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sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 1 " Campanas del templo"


LO BELLO Y LO TRISTE – YASUNARI KAWABATA


EMECÉ  EDITORES, S.A.
Colección Grandes Novelistas
Título original: Utzukushisa to Kanashimi to
Traducción de Nélida M. de Machain
Diseño de Portada: Eduardo Ruiz
Impreso en Argentina, Julio  2002


CAMPANAS DEL TEMPLO

Eran seis las butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón panorámico de aquel expreso a Kyoto. Oki Toshio observó que la del extremo giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de ella. Las butacas de su lado no eran giratorias.
Estaba solo en el vagón panorámico. Hundido en su asiento observaba los movimientos de la butaca del extremo. No giraba siempre en la misma dirección ni con la misma velocidad: a veces se movía con más rapidez, otras con más lentitud y hasta se detenía y comenzaba a girar en dirección contraria. Al contemplar aquel sillón giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón desierto, Oki se sintió solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria.

Era el día 29 de diciembre. Viajaba a Kyoto con la intención de escuchar las campanas que señalaban el comienzo del nuevo año.
¿Cuántos años hacía que escuchaba el tañido de aquellas campanas por radio? ¿Cuánto hacía que se habían iniciado esas transmisiones? Probablemente las había escuchado todos los años desde que comenzaran y también había escuchado los comentarios de los diversos locutores que anunciaban el sonido de famosas campanas de los templos más antiguos del país. Durante la transmisión, un año expiraba para dejar paso a otro, de modo que los comentarios tendían a ser floridos y sentimentales. El sonido profundo de una enorme campana de templo budista resonaba con largos intervalos y la prolongada reverberación traía a la conciencia el Japón de antaño y el tiempo transcurrido. Primero eran las campanas de los templos del Norte, luego las de Kyushu; pero todas las vísperas de Año Nuevo concluían con las campanas de Kyoto. Eran tantos los templos de Kyoto, que a veces la radio transmitía los sones entremezclados de cientos de campanas diferentes.
A medianoche, su esposa y su hija estaban todavía en pleno trajín, preparando manjares en la cocina, ordenando la casa o, quizá, disponiendo sus quimonos y arreglando las flores. Oki se sentaba en el comedor y escuchaba radio. Cuando sonaban las campanas hacía un repaso del año que concluía. Aquélla le había parecido siempre una experiencia estremecedora. Algunos años la emoción era violenta y dolorosa. A veces se sentía abrumado por la pesadumbre y los remordimientos. Aunque el sentimentalismo de los locutores lo repelía, el tañido de las campanas despertaba un eco en su corazón. Desde hacía mucho tiempo se sentía tentado por la idea de pasar Año Nuevo en Kyoto, para escuchar de cerca el sonido de las campanas de los templos.

La idea había vuelto a cobrar cuerpo ese fin de año y, en un impulso, había decidido viajar a Kyoto. También lo había impulsado un acuciante deseo de volver a ver a Ueno Otoko después de tantos años y de escuchar las campanas en su compañía. Otoko no le había escrito desde que se había establecido en Kyoto; pero vivía en esa ciudad y se había abierto camino como pintora. Sus trabajos se ajustaban a la tradición japonesa clásica. No se había casado.
Puesto que el viaje había obedecido a un impulso y le disgustaba efectuar reservas, Oki se había limitado a dirigirse a la estación de Yokohama y a instalarse en el vagón panorámico del expreso a Kyoto. Era muy probable que el tren estuviera completo, pero conocía al camarero y sabía que éste le conseguiría un asiento.
El expreso a Kyoto le pareció el medio más indicado, porque partía de Tokyo y de Yokohama a primera hora de la tarde y llegaba a Kyoto al anochecer. A la vuelta partía de Kyoto en las primeras horas de la tarde. Siempre viajaba a Kyoto en aquel tren. La mayoría de las azafatas de los vagones de primera lo conocían de vista.
Le sorprendió encontrar el vagón desierto. Quizá nunca viajara mucha gente los 29 de diciembre. Quizás el pasaje fuera más numeroso el 31.
Mientras contemplaba aquella butaca del extremo que giraba, Oki comenzó a pensar en el destino. En ese instante llegó el camarero con el té.
–¿Estoy completamente solo? –preguntó Oki.
–Hoy sólo viajan cinco o seis pasajeros, señor.
–¿Estará completo el primero de año?
–No, señor. Por lo general no lo está. ¿Usted regresa ese día?
–Me temo que sí.
–Yo no estaré de servicio, pero me encargaré de que le solucionen cualquier problema.
–Gracias.

