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sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 1 " Campanas del templo"


LO BELLO Y LO TRISTE – YASUNARI KAWABATA


EMECÉ  EDITORES, S.A.
Colección Grandes Novelistas
Título original: Utzukushisa to Kanashimi to
Traducción de Nélida M. de Machain
Diseño de Portada: Eduardo Ruiz
Impreso en Argentina, Julio  2002


CAMPANAS DEL TEMPLO

Eran seis las butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón panorámico de aquel expreso a Kyoto. Oki Toshio observó que la del extremo giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de ella. Las butacas de su lado no eran giratorias.
Estaba solo en el vagón panorámico. Hundido en su asiento observaba los movimientos de la butaca del extremo. No giraba siempre en la misma dirección ni con la misma velocidad: a veces se movía con más rapidez, otras con más lentitud y hasta se detenía y comenzaba a girar en dirección contraria. Al contemplar aquel sillón giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón desierto, Oki se sintió solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria.

Era el día 29 de diciembre. Viajaba a Kyoto con la intención de escuchar las campanas que señalaban el comienzo del nuevo año.
¿Cuántos años hacía que escuchaba el tañido de aquellas campanas por radio? ¿Cuánto hacía que se habían iniciado esas transmisiones? Probablemente las había escuchado todos los años desde que comenzaran y también había escuchado los comentarios de los diversos locutores que anunciaban el sonido de famosas campanas de los templos más antiguos del país. Durante la transmisión, un año expiraba para dejar paso a otro, de modo que los comentarios tendían a ser floridos y sentimentales. El sonido profundo de una enorme campana de templo budista resonaba con largos intervalos y la prolongada reverberación traía a la conciencia el Japón de antaño y el tiempo transcurrido. Primero eran las campanas de los templos del Norte, luego las de Kyushu; pero todas las vísperas de Año Nuevo concluían con las campanas de Kyoto. Eran tantos los templos de Kyoto, que a veces la radio transmitía los sones entremezclados de cientos de campanas diferentes.
A medianoche, su esposa y su hija estaban todavía en pleno trajín, preparando manjares en la cocina, ordenando la casa o, quizá, disponiendo sus quimonos y arreglando las flores. Oki se sentaba en el comedor y escuchaba radio. Cuando sonaban las campanas hacía un repaso del año que concluía. Aquélla le había parecido siempre una experiencia estremecedora. Algunos años la emoción era violenta y dolorosa. A veces se sentía abrumado por la pesadumbre y los remordimientos. Aunque el sentimentalismo de los locutores lo repelía, el tañido de las campanas despertaba un eco en su corazón. Desde hacía mucho tiempo se sentía tentado por la idea de pasar Año Nuevo en Kyoto, para escuchar de cerca el sonido de las campanas de los templos.

La idea había vuelto a cobrar cuerpo ese fin de año y, en un impulso, había decidido viajar a Kyoto. También lo había impulsado un acuciante deseo de volver a ver a Ueno Otoko después de tantos años y de escuchar las campanas en su compañía. Otoko no le había escrito desde que se había establecido en Kyoto; pero vivía en esa ciudad y se había abierto camino como pintora. Sus trabajos se ajustaban a la tradición japonesa clásica. No se había casado.
Puesto que el viaje había obedecido a un impulso y le disgustaba efectuar reservas, Oki se había limitado a dirigirse a la estación de Yokohama y a instalarse en el vagón panorámico del expreso a Kyoto. Era muy probable que el tren estuviera completo, pero conocía al camarero y sabía que éste le conseguiría un asiento.
El expreso a Kyoto le pareció el medio más indicado, porque partía de Tokyo y de Yokohama a primera hora de la tarde y llegaba a Kyoto al anochecer. A la vuelta partía de Kyoto en las primeras horas de la tarde. Siempre viajaba a Kyoto en aquel tren. La mayoría de las azafatas de los vagones de primera lo conocían de vista.
Le sorprendió encontrar el vagón desierto. Quizá nunca viajara mucha gente los 29 de diciembre. Quizás el pasaje fuera más numeroso el 31.
Mientras contemplaba aquella butaca del extremo que giraba, Oki comenzó a pensar en el destino. En ese instante llegó el camarero con el té.
–¿Estoy completamente solo? –preguntó Oki.
–Hoy sólo viajan cinco o seis pasajeros, señor.
–¿Estará completo el primero de año?
–No, señor. Por lo general no lo está. ¿Usted regresa ese día?
–Me temo que sí.
–Yo no estaré de servicio, pero me encargaré de que le solucionen cualquier problema.
–Gracias.

Cuando el camarero hubo partido, Oki paseó la mirada por el vagón y vio un par de valijas de cuero blanco al pie de la última butaca. Eran cuadradas, de línea fina y moderna. La blancura del cuero era interrumpida por unas pálidas manchas parduscas. No era material japonés. Además, había un gran bolso de piel de leopardo sobre el asiento. Los dueños de aquel equipaje debían de ser norteamericanos. Probablemente estaban en el coche–comedor.
Los bosques desfilaban junto a la ventanilla, desdibujados por una espesa bruma que sugería tibieza. Muy arriba de la bruma, las blancas nubes estaban bañadas en una luz trémula, que parecía ser irradiada por la tierra. Pero a medida que el tren avanzaba, el cielo se despejó en totalidad. Los rayos de Sol penetraban oblicuamente por las ventanillas e iluminaban todo el vagón. Al pasar junto a una montaña cubierta de pinares, Oki pudo distinguir la pinocha con que estaba alfombrado el suelo. Un macizo de bambú exhibía sus hojas amarillentas. Del lado del mar, olas centelleantes se derramaban sobre la playa, contra el fondo negro de un saliente rocoso.
Dos parejas de norteamericanos, de edad madura, regresaron del coche–comedor y no bien distinguieron el monte Fuji, luego de pasar Numazu, se instalaron junto a las ventanillas y se dedicaron activamente a tomar fotografías. Cuando el Fuji quedó por completo a la vista, hasta las plantaciones de su base, los norteamericanos se habían cansado de fotografiar y le volvieron la espalda.

El día invernal llegaba a su fin. Oki siguió con los ojos la oscura línea argentada de un río y luego volvió a contemplar la puesta de Sol. Durante un largo rato, los últimos rayos, fríos y brillantes, brotaron de una grieta en forma de arco que se abría en las oscuras nubes y luego desaparecieron. Las luces se habían encendido en el vagón y, de repente, todas las butacas giratorias comenzaron a moverse. Pero sólo la del extremo continuó girando.

Al llegar a Kyoto, Oki fue directamente al Miyako Hotel. Solicitó una habitación tranquila, con la esperanza de que Otoko lo visitara. El ascensor pareció haber subido seis o siete pisos; pero como el hotel estaba construido en gradas sobre la empinada ladera de las Colinas Orientales, el largo corredor que Oki recorrió lo condujo a un ala de planta baja. Las habitaciones a lo largo del corredor estaban tan silenciosas que parecían no albergar otros huéspedes. Poco después de las diez de la noche comenzó a oír a su alrededor voces que hablaban animadamente en idioma extranjero. Oki preguntó al botones del piso la razón de aquel repentino alboroto.
Le informaron que en las habitaciones vecinas se alojaban dos familias y que entre las dos sumaban doce niños. Los niños no sólo se gritaban entre sí en sus habitaciones sino que correteaban por el pasillo. ¿Por qué lo habían alojado en medio de aquellos huéspedes tan ruidosos si el hotel parecía casi vacío? Oki reprimió su fastidio, pensando que los niños no tardarían en dormirse. Pero el ruido continuó; sin duda los niños se desahogaban después del viaje. Lo que más lo irritaba eran los correteos por el pasillo. Por fin abandonó la cama.
La charla en idioma extranjero lo hacía sentirse más solitario. La butaca que giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón.
Oki había llegado a Kyoto para escuchar las campanas de Año Nuevo y para ver a Ueno Otoko, pero se preguntó una vez más cuál sería la verdadera razón. Por supuesto, no estaba seguro de poder verla. Y, sin embargo, ¿no eran las campanas un simple pretexto? ¿No hacía mucho tiempo que anhelaba la oportunidad de verla? Había viajado a Kyoto con la esperanza de escuchar las campanas del templo junto a Otoko. Le había parecido que no era una esperanza tan loca. Pero entre ellos se abría un abismo de muchos años. Si bien ella seguía soltera, era muy posible que se negara a ver a un antiguo amante, que se negara a aceptar su invitación.
–No, ella no es así –murmuró Oki.
Pero no sabía qué cambios podían haberse operado en Otoko. En apariencia, ella vivía en una vivienda situada dentro del predio de cierto templo y compartía sus habitaciones con una joven discípula. Oki había visto las fotografías en una revista de arte. No se trataba de una cabaña; era una casa amplia, con una gran sala de estar, que Otoko utilizaba como estudio. Hasta había un hermoso jardín antiguo. La fotografía mostraba a Otoko pincel en mano, inclinada sobre un cuadro. La línea de su perfil era inconfundible. Su figura era tan esbelta como siempre. Aun antes de que revivieran los viejos recuerdos, Oki sintió una punzada de remordimiento por haberla privado de la posibilidad de casarse y de ser madre. Era obvio que nadie podía sentir lo que sentía él al contemplar esa fotografía. Para la gente que la viera en aquella revista, esa fotografía no pasaría de ser el retrato de una pintora que se había establecido en Kyoto y que se había convertido en una típica belleza de esa ciudad.

Oki había pensado en telefonearle al día siguiente o esa misma noche. También había pensado en pasar por su casa. Pero por la mañana, cuando los niños vecinos lo despertaron con sus gritos, comenzó a experimentar dudas y decidió enviarle una nota. Sentado ante la mesa–escritorio contempló perplejo la hoja de papel con membrete del hotel y llegó a la conclusión de que no era necesario verla, de que bastaría con escuchar las campanas solo y luego regresar.
Los niños lo habían despertado temprano, pero cuando las dos familias extranjeras partieron, se volvió a dormir. Eran casi las once cuando despertó.

