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lunes, 11 de junio de 2012
Diciembre del 72. Al mundy
Mañana se me traen malla, toalla y chinelas. Nos había ordenado el director. En mi escuela nos preguntábamos, para qué teníamos ese cuadrado de siete por siete que sólo servía de elemento decorativo. Ese año, además de adorno y figura geométrica, lo usamos para lo que realmente era: una pileta de natación. Faltaba una semana para navidad y todavía teníamos clases, ya casi nadie iba. Algunos de los que nos quedábamos mañana y tarde; medios pupilos nos llamaban, tuvimos que soportar las insoportables tardes encerrados en el aula. Por esos días, Buongarzoni; el Napoleón del grado, el que astutamente nos envolvió con eso de que el papá era de la INTERPOL y que lo habían asesinado en un tiroteo, el que mantenía con sus rulitos a todas las chicas embobadas, ya había dejado de asistir a clases, y, sin él, con el camino despejado, comencé a soñar despierto con la más linda del grado. Me tenía loco esa chica, la varonera, la rubiecita que olía a shampoo rico, a nena rica, la que tenía los parpados que caían sobre sus pestañas como japonesa y se le formaban hoyuelos cuando reía; con las piernas flacas, pero bien que te clavaba el canadiense en los tobillos, y nos empujaba guapa y te decía: Dejame jugar a la pelota o te reviento, y te volvía a empujar porque valentona que era, ¿cómo se la íbamos a devolver?, pegarle a una nena, nooo, eso nunca, y menos que menos, porque era linda y machona, rudísima que se aprovechaba y te clavaba el canadiense en los tobillos. Ella corría detrás de nosotros para pegarle a la plásticola rellena con papelitos; se volvía loca para patearla, y bruta que se hacía paso a los codazos y se le ponían las mejillas coloradas con hoyuelo y todo, y cuanto más corría, más se le formaban perlitas de sudor en la frente, con un vaporcito que olía a shampoo rico, a nena rica. Todo eso era Sandra.
Aquella misma tarde, que el director nos dio tan linda noticia, le rogué a mi vieja que me comprara una malla nueva. Aceptó y nos fuimos directo al centro de Ballester a lo del viejo Natalio. Él nos ofreció una bermuda grande, estampada con palmeras bien coloridas: te tiene que durar dos o tres temporadas, me dijo mi vieja al oído mientras elegíamos el talle. La compramos, cuando nuevamente me la probé en casa, vimos que realmente era enorme y le tuvo que coser unas pinzas. Y al otro día fui al cole contentísimo con la bermuda nueva, pero me decepcioné cuando observé que la pileta estaba casi vacía; cinco centímetros de agua tenía. Y todos hacíamos fuerza con la mirada para que se llene, pero no se llenaba nada, y el director dijo que de ninguna manera podíamos meternos. Faltaba un día más de clase. A la noche le rogué con un nudo a Santo Pilato, y le dije: si no se llena, no te desato. Y al día siguiente, el director, habló con un vecino para que le permita enchufar otra manguera, y, gracias a Santo Pilato, la pileta se cubrió hasta la mitad de agua. Una fiesta.
Después de comer, como el sol rajaba la tierra, las señoritas nos ordenaron que descansáramos a la sombra para que hiciéramos la digestión. Nunca entendí bien lo de la digestión. Luego nos dividieron en varones y nenas para cambiarnos. Los varones enseguida estuvimos listos y la señorita nos indicó que esperáramos sentados en el borde de la pileta. El loco Santa Cruz, uno de tercero, como se había olvidado el traje de baño, la señorita le dijo que se metiera igual en calzoncillos. Todos le teníamos miedo al loco; se decía que se la daba a todo el colegio, aunque él estaba en tercero, ¡Hasta los de séptimo se le cagaban encima! Su fama comenzó en un recreo, cuando se le plantó en seco al gordo Carnacha, el gigante de sexto, el loco parecía una pulga a su lado, al notar la desventaja, agarró una baldosa y lo amenazó con los ojos desorbitados, Carnacha, con la cara roja y transformada, se le fue encima pensando que se lo comía crudo con baldosa y todo. Todo terminó con siete puntos en la cabeza del gordo. Nadie más se le acercó al loco.