Cuando el camarero hubo partido, Oki paseó la mirada por el vagón y vio un par de valijas de cuero blanco al pie de la última butaca. Eran cuadradas, de línea fina y moderna. La blancura del cuero era interrumpida por unas pálidas manchas parduscas. No era material japonés. Además, había un gran bolso de piel de leopardo sobre el asiento. Los dueños de aquel equipaje debían de ser norteamericanos. Probablemente estaban en el coche–comedor.
Los bosques desfilaban junto a la ventanilla, desdibujados por una espesa bruma que sugería tibieza. Muy arriba de la bruma, las blancas nubes estaban bañadas en una luz trémula, que parecía ser irradiada por la tierra. Pero a medida que el tren avanzaba, el cielo se despejó en totalidad. Los rayos de Sol penetraban oblicuamente por las ventanillas e iluminaban todo el vagón. Al pasar junto a una montaña cubierta de pinares, Oki pudo distinguir la pinocha con que estaba alfombrado el suelo. Un macizo de bambú exhibía sus hojas amarillentas. Del lado del mar, olas centelleantes se derramaban sobre la playa, contra el fondo negro de un saliente rocoso.
Dos parejas de norteamericanos, de edad madura, regresaron del coche–comedor y no bien distinguieron el monte Fuji, luego de pasar Numazu, se instalaron junto a las ventanillas y se dedicaron activamente a tomar fotografías. Cuando el Fuji quedó por completo a la vista, hasta las plantaciones de su base, los norteamericanos se habían cansado de fotografiar y le volvieron la espalda.

El día invernal llegaba a su fin. Oki siguió con los ojos la oscura línea argentada de un río y luego volvió a contemplar la puesta de Sol. Durante un largo rato, los últimos rayos, fríos y brillantes, brotaron de una grieta en forma de arco que se abría en las oscuras nubes y luego desaparecieron. Las luces se habían encendido en el vagón y, de repente, todas las butacas giratorias comenzaron a moverse. Pero sólo la del extremo continuó girando.

Al llegar a Kyoto, Oki fue directamente al Miyako Hotel. Solicitó una habitación tranquila, con la esperanza de que Otoko lo visitara. El ascensor pareció haber subido seis o siete pisos; pero como el hotel estaba construido en gradas sobre la empinada ladera de las Colinas Orientales, el largo corredor que Oki recorrió lo condujo a un ala de planta baja. Las habitaciones a lo largo del corredor estaban tan silenciosas que parecían no albergar otros huéspedes. Poco después de las diez de la noche comenzó a oír a su alrededor voces que hablaban animadamente en idioma extranjero. Oki preguntó al botones del piso la razón de aquel repentino alboroto.
Le informaron que en las habitaciones vecinas se alojaban dos familias y que entre las dos sumaban doce niños. Los niños no sólo se gritaban entre sí en sus habitaciones sino que correteaban por el pasillo. ¿Por qué lo habían alojado en medio de aquellos huéspedes tan ruidosos si el hotel parecía casi vacío? Oki reprimió su fastidio, pensando que los niños no tardarían en dormirse. Pero el ruido continuó; sin duda los niños se desahogaban después del viaje. Lo que más lo irritaba eran los correteos por el pasillo. Por fin abandonó la cama.
La charla en idioma extranjero lo hacía sentirse más solitario. La butaca que giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón.
Oki había llegado a Kyoto para escuchar las campanas de Año Nuevo y para ver a Ueno Otoko, pero se preguntó una vez más cuál sería la verdadera razón. Por supuesto, no estaba seguro de poder verla. Y, sin embargo, ¿no eran las campanas un simple pretexto? ¿No hacía mucho tiempo que anhelaba la oportunidad de verla? Había viajado a Kyoto con la esperanza de escuchar las campanas del templo junto a Otoko. Le había parecido que no era una esperanza tan loca. Pero entre ellos se abría un abismo de muchos años. Si bien ella seguía soltera, era muy posible que se negara a ver a un antiguo amante, que se negara a aceptar su invitación.
–No, ella no es así –murmuró Oki.
Pero no sabía qué cambios podían haberse operado en Otoko. En apariencia, ella vivía en una vivienda situada dentro del predio de cierto templo y compartía sus habitaciones con una joven discípula. Oki había visto las fotografías en una revista de arte. No se trataba de una cabaña; era una casa amplia, con una gran sala de estar, que Otoko utilizaba como estudio. Hasta había un hermoso jardín antiguo. La fotografía mostraba a Otoko pincel en mano, inclinada sobre un cuadro. La línea de su perfil era inconfundible. Su figura era tan esbelta como siempre. Aun antes de que revivieran los viejos recuerdos, Oki sintió una punzada de remordimiento por haberla privado de la posibilidad de casarse y de ser madre. Era obvio que nadie podía sentir lo que sentía él al contemplar esa fotografía. Para la gente que la viera en aquella revista, esa fotografía no pasaría de ser el retrato de una pintora que se había establecido en Kyoto y que se había convertido en una típica belleza de esa ciudad.