Mientras hacía lentamente el nudo de su corbata recordó la voz de Otoko: "Deja... Yo te haré el nudo...". En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas habían sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus brazos. Oki, por su parte, no había hablado. No sabía qué decir. La había abrazado con ternura, había acariciado su pelo, pero no había logrado pronunciar palabra. Luego se había desprendido de sus brazos y había comenzado a vestirse. Se había incorporado, se había puesto la camisa y había comenzado a anudarse la corbata. Ella había clavado en su rostro los ojos húmedos y brillantes, pero no llorosos. Él evitaba aquellos ojos. Hasta cuando la besaba, antes de que todo sucediera, Otoko había mantenido los ojos muy abiertos, hasta que él se los cerró con sus besos.
Su voz tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara anudarle la corbata. Oki sintió una oleada de alivio. Lo que le decía era completamente inesperado. Quizás estuviera procurando escapar de sí misma; quizá no fuera una manera de demostrarle que no lo culpaba; sin embargo, manipulaba la corbata con ternura, a pesar de las dificultades que parecía oponerle el nudo.
–¿Sabes hacerlo? –había preguntado Oki.
–Creo que sí. Solía observar a mi padre.

El padre había muerto cuando Otoko tenía once años.
Oki se había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces. Luego se deslizó de sus rodillas y deslizó los dedos por el hombro derecho de Oki, sin dejar de contemplar la corbata.
–Listo, chiquito. ¿Qué te parece?
Oki se había puesto de pie y se había encaminado al espejo. El nudo era perfecto. Se restregó el rostro con la palma de la mano. El sudor había dejado una leve película oleosa sobre él. Apenas si podía mirarse luego de haber violado a una muchacha tan joven. Por el espejo vio el rostro de Otoko que se aproximaba al suyo. Deslumbrado por su belleza fresca y punzante, se volvió hacia ella. Ella rozó su hombro, sepultó el rostro en su pecho y dijo:
–Te amo.
También era extraño que una muchacha de quince años llamara "chiquito" a un hombre que le doblaba la edad.

Eso había ocurrido veinticuatro años atrás. Ahora él tenía cincuenta. Otoko debía de tener treinta y nueve.
Después de tomar un baño, Oki encendió la radio y se enteró de que en Kyoto había helado, ligeramente. El pronóstico anunciaba que las temperaturas invernales serían moderadas durante aquellos días de fiesta. Oki desayunó en su habitación con café y tostadas, y adoptó las providencias necesarias para alquilar un automóvil. Incapaz de tomar una decisión con respecto al llamado o la visita a Otoko, ordenó al conductor que lo llevara al monte Arashi. Desde la ventanilla del auto vio que las sierras del norte y del oeste, bajas y suavemente redondeadas, ostentaban el gélido tono parduzco del invierno de Kyoto, a pesar de que algunas de ellas estaban bañadas por una pálida luz solar. Era un cuadro de atardecer. Oki descendió del auto al llegar al puente Togetsu, pero en lugar de cruzarlo, recorrió la avenida costanera en dirección al parque Kameyama.

A fin de año, hasta el monte Arashi, tan poblado de turistas desde la primavera hasta el otoño, se había convertido en un paisaje desierto. La vieja montaña se levantaba ante él en medio del más completo silencio. La profunda hoya que formaba el río al pie de la ladera era de un verde límpido. A la distancia se oían los ruidos de los troncos, que eran descargados de las balsas alineadas a la orilla del río y cargados en camiones. La ladera que descendía hasta el río debía de ser la celebrada vista del monte, supuso Oki; pero ahora estaba en sombras, con excepción de una franja de luz solar sobre el flanco más distante.
Oki tenía la intención de almorzar solo y tranquilo cerca del monte Arashi. En ocasiones anteriores había concurrido a dos restaurantes de la zona. Uno de ellos estaba cerca del puente, pero ahora sus puertas estaban cerradas. Era muy poco probable que la gente llegara a aquella solitaria montaña a fin de año. Oki caminó lentamente junto al río y se preguntó si el pequeño restaurante rústico situado aguas arriba también estaría cerrado. Siempre quedaba la posibilidad de regresar a la ciudad para almorzar. Cuando ascendía los gastados peldaños de piedra que conducían al restaurante, una niña le anunció que todos se habían marchado a Kyoto. ¿Cuántos años hacía que había comido allí brotes de bambú en caldo de bonito, en la época en que el bambú tiene brotes tiernos? Descendió nuevamente a la calle y allí advirtió la presencia de una anciana que barría las hojas de un tramo de chatos peldaños de piedra que conducían a un restaurante vecino. Le preguntó si estaba abierto y ella respondió que creía que sí. Oki se detuvo junto a la mujer por unos instantes y comentó lo tranquila que estaba la zona.
–Sí, uno puede oír lo que habla la gente del otro lado del río –dijo ella.

El restaurante, oculto entre la arboleda, tenía un viejo techo de paja de gran espesor y aspecto húmedo y un oscuro portal. Un macizo de bambú se apretujaba contra el frente. Los troncos de cuatro o cinco espléndidos pinos rojos asomaban sobre la techumbre de paja. Condujeron a Oki a un salón privado; pero, aparentemente, él era el único comensal. Muy cerca de los ventanales se veían arbustos de rojas bayas de acki. Una azalea florecía solitaria, fuera de temporada. Los arbustos de acki, el bambú y los pinos rojos atajaban la vista, pero a través de las hojas, Oki alcanzaba a divisar una profunda hoya verde jade en el río. Todo el monte Arashi estaba tan tranquilo como aquella hoya.
Oki se sentó ante la kotatsu y apoyó ambos codos sobre la baja mesa acolchada, bajo la cual se percibía la tibieza de un brasero alimentado con carbón de leña. Hasta sus oídos llegaron los trinos de un pájaro. El sonido de los troncos cargados en los camiones resonaba en todo el valle. Desde algún lugar situado allende las Colinas Occidentales llegó el silbato quejoso y prolongado de un tren que entraba o salía de un túnel.

Oki no pudo menos que pensar en el débil llanto de un recién nacido... A los dieciséis años, en el séptimo mes de embarazo, Otoko había dado a luz. Era una niña. Nada pudo hacerse para salvarla y Otoko no llegó a verla. Cuando la pequeña murió, el médico aconsejó no comunicar en seguida la noticia a la madre.
–Señor Oki, quiero que usted se lo diga –había dicho la madre de Otoko–. Yo me voy a echar a llorar. Pobre criatura; pensar que tiene que pasar por todo esto a su edad.
En esos días, la madre de Otoko había reprimido su enojo y su resentimiento. Su hija era todo lo que tenía y cuando supo que la muchacha estaba encinta ya no se animó a vilipendiar a Oki por ser un hombre casado y con un hijo. Le faltó coraje, a pesar de que hasta ese entonces se había mostrado más decidida aún que Otoko. Tenía que apoyarse en Oki para lograr que la criatura naciera en secreto y luego recibiera ayuda económica. Por otra parte, Otoko, nerviosa y tensa por el embarazo, había amenazado quitarse la vida si su madre criticaba a Oki.
Cuando Oki se sentó junto a la cama de Otoko, ésta lo miró con esos ojos serenos, agotados, de la mujer que acaba de pasar por un parto. Pero las lágrimas no tardaron en acumularse en las comisuras de esos ojos. Oki comprendió que ella había adivinado. Las lágrimas fluían sin control. El secó con rápido gesto las que corrían hacia el oído. Otoko tomó su mano y, por primera vez, rompió en sollozos. Lloraba y sollozaba como si se hubiera quebrado un dique.
–Murió, ¿verdad? El bebé ha muerto. ¡Ha muerto!
Se retorcía de angustia y Oki la abrazó y la apretó contra la cama. Al hacerlo sintió el contacto de uno de sus pequeños y juveniles pechos –pequeños, pero turgentes de leche– contra su brazo.

La madre de Otoko entró. Quizás hubiera estado aguardando junto a la puerta.
Oki no aflojó su abrazo.
–No puedo respirar. Suéltame –dijo la muchacha.
–¿Te quedarás quieta? ¿No volverás a moverte?
–Me quedaré quieta.
Oki la dejó en libertad y los hombros de Otoko se agitaron. Nuevos torrentes de lágrimas comenzaron a filtrarse a través de los párpados cerrados.
–¿La vas a cremar, madre?
No hubo respuesta.
–¿A una criaturita tan pequeña?
La madre seguía sin responder.
–¿Dices que yo tenía el pelo renegrido cuando nací?
–Sí, renegrido.
–¿Cómo era el de mi bebé? ¿No me puedes guardar un mechoncito, madre?
–No sé, Otoko –murmuró la madre y, tras una vacilación, dijo abruptamente–: ¡Tendrás otro!
Luego se volvió con el ceño fruncido, como si hubiera deseado tragarse sus propias palabras.
¿Acaso la madre de Otoko, y hasta el propio Oki, no habían deseado en secreto que la criatura no llegara a ver la luz del día? Otoko había sido internada en una clínica sórdida y pequeña de las afueras de Tokyo.
Oki sintió un súbito y agudo dolor al pensar que la vida de la criatura podía haberse salvado de estar bien atendida en un buen hospital. El solo la había llevado a la clínica; la madre no se había sentido con fuerzas para acompañarlos. El médico era un hombre maduro, de rostro congestionado por el alcohol. La joven enfermera dirigió una mirada acusadora a Oki. Otoko llevaba un quimono, de corte infantil aún, y una capa de seda azul oscuro.

