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domingo, 10 de junio de 2012

The catcher in the rye/ El cazador oculto/ El guardián en el centeno. Salinger

J.D. Salinger El guardián entre el centeno El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid® Título original: The Catcher in the Rye Traductor: Carmen Criado Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1978 Vigésima reimpresió "El Libro de Bolsillo": 1995 © Copyright 1945, 1946, 1951 by Copyright renewed 1973, 1974 © cast: Alianza Editorial, S.A. - Madrid, 1978, 1979, 1981, 1982, 1983, 1984, 1985, 1986, 1987, 1988, 1989, 1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995 Calle J. I. Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid Tel. 393 88 88 ISBN: 84-206-1689-3 Depósito legal: B: 41.558-1995 Impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica sa c.n. II, Cuatro Caminos, s/n 08620 Sant Vicenç dels Horts, Barcelona Printed in Spain Capítulo 1 Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que qu saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copper pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una la segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de sem El será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próx Acaba de comprarse un «Jaguar», uno de esos cacharros ingleses qu ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando viv casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cue fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Tra un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se l comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. est Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cin me lo nombren. Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que ha Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, se que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre co tío de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. C si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni casualidad. Debajo de la foto del tío montando siempre dice lo mi «Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hom espléndidos y de mente clara.» Tontadas. En Pencey se moldea tan como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndidde mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemen eran así de nacimiento. Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol c Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no gana equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estab en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos Guerra de la Independencia y todo ese follón. No se veían muy bie graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pen porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débi como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante p general nunca se traía muchos partidarios. A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores po traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándo nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactam el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simp sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstow colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. Tenía una muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nun venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente que era un gilipollas. Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fú era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella ma para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentr se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir miran plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Lo del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verd que dentro de todo tuvo gracia. La otra razón por la que no había ido al partido era porque q despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y p que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacacione Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de ir casa. Sabía que no volvería a Pencey. Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban v después de las vacaciones porque me habían suspendido en c asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para qu aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis pa fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tiene nivel académico muy alto. De verdad. Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente d cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones mayoría de los chicos eran de familias de mucho dinero, pero aun as una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te ro palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirand campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios. Sólo que no me f mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me en una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido d montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de me marcho. Si no luego da más pena todavía. Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir qu marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, R Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del ed de la administración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tich Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, nosotros seguíamos dale que te pego metiéndole puntapiés a la pe Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón, pero ninguno quería dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final no tuvimos más rem El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edi y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguid entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las vece cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la la opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentr recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne. Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento verdad es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porqu obligaron a dejarlo. Y por otra, porque el año pasado crecí seis pulgad media. Por eso también estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuv que mandarme aquí a que me hicieran un montón de análisis y cosa ésas. A pesar de todo, soy un tío bastante sano, no crean. Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo corr carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crism milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas ta extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera. ¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto ll a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las ore apenas podía mover los dedos de las manos. —¡Vamos, vamos! —dije casi en voz alta—. ¡A ver si abren de una v Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y sie salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta —¡Holden! —dijo la señora Spencer—. ¡Qué alegría verte! Entra, entra. Te habrás quedado heladito. Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso cSe imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa. —¿Cómo está usted, señora Spencer? —le pregunté—. ¿Cómo es señor Spencer? —Dame el abrigo —me dijo. No me había oído preguntar por su ma Estaba un poco sorda. Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no t que preocuparme mucho de peinármelo. —¿Cómo está usted, señora Spencer? —volví a decirle, sólo que esta más alto para que me oyera. —Muy bien, Holden —Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo está Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le h contado lo de mi expulsión. —Muy bien —le dije—. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se l pasado ya la gripe? —¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto... yo que sé q Está en su habitación, hijo. Pasa. Capítulo 2 Dormían en habitaciones separadas y todo. Debían tener como se años cada uno y hasta puede que más, y, sin embargo, aún seg disfrutando con sus cosas. Un poco a lo tonto, claro. Pensarán que t mala idea, pero de verdad no lo digo con esa intención. Lo que quiero es que solía pensar en Spencer a menudo, y que cuando uno pensaba m en él, empezaba a preguntarse para qué demonios querría seguir vivie Estaba todo encorvado en una postura terrible, y en clase, cuando se le una tiza al suelo, siempre tenía que levantarse un tío de la primera f recogérsela. A mí eso me parece horrible. Pero si se pensaba en él sól poco, no mucho, resultaba que dentro de todo no lo pasaba tan mal ejemplo, un domingo que nos había invitado a mí y a otros cuantos chi tomar chocolate, nos enseñó una manta toda raída que él y su muj habían comprado a un navajo en el parque de Yellowstone. Se notaba Spencer lo había pasado de miedo comprándola. A eso me refería. tienen a un tío como Spencer, más viejo que Matusalén, y resulta que pasa bárbaro comprándose una manta. Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos no parecer mal educado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un sillón de cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cu llamé, me miró. —¿Quién es? —gritó—. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho! Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervio En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el Atl Monthly, tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a V Vaporub. Todo bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loc enfermos, pero lo que hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un tristísimo todo zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca m gustado ver a viejos ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. enseñando el pecho todo lleno de bultos, y las piernas, esas piernas de que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo. —Buenas tardes, señor —le dije—. Me han dado su recado. Mu gracias. Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme antes del comienzo de las vacaciones. —No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos mo —Siéntate ahí, muchacho dijo Spencer. Se refería a la cama. Me senté. -—¿Cómo está de la gripe? —Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico — Spencer. Se hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, m ahogándose. Al final se enderezó en el asiento y me dijo: —¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el dí partido. —Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York c equipo de esgrima —le dije. ¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio ponerse serio. Me lo estaba temiendo. —Así que nos dejas, ¿eh? —Sí, señor, eso parece. Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he vi nadie mover tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber hacía porque estaba pensando mucho, o porque no era más que un v que ya no distinguía el culo de las témporas. —¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis conversación. —Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo. —Y, ¿qué te dijo? —Pues eso de que la vida es como una partida y hay que vivirl acuerdo con las reglas del juego. Estuvo muy bien. Vamos, que no se como una fiera ni nada. Sólo me dijo que la vida era una partida y todo Ya sabe. —La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay vivirla de acuerdo con las reglas del juego. —Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé. De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pe te toca del otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo es de partida, nada. —¿Ha escrito ya el señor Thurner a tus padres? —me preguntó Spenc —Me dijo que iba a escribirles el lunes. —¿Te has comunicado ya con ellos? —No señor, aún no me he comunicado con ellos porque, segurament veré el miércoles por la noche cuando vuelva a casa. —Y, ¿cómo crees que tomarán la noticia? —Pues... se enfadarán bastante —le dije—. Se enfadarán. He ido ya c a cuatro colegios. Meneé la cabeza. Meneo mucho la cabeza. —¡Jo! —dije luego. También digo «¡jo!» muchas veces. En parte po tengo un vocabulario pobrísimo, y en parte porque a veces hablo y a como si fuera más joven de lo que soy. Entonces tenía dieciséis años. A tengo diecisiete y, a veces, parece que tuviera trece, lo cual es bas irónico porque mido seis pies y dos pulgadas y tengo un montón de c De verdad. Todo un lado de la cabeza, el derecho, lo tengo lleno de milde pelos grises. Desde pequeño. Y aun así hago cosas de crío de doce Lo dice todo el mundo, especialmente mi padre, y en parte es ve aunque sólo en parte. Pero la gente se cree que las cosas tienen qu verdad del todo. No es que me importe mucho, pero también es un rollo le estén diciendo a uno todo el tiempo que a ver si se porta c corresponde a su edad. A veces hago cosas de persona mayor, en serio, de eso nadie se da cuenta. La gente nunca se da cuenta de nada. Spencer empezó a mover otra vez la cabeza. Empezó también a meter dedo en la nariz. Hacía como si sólo se la estuviera rascando, pero la ve es que se metía el dedazo hasta los sesos. Supongo que pensaba qu importaba porque al fin y al cabo estaba solo conmigo en la habitació no es que me molestara mucho, pero tienen que reconocer que da bas asco ver a un tío hurgándose las napias. Luego dijo: —Tuve el placer de conocer a tus padres hace unas semanas, cu vinieron a ver al señor Thurner. Son encantadores. —Sí. Son buena gente. «Encantadores». Esa sí que es una palabra que no aguanto. Suen falsa que me dan ganas de vomitar cada vez que la oigo. De pronto pareció como si Spencer fuera a decir algo muy import una frase lapidaria aguda como un estilete. Se arrellanó en el asiento removió un poco. Pero fue una falsa alarma. Todo lo que hizo fue cog Atlantic Monthly que tenía sobre las rodillas y tirarlo encima de la c Erró el tiro. Estaba sólo a dos pulgadas de distancia, pero falló. Me lev lo recogí del suelo y lo puse sobre la cama. De pronto me entraron ganas horrorosas de salir de allí pitando. Sentía que se me venía encim sermón y no es que la idea en sí me molestara, pero me sentía incapa aguantar una filípica, oler a Vicks Vaporub, y ver a Spencer con su pija su batín todo al mismo tiempo. De verdad que era superior a mis fuerzas Pero, tal como me lo estaba temiendo, empezó. —¿Qué te pasa, muchacho? —me preguntó. Y para su modo de ser lo con bastante mala leche—. ¿Cuántas asignaturas llevas este semestre? —Cinco, señor. —Cinco. Y, ¿en cuántas te han suspendido? —En cuatro. Removí un poco el trasero en el asiento. En mi vida había visto cama dura. —En Lengua y Literatura me han aprobado —le dije—, porque todo de Beowulf y Lord Randal, mi hijo, lo había dado ya en el otro colegio verdad es que para esa clase no he tenido que estudiar casi nada. escribir una composición de vez en cuando. Ni me escuchaba. Nunca escuchaba cuando uno le hablaba. —Te he suspendido en historia sencillamente porque no sabes palabra. —Lo sé, señor. ¡Jo! ¡Que si lo sé! No ha sido culpa suya. —Ni una sola palabra —repitió. Eso sí que me pone negro. Que alguien te diga una cosa dos veces cu tú ya la has admitido a la primera. Pues aún lo dijo otra vez: —Ni una sola palabra. Dudo que hayas abierto el libro en tod semestre. ¿Lo has