Oki había pensado en telefonearle al día siguiente o esa misma noche. También había pensado en pasar por su casa. Pero por la mañana, cuando los niños vecinos lo despertaron con sus gritos, comenzó a experimentar dudas y decidió enviarle una nota. Sentado ante la mesa–escritorio contempló perplejo la hoja de papel con membrete del hotel y llegó a la conclusión de que no era necesario verla, de que bastaría con escuchar las campanas solo y luego regresar.
Los niños lo habían despertado temprano, pero cuando las dos familias extranjeras partieron, se volvió a dormir. Eran casi las once cuando despertó.

Mientras hacía lentamente el nudo de su corbata recordó la voz de Otoko: "Deja... Yo te haré el nudo...". En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas habían sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus brazos. Oki, por su parte, no había hablado. No sabía qué decir. La había abrazado con ternura, había acariciado su pelo, pero no había logrado pronunciar palabra. Luego se había desprendido de sus brazos y había comenzado a vestirse. Se había incorporado, se había puesto la camisa y había comenzado a anudarse la corbata. Ella había clavado en su rostro los ojos húmedos y brillantes, pero no llorosos. Él evitaba aquellos ojos. Hasta cuando la besaba, antes de que todo sucediera, Otoko había mantenido los ojos muy abiertos, hasta que él se los cerró con sus besos.
Su voz tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara anudarle la corbata. Oki sintió una oleada de alivio. Lo que le decía era completamente inesperado. Quizás estuviera procurando escapar de sí misma; quizá no fuera una manera de demostrarle que no lo culpaba; sin embargo, manipulaba la corbata con ternura, a pesar de las dificultades que parecía oponerle el nudo.
–¿Sabes hacerlo? –había preguntado Oki.
–Creo que sí. Solía observar a mi padre.

El padre había muerto cuando Otoko tenía once años.
Oki se había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces. Luego se deslizó de sus rodillas y deslizó los dedos por el hombro derecho de Oki, sin dejar de contemplar la corbata.
–Listo, chiquito. ¿Qué te parece?
Oki se había puesto de pie y se había encaminado al espejo. El nudo era perfecto. Se restregó el rostro con la palma de la mano. El sudor había dejado una leve película oleosa sobre él. Apenas si podía mirarse luego de haber violado a una muchacha tan joven. Por el espejo vio el rostro de Otoko que se aproximaba al suyo. Deslumbrado por su belleza fresca y punzante, se volvió hacia ella. Ella rozó su hombro, sepultó el rostro en su pecho y dijo:
–Te amo.
También era extraño que una muchacha de quince años llamara "chiquito" a un hombre que le doblaba la edad.

Eso había ocurrido veinticuatro años atrás. Ahora él tenía cincuenta. Otoko debía de tener treinta y nueve.
Después de tomar un baño, Oki encendió la radio y se enteró de que en Kyoto había helado, ligeramente. El pronóstico anunciaba que las temperaturas invernales serían moderadas durante aquellos días de fiesta. Oki desayunó en su habitación con café y tostadas, y adoptó las providencias necesarias para alquilar un automóvil. Incapaz de tomar una decisión con respecto al llamado o la visita a Otoko, ordenó al conductor que lo llevara al monte Arashi. Desde la ventanilla del auto vio que las sierras del norte y del oeste, bajas y suavemente redondeadas, ostentaban el gélido tono parduzco del invierno de Kyoto, a pesar de que algunas de ellas estaban bañadas por una pálida luz solar. Era un cuadro de atardecer. Oki descendió del auto al llegar al puente Togetsu, pero en lugar de cruzarlo, recorrió la avenida costanera en dirección al parque Kameyama.