La imagen de un bebé prematuro con pelo renegrido se presentó ante los ojos de Oki allí, en el monte Arashi, veinte años después. Reverberó en el bosque invernal y en las profundidades de la verde hoya. Golpeó las manos para llamar al camarero. Era evidente que no aguardaban comensales y le llevaría largo tiempo preparar la comida. Una muchacha le trajo té y permaneció junto a él charlando y charlando como si quisiera mantenerlo entretenido. Una de las historias que le narró se refería a un hombre hechizado por un tejón. Lo habían encontrado chapoteando en el río al amanecer y pidiendo socorro. Avanzaba a los tropezones en las zonas de poca profundidad, bajo el puente Togetsu, un lugar en el que cualquiera puede salir del agua por sus propios medios. Según parecía, después que lo rescataron y volvió en sí, relató que había estado errando toda la noche por la montaña, como un sonámbulo... Después de eso sólo recordaba el río.
Por fin, la cocina tuvo listo el primer plato: rodajas de carpa plateada fresca. Oki la acompañó con un poco de sake.

Al partir, volvió a contemplar el pesado techo de paja. El decadente encanto de su musgo lo atraía, pero la dueña del restaurante le explicó que la sombra de los árboles nunca le permitía secarse realmente. No era muy antiguo; hacía menos de diez años que habían renovado la paja.
La Luna brillaba en el cielo poco más allá del techo. Eran las tres y media de la tarde. Mientras recorría la calle junto al río, Oki contempló las evoluciones de los martín–pescadores, sobre el agua. Podía distinguir los colores de sus alas.
Cerca del puente Togetsu volvió a subir al automóvil, con la intención de visitar el cementerio de Adashino. En el atardecer invernal, aquel bosque de tumbas y figuras Jizo serenaría sus sentimientos. Pero al ver lo oscura que estaba la alameda que conducía al templo de Gio, ordenó al conductor que regresara. Decidió entonces detenerse en el Templo del Musgo y luego regresar al hotel.
Los jardines del templo estaban casi desiertos. Sólo los recorría una pareja que parecía en luna de miel. Había pinocha esparcida sobre el musgo y el reflejo de los árboles en el estanque se iba desplazando a medida que él avanzaba. En el camino de regreso al hotel, las Colinas Orientales parecían incandescentes bajo la luz anaranjada del sol poniente.

Luego de tomar un baño para entrar en calor, Oki buscó el número de Ueno Otoko en la guía telefónica. Una voz de mujer joven atendió, sin duda la discípula, e inmediatamente le pasó el teléfono a Otoko.
–Hola.
–Habla Oki –se produjo una pausa–. Habla Oki. Oki Toshio.
–Sí. Ha pasado tanto tiempo.
Ella hablaba con un suave acento de Kyoto.
Oki no sabía cómo comenzar, de modo que siguió hablando rápidamente para no turbarla demasiado, como si su llamado obedeciera a un repentino impulso.
–He venido para escuchar las campanas de Año Nuevo en Kyoto.
–¿Las campanas?
–¿No quieres escucharlas conmigo?
Oki tuvo que repetir la pregunta, pero aun así ella no respondió. Probablemente estaba demasiado sorprendida para saber qué decir.
–¿Viniste solo? –preguntó, por fin, tras una larga pausa.
–Sí. Sí, estoy solo.
Una vez más Otoko permaneció en silencio.
–Regresaré el 1° por la mañana... Sólo quería escuchar junto a ti las campanas que despiden el año viejo. Ya sabes que no soy muy joven. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos? Es tanto tiempo que ya no me animaría a pedirte que me dejaras verte, salvo en una ocasión como ésta.
No hubo respuesta.
–¿Puedo llamarte mañana?
–No, no lo hagas –respondió Otoko–. Yo pasaré por ti. A las ocho... Quizás eso sea demasiado temprano... Digamos a las nueve, en tu hotel. Reservaré mesa en algún lugar.
Oki había esperado reunirse con ella en una cena tranquila, pero las nueve significaba después de comer. Con todo, estaba contento de que ella hubiese aceptado. La Otoko de sus viejos recuerdos volvía a cobrar vida.

Pasó el día siguiente solo en su habitación de hotel, de la mañana a la noche. El hecho de ser el último día del año hacía que el tiempo pareciera transcurrir con mayor lentitud aún. No había nada que hacer. Tenía amigos en Kyoto, pero no tenía ganas de verlos ese día. Además, no quería que nadie se enterara de su presencia en la ciudad. Conocía muchos buenos restaurantes con tentadoras especialidades de Kyoto, pero decidió ordenar una comida simple en el hotel. Por eso, el último día del año estuvo colmado de recuerdos de Otoko. Al volver una y otra vez a su memoria, los recuerdos se fueron haciendo más vívidos. Hechos ocurridos veinte años atrás estaban más vivos en su mente que los sucesos de la víspera.
Demasiado lejos de la ventana como para ver la calle, Oki permaneció sentado con los ojos clavados en las Colinas Occidentales, que se levantaban sobre los techos de la ciudad. Comparada con Tokyo, Kyoto era una ciudad tan pequeña e íntima que hasta las Colinas Occidentales parecían al alcance de la mano. Mientras las contemplaba, una nube traslúcida, de un tono dorado pálido, que flotaba sobre las cumbres, adquirió una fría tonalidad ceniza. Atardecía.
¿Qué eran los recuerdos? ¿Qué era ese pasado que él recordaba con tanta nitidez? Cuando Otoko se trasladó a Kyoto con su madre, Oki tuvo la seguridad de que su relación había terminado. ¿Pero había terminado realmente? No podía evitar el dolor de saber que había arruinado la vida de aquella mujer, que posiblemente la había privado de toda oportunidad de ser feliz. ¿Pero qué habría pensado ella de él en todos esos años de soledad? La Otoko de sus recuerdos era la mujer más apasionada que había conocido. ¿Acaso la nitidez de aquellos recuerdos no significaba que ella no se había separado de él?
Aunque nunca había vivido en Kyoto, las luces de la ciudad al atardecer despertaron en él una vaga nostalgia. Quizá todos los japoneses se sintieran así. Pero lo cierto era que Otoko estaba en aquella ciudad.

Inquieto, Oki tomó un baño, se cambió de ropa y comenzó a pasearse por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para observar su propia imagen en el espejo mientras aguardaba la llegada de Otoko.
Eran las nueve y veinte cuando una llamada del hall anunció la presencia de la señorita Ueno.
–Dígale que en seguida estaré allí –respondió Oki, mientras se preguntaba si no sería mejor hacerla subir.
No vio a Otoko en el amplio hall. Una muchacha joven se le aproximó y preguntó muy cortésmente si él era el señor Oki. Le explicó entonces que la señorita Ueno le había rogado que pasara a buscarlo.
–¿Ah, sí? –exclamó Oki, esforzándose por que su voz sonara indiferente–. Le agradezco mucho su atención.
Él había esperado a Otoko y ahora sentía que ella lo estaba eludiendo. Los vívidos recuerdos que habían colmado su día parecían disiparse.
Oki permaneció un rato en silencio en el automóvil que los estaba aguardando. Por fin preguntó:
–¿Es usted la discípula de la señorita Ueno?
–Sí.
–¿Y vive con ella?
–Sí. Además hay una criada.
–Supongo que usted es de Kyoto.
–No, soy de Tokyo. Pero me enamoré de los trabajos de la señorita Ueno y vine en su busca y ella me aceptó.
Oki observó a la muchacha. Había advertido su belleza desde el momento en que le dirigió la palabra en el hotel y ahora admiraba la perfección de su perfil. Su cuello era largo y esbelto y sus orejas, de una delicadeza incomparable. En conjunto era perturbadoramente bella. Pero hablaba en tono sereno; su modo era más bien reservado. Se preguntó si sabría lo ocurrido entre Otoko y él, algo que había sucedido antes de que ella naciera.
–¿Siempre usa quimono? –le preguntó de pronto.
–No, no soy tan formal –respondió ella con un poco más de soltura–. De diario, por lo general, uso pantalones. La señorita Ueno me aconsejó que me vistiera con más esmero, porque el Año Nuevo llegará mientras estemos fuera de casa.
Por lo visto, la joven también escucharía con ellos las campanas. Oki comprendió que Otoko quería evitar encontrarse a solas con él.

El automóvil cruzó el parque Maruyama, en dirección al Templo Chionin. En el reservado de una antigua y elegante casa de té los aguardaba Otoko, acompañada por dos aprendices de geisha. Nueva sorpresa para Oki. Otoko estaba sentada sola ante la kotatsu con las rodillas bajo la carpeta. Las dos geishas se habían sentado una frente a la otra, junto a un brasero abierto. La muchacha que lo había acompañado se arrodilló en el vano de la puerta e hizo una reverencia.
Otoko se apartó de la kotatsu para saludarlo.
–Cuánto tiempo que no nos veíamos –dijo–. Pensé que te gustaría estar cerca de la campana de Chionin, pero me temo que aquí no podrán ofrecernos nada elaborado, en realidad cierran los días de fiesta.
Todo lo que pudo hacer Oki fue agradecerle las molestias que se había tomado. ¡Pero eso de esperarlo con dos geishas, además de la discípula! Ni siquiera podría aludir al pasado compartido o permitir que sus miradas lo delataran. La llamada telefónica del día anterior debía de haberla turbado y preocupado tanto que había decidido invitar a las geishas. ¿Sería aquella resistencia a permanecer a solas con él un indicio de sus sentimientos? Oki lo pensó en el momento en que se enfrentó con ella. Pero le bastó una mirada para sentir que su recuerdo aún vivía en el corazón de Otoko. Era probable que los demás no lo advirtieran. O quizá sí, puesto que la muchacha estaba siempre junto a ella, y las geishas, aunque jóvenes, eran mujeres experimentadas en el amor. Por supuesto, ninguna de las tres reveló el menor indicio.
Otoko permaneció a un lado, entre las dos geishas, e invitó a Oki a sentarse ante la kotatsu. Luego hizo que su discípula ocupara el lugar opuesto al de Oki. Parecía estar evitándolo una vez más.
–¿Se ha presentado usted al señor Oki, señorita Sakami? –preguntó en tono ligero y luego procedió a la presentación formal: –Esta es Sakami Keiko, que comparte mi casa. Aunque no lo parezca es un poco loca.
–¡Ay, señorita Ueno!
–Pinta cuadros abstractos con un estilo muy propio. Su pintura es tan apasionada, que a veces parece un poco loca. Pero a mí me encanta; la envidio. Tiembla cuando pinta.
Una camarera entró llevando sake y bocadillos. Las dos geishas se encargaron de servir.
–Nunca sospeché que escucharía las campanas en esta compañía –comentó Oki.
–Pensé que resultaría más grato con gente joven. Uno se siente solitario cuando suenan las campanas y sabe que ha envejecido un año más.
Otoko hizo una breve pausa y siguió hablando sin levantar los ojos.
–A veces me pregunto por qué he seguido viviendo tanto tiempo.