abierto? Dime la verdad, muchacho. —Verá, le eché una ojeada un par de veces —le dije. No quería herirle. Le volvía loco la historia. —Conque lo ojeaste, ¿eh? —dijo, y con un tono de lo más sarcástic Tu examen está ahí, sobre la cómoda. Encima de ese montón. Tráemelo favor. Aquello sí que era una puñalada trapera, pero me levanté a cogerlo y llevé. No tenía otro remedio. Luego volví a sentarme en aquella cam cemento. ¡Jo! ¡No saben lo arrepentido que estaba de haber id despedirme de él! Manoseaba el examen con verdadero asco, como si fuera una plas vaca o algo así. —Estudiamos los egipcios desde el cuatro de noviembre hasta el do diciembre —dijo—. Fue el tema que tú elegiste. ¿Quieres oír lo que aquí? —No, señor. La verdad es que no —le dije. Pero lo leyó de todos modos. No hay quien pare a un profesor cuand empeña en una cosa. Lo hacen por encima de todo. —«Los egipcios fueron una antigua raza caucásica que habitó una d regiones del norte de África. África, como todos sabemos, es el contin mayor del hemisferio oriental». Tuve que quedarme allí sentado escuchando todas aquellas idioteces la jugó buena el tío. —«Los egipcios revisten hoy especial interés para nosotros por div razones. La ciencia moderna no ha podido aún descubrir cuál e ingrediente secreto con que envolvían a sus muertos para que la cara n les pudriera durante innumerables siglos. Ese interesante misterio con acaparando el interés de la ciencia moderna del siglo XX». Dejó de leer. Yo sentía que empezaba a odiarle vagamente. —Tu ensayo, por llamarlo de alguna manera, acaba ahí —dijo en un de lo más desagradable. Parecía mentira que un vejete así pudiera pon tan sarcástico—. Por lo menos, te molestaste en escribir una nota a p página. —Ya lo sé —le dije. Y lo dije muy deprisa para ver si le paraba ant que se pusiera a leer aquello en voz alta. Pero a ése ya no había qui frenara. Se había disparado. —«Estimado señor Spencer» —leyó en voz alta— «Esto es todo lo q sobre los egipcios. La verdad es que no he logrado interesarme mucho ellos aunque sus clases han sido muy interesantes. No le im suspenderme porque de todos modos van a catearme en todo meno lengua. Respetuosamente, Holden Caulfield». Dejó de leer y me miró como si acabara de ganarme en una partid ping-pong o algo así. Creo que no le perdonaré nunca que me le aquellas gilipolleces en voz alta. Yo no se las habría leído si las hu escrito él, palabra. Para empezar, sólo le había escrito aquella nota para no le diera pena suspenderme. —¿Crees que he sido injusto contigo, muchacho? —dijo. —No, señor, claro que no —le contesté. ¡A ver si dejaba ya de llam «muchacho» todo el tiempo! Cuando acabó con mi examen quiso tirarlo también sobre la cama. que, naturalmente, tampoco acertó. Otra vez tuve que levantarme recogerlo del suelo y ponerlo encima del Atlantic Monthly. E aburrimiento tener que hacer lo mismo cada dos minutos. —¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —me dijo—. Dímelo sinceram muchacho. La verdad es que se le notaba que le daba lástima suspenderme, as me puse a hablar como un descosido. Le dije que yo era un imbécil, qu su lugar habría hecho lo mismo, y que muy poca gente se daba cuenta difícil que es ser profesor. En fin, el rollo habitual. Las tonterías de siem Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo es adonde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los p cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un ho a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían el algún sitio por su cuenta. Tuve suerte. Pude estar diciéndole a Spencer un montón de estupide al mismo tiempo pensar en los patos del Central Park. Es curioso, cuando se habla con un profesor no hace falta concentrarse mucho. Pe pronto me interrumpió. Siempre le estaba interrumpiendo a uno. —¿Qué piensas de todo esto, muchacho? Me interesa mucho sab Mucho. —¿Se refiere a que me hayan expulsado de Pencey? —le dije. Hu dado cualquier cosa porque se tapara el pecho. No era un panorama agradable. —Si no me equivoco creo que también tuviste problemas en el Co Whooton y en Elkton Hills. Esto no lo dijo sólo con sarcasmo. Creo que lo dijo también con bas mala intención. —En Elkton Hills no tuve ningún problema —le dije—. No suspendieron ni nada de eso. Me fui porque quise... más o menos. —Y, ¿puedo saber por qué quisiste? —¿Por qué? Verá. Es una historia muy larga de contar. Y complicada. No tenía ganas de explicarle lo que me había pasado. De todos modo lo habría entendido. No encajaba con su mentalidad. Uno de los mo principales por los que me fui de Elkton Hills fue porque aquel co estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El directo señor Haas, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez v peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a salud todos los padres que venían a visitar a. los chicos. Se derretía con t menos con los que tenían una pinta un poco rara. Había que ver c trataba a los padres de mi compañero de cuarto. Vamos, que si una m era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos y negros, o un de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda prisa echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos m hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me s de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hi Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en H —¿Qué? —le dije. —¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey? —Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. P menos todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asim las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. So tarado. —¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho? —Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa —medité momentos—. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no. —Te preocupará —dijo Spencer—. Ya lo verás, muchacho. preocupará cuando sea demasiado tarde. No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. D más deprimente. —Supongo que sí —le dije. —Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. E tratando de ayudarte. Quiero ayudarte si puedo. Y era verdad. Se le notaba. Lo que pasaba es que estábamos en cam opuestos. Eso es todo. —Ya lo sé, señor —le dije—. Muchas gracias. Se lo agradezco mu De verdad. Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡No hubiera aguantado allí ni diez min más aunque me hubiera ido la vida en ello! —Lo malo es que tengo que irme. He de ir al gimnasio a recoger cosas. De verdad. Me miró y empezó a mover de nuevo la cabeza con una expresión seria. De pronto me dio una pena terrible, pero no podía quedarme más por eso de que estábamos en campos opuestos, y porque fallaba cada que echaba una cosa sobre la cama, y porque llevaba esa bata tan triste le dejaba al descubierto todo el pecho, y porque apestaba a Vicks Vap en toda la habitación. —Verá, señor, no se preocupe por mí —le dije—. De verdad. Ya como todo se me arregla. Estoy pasando una mala racha. Todos tene nuestras malas rachas, ¿no? —No sé, muchacho. No sé. Me revienta que me contesten cosas así. —Ya lo verá —le dije—. De verdad, señor. Por favor, no se preocup mí. Le puse la mano en el hombro. —¿De acuerdo?