A fin de año, hasta el monte Arashi, tan poblado de turistas desde la primavera hasta el otoño, se había convertido en un paisaje desierto. La vieja montaña se levantaba ante él en medio del más completo silencio. La profunda hoya que formaba el río al pie de la ladera era de un verde límpido. A la distancia se oían los ruidos de los troncos, que eran descargados de las balsas alineadas a la orilla del río y cargados en camiones. La ladera que descendía hasta el río debía de ser la celebrada vista del monte, supuso Oki; pero ahora estaba en sombras, con excepción de una franja de luz solar sobre el flanco más distante.
Oki tenía la intención de almorzar solo y tranquilo cerca del monte Arashi. En ocasiones anteriores había concurrido a dos restaurantes de la zona. Uno de ellos estaba cerca del puente, pero ahora sus puertas estaban cerradas. Era muy poco probable que la gente llegara a aquella solitaria montaña a fin de año. Oki caminó lentamente junto al río y se preguntó si el pequeño restaurante rústico situado aguas arriba también estaría cerrado. Siempre quedaba la posibilidad de regresar a la ciudad para almorzar. Cuando ascendía los gastados peldaños de piedra que conducían al restaurante, una niña le anunció que todos se habían marchado a Kyoto. ¿Cuántos años hacía que había comido allí brotes de bambú en caldo de bonito, en la época en que el bambú tiene brotes tiernos? Descendió nuevamente a la calle y allí advirtió la presencia de una anciana que barría las hojas de un tramo de chatos peldaños de piedra que conducían a un restaurante vecino. Le preguntó si estaba abierto y ella respondió que creía que sí. Oki se detuvo junto a la mujer por unos instantes y comentó lo tranquila que estaba la zona.
–Sí, uno puede oír lo que habla la gente del otro lado del río –dijo ella.

El restaurante, oculto entre la arboleda, tenía un viejo techo de paja de gran espesor y aspecto húmedo y un oscuro portal. Un macizo de bambú se apretujaba contra el frente. Los troncos de cuatro o cinco espléndidos pinos rojos asomaban sobre la techumbre de paja. Condujeron a Oki a un salón privado; pero, aparentemente, él era el único comensal. Muy cerca de los ventanales se veían arbustos de rojas bayas de acki. Una azalea florecía solitaria, fuera de temporada. Los arbustos de acki, el bambú y los pinos rojos atajaban la vista, pero a través de las hojas, Oki alcanzaba a divisar una profunda hoya verde jade en el río. Todo el monte Arashi estaba tan tranquilo como aquella hoya.
Oki se sentó ante la kotatsu y apoyó ambos codos sobre la baja mesa acolchada, bajo la cual se percibía la tibieza de un brasero alimentado con carbón de leña. Hasta sus oídos llegaron los trinos de un pájaro. El sonido de los troncos cargados en los camiones resonaba en todo el valle. Desde algún lugar situado allende las Colinas Occidentales llegó el silbato quejoso y prolongado de un tren que entraba o salía de un túnel.

Oki no pudo menos que pensar en el débil llanto de un recién nacido... A los dieciséis años, en el séptimo mes de embarazo, Otoko había dado a luz. Era una niña. Nada pudo hacerse para salvarla y Otoko no llegó a verla. Cuando la pequeña murió, el médico aconsejó no comunicar en seguida la noticia a la madre.
–Señor Oki, quiero que usted se lo diga –había dicho la madre de Otoko–. Yo me voy a echar a llorar. Pobre criatura; pensar que tiene que pasar por todo esto a su edad.
En esos días, la madre de Otoko había reprimido su enojo y su resentimiento. Su hija era todo lo que tenía y cuando supo que la muchacha estaba encinta ya no se animó a vilipendiar a Oki por ser un hombre casado y con un hijo. Le faltó coraje, a pesar de que hasta ese entonces se había mostrado más decidida aún que Otoko. Tenía que apoyarse en Oki para lograr que la criatura naciera en secreto y luego recibiera ayuda económica. Por otra parte, Otoko, nerviosa y tensa por el embarazo, había amenazado quitarse la vida si su madre criticaba a Oki.
Cuando Oki se sentó junto a la cama de Otoko, ésta lo miró con esos ojos serenos, agotados, de la mujer que acaba de pasar por un parto. Pero las lágrimas no tardaron en acumularse en las comisuras de esos ojos. Oki comprendió que ella había adivinado. Las lágrimas fluían sin control. El secó con rápido gesto las que corrían hacia el oído. Otoko tomó su mano y, por primera vez, rompió en sollozos. Lloraba y sollozaba como si se hubiera quebrado un dique.
–Murió, ¿verdad? El bebé ha muerto. ¡Ha muerto!
Se retorcía de angustia y Oki la abrazó y la apretó contra la cama. Al hacerlo sintió el contacto de uno de sus pequeños y juveniles pechos –pequeños, pero turgentes de leche– contra su brazo.