Oki recordó que dos meses después de la muerte del bebé, Otoko había ingerido una sobredosis de píldoras para dormir. ¿Lo habría recordado ella también? Él había corrido a su lado no bien se enteró. Los esfuerzos de la madre de Otoko por lograr que la muchacha lo abandonara habían provocado aquel intento de suicidio. No obstante eso, la mujer lo había hecho llamar. Oki se trasladó a casa de Otoko y de su madre para colaborar en el cuidado de la joven. Hora tras hora masajeaba sus muslos, hinchados y duros por las inyecciones. La madre entraba y salía de la cocina trayendo toallas humeantes. Otoko yacía desnuda bajo el liviano quimono. Sus esbeltos muslos de adolescente estaban grotescamente hinchados por las inyecciones. A veces, cuando los masajeaba con fuerza, sus manos resbalaban a la cara interna. Mientras la madre estaba fuera de la habitación, limpiaba los desagradables humores que fluían entre las piernas de la muchacha. Sus propias lágrimas de piedad y de amarga vergüenza caían sobre aquellos muslos y se juraba a sí mismo que la salvaría, que nunca más se apartaría de ella, sucediera lo que sucediera.
Los labios de Otoko habían adquirido una tonalidad violácea. Oki oía los sollozos de la madre en la cocina. Allí la encontró hecha un ovillo.
–¡Se está muriendo!
–Usted ha hecho todo lo que ha podido –trató de consolarla.
–Y usted también –dijo ella tomándole una mano.

Permaneció junto a Otoko tres días, sin dormir. Por fin ella abrió los ojos. Se retorcía y gemía de dolor, se rasguñaba como en un frenesí. Luego sus ojos vidriosos se clavaron en él.
–¡No, no! ¡Vete!
Dos médicos habían volcado todos sus esfuerzos en ella, pero Oki sentía que su propia devoción había contribuido a salvarle la vida. Era muy probable que la madre de Otoko no le hubiera dicho a su hija todo lo que él había hecho; pero para él era inolvidable. El recuerdo de sus muslos desnudos, mientras él los masajeaba para devolverle la vida, era más vívido aún que el de su cuerpo rendido en el abrazo. Los veía ante sus ojos hasta en ese momento, mientras estaba sentado allí, junto a ella, esperando escuchar la campana del templo.

No bien alguien llenaba su taza de sake, Otoko la bebía hasta el final. Era evidente que sabía resistir la bebida. Una de las geishas comentó que la campana demoraba una hora en emitir los ciento ocho sones. Ambas geishas vestían quimonos corrientes. No se habían arreglado para una fiesta. No llevaban obis semejantes a una mariposa y, en lugar de las vistosas horquillas con flores, sólo lucían graciosas peinetas en el pelo. Ambas parecían ser amigas de Otoko; pero Oki no comprendía por qué habían concurrido a aquella reunión sin lucir las galas que exigía la fecha.
Mientras bebía y escuchaba la frívola charla de sus suaves voces, tan características de Kyoto, sintió que el corazón se le aligeraba. Otoko había sido muy astuta. Había evitado estar a solas con él, pero quizá también hubiera procurado calmar sus propias emociones ante aquella reunión inesperada. El solo hecho de estar sentados allí, próximos el uno al otro, creaba una corriente de sentimientos entre ambos.
Se oyó el tañir de la gran campana de Chionin, y el silencio descendió sobre la habitación. El sonido de la desgastada y antiquísima campana carecía ya de pureza, pero sus reverberaciones flotaron largo rato en el aire nocturno. Luego de un intervalo resonó otra campanada. Parecía provenir de un lugar muy próximo.
–Estamos demasiado cerca –opinó Otoko–. Me dijeron que éste era un buen lugar para escuchar la campana de Chionin, pero pienso que el sonido nos hubiera llegado mejor si hubiéramos estado un poco más lejos, quizás en algún lugar de la orilla del río.
Oki corrió el panel de papel de una de las ventanas y vio que el campanario estaba justamente debajo del pequeño jardín de la casa de té.
–Está ahí mismo –exclamó–. Desde aquí se ve cómo la hacen sonar.
–Estamos realmente demasiado cerca –repitió Otoko.
–No, está muy bien así –la tranquilizó Oki–. Me alegro de estar tan cerca, después de haberla escuchado tantas veces por radio para Año Nuevo.
Pero ella tenía razón; faltaba algo. Frente al campanario se habían reunido algunas figuras borrosas. Oki cerró el postigo y regresó a la kotatsu. Al resonar las siguientes campanadas dejó de esforzarse por escucharlas con atención y entonces percibió el sonido que sólo puede producir una magnífica campana antigua, un sonido que parece atronar los aires con toda la fuerza latente de un mundo lejano.

Al abandonar la casa de té se encaminaron al santuario de Gion para asistir a la tradicional ceremonia de Año Nuevo. Mucha gente regresaba ya, agitando cuerdas con el extremo encendido en el fuego del santuario. Según una vieja costumbre, ese fuego serviría para encender el fogón, en el cual se prepararían los platos para las fiestas.




Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 2 " Primavera temprana"


PRIMAVERA TEMPRANA

Oki se había detenido en una colina, con la mirada perdida en las púrpuras de la puesta de Sol. Había estado trabajando desde la una y media de la tarde, y había abandonado la casa para dar un paseo, luego de completar uno de los capítulos de una novela en serie que publicaría un periódico. Vivía en los ondulados suburbios del norte de Kamakura y su casa estaba al otro lado del valle. El fulgor rojizo se elevaba a gran altura por sobre el horizonte. Los cálidos tonos purpúreos sugerían la presencia de alguna sutil capa nubosa. Las puestas de Sol púrpuras eran muy poco habituales. Las gradaciones de color del oscuro al claro eran tan delicadas como si se las hubiera logrado pasando un ancho pincel sobre un papel de arroz mojado. La suavidad de aquel púrpura anunciaba la llegada de la primavera. En un sector, la bruma era rosada. En aquel lugar debía de estar ocultándose el Sol.
Recordó que en su viaje de regreso de Kyoto, al atardecer, las vías habían brillado con un resplandor carmesí hasta la distancia. Al penetrar en la sombra de las montañas, el fulgor carmesí se perdía. El tren penetró en un desfiladero y de pronto se hizo noche. Pero el cálido carmesí de aquellas vías le había recordado una vez más el pasado compartido con Otoko. Ella había evitado quedar a solas con él, pero ese mismo hecho le hacía sentir que su recuerdo aún estaba vivo en ella. Cuando regresaban del santuario de Gion, unos borrachos los habían acosado y habían intentado tocar el alto rodete de las dos jóvenes geishas. Aquel comportamiento era muy raro en Kyoto. Oki se puso junto a las geishas para protegerlas, mientras Otoko y su discípula los seguían unos pocos pasos atrás.

Al día siguiente, cuando estaba por subir al tren, mientras se repetía que era inútil esperar que Otoko lo despidiera en la estación, apareció su discípula Sakami Keiko.
–¡Feliz Año Nuevo! La señorita Ueno tenía intenciones de venir a despedirlo, pero tuvo que hacer algunas llamadas de Año Nuevo que le ocuparán toda la mañana y por la tarde recibirá visitas. Por eso he venido en su lugar.
–Muy amable de su parte –replicó Oki.
La belleza de la muchacha atraía la atención de las pocas personas que viajaban aquel día de fiesta.
–Es la segunda vez que usted se incomoda por mí.
–Es un placer.
Keiko llevaba el mismo quimono de la noche anterior: una prenda de satén estampado en el que predominaban los tonos de azul, con un motivo de pájaros que revoloteaban entre copos de nieve. Los pájaros ponían una nota de color, pero el conjunto era bastante sombrío para ser la vestimenta festiva de una muchacha tan joven.
–Muy elegante su quimono. ¿El estampado es obra de la señorita Ueno?
–No –dijo Keiko y se ruborizó un poco–. Es obra mía, pero no resultó como esperaba.
Pero lo cierto era que ese quimono oscuro hacía resaltar la perturbadora belleza de Keiko. Además había algo juvenil en la decorativa armonía de colores y en las variadas formas de los pájaros. Hasta los copos de nieve parecían estar danzando.
La muchacha le entregó varias cajas de bocadillos típicos de Kyoto para que comiera en el tren y le señaló que se las enviaba Otoko.
Durante los minutos que el tren permaneció en la estación, Keiko estuvo de pie junto a la ventanilla. Al verla así, enmarcada por la ventanilla, Oki pensó que quizás aquel fuera el período en que la belleza de aquella mujer había llegado a su esplendor. Él no había visto a Otoko en el apogeo de su belleza juvenil. Tenía dieciséis años cuando se separaron.

Oki comió temprano; alrededor de las cuatro y media. En las cajas encontró una variedad de comidas de Año Nuevo, entre las que figuraban algunas bolitas de arroz de forma perfecta. Parecían expresar las emociones de una mujer. Sin duda la propia Otoko las había preparado para el hombre que, mucho tiempo atrás, había destruido su tierna juventud.
Al masticar aquellos bocadillos de arroz, sintió el perdón de la mujer en su lengua y en sus dientes. No, no era perdón, era amor. Estaba seguro de que era amor, un amor que aún ardía en lo más hondo de su ser. Todo lo que él sabía de la vida de Otoko en Kyoto era que ella se había abierto camino como pintora sin ninguna ayuda. Quizás hubieran existido en su vida otros amores, otras historias sentimentales. Pero sabía que ella sentía por él el desesperado amor de la adolescencia. Él, por su parte, había tenido relaciones con otras mujeres; pero nunca había vuelto a amar con la misma intensidad.
Pensó que el arroz era delicioso y se preguntó si provendría de la región de Kyoto. Comió un bocadillo de arroz tras otro. Estaban sazonados a la perfección, ni demasiado salados ni demasiado insípidos.