— le dije. —¿No quieres tomar una taza de chocolate? La señora Spencer... —Me gustaría. Me gustaría mucho, pero tengo que irme. Tengo que p por el gimnasio. Gracias de todos modos. Muchas gracias. Nos dimos la mano y todo eso. Sentí que me daba una pena terrible. —Le escribiré, señor. Y que se mejore de la gripe. —Adiós, muchacho. Cuando ya había cerrado la puerta y volvía hacia el salón me gritó pero no le oí muy bien. Creo que dijo «buena suerte». Ojalá me equivo Ojalá. Yo nunca le diré a nadie «buena suerte». Si lo piensa uno bien, s horrible. Capítulo 3 Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terribl voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta adonde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria que eso que le dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equip pura mentira. Ni siquiera lo dejo en el gimnasio. En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era par chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañer cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había alumno de Pencey. Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funer donde le entierran a uno a cualquier pariente por sólo cinco dólares. ¡B es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira a Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a esa a la residencia. Cuando se celebró el primer partido del año, vino al coleg un enorme Cadillac y todos tuvimos que ponernos en pie en los grader recibirle con una gran ovación. A la mañana siguiente nos echó un disc en la capilla que duró unas diez horas. Empezó contando como cincu chistes, todos malísimos, sólo para demostrarnos lo campechanote que Menudo rollazo. Luego nos dijo que cuando tenía alguna dificultad, n se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que debíamos siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos d estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un ami que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué v Me lo imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a que le mandara unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del disc pasó algo muy divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo impor que era, cuando de pronto un chico que estaba sentado delante de Edgard Marsala, se tiró un pedo tremendo. Fue una grosería horrible, s todo porque estábamos en la capilla, pero la verdad es que tuvo muchí gracia. ¡Qué tío el tal Marsala! No voló el techo de milagro. Casi nad atrevió a reírse en voz alta y Ossenburger hizo como si no se hu enterado de nada, pero el director, que estaba sentado a su lado, se q pálido al oírlo. ¡Jo! ¡No se puso furioso ni nada! En aquel momento se c pero en cuanto pudo nos reunió a todos en el paraninfo para una sesióestudio obligatoria y vino a echarnos un discurso. Nos dijo qu responsable de lo que había ocurrido en la capilla no era digno de asi Pencey Tratamos de convencer a Marsala de que se tirara otro mie Thurmer hablaba, pero se ve que no estaba en vena. Pero, como les d vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Encontré mi habitación de lo más acogedora al volver de casa de Spe porque todo el mundo estaba viendo el partido y porque, por una vez, ha encendido la calefacción. Daba gusto entrar. Me quité la chaqueta corbata, me desabroché el cuello de la camisa y me puse una gorra qu había comprado en Nueva York aquella misma mañana. Era una gor caza roja, de esas que tienen una visera muy grande. La vi en el escap de una tienda de deportes al salir del metro, justo después de perde floretes, y me la compré. Me costó sólo un dólar. Así que me la puse y la vuelta para que la visera quedara por la parte de atrás. Una horterad reconozco, pero me gustaba así. La verdad es que me sentaba la ma bien. Luego cogí el libro que estaba leyendo y me senté en mi sillón. H dos en cada habitación. Yo tenía el mío, y mi compañero de cuarto, W Stradlater, el suyo. Tenían los brazos hechos una pena porque todo el m se sentaba en ellos, pero eran bastante cómodos. Estaba leyendo un libro que había sacado de la biblioteca por erro habían equivocado al dármelo y yo no me di cuenta hasta que estuv vuelta en mi habitación. Era Fuera de África, de Isak Dinesen. Creí sería un plomo, pero no. Estaba muy bien. Soy un completo analfabeto, leo muchísimo. Mi autor preferido es D.B. y luego Ring Lardner hermano me regaló un libro de Lardner el día de mi cumpleaños, poco de que saliera para Pencey. Tenía unas cuantas obras de teatro divertidas, completamente absurdas, y una historia de un guardia de la p que se enamora de una chica muy mona a la que siempre está poni multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no p casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accide se mata. Es una historia estupenda. Lo que más me gusta de un libro es te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos com vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de gue de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy a tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay mu libros de esos. Por ejemplo, no me importaría nada llamar a Isak Dinese tampoco a Ring Lardner, sólo que D.B. me ha dicho que ya ha mu Luego hay otro tipo de libros como La condición humana, de Som Maugham, por ejemplo. Lo leí el verano pasado. Es muy bueno, pero n se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protago suya, Eustacia Vye, me encanta. Pero, volviendo a lo que les iba diciendo, me puse mi gorra nueva senté a leer Fuera de África. Ya lo había terminado, pero quería r algunas partes. No habría leído más de tres páginas cuando oí salir a alg de la ducha. No tuve necesidad de mirar para saber de quién se trataba Robert Ackley, el tío de la habitación de al lado. En esa residencia h entre cada dos habitaciones una ducha que comunicaba directamente ellas, y Ackley se colaba en mi cuarto unas ochenta y cinco veces al díaprobablemente el único de todo el dormitorio, excluido yo, que no habí al partido. Apenas iba a ningún sitio. Era un tipo muy raro. Estaba último curso y había estudiado ya cuatro años enteros en Pencey, pero el mundo seguía llamándole Ackley. Ni Herb Gale, su compañero de cu le llamaba nunca Bob o Ack. Si alguna vez llega a casarse, estoy segu que su mujer le llamará también Ackley. Era un tío de esos muy (medía como seis pies y cuatro pulgadas), con los hombros un poco caíd una dentadura horrenda. En todo el tiempo que fuimos vecino Habitación, no le vi lavarse los dientes ni una sola vez. Los tenía feísi como mohosos, y cuando se le veía en el comedor con la boca llena de de patata o de guisantes o algo así, daba gana de devolver. Además ten montón de granos, no sólo en la frente o en la barbilla como la mayor los chicos, sino por toda la cara. Para colmo tenía un carácter horrible un tipo bastante atravesado. Vamos, que no me caía muy bien. Le sentí en el borde de la ducha, justo detrás de mi sillón. Miraba a v estaba Stradlater. Le odiaba a muerte y nunca entraba en el cuarto andaba por allí. La verdad es que odiaba a muerte a casi todo el mundo. Bajó del borde de la ducha y entró en mi habitación. —Hola —dijo. Siempre lo decía como si estuviera muy aburrido o cansado. No quería que uno pensara que venía a hacerle una visita o así. Quería que uno creyera que venía por equivocación. Tenía gracia. —Hola —le dije sin levantar la vista del libro. Con un tío como Ac uno estaba perdido si levantaba la vista de lo que leía. La verdad es estaba perdido de todos modos, pero si no se le miraba en seguida, al m se retrasaba un poco la cosa. Empezó a pasearse por el cuarto muy despacio como hacía siem tocando todo lo que había encima del escritorio y de la cómoda. Siemp cogía las cosas más personales que tuvieras para fisgonearlas. ¡Jo! A v le ponía a uno nervioso. —¿Cómo fue el encuentro de esgrima? —me dijo. Quería obligar que dejara de leer y de estar a gusto. Lo de la esgrima le importab rábano—. ¿Ganamos