La madre de Otoko entró. Quizás hubiera estado aguardando junto a la puerta.
Oki no aflojó su abrazo.
–No puedo respirar. Suéltame –dijo la muchacha.
–¿Te quedarás quieta? ¿No volverás a moverte?
–Me quedaré quieta.
Oki la dejó en libertad y los hombros de Otoko se agitaron. Nuevos torrentes de lágrimas comenzaron a filtrarse a través de los párpados cerrados.
–¿La vas a cremar, madre?
No hubo respuesta.
–¿A una criaturita tan pequeña?
La madre seguía sin responder.
–¿Dices que yo tenía el pelo renegrido cuando nací?
–Sí, renegrido.
–¿Cómo era el de mi bebé? ¿No me puedes guardar un mechoncito, madre?
–No sé, Otoko –murmuró la madre y, tras una vacilación, dijo abruptamente–: ¡Tendrás otro!
Luego se volvió con el ceño fruncido, como si hubiera deseado tragarse sus propias palabras.
¿Acaso la madre de Otoko, y hasta el propio Oki, no habían deseado en secreto que la criatura no llegara a ver la luz del día? Otoko había sido internada en una clínica sórdida y pequeña de las afueras de Tokyo.
Oki sintió un súbito y agudo dolor al pensar que la vida de la criatura podía haberse salvado de estar bien atendida en un buen hospital. El solo la había llevado a la clínica; la madre no se había sentido con fuerzas para acompañarlos. El médico era un hombre maduro, de rostro congestionado por el alcohol. La joven enfermera dirigió una mirada acusadora a Oki. Otoko llevaba un quimono, de corte infantil aún, y una capa de seda azul oscuro.

La imagen de un bebé prematuro con pelo renegrido se presentó ante los ojos de Oki allí, en el monte Arashi, veinte años después. Reverberó en el bosque invernal y en las profundidades de la verde hoya. Golpeó las manos para llamar al camarero. Era evidente que no aguardaban comensales y le llevaría largo tiempo preparar la comida. Una muchacha le trajo té y permaneció junto a él charlando y charlando como si quisiera mantenerlo entretenido. Una de las historias que le narró se refería a un hombre hechizado por un tejón. Lo habían encontrado chapoteando en el río al amanecer y pidiendo socorro. Avanzaba a los tropezones en las zonas de poca profundidad, bajo el puente Togetsu, un lugar en el que cualquiera puede salir del agua por sus propios medios. Según parecía, después que lo rescataron y volvió en sí, relató que había estado errando toda la noche por la montaña, como un sonámbulo... Después de eso sólo recordaba el río.
Por fin, la cocina tuvo listo el primer plato: rodajas de carpa plateada fresca. Oki la acompañó con un poco de sake.

Al partir, volvió a contemplar el pesado techo de paja. El decadente encanto de su musgo lo atraía, pero la dueña del restaurante le explicó que la sombra de los árboles nunca le permitía secarse realmente. No era muy antiguo; hacía menos de diez años que habían renovado la paja.
La Luna brillaba en el cielo poco más allá del techo. Eran las tres y media de la tarde. Mientras recorría la calle junto al río, Oki contempló las evoluciones de los martín–pescadores, sobre el agua. Podía distinguir los colores de sus alas.
Cerca del puente Togetsu volvió a subir al automóvil, con la intención de visitar el cementerio de Adashino. En el atardecer invernal, aquel bosque de tumbas y figuras Jizo serenaría sus sentimientos. Pero al ver lo oscura que estaba la alameda que conducía al templo de Gio, ordenó al conductor que regresara. Decidió entonces detenerse en el Templo del Musgo y luego regresar al hotel.
Los jardines del templo estaban casi desiertos. Sólo los recorría una pareja que parecía en luna de miel. Había pinocha esparcida sobre el musgo y el reflejo de los árboles en el estanque se iba desplazando a medida que él avanzaba. En el camino de regreso al hotel, las Colinas Orientales parecían incandescentes bajo la luz anaranjada del sol poniente.