Unos dos meses después de su intento de suicidio, Otoko había sido internada en una clínica psiquiátrica con ventanas enrejadas. Lo supo por la madre, pero no le permitieron verla.
–Si usted quiere, puede verla desde el corredor –le había dicho la madre–; pero yo preferiría que no lo hiciera. Me horroriza la idea de que usted vea a la pobre criatura en esas condiciones, y ella se perturbaría mucho si lo viera.
–¿Cree usted que me reconocería?
–¡Por supuesto que sí! ¿Acaso todo esto no es por su causa?
Oki no tenía respuesta para eso.
–Pero dicen que no ha perdido la razón. El doctor dice que no me preocupe, que sólo permanecerá internada por un breve lapso.
La madre hizo una pausa y luego colocó los brazos como para acunar a un bebé.
–Con frecuencia adopta esta actitud –prosiguió–. Reclama a su bebé. Es realmente digna de lástima.

Otoko abandonó la clínica unos tres meses después. La madre quiso hablar con Oki.
–Sé que usted tiene esposa y un hijo, y Otoko tiene que haberlo sabido desde el comienzo. Por eso quizá crea que la loca soy yo, al preguntarle a mi edad si... –temblaba y tenía los ojos llenos de lágrimas– ¿no puede casarse con ella?
–Lo he estado pensando –murmuró Oki con aire desdichado.
En su hogar se habían producido escenas tempestuosas también. Su esposa tenía por ese entonces poco más de veinte años.
–Usted puede hacer de cuenta que no me ha oído, puede hacer de cuenta que yo también estoy un poco fuera de mis cabales. Nunca volveré a pedírselo. No le digo que lo haga inmediatamente. Ella puede esperar unos años... cinco o seis, si es necesario... Ella va a seguir esperando lo quiera yo o no... Es de ese tipo de chica. Y no tiene más que dieciséis años.
Oki pensó que Otoko debía de haber heredado de su madre aquel temperamento apasionado.

Transcurrido un año, la madre de Otoko vendió su casa de Tokyo y llevó a su hija a vivir a Kyoto. Otoko completó sus estudios en un colegio secundario de esa ciudad y luego ingresó en una academia de arte.
Más de veinte años después, volvían a reunirse para escuchar juntos la campana de Chionin y ella le enviaba la cena que él consumía en el viaje de regreso a Tokyo. Toda la comida festiva que le había enviado parecía estar dentro de las tradiciones de Kyoto, pensó Oki mientras recogía uno a uno los bocados con sus palillos. Hasta el desayuno que le sirvieron aquella mañana en el hotel incluía un cuenco de la tradicional sopa de Año Nuevo. Pero era una simple manera de guardar las formas; el verdadero sabor de la festividad estaba en aquella comida enviada por Otoko. En su propia casa, en Kamakura, la comida sería muy occidental, al estilo de las que se ven en las fotografías de color de las revistas femeninas.
Era natural que alguien que ocupaba una posición tan expectable como la que ocupaba Otoko tuviera que hacer "llamadas de Año Nuevo", como había dicho Keiko; pero podría muy bien haber reservado diez o quince minutos para concurrir a la estación. Una vez más se mantenía a distancia de él. Pero aunque no había podido decir nada en presencia de otros, él advertía que el pasado común creaba una corriente entre ambos. Y aquella cena era una prueba más.
Cuando el tren comenzó a moverse, Oki golpeó el vidrio con los nudillos, levantó un poco la ventanilla para que Keiko lo oyera, le dio las gracias una vez más y la invitó a visitarlo, cuando fuera a Tokyo.
–Nos encontrará con toda facilidad: basta con que pregunte en la estación Kamakura Norte. Y envíeme alguna tela suya ¿eh? Una pintura abstracta, de esas que la señorita Ueno califica de un poco locas.
–¡Qué vergüenza me da! ¡Qué la señorita Ueno diga una cosa como ésa...!
Por un instante brilló una chispa muy extraña en los ojos de la muchacha.
–¿Pero acaso no ha dicho también que le envidia su talento?

El tren se detenía en la estación por un breve lapso y aquella conversación con Keiko también había sido breve.
Oki, por su parte, nunca había escrito una novela "abstracta", a pesar de que algunas de sus novelas tenían elementos de fantasía. El lenguaje puede considerarse como abstracto o simbólico, en la medida en que difiere de la realidad cotidiana, y él había tratado de reprimir esas tendencias en sus escritos. Siempre le había gustado la poesía simbolista francesa y también la poesía haiku y medieval japonesa; pero desde que comenzara a escribir se había esforzado por aprender a usar un lenguaje abstracto, simbólico, dentro de un estilo concreto, realista. Sin embargo, había pensado que al profundizar esa forma de expresión sus escritos podían llegar a adquirir una calidad simbólica.
¿Cuál era, por ejemplo, la relación entre la Otoko de su novela y la verdadera Otoko? Resultaba difícil definirla.
De todas sus novelas, la de vida más larga era la que narraba la historia de sus amores con ella. Era muy leída hasta el presente. La publicación de aquella novela había causado más daño aún a Otoko al atraer sobre ella miradas curiosas. Y sin embargo, ¿por qué ahora, décadas más tarde, el personaje conquistaba el afecto de tantos lectores?
Podría decirse que había sido la Otoko de su novela, más que la muchacha que había servido de modelo, la que había ganado el afecto de los lectores. Aquella historia no era la de Otoko misma, sino algo que él había escrito. El había añadido a esa historia toques imaginativos y de ficción y la había idealizado hasta cierto punto. Dejando eso de lado, ¿quién podía afirmar cuál de las dos era la verdadera Otoko: la que él había descrito o la que ella podía haber creado al relatar su propia historia?
Con todo, la muchacha de su novela era Otoko. La novela no podría haber existido sin su historia de amor. Y esa historia era la razón de que la novela fuera tan leída. Si él no hubiera conocido a Otoko, nunca habría sabido lo que era un amor como aquél. El encontrar un amor como aquél a los treinta años podía considerarse una fortuna o una desdicha –él no habría sabido decir qué era–, pero no cabía duda de que había posibilitado su exitoso debut como autor.

Oki había intitulado su novela Una chica de dieciséis. Era un título simple, directo; pero en aquel tiempo la gente se escandalizaba de que una adolescente, una niña en edad escolar, tuviera un amante, diera a luz a un niño prematuro y sufriera un colapso nervioso. A Oki, su amante, aquello no lo había escandalizado y, por supuesto, no había escrito sobre el asunto con ese espíritu. Ni siquiera la había considerado como una muchacha extraña. La actitud mental del autor era simple y directa como el título y Otoko aparecía como una niña pura y ardiente. Había procurado dar vida a su recuerdo del rostro, del cuerpo, de la manera de moverse de la muchacha. En una palabra, había volcado todo su amor fresco y juvenil en aquel libro. Probablemente ésa fuera la razón del éxito. Era la trágica historia de amor de una muchacha muy joven y de un hombre joven aún, pero casado y con un hijo. Pero la belleza de aquella historia había sido acentuada hasta el punto de escapar a cualquier cuestionamiento moral.

En los tiempos en que se reunía con ella en secreto, Otoko lo sorprendió una vez al decirle:
–Tú eres de los que siempre se preocupan por lo que pueden pensar los demás, ¿no? Deberías ser más audaz.
–Me parece que soy bastante desvergonzado. ¿Qué me dices de esta situación?
–No. No hablo de nosotros –dijo ella e hizo una pausa–. Me refiero a todo... Deberías ser más tú mismo.
Al no encontrar respuesta, Oki había reflexionado sobre sí mismo.
Mucho tiempo después, las palabras de la muchacha continuaban grabadas en su mente. Sentía que aquella criatura veía con extrema claridad su carácter y su vida, porque lo amaba. En lo sucesivo había accedido a su propia voluntad con harta frecuencia, pero cada vez que comenzaba a preocuparse por la opinión de los demás recordaba las palabras de Otoko. Recordaba el momento en que las había pronunciado.
El había dejado de acariciarla por unos instantes. Otoko, pensando quizá que eso obedecía a lo que ella acababa de decir, había sepultado el rostro en el ángulo de su brazo. Luego había comenzado a morderlo, cada vez con más fuerza. Oki mantenía el brazo inmóvil y soportaba el dolor.
–Me haces doler –dijo, por fin, aferrándola por el pelo y apartándola.
La sangre brotaba de las marcas que los dientes de la muchacha habían dejado en su brazo. Otoko lamió la herida.
–Lastímame a mí –dijo.
Oki contempló el brazo juvenil y lo acarició desde la punta de los dedos hasta el hombro. Luego le besó el hombro. Ella se estremeció de placer.

El hecho de que escribiera Una chica de dieciséis no fue un resultado de aquellas palabras "deberías ser más tú mismo"; pero Oki las tuvo muy presentes al escribir la novela. El libro se publicó dos años después de la separación. Otoko vivía en Kyoto. Sin duda, su madre había abandonado Tokyo al ver que él no accedía a su pedido; probablemente no pudo soportar más la pena que compartía con su hija. ¿Qué habrían pensado ellas de su novela, del éxito que había logrado él con una obra que penetraba tan profundamente en sus vidas? Nadie había inquirido acerca de la existencia real de quien había servido de modelo al joven autor. Sólo años después, cuando Oki tenía cincuenta años y se comenzaba a investigar su carrera, se supo que el personaje estaba basado en Otoko. Eso ocurrió después de la muerte de la madre de Otoko y, para entonces, ésta ya había adquirido renombre como pintora. Las revistas habían comenzado a publicar su fotografía con la leyenda: "La heroína de Una chica de dieciséis". Oki suponía que aquellas fotos habían sido utilizadas sin el consentimiento de Otoko. Por supuesto, ella no accedía a entrevistas que giraran en torno a aquel tema.

