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sábado, 16 de junio de 2012
La Pelota. Felisberto Hernández.
Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi
abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al
principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que yo no la
cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la
puerta de la casita –pronto para correr– yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la
máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta
que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa
pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar otra y que no había más remedio
que conformarse con ésta. Lo malo es que ella me decía que la de trapo
sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin45
querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla
contra el patio, el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia verla tan fea; aquello no
era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo.
Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con
que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba
a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad
propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar
que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se
achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a
parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de esas
veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección alguna y
quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era
un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a
la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada
momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a
pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella
volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.)
En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan
tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y
bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo
iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando
volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me
miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce
yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado;
pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle pegarle
un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me
paré para seguir jugando y la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me dio gracia y me la ponía enla cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer
contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si
fuera una rueda.
Cuando me volvió el cansancio y la angustia, le fui a decir a mi abuela
que aquello no era una pelota; que era una torta y que si ella no me
compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a
reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su
abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me
arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.
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