o qué? —No ganó nadie —le dije sin levantar la vista del libro. —¿Qué? —dijo. Siempre le hacía a uno repetir las cosas. —Que no ganó nadie. Le miré de reojo para ver qué había cogido de mi cómoda. E mirando la foto de una chica con la que solía salir yo en Nueva York, Hayes. Debía haber visto ya esa fotografía como cinco mil veces. Y, colmo, cuando la dejaba, nunca volvía a ponerla en su sitio. Lo ha propósito. Se le notaba. —¿Que no ganó nadie? —dijo—. ¿Y cómo es eso? —Me olvidé los floretes en el metro —contesté sin mirarle. —¿En el metro? ¡No me digas! ¿Quieres decir que los perdiste? —Nos metimos en la línea que no era. Tuve que ir mirando tod tiempo un plano que había en la pared. Se acercó y fue a instalarse donde me tapaba toda la luz. —Oye —le dije—, desde que has entrado he leído la misma frase v veces. Otro cualquiera hubiera pescado al vuelo la indirecta. Pero él no. —¿Crees que te obligarán a pagarlos? —dijo. —No lo sé y además no me importa. ¿Por qué no te sientas un poq Ackley, tesoro? Me estás tapando la luz. No le gustaba que le llamara «tesoro». Siempre me estaba diciendo yo era un crío porque tenía dieciséis y él dieciocho. Siguió de pie. Era de esos tíos que le oyen a uno como quien oye ll Al final hacía lo que le decías, pero bastaba que se lo dijeras para tardara mucho más en hacerlo. —¿Qué demonios estás leyendo? —dijo. —Un libro. Lo echó hacia atrás con la mano para ver el título. —¿Es bueno? —dijo. —Esta frase que estoy leyendo es formidable. Cuando me pongo puedo ser bastante sarcástico, pero él ni se en Empezó a pasearse otra vez por toda la habitación manoseando todas cosas y las de Stradlater. Al fin dejé el libro en el suelo. Con un tío c Ackley no había forma de leer. Era imposible. Me repantigué todo lo que pude en el sillón y le miré pasearse p habitación como Pedro por su casa. Estaba cansado del viaje a Nueva y empecé a bostezar. Luego me puse a hacer el ganso. A veces me da ahí para no aburrirme. Me corrí la visera hacia delante y me la eché s los ojos. No veía nada. —Creo que me estoy quedando ciego —dije con una voz muy ronc Mamita, ¿por qué está tan oscuro aquí? —Estás como una cabra, te lo aseguro —dijo Ackley. —Mami, dame la mano. ¿Por qué no me das la mano? —¡Mira que eres pesado! ¿Cuándo vas a crecer de una vez? Empecé a tantear el aire con las manos como un ciego, pero levantarme del sillón y sin dejar de decir: —Mamita, ¿por qué no me das la mano? Estaba haciendo el indio, claro. A veces lo paso bárbaro con eso. Ad sabía que a Ackley le sacaba de quicio. Tiene la particularidad de desp en mí todo el sadismo que llevo dentro y con él me ponía sádico mu veces. Al final me cansé. Me eché otra vez hacia atrás la visera y de hacer el payaso. —¿De quién es esto? —dijo Ackley. Había cogido la venda de la ro de Stradlater para enseñármela. Ese Ackley tenía que sobarlo todo. Por era capaz hasta de coger un slip o cualquier cosa así. Cuando le dije qu de Stradlater la tiró sobre la cama. Como la había cogido del suelo, tuvo dejarla sobre la cama. Se acercó y se sentó en el brazo del sillón de Stradlater. Nunca se sen en el asiento, siempre en los brazos. —¿Dónde te has comprado esa gorra? —En Nueva York. —¿Cuánto? —Un dólar. —Te han timado. Empezó a limpiarse las uñas con una cerilla. Siempre estaba hacien mismo. En cierto modo tenía gracia. Llevaba los dientes todos mohos las orejas más negras que un demonio, pero en cambio se pasaba e entero limpiándose las uñas. Supongo que con eso se consideraba uaseadísimo. Mientras se las limpiaba echó un vistazo a mi gorra. —Allá en el Norte llevamos gorras de esas para cazar ciervos —di Esa es una gorra para la caza del ciervo. —Que te lo has creído —me la quité y la miré con un ojo medio guiñ como si estuviera afinando la puntería—. Es una gorra para cazar gente dije—. Yo me la pongo para matar gente. —¿Saben ya tus padres que te han echado? —No. —Bueno, ¿y dónde demonios está Stradlater? —En el partido. Ha ido con una chica. Bostecé. No podía parar de bostezar, creo que porque en aq habitación hacía un calor horroroso y eso da mucho sueño. En Pencey de dos, o te helabas o te achicharrabas. —¡El gran Stradlater! —dijo Ackley—. Oye, déjame tus tijera segundo, ¿quieres? ¿Las tienes a mano? —No. Las he metido ya en la maleta. Están en lo más alto del armario —Déjamelas un segundo, ¿quieres? —dijo Ackley—. Quiero cortarm padrastro. Le tenía sin cuidado que uno las tuviera en la maleta y en lo más alt armario. Fui a dárselas y al hacerlo por poco me mato. En el momen que abrí la puerta del armario se me cayó en plena cabeza la raqueta de de Stradlater con su prensa y todo. Sonó un golpe seco y además me hiz daño horroroso. Pero a Ackley le hizo una gracia horrorosa y empe reírse como un loco, con esa risa de falsete que sacaba a veces. No pa reírse todo el tiempo que tardé en bajar la maleta y sacar las tijeras. Ese de cosas como que a un tío le pegaran una pedrada en la cabeza, le ha desternillarse de risa. —Tienes un sentido del humor finísimo, Ackley, tesoro —le dije—. sabías? —le di las tijeras—. Si me dejaras ser tu agente, te meterí locutor en la radio. Volví a sentarme en el sillón y él empezó a cortarse esas uñas eno que tenía, duras como garras. —¿Y si lo hicieras encima de la mesa? —le dije—. Córtatelas sob mesa, ¿quieres? No tengo ganas de clavármelas esta noche cuando and ahí descalzo. Pero él siguió dejándolas caer al suelo. ¡Vaya modales que tenía e Era un caso. —¿Con quién ha salido Stradlater? —dijo. Aunque le odiaba a m siempre estaba llevándole la cuenta de con quién salía y con quién no. —No lo sé. ¿Por qué? —Por nada. ¡Jo! No aguanto a ese cabrón. Es que no le trago. —Pues él en cambio te adora. Me ha dicho que eres un encanto. Cuando me da por hacer el indio, llamo «encanto» a todo el mundo hago por no aburrirme. —Siempre con esos aires de superioridad... —dijo Ackley—. N soporto. Cualquiera diría... —¿Te importaría cortarte las uñas encima de la mesa, oye? Te lo he d ya como cincuenta... —Y siempre dándoselas de listo —siguió Ackley—. Yo creo qu siquiera es inteligente. Pero él se lo tiene creído. Se cree el tío más listo —¡Ackley! ¡Por Dios vivo! ¿Quieres cortarte las uñas encima de la m Te lo he dicho ya como cincuenta veces. Por fin me hizo caso. La única forma de que hiciera lo que uno le d era gritarle. Me quedé mirándole un rato. Luego le dije: —Estás furioso con Stradlater porque te dijo que deberías lavart dientes de vez en cuando. Pero si quieres saber la verdad, no lo hizo afán de molestarte. Puede que no lo dijera de muy buenos modos, per quiso ofenderte. Lo que quiso decir es que estarías mejor y te sentirías m si te lavaras los dientes alguna vez. —Ya me los lavo. No me vengas con esas. —No es verdad. Te he visto y sé que no es cierto —le dije, pero sin intención. En cierto modo me daba lástima. No debe ser nada agradable le digan a uno que no se lava los dientes—. Stradlater es un tío muy dec No es mala persona. Lo que pasa es que no le conoces. —Te digo que es un cabrón. Un cabrón y un creído. —Creído sí, pero en muchas cosas es muy generoso. De verdad dije—. Mira, supongamos que Stradlater lleva una corbata que a ti te g Supón que lleva una corbata que te gusta muchísimo, es sólo un ejem ¿Sabes lo que haría? Pues probablemente se la quitaría y te la regalaría verdad. O si no, ¿sabes qué? Te la dejaría encima de tu cama, pero el ca que te la daría. No hay muchos tíos que... —¡Qué gracia! —dijo Ackley—. Yo también lo haría si tuviera la que tiene él. —No, tú no lo harías. Tú no lo harías, Ackley, tesoro. Si tuvieras dinero como él, serías