Luego de tomar un baño para entrar en calor, Oki buscó el número de Ueno Otoko en la guía telefónica. Una voz de mujer joven atendió, sin duda la discípula, e inmediatamente le pasó el teléfono a Otoko.
–Hola.
–Habla Oki –se produjo una pausa–. Habla Oki. Oki Toshio.
–Sí. Ha pasado tanto tiempo.
Ella hablaba con un suave acento de Kyoto.
Oki no sabía cómo comenzar, de modo que siguió hablando rápidamente para no turbarla demasiado, como si su llamado obedeciera a un repentino impulso.
–He venido para escuchar las campanas de Año Nuevo en Kyoto.
–¿Las campanas?
–¿No quieres escucharlas conmigo?
Oki tuvo que repetir la pregunta, pero aun así ella no respondió. Probablemente estaba demasiado sorprendida para saber qué decir.
–¿Viniste solo? –preguntó, por fin, tras una larga pausa.
–Sí. Sí, estoy solo.
Una vez más Otoko permaneció en silencio.
–Regresaré el 1° por la mañana... Sólo quería escuchar junto a ti las campanas que despiden el año viejo. Ya sabes que no soy muy joven. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos? Es tanto tiempo que ya no me animaría a pedirte que me dejaras verte, salvo en una ocasión como ésta.
No hubo respuesta.
–¿Puedo llamarte mañana?
–No, no lo hagas –respondió Otoko–. Yo pasaré por ti. A las ocho... Quizás eso sea demasiado temprano... Digamos a las nueve, en tu hotel. Reservaré mesa en algún lugar.
Oki había esperado reunirse con ella en una cena tranquila, pero las nueve significaba después de comer. Con todo, estaba contento de que ella hubiese aceptado. La Otoko de sus viejos recuerdos volvía a cobrar vida.

Pasó el día siguiente solo en su habitación de hotel, de la mañana a la noche. El hecho de ser el último día del año hacía que el tiempo pareciera transcurrir con mayor lentitud aún. No había nada que hacer. Tenía amigos en Kyoto, pero no tenía ganas de verlos ese día. Además, no quería que nadie se enterara de su presencia en la ciudad. Conocía muchos buenos restaurantes con tentadoras especialidades de Kyoto, pero decidió ordenar una comida simple en el hotel. Por eso, el último día del año estuvo colmado de recuerdos de Otoko. Al volver una y otra vez a su memoria, los recuerdos se fueron haciendo más vívidos. Hechos ocurridos veinte años atrás estaban más vivos en su mente que los sucesos de la víspera.
Demasiado lejos de la ventana como para ver la calle, Oki permaneció sentado con los ojos clavados en las Colinas Occidentales, que se levantaban sobre los techos de la ciudad. Comparada con Tokyo, Kyoto era una ciudad tan pequeña e íntima que hasta las Colinas Occidentales parecían al alcance de la mano. Mientras las contemplaba, una nube traslúcida, de un tono dorado pálido, que flotaba sobre las cumbres, adquirió una fría tonalidad ceniza. Atardecía.
¿Qué eran los recuerdos? ¿Qué era ese pasado que él recordaba con tanta nitidez? Cuando Otoko se trasladó a Kyoto con su madre, Oki tuvo la seguridad de que su relación había terminado. ¿Pero había terminado realmente? No podía evitar el dolor de saber que había arruinado la vida de aquella mujer, que posiblemente la había privado de toda oportunidad de ser feliz. ¿Pero qué habría pensado ella de él en todos esos años de soledad? La Otoko de sus recuerdos era la mujer más apasionada que había conocido. ¿Acaso la nitidez de aquellos recuerdos no significaba que ella no se había separado de él?
Aunque nunca había vivido en Kyoto, las luces de la ciudad al atardecer despertaron en él una vaga nostalgia. Quizá todos los japoneses se sintieran así. Pero lo cierto era que Otoko estaba en aquella ciudad.