Oki no había tenido noticias de ella ni de su madre ni siquiera cuando apareció la novela. Los problemas habían surgido en su propio hogar, como era de esperar. Antes de su casamiento, Fumiko había sido dactilógrafa en una agencia noticiosa, de modo que Oki le había entregado todos sus manuscritos para que los mecanografiara. Era algo así como un juego de enamorados, la dulce comunión de la pareja nueva; pero había algo más que eso.
Cuando se publicó su primer trabajo en una revista, él había quedado atónito ante la diferencia de efecto entre el manuscrito y la letra impresa. Con el tiempo adquirió experiencia y comenzó a anticipar el efecto de sus palabras en la página de imprenta. No es que escribiera pensando en ello; nunca lo recordaba. Pero la brecha entre manuscrito y obra publicada comenzó a desaparecer. Había aprendido a escribir para que sus palabras se publicaran. Hasta los pasajes que parecían tediosos o incoherentes en el manuscrito, resultaban precisos y densos una vez publicados. Quizás eso significara que él había aprendido su oficio. Solía aconsejar lo siguiente a los escritores noveles: "Traten de lograr que se imprima alguno de sus trabajos, en una pequeña revista o algo así. Verán qué distinto es del manuscrito... Y los sorprenderá comprobar lo mucho que se aprende de eso".

En la actualidad el método habitual utilizado en imprenta es la tipografía. Pero hasta eso habría de depararle una sorpresa, aunque de naturaleza opuesta. Por ejemplo:
él siempre había leído La historia de Genji en los menudos tipos de las ediciones modernas; un día cayó en sus manos un precioso ejemplar impreso con métodos antiguos y el resultado de la lectura fue completamente distinto. ¿Cómo habría impresionado a quienes la leían en aquellos bellísimos manuscritos de la época de la Corte de Heian? Mil años atrás, La historia de Genji era una novela moderna. Nunca más se la volvería a leer así, por mucho que hubieran progresado los estudios sobre Genji. Con todo, las ediciones antiguas brindaban un placer más intenso que las modernas. Lo mismo ocurría, sin duda alguna, con la poesía del período Heian. Y en cuanto a la literatura posterior, Oki había procurado leer a Saikaku en facsímiles de las ediciones del siglo XVII, no por pedantería sino en un intento por aproximarse todo lo posible a la obra original. Pero leer novelas contemporáneas en facsímiles de los manuscritos era un simple esnobismo. Las novelas contemporáneas han sido escritas para que se las lea en letra de imprenta, no en un manuscrito sin ningún encanto.

Cuando Oki se casó con Fumiko ya no existía una brecha importante entre sus manuscritos y las versiones impresas; pero dado que su esposa era una excelente dactilógrafa, él prefería hacérselos transcribir. Los manuscritos mecanografiados en japonés se aproximaban mucho más a la imprenta que los escritos a mano. Además, él sabía que todos los manuscritos occidentales surgían directamente de la máquina de escribir o eran transcriptos en ésta. Pero las novelas de Oki mecanografiadas parecían más frías y más chatas que el original a mano y que la versión final impresa, en parte debido a que él no estaba habituado a leerlas así. Sin embargo, justamente eso le permitía reconocer mejor los defectos y facilitaba las correcciones y las revisiones. De modo que Fumiko se acostumbró a mecanografiar todos sus trabajos.
Y así surgió el problema del manuscrito de Una chica de dieciséis. Pedirle a Fumiko que la pasara en limpio significaría someterla a un martirio y a una humillación. Sería una crueldad.

Cuando él había conocido a Otoko, su esposa tenía veintidós años y acababa de dar a luz al primer hijo del matrimonio. Por supuesto que intuyó la historia de amor de su marido. Solía salir por las noches, llevando a su hijo a la espalda y vagaba a lo largo de las vías del ferrocarril. En una oportunidad en que ella faltó de su hogar por varias horas, Oki la encontró en el jardín, apoyada contra el viejo ciruelo, sin voluntad de entrar en la casa. El había salido a buscarla y escuchó sus sollozos al llegar a la verja.
–¿Qué estás haciendo allí? Sólo conseguirás que el niño se enferme.
Eso había ocurrido a mediados de marzo, aún hacía bastante frío. El niño se enfermó. Debió ser internado con un comienzo de neumonía. Fumiko permaneció junto a él en el hospital.
–Será mejor para ti que muera –le dijo a su esposo–. Si eso ocurre no tendrás inconvenientes en dejarme.
Aun en aquella situación, Oki aprovechó la ausencia de su esposa para ver a Otoko con más frecuencia. El niño se salvó.

Al año siguiente, cuando Otoko tuvo la criatura antes de tiempo, Fumiko se enteró del hecho a través de una carta de la madre de Otoko, que encontró por casualidad. El que una muchacha tan joven tuviera un hijo no era sorprendente en sí, pero Fumiko nunca había pensado en ello. En la violenta escena que siguió a su descubrimiento, cayó en un estado de frenético furor que la llevó a morderse la lengua. Cuando Oki vio la sangre que corría por las comisuras de los labios, la obligó a abrir la boca y le introdujo la mano en ella hasta que Fumiko comenzó a asfixiarse y a hacer arcadas y, por fin, aflojó. Los dedos de Oki sangraban cuando los extrajo de la boca de su esposa. Ante ese espectáculo, Fumiko se calmó y se ocupó de vendarle la mano.
Antes de que la novela estuviera concluida, Fumiko también se había enterado de que Otoko había terminado con él y se había marchado a Kyoto. Si le daba a transcribir los originales reabriría las heridas de sus celos y su dolor; pero hacer lo contrario significaría tratar el asunto como algo secreto. Oki estaba perplejo, pero finalmente decidió entregarle el manuscrito; entre otras cosas, porque quería confesarle toda la verdad. Ella lo leyó inmediatamente.
–Debí haberte dejado partir –le dijo–. No sé por qué no lo hice. Todo el que lea esta novela se pondrá de parte de Otoko.
–No quise escribir sobre ti.
–Sé que no puedo compararme con tu mujer ideal.
–No quise decir eso.
–Fui celosa. Desagradablemente celosa.
–Otoko se marchó. Tú y yo seguiremos viviendo juntos por mucho, mucho tiempo. Pero gran parte de la Otoko de este libro es pura ficción. Por ejemplo, no sé cómo se sentía ni cómo se comportaba mientras estuvo internada.
–Ese tipo de ficción es inspirada por el amor.
–No podría haber escrito sin amor –admitió Oki abruptamente–. ¿Quieres pasar en limpio estos originales? Odio preguntártelo.
–Lo haré. Después de todo, una máquina de escribir no pasa de ser eso, una simple máquina. Yo me convertiré en parte de esa máquina.

Por supuesto, Fumiko no pudo funcionar simplemente como una máquina. Parecía cometer frecuentes errores... Oki oía a cada paso como desgarraba alguna página. A veces el tableteo cesaba y él oía los sollozos ahogados de su esposa.
La casa era muy pequeña y la máquina de escribir estaba en un ángulo del comedor próximo a su ruinoso escritorio, de modo que él tenía muy presente la proximidad de Fumiko. Era difícil mantenerse en calma, sentado ante su mesa de trabajo.
A pesar de todo, Fumiko no decía ni una palabra acerca de Una chica de dieciséis. Parecía pensar que una "máquina" no tenía por qué hablar. Los originales sumaban unas trescientas cincuenta páginas y era evidente que, pese a toda su experiencia, la tarea le demandaría bastante tiempo. A los pocos días de trabajo se la veía ya pálida y demacrada. Permanecía largos ratos inmóvil, con la mirada perdida en el infinito, las manos crispadas sobre la máquina y el ceño fruncido. Un buen día, antes de comer, vomitó una sustancia amarillenta y permaneció así, doblada en dos. Oki corrió a golpearle la espalda.
Fumiko aspiró una bocanada de aire y le pidió agua. Sus ojos enrojecidos estaban llenos de lágrimas.
–Lo siento. No debí haberte pedido que transcribieras esto –murmuró Oki–. Pero pensé que sería inútil tratar de mantenerte apartada de este libro...
Si bien no había llegado a destruir su matrimonio, esa herida también demoraría en cicatrizar.
–A pesar de todo, me alegro de que me lo hayas confiado –aseguró Fumiko, mientras procuraba sonreír–. Estoy realmente exhausta. Es la primera vez que transcribo un trabajo tan largo casi sin parar.
–Mientras más largo sea, más prolongada será tu tortura. Quizás ése sea el destino de la esposa de un novelista.
–Gracias a tu novela he llegado a entender muy bien a Otoko. Por mucho que me haya lastimado, comprendo que el haberla encontrado fue una experiencia valiosa para ti.
–¿No te he dicho acaso que la he idealizado?
–Lo sé. No existe una niña tan adorable como ésa. ¡Pero me gustaría que hubieras escrito más acerca de mí! No me importaría aparecer como una horrible arpía celosa.
–Nunca lo fuiste.
–No tienes idea de lo que ocurría en mi corazón.
–No estaba dispuesto a exponer todos nuestros secretos de familia.
–¡No, tú estabas tan absorto en la pequeña Otoko que sólo querías escribir sobre ella! Seguramente pensaste que yo empañaría su belleza y ensuciaría tu novela. ¿Pero es necesario que una novela sea tan bonita?