el tío más... —¡Deja ya de llamarme «tesoro»! ¡Maldita sea! Con la edad que t podría ser tu padre. —No, no es verdad —le dije. ¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces perdía oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y dieciséis—. Para empezar, no te admitiría en mi familia. —Lo que quiero es que dejes de llamarme... De pronto se abrió la puerta y entró Stradlater con muchas prisas. Sie iba corriendo y a todo le daba una importancia tremenda. Se acercó en gracioso y me dio un par de cachetes en las mejillas, que es una cosa puede resultar molestísima. —Oye —me dijo—, ¿vas a algún sitio especial esta noche? —No lo sé. Quizá. ¿Qué pasa fuera? ¿Está nevando? —Llevaba el ab cubierto de nieve. —Sí. Oye, si no vas a hacer nada especial, ¿me prestas tu chaque pata de gallo? —¿Quién ha ganado el partido? —Aún no ha terminado. Nosotros nos vamos —dijo Stradlater—. Ve en serio, ¿vas a llevar la chaqueta de pata de gallo, o no? Me he pues traje de franela gris perdido de manchas. —No, pero no quiero que me la des toda de sí con esos hombros tienes —le dije. Éramos casi de la misma altura, pero él pesaba el doble yo. Tenía unos hombros anchísimos. —Te prometo que no te la daré de sí. Se acercó al armario a todo correr. —¿Cómo va esa vida? —le dijo a Ackley. Stradlater era un tío bas simpático. Tenía una simpatía un poco falsa, pero al menos era capa saludar a Ackley. Cuando éste oyó lo de «¿Cómo va esa vida?» soltó un gruñido. No q contestarle, pero tampoco tenía suficientes agallas como para no darse enterado. Luego me dijo: —Me voy. Te veré luego. —Bueno —le contesté. La verdad es que no se le partía a uno el cor al verle salir por la puerta. Stradlater empezó a quitarse la chaqueta y la corbata. —Creo que voy a darme un afeitado rápido —dijo. Tenía una barba cerrada, de verdad. —¿Dónde has dejado a la chica con que salías hoy? —le pregunté. —Me está esperando en el anejo. Salió de la habitación con el neceser y la toalla debajo del brazo llevaba camisa ni nada. Siempre iba con el pecho al aire porque se creía tenía un físico estupendo. Y lo tenía. Eso hay que reconocerlo. Capítulo 4 Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para ma tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era inf y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el del agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar So India mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a el tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canci como Song of India o Slaughter on Tentb Avenue que ya son difíciles d sí hasta para los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo q echaran. ¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del personal? Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. El e marrano en secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejempl maquinilla con que se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espum pelos y de porquería. Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse el pego, pero los que le conocíamos bien sabíamos que ocultamente e guarro. Si se cuidaba tanto de su aspecto era porque estaba locam enamorado de sí mismo. Se creía el tío más maravilloso del hemis occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo que reconocerlo, per un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el catálogo del coleg seguida preguntan: —¿Quién es ese chico?— Vamos, que era el tip guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a m parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veía fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz eno Eso me ha pasado un montón de veces. Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerr grifo. Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada atrás y todo. Me chiflaba aquella gorra. —Oye —dijo Stradlater—, ¿quieres hacerme un gran favor? —¿Cuál? —le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidi favores a todo el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o importantes son iguales. Como se consideran el no va más, piensan todos les admiramos muchísimo y que nos morimos por hacer algo ellos. En cierto modo tiene gracia. —¿Sales esta noche? —me dijo. —Puede. No lo sé. ¿Por qué? —Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lune dijo—. ¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? S la presento el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces? La cosa tenía gracia, de verdad. —Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte composición. —Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver mor Échame una mano, anda. Échame una manita, ¿eh? Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un de suspense. —¿Sobre qué? —le dije. —Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitaci una casa, o un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es describas como loco. Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me sac quicio. Que encima que te están pidiendo un favor, bostecen. —Pero no la hagas demasiado bien —dijo—. Ese hijoputa de Hartz considera un genio en composición y sabe que somos compañeros de cu Así que ya sabes, no pongas todos los puntos y comas en su sitio. Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salg tío hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo pasaba es que quería que uno creyera que si escribía unas composici horribles era porque no sabía dónde poner las comas. En eso se parec poco a Ackley. Una vez fui con él a un partido de baloncesto. Teníamo el equipo a un tío fenomenal, Howie Coyle, que era capaz de encestar d el centro del campo y sin que la pelota tocara la madera siquiera. Ackley se pasó todo el tiempo diciendo que Coyle tenía una constitu perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidian esas cosas! Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé pasos y me puse a bailar claquet para pasar el rato. Lo hacía sólo divertirme un poco. No tengo ni idea de claquet, pero en los lavabos h un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a un esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pa pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a travé espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy exhibicionista nato. —Soy el hijo del gobernador —le dije mientras zapateaba como un por todo el cuarto—. Mi padre no / quiere que me dedique a bailar. Q que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre. Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable. —Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld —me estaba qued casi sin aliento. No podía ni respirar—. El primer bailarín no puede sa escena. Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplaz A mí. Al hijo del gobernador. —¿De dónde has sacado eso? —dijo Stradlater. Se refería a mi gor caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba. Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me qui gorra y la miré por milésima vez. —Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. gusta? Stradlater afirmó con la cabeza. —Está muy bien. Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó ¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo. —Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no. Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo. —¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald? —¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda. —¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo. —Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti. De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el g se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello co brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me l sobre él como una pantera. —¡No jorobes, Holden! —dijo Stradlater. No tenía ganas de bro porque estaba afeitándose—. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué? Pero no le solté. Le tenía bien agarrado. —¿A que no te libras de mi brazo de hierro? —le dije. —¡Mira que eres pesado! Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obl soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil. —¡A ver si dejas ya de jorobar! —dijo. Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa. —Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? pregunté. Había vuelto a sentarme en el lavabo—. ¿Con Phyllis Smith? —No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venid compañera de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce. —¿Quién? —pregunté. —Esa chica. —¿Sí? —le dije—. ¿Cómo se llama? Aquello me interesaba muchísimo. —Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher. ¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo. —¡Jane Gallaher! —le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me mo milagro—. ¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa d pasamos el verano el año antepasado. Tenía un Dobberman Pinscher eso la conocí. El perro venía todo el tiempo a nuestra... —Me estás tapando la luz, Holden —dijo Stradlater—. ¿Tienes ponerte precisamente ahí? ¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad. —¿Dónde está? —le pregunté—. Debería bajar a decirle hola. ¿Está anejo? —Sí. —¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo iba a ir o allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. ¿cómo es que habéis hablado de mí? Estaba excitadísimo, de verdad. —No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toal me había sentado en su toalla. ¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlat estaba poniendo Vitalis en el pelo. Mi Vitalis. —Sabe bailar muy bien —le dije—. Baila ballet. Practicaba siempre horas al día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de se le estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran go Jugábamos a las damas todo el tiempo. —¿A qué? —A las damas. —¿A las damas? ¡No fastidies! —Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía dejaba en la fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. N movía. Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie. —Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pe de vez en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó ella. No le daba a la bola ni por casualidad. Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravil bucles. —Voy a bajar a decirle hola. —Anda sí, ve. —Bajaré dentro de un momento. Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora. —Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por seg vez con un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas pie todas peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tie Jane me dijo que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le bebiendo y escuchando todos los programas de misterio que daban p radio. Y se paseaba en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo. —¿Sí? —dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho se paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver c sexo, le encantaba al muy hijoputa. —Ha tenido una infancia terrible. De verdad. Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro —¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! —no podía dejar de pensar en ella. —Tengo que bajar a saludarla. —¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? — Stradlater. Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba empañada. —En este momento no tengo ganas —le dije. Y era verdad. Hay que en vena para esas cosas—. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hu jurado. Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer. —¿Le ha gustado el partido? —dije. —Sí. Supongo que sí. No lo sé. —¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo? —Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla. Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guard todas sus marranadas en el neceser. —Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres? —Bueno —dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo h Esos tíos nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato e lavabos pensando en Jane. Luego volví también a la habitación. —Oye —le dije—, no le digas que me han echado, ¿eh? —Bueno. Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que cientos de explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo qu el fondo era porque no le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pa gallo. —No me la estires por todas partes —le dije. Sólo me la había puesto veces. —No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos? —Están en el escritorio— le dije. Nunca se acordaba de dónde p nada—. Debajo de la bufanda. Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De mi chaqueta Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repent entraron unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso. —Oye, ¿adonde vais a ir? ¿Lo sabes ya? —le pregunté. —No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pe permiso más que hasta las nueve y media. No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté: —Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hu sabido habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana. —Desde luego — dijo Stradlater. No había forma de hacerle enfada lo tenía demasiado creído. —Ahora en serio. Escríbeme esa composición —dijo. Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir. —No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchí descripción, ¿eh? No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije: —Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás. —Bueno —dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo i preguntar. —¡Que te diviertas! —dijo. Y luego salió dando un portazo. Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Q decir sólo sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en había salido con Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vu loco. Ya les he dicho lo obsesionado que estaba Stradlater con eso del se De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, c hacía siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en cosas. Se quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tío Pencey a quienes odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo tenía en la barbilla. Ni siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo q muy cabrón ni siquiera tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno. Capítulo 5 Los sábados por la noche siempre cenábamos lo mismo en Pencey consideraban una gran cosa porque nos daban un filete. Apostaría la ca a que lo hacían porque como el domingo era día de visita, Thurmer pen que todas las madres preguntarían a sus hijos qué habían cenado la n anterior y el niño contestaría: «Un filete.» ¡Menudo timo! Había que v tal filete. Un pedazo de suela seca y dura que no había por dónde me mano. Para acompañarlo, nos daban un puré de patata lleno de grumos postre, un bizcocho negruzco que sólo se comían los de la elemental, q los pobres lo mismo les daba, y tipos como Ackley que se zampaban lo les echaran. Pero cuando salimos del comedor tengo que reconocer que fue bonito. Habían caído como tres pulgadas de nieve y seguía nevan manta. Estaba todo precioso. Empezamos