Inquieto, Oki tomó un baño, se cambió de ropa y comenzó a pasearse por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para observar su propia imagen en el espejo mientras aguardaba la llegada de Otoko.
Eran las nueve y veinte cuando una llamada del hall anunció la presencia de la señorita Ueno.
–Dígale que en seguida estaré allí –respondió Oki, mientras se preguntaba si no sería mejor hacerla subir.
No vio a Otoko en el amplio hall. Una muchacha joven se le aproximó y preguntó muy cortésmente si él era el señor Oki. Le explicó entonces que la señorita Ueno le había rogado que pasara a buscarlo.
–¿Ah, sí? –exclamó Oki, esforzándose por que su voz sonara indiferente–. Le agradezco mucho su atención.
Él había esperado a Otoko y ahora sentía que ella lo estaba eludiendo. Los vívidos recuerdos que habían colmado su día parecían disiparse.
Oki permaneció un rato en silencio en el automóvil que los estaba aguardando. Por fin preguntó:
–¿Es usted la discípula de la señorita Ueno?
–Sí.
–¿Y vive con ella?
–Sí. Además hay una criada.
–Supongo que usted es de Kyoto.
–No, soy de Tokyo. Pero me enamoré de los trabajos de la señorita Ueno y vine en su busca y ella me aceptó.
Oki observó a la muchacha. Había advertido su belleza desde el momento en que le dirigió la palabra en el hotel y ahora admiraba la perfección de su perfil. Su cuello era largo y esbelto y sus orejas, de una delicadeza incomparable. En conjunto era perturbadoramente bella. Pero hablaba en tono sereno; su modo era más bien reservado. Se preguntó si sabría lo ocurrido entre Otoko y él, algo que había sucedido antes de que ella naciera.
–¿Siempre usa quimono? –le preguntó de pronto.
–No, no soy tan formal –respondió ella con un poco más de soltura–. De diario, por lo general, uso pantalones. La señorita Ueno me aconsejó que me vistiera con más esmero, porque el Año Nuevo llegará mientras estemos fuera de casa.
Por lo visto, la joven también escucharía con ellos las campanas. Oki comprendió que Otoko quería evitar encontrarse a solas con él.

El automóvil cruzó el parque Maruyama, en dirección al Templo Chionin. En el reservado de una antigua y elegante casa de té los aguardaba Otoko, acompañada por dos aprendices de geisha. Nueva sorpresa para Oki. Otoko estaba sentada sola ante la kotatsu con las rodillas bajo la carpeta. Las dos geishas se habían sentado una frente a la otra, junto a un brasero abierto. La muchacha que lo había acompañado se arrodilló en el vano de la puerta e hizo una reverencia.
Otoko se apartó de la kotatsu para saludarlo.
–Cuánto tiempo que no nos veíamos –dijo–. Pensé que te gustaría estar cerca de la campana de Chionin, pero me temo que aquí no podrán ofrecernos nada elaborado, en realidad cierran los días de fiesta.
Todo lo que pudo hacer Oki fue agradecerle las molestias que se había tomado. ¡Pero eso de esperarlo con dos geishas, además de la discípula! Ni siquiera podría aludir al pasado compartido o permitir que sus miradas lo delataran. La llamada telefónica del día anterior debía de haberla turbado y preocupado tanto que había decidido invitar a las geishas. ¿Sería aquella resistencia a permanecer a solas con él un indicio de sus sentimientos? Oki lo pensó en el momento en que se enfrentó con ella. Pero le bastó una mirada para sentir que su recuerdo aún vivía en el corazón de Otoko. Era probable que los demás no lo advirtieran. O quizá sí, puesto que la muchacha estaba siempre junto a ella, y las geishas, aunque jóvenes, eran mujeres experimentadas en el amor. Por supuesto, ninguna de las tres reveló el menor indicio.
Otoko permaneció a un lado, entre las dos geishas, e invitó a Oki a sentarse ante la kotatsu. Luego hizo que su discípula ocupara el lugar opuesto al de Oki. Parecía estar evitándolo una vez más.
–¿Se ha presentado usted al señor Oki, señorita Sakami? –preguntó en tono ligero y luego procedió a la presentación formal: –Esta es Sakami Keiko, que comparte mi casa. Aunque no lo parezca es un poco loca.
–¡Ay, señorita Ueno!
–Pinta cuadros abstractos con un estilo muy propio. Su pintura es tan apasionada, que a veces parece un poco loca. Pero a mí me encanta; la envidio. Tiembla cuando pinta.
Una camarera entró llevando sake y bocadillos. Las dos geishas se encargaron de servir.
–Nunca sospeché que escucharía las campanas en esta compañía –comentó Oki.
–Pensé que resultaría más grato con gente joven. Uno se siente solitario cuando suenan las campanas y sabe que ha envejecido un año más.
Otoko hizo una breve pausa y siguió hablando sin levantar los ojos.
–A veces me pregunto por qué he seguido viviendo tanto tiempo.