Hasta su resistencia a describir los celos de su esposa había provocado una explosión de resentimiento. Y no era que él hubiera eludido por completo ese aspecto. Quizá justamente el hecho de haberlo tratado en forma tan concisa hubiera subrayado el efecto. Pero Fumiko parecía frustrada al ver que él no había entrado en detalle. Las reacciones de su esposa lo desconcertaban. ¿Cómo era posible que se sintiera ignorada? La novela tenía que estar centrada en torno a Otoko, puesto que narraba su trágica historia de amor. Oki había incluido en la acción numerosos hechos que su esposa desconocía hasta ese momento. Eso era lo que más lo había preocupado y, sin embargo, lo que más parecía lastimar a Fumiko era que él hubiera escrito tan poco sobre ella.
–No me pareció bien explayarme sobre tus celos –explicó Oki.
–¡Lo que ocurre es que no puedes escribir sobre alguien a quien no amas, sobre alguien a quien incluso odias! Mientras escribo a máquina no ceso de preguntarme por qué no te dejé marchar.
–Estás diciendo disparates.
–Hablo muy en serio. El retenerte fue un crimen. Es probable que me arrepienta por el resto de mi existencia.
–¡Basta ya!
Oki aferró a su esposa por los hombros y la sacudió. Fumiko se estremeció violentamente y volvió a vomitar algo amarillento. Oki la soltó.
–Ya pasó –dijo ella–. Creo que es... una de esas náuseas normales.
–¡¿Cómo dices?!
Fumiko se cubrió la cara con las manos y sollozó.
–Si es así debes cuidarte. No puedes seguir escribiendo a máquina.
–No, quiero seguir trabajando. Ya no me falta mucho y no me puede hacer ningún daño hacer trabajar los dedos.
No quiso atender razones. Pocos días después de concluida la tarea, Fumiko perdió la criatura. En apariencia, la causa fue más la conmoción emocional que el esfuerzo físico de mecanografiar. Tuvo que guardar cama varios días, y su suave y abundante cabellera, que ella usaba suelta, perdió parte de su esplendor. Su rostro pálido, sin afeites, lucía en cambio terso.
Dada la juventud de Fumiko, el aborto no le acarreó consecuencias.

Oki archivó el manuscrito. No se resolvía a destruirlo ni quería volver a verlo. Aquella novela hundía dos vidas en las tinieblas. ¿Acaso no era una trágica coincidencia lo de la niña prematura de Otoko y el aborto de Fumiko? Marido y mujer evitaron mencionar la novela por largo tiempo. Por fin fue Fumiko quien se decidió a hablar.
–¿Por qué no la publicas? ¿Te preocupa herirme? Cuando una mujer está casada con un novelista tiene que aceptar ese tipo de cosas. Si alguien debe preocuparte, ese alguien es Otoko.
Fumiko ya estaba casi totalmente recuperada y su piel lucía sonrosada y lustrosa. ¿Era el milagro de la juventud? Hasta deseaba con más intensidad a su marido.

Aproximadamente en la época en que se editó Una chica de dieciséis, Fumiko quedó nuevamente encinta. Una chica de dieciséis fue muy elogiada por la crítica. Además, gustó a los lectores. Fumiko no podía haber olvidado sus celos y su resentimiento, pero sólo exhibió su placer ante el éxito del marido. Y aquella novela –según la opinión unánime, la mejor de su primer período– fue siempre su libro más vendido. Para Fumiko eso había significado ropa nueva y hasta alhajas. Además, ayudaba a costear la educación de su hijo y de su hija. ¿Habría olvidado ya que todo aquello se debía a los amores de su marido con una niña? ¿Aceptaría ese dinero como un ingreso normal? ¿Habría dejado de ser trágico para ella aquel trágico amor?
Oki no se resistía a que eso sucediera, pero más de una vez se detenía a pensar. Otoko no había recibido compensación alguna como modelo de la heroína. Tampoco le había llegado queja alguna de ella o de su madre. A diferencia del pintor o del escultor de un retrato realista, él podía penetrar en los pensamientos y sentimientos de su modelo, podía alterar su apariencia, podía idealizarla e inventar según su capricho. A pesar de todo, la adolescente seguía siendo Otoko; de eso no cabía duda. Oki había derramado libremente su pasión juvenil sin pensar en la situación de la muchacha, en los problemas que eso podría acarrear a una mujer soltera. Sin duda alguna era su pasión la que había atraído a los lectores, pero era muy probable que esa pasión se hubiera convertido también en un obstáculo para el casamiento de Otoko. La novela había acarreado a Oki fama y dinero. Fumiko parecía haber olvidado sus celos y quizá la herida hubiera sanado. Hasta había una diferencia en la forma en que ambas mujeres habían perdido sus bebés. Fumiko era su esposa; se había recuperado normalmente de su aborto y tiempo después había dado a luz a una niña.

Los años pasaban y la única persona que jamás cambiaba era la adolescente de su libro. Desde un punto de vista estrictamente doméstico había sido una suerte que no subrayara los salvajes celos de Fumiko, aun cuando ése fuera quizás uno de los puntos débiles de la novela. Pero ese detalle contribuía a hacer grata la lectura y añadía atracción a la heroína.
Años después, cuando la gente hablaba de las mejores obras de Oki, invariablemente mencionaba en primer lugar Una chica de dieciséis. Como novelista, Oki encontraba aquel hecho deprimente y se lo repetía a sí mismo con tristeza. Sin embargo, el libro tenía toda la frescura de la juventud, y el gusto del público, apoyado por la opinión de la crítica, no tomaba en cuenta las objeciones del autor. La obra comenzó a tener vida propia. Pero ¿qué había sido de Otoko, luego que su madre la llevó a Kyoto? Aquella pregunta no abandonaba su mente, en parte como consecuencia de la perdurabilidad de su novela.
Sólo en los últimos años Otoko había adquirido renombre como pintora. Hasta entonces Oki no había sabido nada de ella. Suponía que se había casado y que llevaba una vida corriente. En realidad, eso era lo que él deseaba; pero le resultaba difícil imaginar ese género de vida para una muchacha con su temperamento. ¿Acaso era porque aún se sentía ligado a ella?
Por eso le produjo una verdadera conmoción el enterarse de que Otoko se había dedicado a la pintura.

Oki no sabía lo que ella podía haber sufrido, ignoraba las dificultades que debía de haber superado; pero su éxito le produjo profundo placer. Un día encontró un cuadro de ella en una galería. Su corazón dejó de latir. No era una exhibición de sus obras; sólo uno de los cuadros le pertenecía: el estudio de una peonía. En el extremo superior de la banda de seda había pintado una peonía roja. Era una vista de frente de la flor, en un tamaño superior al natural, con pocas hojas y un único pimpollo blanco en la parte inferior del tallo. En aquella flor enorme creyó ver el orgullo y la nobleza de Otoko. Lo adquirió inmediatamente, pero como llevaba la firma, decidió donarlo al club de escritores al cual él pertenecía y no llevarlo a su casa.
En la pared del club, la tela le causó una impresión diferente de la que le había causado en la abarrotada galería. La enorme peonía roja parecía una aparición. La soledad parecía brotar de su interior. Por ese entonces fue cuando descubrió una fotografía de Otoko en su estudio, publicada por una revista.

Durante muchos años, Oki había deseado viajar a Kyoto para escuchar las campanas de fin de año; pero aquella tela lo había hecho pensar en la posibilidad de escucharlas junto a Otoko.
Kamakura Norte también era conocida como Yamanouchi, "Entre colinas". Una carretera bordeada de árboles en flor corría entre las suaves colinas del norte y del sur. Muy pronto, los capullos brotarían en aquellos árboles para anunciar la llegada de otra primavera. Oki había adquirido el hábito de caminar hasta las colinas del sur y, justamente desde la cumbre de una de éstas, contemplaba ahora el purpúreo cielo de atardecer.
El resplandor púrpura del ocaso se fue perdiendo hasta convertirse en un azul oscuro, que iba empalideciéndose hasta llegar a un tono ceniciento. La primavera parecía haberse transformado en otoño. El sol había desaparecido; ya no se distinguía aquella tenue bruma rosada. Comenzaba a hacer frío. Oki descendió al valle y caminó de regreso a su hogar, situado en una de las colinas del norte.
–Una joven de Kyoto, una tal señorita Sakami estuvo aquí –anunció Fumiko–. Trajo dos cuadros y una caja de pasteles.
–¿Se fue ya?
–Taichiro la llevó a la estación. Quizás hayan tratado de dar contigo.
–¿Sí?
–Es de una belleza casi atemorizante –dijo Fumiko, clavando los ojos en él–. ¿Quién es?
Oki hizo lo posible por parecer indiferente, pero la intuición femenina de su esposa debía de haberle advertido a ésta que la muchacha estaba vinculada de alguna manera con Ueno Otoko.
–¿Dónde están los cuadros? –preguntó.
–En tu estudio. Aún están embalados. No los he mirado.
Por lo visto, Keiko había hecho lo que él le había pedido en la estación de Kyoto. Oki se dirigió a su estudio y desembaló los cuadros. Los dos tenían marcos sencillos. Uno de ellos llevaba el título de Ciruelo, pero no mostraba ramas ni tronco; sólo se veía una flor, grande como el rostro de un bebé. Además, aquella flor tenía pétalos rojos y blancos. Cada pétalo rojo estaba pintado con una extraña combinación de matices oscuros y claros.
La forma de la flor no aparecía muy alterada, pero producía la impresión de un estático diseño decorativo. Era como una extraña aparición. Parecía mecerse en el aire. Quizás eso se debiera a un efecto del fondo. Al comienzo, Oki creyó que ese fondo estaba constituido por espesas capas de hielo superpuestas, pero al examinarlo mejor descubrió que se trataba de una cadena de montañas nevadas. Sólo las montañas podían conferir esa sensación de vastedad. Pero ninguna montaña real se estrechaba en la base como ocurría con aquéllas, ninguna montaña real era tan dentada... Era el elemento abstracto en el estilo de la muchacha. El fondo podía haber sido una imagen de los sentimientos de la propia Keiko. Aun cuando se lo hubiera tomado por cascadas de nieve en la montaña, el blanco no era frío. El frío de la nieve y su tono cálido producían una especie de música. No se trataba de una blancura uniforme, sino de la armoniosa fusión de muchos colores. Tenía la misma tonalidad que la variación de rojo y blanco en los pétalos de la flor. Se lo considerara o no un cuadro frío en su conjunto, la flor de ciruelo palpitaba con las emociones juveniles de la pintora. Era probable que Keiko lo hubiera pintado especialmente para él como alusión al comienzo de la primavera. La flor de ciruelo, por lo menos, era claramente discernible.

