de
servir.
–Nunca
sospeché que escucharía las campanas en esta compañía –comentó Oki.
–Pensé
que resultaría más grato con gente joven. Uno se siente solitario cuando suenan
las campanas y sabe que ha envejecido un año más.
Otoko
hizo una breve pausa y siguió hablando sin levantar los ojos.
–A
veces me pregunto por qué he seguido viviendo tanto tiempo.
Oki
recordó que dos meses después de la muerte del bebé, Otoko había ingerido una
sobredosis de píldoras para dormir. ¿Lo habría recordado ella también? Él había
corrido a su lado no bien se enteró. Los esfuerzos de la madre de Otoko por
lograr que la muchacha lo abandonara habían provocado aquel intento de
suicidio. No obstante eso, la mujer lo había hecho llamar. Oki se trasladó a
casa de Otoko y de su madre para colaborar en el cuidado de la joven. Hora tras
hora masajeaba sus muslos, hinchados y duros por las inyecciones. La madre
entraba y salía de la cocina trayendo toallas humeantes. Otoko yacía desnuda
bajo el liviano quimono. Sus esbeltos muslos de adolescente estaban
grotescamente hinchados por las inyecciones. A veces, cuando los masajeaba con
fuerza, sus manos resbalaban a la cara interna. Mientras la madre estaba fuera
de la habitación, limpiaba los desagradables humores que fluían entre las
piernas de la muchacha. Sus propias lágrimas de piedad y de amarga vergüenza
caían sobre aquellos muslos y se juraba a sí mismo que la salvaría, que nunca
más se apartaría de ella, sucediera lo que sucediera.
Los
labios de Otoko habían adquirido una tonalidad violácea. Oki oía los sollozos
de la madre en la cocina. Allí la encontró hecha un ovillo.
–¡Se
está muriendo!
–Usted
ha hecho todo lo que ha podido –trató de consolarla.
–Y
usted también –dijo ella tomándole una mano.
Permaneció
junto a Otoko tres días, sin dormir. Por fin ella abrió los ojos. Se retorcía y
gemía de dolor, se rasguñaba como en un frenesí. Luego sus ojos vidriosos se
clavaron en él.
–¡No,
no! ¡Vete!
Dos
médicos habían volcado todos sus esfuerzos en ella, pero Oki sentía que su
propia devoción había contribuido a salvarle la vida. Era muy probable que la
madre de Otoko no le hubiera dicho a su hija todo lo que él había hecho; pero
para él era inolvidable. El recuerdo de sus muslos desnudos, mientras él los
masajeaba para devolverle la vida, era más vívido aún que el de su cuerpo
rendido en el abrazo. Los veía ante sus ojos hasta en ese momento, mientras
estaba sentado allí, junto a ella, esperando escuchar la campana del templo.
No bien
alguien llenaba su taza de sake, Otoko la bebía hasta el final. Era evidente
que sabía resistir la bebida. Una de las geishas comentó que la campana
demoraba una hora en emitir los ciento ocho sones. Ambas geishas vestían
quimonos corrientes. No se habían arreglado para una fiesta. No llevaban obis
semejantes a una mariposa y, en lugar de las vistosas horquillas con flores,
sólo lucían graciosas peinetas en el pelo. Ambas parecían ser amigas de Otoko;
pero Oki no comprendía por qué habían concurrido a aquella reunión sin lucir
las galas que exigía la fecha.
Mientras
bebía y escuchaba la frívola charla de sus suaves voces, tan características de
Kyoto, sintió que el corazón se le aligeraba. Otoko había sido muy astuta.
Había evitado estar a solas con él, pero quizá también hubiera procurado calmar
sus propias emociones ante aquella reunión inesperada. El solo hecho de estar
sentados allí, próximos el uno al otro, creaba una corriente de sentimientos
entre ambos.
Se oyó
el tañir de la gran campana de Chionin, y el silencio descendió sobre la
habitación. El sonido de la desgastada y antiquísima campana carecía ya de
pureza, pero sus reverberaciones flotaron largo rato en el aire nocturno. Luego
de un intervalo resonó otra campanada. Parecía provenir de un lugar muy
próximo.
–Estamos
demasiado cerca –opinó Otoko–. Me dijeron que éste era un buen lugar para
escuchar la campana de Chionin, pero pienso que el sonido nos hubiera llegado
mejor si hubiéramos estado un poco más lejos, quizás en algún lugar de la
orilla del río.
Oki
corrió el panel de papel de una de las ventanas y vio que el campanario estaba
justamente debajo del pequeño jardín de la casa de té.
–Está
ahí mismo –exclamó–. Desde aquí se ve cómo la hacen sonar.
–Estamos
realmente demasiado cerca –repitió Otoko.
–No,
está muy bien así –la tranquilizó Oki–. Me alegro de estar tan cerca, después
de haberla escuchado tantas veces por radio para Año Nuevo.
Pero
ella tenía razón; faltaba algo. Frente al campanario se habían reunido algunas
figuras borrosas. Oki cerró el postigo y regresó a la kotatsu. Al resonar las
siguientes campanadas dejó de esforzarse por escucharlas con atención y
entonces percibió el sonido que sólo puede producir una magnífica campana
antigua, un sonido que parece atronar los aires con toda la fuerza latente de
un mundo lejano.
Al
abandonar la casa de té se encaminaron al santuario de Gion para asistir a la
tradicional ceremonia de Año Nuevo. Mucha gente regresaba ya, agitando cuerdas
con el extremo encendido en el fuego del santuario. Según una vieja costumbre,
ese fuego serviría para encender el fogón, en el cual se prepararían los platos
para las fiestas.
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