Oki recordó que dos meses después de la muerte del bebé, Otoko había ingerido una sobredosis de píldoras para dormir. ¿Lo habría recordado ella también? Él había corrido a su lado no bien se enteró. Los esfuerzos de la madre de Otoko por lograr que la muchacha lo abandonara habían provocado aquel intento de suicidio. No obstante eso, la mujer lo había hecho llamar. Oki se trasladó a casa de Otoko y de su madre para colaborar en el cuidado de la joven. Hora tras hora masajeaba sus muslos, hinchados y duros por las inyecciones. La madre entraba y salía de la cocina trayendo toallas humeantes. Otoko yacía desnuda bajo el liviano quimono. Sus esbeltos muslos de adolescente estaban grotescamente hinchados por las inyecciones. A veces, cuando los masajeaba con fuerza, sus manos resbalaban a la cara interna. Mientras la madre estaba fuera de la habitación, limpiaba los desagradables humores que fluían entre las piernas de la muchacha. Sus propias lágrimas de piedad y de amarga vergüenza caían sobre aquellos muslos y se juraba a sí mismo que la salvaría, que nunca más se apartaría de ella, sucediera lo que sucediera.
Los labios de Otoko habían adquirido una tonalidad violácea. Oki oía los sollozos de la madre en la cocina. Allí la encontró hecha un ovillo.
–¡Se está muriendo!
–Usted ha hecho todo lo que ha podido –trató de consolarla.
–Y usted también –dijo ella tomándole una mano.

Permaneció junto a Otoko tres días, sin dormir. Por fin ella abrió los ojos. Se retorcía y gemía de dolor, se rasguñaba como en un frenesí. Luego sus ojos vidriosos se clavaron en él.
–¡No, no! ¡Vete!
Dos médicos habían volcado todos sus esfuerzos en ella, pero Oki sentía que su propia devoción había contribuido a salvarle la vida. Era muy probable que la madre de Otoko no le hubiera dicho a su hija todo lo que él había hecho; pero para él era inolvidable. El recuerdo de sus muslos desnudos, mientras él los masajeaba para devolverle la vida, era más vívido aún que el de su cuerpo rendido en el abrazo. Los veía ante sus ojos hasta en ese momento, mientras estaba sentado allí, junto a ella, esperando escuchar la campana del templo.

No bien alguien llenaba su taza de sake, Otoko la bebía hasta el final. Era evidente que sabía resistir la bebida. Una de las geishas comentó que la campana demoraba una hora en emitir los ciento ocho sones. Ambas geishas vestían quimonos corrientes. No se habían arreglado para una fiesta. No llevaban obis semejantes a una mariposa y, en lugar de las vistosas horquillas con flores, sólo lucían graciosas peinetas en el pelo. Ambas parecían ser amigas de Otoko; pero Oki no comprendía por qué habían concurrido a aquella reunión sin lucir las galas que exigía la fecha.
Mientras bebía y escuchaba la frívola charla de sus suaves voces, tan características de Kyoto, sintió que el corazón se le aligeraba. Otoko había sido muy astuta. Había evitado estar a solas con él, pero quizá también hubiera procurado calmar sus propias emociones ante aquella reunión inesperada. El solo hecho de estar sentados allí, próximos el uno al otro, creaba una corriente de sentimientos entre ambos.
Se oyó el tañir de la gran campana de Chionin, y el silencio descendió sobre la habitación. El sonido de la desgastada y antiquísima campana carecía ya de pureza, pero sus reverberaciones flotaron largo rato en el aire nocturno. Luego de un intervalo resonó otra campanada. Parecía provenir de un lugar muy próximo.
–Estamos demasiado cerca –opinó Otoko–. Me dijeron que éste era un buen lugar para escuchar la campana de Chionin, pero pienso que el sonido nos hubiera llegado mejor si hubiéramos estado un poco más lejos, quizás en algún lugar de la orilla del río.
Oki corrió el panel de papel de una de las ventanas y vio que el campanario estaba justamente debajo del pequeño jardín de la casa de té.
–Está ahí mismo –exclamó–. Desde aquí se ve cómo la hacen sonar.
–Estamos realmente demasiado cerca –repitió Otoko.
–No, está muy bien así –la tranquilizó Oki–. Me alegro de estar tan cerca, después de haberla escuchado tantas veces por radio para Año Nuevo.
Pero ella tenía razón; faltaba algo. Frente al campanario se habían reunido algunas figuras borrosas. Oki cerró el postigo y regresó a la kotatsu. Al resonar las siguientes campanadas dejó de esforzarse por escucharlas con atención y entonces percibió el sonido que sólo puede producir una magnífica campana antigua, un sonido que parece atronar los aires con toda la fuerza latente de un mundo lejano.

Al abandonar la casa de té se encaminaron al santuario de Gion para asistir a la tradicional ceremonia de Año Nuevo. Mucha gente regresaba ya, agitando cuerdas con el extremo encendido en el fuego del santuario. Según una vieja costumbre, ese fuego serviría para encender el fogón, en el cual se prepararían los platos para las fiestas.




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