Al terminar la digestión, la señorita Susana nos indicó: Se quedan quietitos en el borde hasta que vengan las nenas, y se prendió un cigarrillo; nos controlaba atenta con sus anteojazos azules. El loco Santa Cruz, la desobedeció y se tiró al agua, cuando la señorita lo vio, lo retó y lo mandó al rincón hasta que se secara; al loco se le trasparentaba el calzoncillo y se le notaban las quetejedi. Todos hacíamos espuma con las patas esperando a las nenas, y lerdas las nenas que no venían. Cuando la señorita Susana aplastó su primer cigarrillo, aparecieron las nenas todas en fila. Se sentaron en el borde como nosotros. Yo espiaba sólo a Sandra para ver qué hacía, y casi me muero de felicidad cuando enfiló rápido y se acomodó a mi lado. Estaba preciosa con su bikini amarilla; y sin los canadiense que te clavaba en el tobillo. Ella no usaba ese gorro con pinches como tenían algunas, y suavecito el brazo que me rozaba y me hacía cosquillas; yo veía que ella podía moverse a un costado para no tocarme, pero no se corría, y yo con piel de gallina y todo, ni loco me movía. Sandra hacía pataditas en el agua para salpicarme mientras esperábamos la orden para meternos. Santa Cruz seguía con la trompa larga y se le notaban las quetejedi. La señorita Adriana, que vino con nenas, también usaba anteojazos de sol y fumaba esos Benson largos que sacaba de la cartera; en la tele decían que esos cigarrillos eran para ricos; y mientras veía fumar a la señorita Adriana, me puse contento porque papá decía que iba a volver Perón que tiraba más para el obrero, y me imaginaba a mi viejo fumando Benson; aunque no estaba tan seguro porque mamá decía que los peronistas eran todos unos vagos y que ella iba a votar por Balbín, ése, que para mí, tenía la cara como un sapo. La señorita Adriana le convidó uno de sus cigarrillos a la señorita Susana y dieron la orden para meternos: sin correr y sin tirarse del borde que es el último día y no queremos un accidente. Y todos al agua, menos Santa Cruz que se le notaban las quetejedi, y guerra de varones contra nenas. Sandra me salpicaba a mí y yo se la devolvía despacio; las nenas retrocedían mojadas a los gritos. Ella me corría por toda la pileta con los hoyuelos lindos; yo me hacía el que me resbalaba, y linda ella que se me tiraba encima y quería ahogarme, pero como yo sabía meter la cabeza debajo del agua me dejaba ahogar un poco; aunque sentía que tenía más fuerza que ella no la usaba, y lindísima encima mío con sus colitas doradas. Las señoritas se distrajeron fumando Benson y el loco se mandó al agua, enseguida vio que yo estaba perdiendo con una nena y se le tiró encima hundiéndole la cabeza para ahogarla, y me acordé de Carnacha mientras veía a Sandra que no sabía aguantar debajo del agua y hacía burbujitas, y todos los demás en guerra no veían nada, y las señoritas dale con los Benson, y Sandra se estaba ahogando, y yo, aunque le tenía terror al loco, me la jugué y me le tiré encima; de hierro era el loco que no aflojaba, entonces, desesperado, enloquecí y le hice la paralítica, y él la soltó y le salvé la vida. El loco me maldecía en una pata con los ojos desorbitados, Sandra, pobrecita, salió llorando con hoyuelo y todo. La señorita Adriana la vio y le preguntó qué le pasaba, mientras el loco me corría por toda la pileta; en la persecución se me caía el bermudón nuevo, y no me importaba que se me viera la raya porque si el loco me alcanzaba me achuraba en pedacitos. La señorita Adriana gritaba con el Benson entre los dedos, que juego de manos juego de villanos, y nos sacó al loco y a mí de la pileta. Sandra seguía llorando, y yo me sentía más valiente que nunca, aunque el loco me decía que a la salida me rompía el alma, no le di mucha bola, ni me hice problema, porque yo regresaba en micro y era el último de clases. Las señoritas siguieron con los Benson y nos dejaron meter al loco y a mí pero sin juego de manos juego de villanos. Yo estaba contentísimo de que en tercero Buongarzoni se iba a enterar de mi hazaña con el loco.
Toda esa tarde jugué con Sandra en la pileta, la tenía que frenar; porque guapona que se la quería devolver al loco, y los dos mirábamos fijo al sol que nos devoraba, y enceguecido, la veía más linda y preciosa que nunca, sin los canadienses que te clavaba en los tobillos.
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