Al contemplar el cuadro, Oki pensó en el viejo ciruelo de su jardín. Siempre había aceptado la opinión del jardinero de que se trataba de un capricho de la Naturaleza, sin molestarse en controlar la erudición del hombre en materia de botánica. El ciruelo tenía flores rojas y blancas. No se trataba de un injerto: las flores rojas y blancas se alternaban en una misma rama. Por otra parte, no todas las ramas ostentaban flores blancas y rojas: algunas sólo tenían flores blancas, otras sólo tenían flores rojas. Empero, la mayoría de las ramas menores exhibían la caprichosa combinación de rojo y blanco, aunque no todos los años apareciera esa mezcla de colores en las mismas ramas.
Oki era un enamorado de aquel viejo ciruelo. En ese momento, los capullos apenas comenzaban a abrirse.
Era evidente que Keiko había simbolizado el extraño ciruelo en una única flor. Sin duda Otoko le había hablado de él. Él y Fumiko ya vivían en esa casa cuando Oki conoció a Otoko y, aunque ella nunca la había visitado, él debió de hablarle sobre el curioso árbol. Ella lo había recordado y lo había comentado con su discípula. ¿Le habría confesado también su antiguo amor?
–Supongo que es obra de Otoko.
–¿Cómo?
Oki se volvió. Absorto en la contemplación del cuadro no había advertido la presencia de su esposa.
–¿No es un cuadro de Otoko?
–Por cierto que no. No podría haber hecho una cosa tan juvenil. La autora es la muchacha que acaba de estar aquí. ¿No ves? Lo firma "Keiko".
–Es un cuadro muy extraño.
La voz de Fumiko era dura.
–Así es –replicó Oki, haciendo un esfuerzo por ser cordial–. Pero los jóvenes de hoy, aun los que pintan en estilo japonés...
–¿Es esto lo que llaman pintura abstracta?
–Bueno, quizá no llegue tan lejos.
–El otro es más extraño aún. Uno no sabe si se trata de peces o de nubes... Jamás he visto semejante mezcla de colores en pinceladas aplicadas en cualquier sentido.
Fumiko se arrodilló detrás de su marido.
–Mmm. Los peces y las nubes son muy diferentes. Quizá no se trate de ninguna de las dos cosas.
–¿Y qué es entonces?
–Puedes imaginar lo que quieras.
Oki se inclinó para mirar el dorso de la tela, apoyada contra la pared.
Sin título. Lo ha llamado Sin título.
El cuadro no mostraba formas discernibles y sus colores eran más intensos y variados aún que los de Ciruelo. Quizá la profusión de líneas horizontales hubiera hecho que Otoko viera peces o nubes en él. A primera vista no parecía existir armonía alguna entre los colores. Pero era excepcionalmente apasionado, para ser un cuadro pintado con la clásica técnica japonesa. El hecho de carecer de título lo abría a cualquier interpretación, quizá porque los sentimientos subjetivos de la artista, supuestamente ocultos, quedaban revelados en él. Oki buscó el corazón de aquella pintura.
–¿Qué tiene que ver ella con Otoko? –preguntó Fumiko.
–Es una estudiante que vive con ella.
–¡Ah, sí! Quiero destruir esos cuadros.
–¡No seas absurda! ¿Por qué eres tan violenta?
–Ha volcado en ellos sus sentimientos hacia Otoko. No son cuadros que debamos conservar en esta casa.
Pasmado por aquel relámpago de celos femeninos, Oki habló con voz débil:
–¿Por qué crees que están vinculados con Otoko?
–¿Pero es que no lo ves?
–Es tu imaginación. Estás comenzando a ver fantasmas.
Pero a medida que Oki hablaba, se iba encendiendo una minúscula llama en su corazón. Era bastante claro que el cuadro del ciruelo expresaba el amor que Otoko le profesaba. Y hasta la pintura sin nombre parecía referirse al mismo tema. En él, Keiko había empleado también pigmentos minerales y los había aplicado en gruesas capas, mezcladas con pigmentos húmedos, un poco hacia abajo y a la izquierda del centro del cuadro. Oki sintió que podía vislumbrar el espíritu de aquella pintura en el extraño espacio brillante, semejante a una ventana, que se encontraba dentro de la porción más recargada. Se podría haber dicho que aquello era el amor de Otoko, ardiente aún.
–Después de todo, no fue Otoko quien los pintó –dijo.
Fumiko parecía sospechar que su marido se había encontrado con Otoko, en ocasión de su viaje a Kyoto para escuchar las campanas de los templos. Sin embargo, no había dicho nada en aquella ocasión. Quizás hubiera callado por ser Año Nuevo.
–¡Sea como sea, odio estos cuadros! –exclamó y sus párpados se contrajeron de rabia–. ¡No los quiero en esta casa!
–Los odies o no, pertenecen a la pintora. ¿Te parece bien destruir una obra de arte, aunque la autora sea una muchacha joven? Y, en primer lugar, ¿estás segura de que nos los ha obsequiado? ¿No cabe la posibilidad de que los haya dejado sólo para que los veamos?
Fumiko permaneció unos instantes en silencio. Luego dijo:
–Taichiro la atendió. Ahora debe de haberla llevado a la estación; aunque ya ha transcurrido muchísimo tiempo.
¿.Acaso eso también la estaría mortificando? La estación no quedaba lejos y había trenes cada quince minutos.
–Supongo que esta vez el seducido será él. Una chica tan bonita, con una fascinación maligna...
Oki comenzó a envolver los cuadros.
–Deja de hablar de seducciones. No me gusta. Si ella es tan bonita como dices, estos cuadros no son otra cosa que ella misma: el narcisismo de una muchacha joven.
–No. Estoy segura que se refieren a Otoko.
–En ese caso podría ser que ella y Otoko fueran amantes.
–¿Amantes?
Había sorprendido a Fumiko con la guardia baja.
–¿Crees que pueden ser amantes?
–No sé. Pero no me sorprendería que fuesen lesbianas. Viven juntas en un antiguo templo de Kyoto y, por lo visto, ambas son demencialmente apasionadas.

La posibilidad de que aquellas dos mujeres fueran lesbianas había calmado a Fumiko. Cuando volvió a hablar, su voz era serena.
–Aun cuando sea así, creo que estos cuadros demuestran que Otoko te sigue amando.
Oki se sintió avergonzado de haber apelado al argumento del lesbianismo para salir de una situación difícil.
–Es probable que ambos estemos equivocados. Hemos contemplado estas pinturas con ideas preconcebidas.
–¿Y entonces, por qué se empeña ella en pintar cuadros así?
–Mmm.
Realista o no, un cuadro expresaba los pensamientos y sentimientos más ocultos del artista. Pero Oki no se animaba a proseguir ese tipo de discusión con su esposa. Quizá su primera impresión de la pintura de Keiko hubiera sido inesperadamente acertada. Y quizá su propio comentario, al pasar, acerca de una posible relación lesbiana también hubiera sido acertada.

Fumiko abandonó el estudio. Oki esperó el regreso de su hijo. Taichiro había comenzado a enseñar literatura japonesa en una universidad privada. Los días que no dictaba cátedra, concurría a la biblioteca del establecimiento o estudiaba en su casa. Originariamente había querido estudiar "literatura moderna" –literatura japonesa desde Meiji–, pero ante la oposición de su padre, se había especializado en los períodos Kamakura y Muromachi. No era común que la gente de su especialidad leyera inglés, francés y alemán, como él. El muchacho tenía talento, sin duda alguna; pero era tan callado, que parecía sombrío. Era el polo opuesto de su hermana Kumiko, alegre y despreocupada, con sus superficiales conocimientos de arreglo floral, costura, tejido y todo tipo de artes y artesanías.
Kumiko siempre había mirado a su hermano mayor como a un excéntrico: ni siquiera le daba una respuesta lógica cuando lo invitaba a patinar o a jugar al tenis. No quería saber nada con sus amigas. Invitaba a sus alumnos a la casa, pero apenas si se los presentaba. Kumiko no era de las que guardan rencor, pero a veces se enfurruñaba al ver que la madre se mostraba muy solícita con los alumnos de su hermano.
–Cuando Taichiro tiene invitados –se defendía la madre–, lo único que hacemos es servirles té.
–Pero tú haces un gran alboroto, revuelves la heladera y las alacenas o encargas comida.
–Y bien, ¡él no trae a nadie más que a sus alumnos!

Kumiko se había casado y se había marchado a Londres con su marido. Sólo tenían noticias de ella dos o tres veces por año. Taichiro aún no había conquistado su independencia económica y nunca hablaba de matrimonio.
El propio Oki comenzó a preocuparse por la demora de Taichiro.
Miró a través de las puertas vidrieras de su estudio. Al pie de la colina que se levantaba detrás de la casa había un gran montículo de tierra proveniente de una excavación, practicada durante la guerra para construir un refugio antiaéreo. La hierba lo había cubierto y entre las hierbas florecía un macizo de flores de color lapislázuli. Eran flores pequeñísimas, pero de un azul brillante, intenso. Aquellas flores eran las primeras en aparecer en el jardín, con la sola excepción de la adelfa. Además permanecían abiertas por largo tiempo. Oki ignoraba el nombre de aquellas flores, que no figuraban entre las célebres precursoras de la primavera; pero estaban tan próximas a su ventana que más de una vez experimentó el deseo de arrancar una y estudiarla. Nunca lo había hecho, pero eso no hacía más que acrecentar su amor por aquellas diminutas flores azules.
Poco después de ellas comenzaban a florecer los dientes de león entre la espesura de hierbas. También esas flores duraban mucho. Aun a esa hora, en la débil claridad del atardecer se distinguía el amarillo de los dientes de león y el azul de las otras florecillas. Oki permaneció largo rato mirando por la ventana.
Taichiro seguía sin llegar.