a tirarnos bolas unos a otro hacer el indio como locos. Fue un poco cosa de críos, pero nos divert muchísimo. Como no tenía plan con ninguna chica, yo y un amigo mío, un tal Brossard que estaba en el equipo de lucha libre, decidimos irnos en aut a Agerstown a comer una hamburguesa y ver alguna porquería de pelí Ninguno de los dos tenía ninguna gana de pasarse la noche mano s mano. Le pregunté a Mal si le importaba que viniera Ackley con noso Se me ocurrió decírselo porque Ackley nunca hacía nada los sábados p noche. Se quedaba en su habitación a reventarse granos. Mal dijo que importaba, pero que tampoco le volvía loco la idea. La verdad es Ackley no le caía muy bien. Nos fuimos a nuestras respectivas habitac a arreglarnos un poco y mientras me ponía los chanclos le grité a Ac que si quería venirse al cine con nosotros. Me oyó perfectamente a trav las cortinas de la ducha, pero no dijo nada. Era de esos tíos que tardan hora en contestar. Al final vino y me preguntó con quién iba. Les juro q un día naufragara y fueran a rescatarle en una barca, antes de dejarse s preguntaría quién iba remando. Le dije que iba con Mal Brossard. —Ese cabrón... Bueno. Espera un segundo. Cualquiera diría que le estaba haciendo a uno un favor. Tard arreglarse como cinco horas. Mientras esperaba me fui a la ventana, la a hice una bola de nieve directamente con las manos, sin guantes ni nadnieve estaba perfecta para hacer bolas. Iba a tirarla a un coche que h aparcado al otro lado de la calle, pero al final me arrepentí. Daba pena lo blanco y limpio que estaba. Luego pensé en tirarla a una boca de agu esas que usan los bomberos, pero también estaba muy bonita tan nevad final no la tiré. Cerré la ventana y me puse a pasear por la habita apelmazando la bola entre las manos. Todavía la llevaba cuando subim autobús. El conductor abrió la puerta y me obligó a tirarla. Le dije qu pensaba echársela a nadie, pero no me creyó. La gente nunca se cree nad Brossard y Ackley habían visto ya la película que ponían aquella no así que nos comimos un par de hamburguesas, jugamos un poco máquina de las bolitas, y volvimos a Pencey en el autobús. No me imp nada no ir al cine. Ponían una comedia de Cary Grant, de esas que so rollazo. Además no me gustaba ir al cine con Brossard ni con Ackley dos se reían como hienas de cosas que no tenían ninguna gracia. No h quien lo aguantara. Cuando volvimos al colegio eran las nueve menos cuarto. Brossard e maniático del bridge y empezó a buscar a alguien con quien jugar por la residencia. Ackley, para variar, aparcó en mi habitación, sólo que est en lugar de sentarse en el sillón de Stradlater se tiró en mi cama y el marrano hundió la cara en mi almohada. Luego empezó a hablar con voz de lo más monótona y a reventarse todos sus granos. Le eché con indirectas, pero el tío no se largaba. Siguió, dale que te pego, habland esa chica con la que decía que se había acostado durante el verano. M había contado ya cien veces, y cada vez de un modo distinto. Una te d que se la había tirado en el Buick de su primo, y a la siguiente que e muelle. Naturalmente todo era puro cuento. Era el tío más virgen qu conocido. Hasta dudo que hubiera metido mano a ninguna. Al final le por las buenas que tenía que escribir una composición para Stradlater y a ver si se iba para que pudiera concentrarme un poco. Por fin se largó, al cabo de remolonear horas y horas. Cuando se fue me puse el pijam bata y la gorra de caza y me senté a escribir la composición. Lo malo es que no podía acordarme de ninguna habitación ni de nin casa como me había dicho Stradlater. Pero como de todas formas no gusta escribir sobre cuartos ni edificios ni nada de eso, lo que hice describir el guante de béisbol de mi hermano Allie, que era un estupendo para una redacción. De verdad. Era un guante para la m izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía po escritos en tinta verde en los dedos y por todas partes. Allie los escribió tener algo que leer cuando estaba en el campo esperando. Ahora Allie muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946 mientras pasábam verano en Maine. Les hubiera gustado conocerle. Tenía dos años menos yo y era cincuenta veces más inteligente. Era enormemente inteligente profesores escribían continuamente a mi madre para decirle que er placer tener en su clase a un niño como mi hermano. Y no lo decían po sí. Lo decían de verdad. Pero no era sólo el más listo de la familia también el mejor en muchos otros aspectos. Nunca se enfadaba con n Dicen que los pelirrojos tienen mal genio, pero Allie era una excepci eso que tenía el pelo más rojo que nadie. Les contaré un caso para qu hagan una idea. Empecé a jugar al golf cuando tenía sólo diez Recuerdo una vez, el verano en que cumplí los doce años, que ejugando y de repente tuve el presentimiento de que si me volvía ve Allie. Me volví y allí estaba mi hermano, montado en su bicicleta, al lado de la cerca que rodeaba el campo de golf. Estaba nada menos q unas ciento cincuenta yardas de distancia, pero le vi claramente. Tan tenía el pelo. ¡Dios, qué buen chico era! A veces en la mesa se po pensar en alguna cosa y se reía tanto que poco le faltaba para caerse silla. Cuando murió tenía sólo trece años y pensaron en llevarme siquiatra y todo porque hice añicos todas las ventanas del ga Comprendo que se asustaran. De verdad. La noche que murió dormí garaje y rompí todos los cristales con el puño sólo de la rabia que me Hasta quise romper las ventanillas del coche que teníamos aquel ve pero me había roto la mano y no pude hacerlo. Pensarán que fue estupidez pero es que no me daba cuenta de lo que hacía y además us no conocían a Allie. Todavía me duele la mano algunas veces cuando ll y no puedo cerrar muy bien el puño, pero no me importa mucho porqu pienso dedicarme a cirujano, ni a violinista, ni a ninguna de esas cosas. Pero, como les decía, escribí la redacción sobre el guante de béisb Allie. Daba la casualidad de que lo tenía en la maleta así que c directamente los poemas que tenía escritos. Sólo que cambié el nomb Allie para que nadie se diera cuenta de que era mi hermano y pensaran era el de Stradlater. No me gustó mucho usar el guante para composición, pero no se me ocurría otra cosa. Además, como tema gustaba. Tardé como una hora porque tuve que utilizar la máquin escribir de Stradlater, que se atascaba continuamente. La mía se la h prestado a un tío del mismo pasillo. Cuando acabé eran como las diez y media. Como no estaba cansado puse a mirar por la ventana. Había dejado de nevar, pero de vez en cu se oía el motor de un coche que no acababa de arrancar. También s roncar a Ackley. Los ronquidos pasaban a través de las cortinas de la du Tenía sinusitis y no podía respirar muy bien cuando dormía. Lo que es tenía de todo: sinusitis, granos, una dentadura horrible, halitosis y unas espantosas. El muy cabrón daba hasta un poco de lástima. Capítulo 6 Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cu Stradlater volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero deci no sé qué estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercars el pasillo. Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verda que no me acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando preocupo mucho me pongo tan mal que hasta me dan ganas de ir al b Sólo que no voy porque no puedo dejar de preocuparme para ir. Si us hubieran conocido a Stradlater les habría pasado lo mismo. He salido c en plan de parejas un par de veces, y sé perfectamente por qué lo digo tenía el menor escrúpulo. De verdad. El pasillo tenía piso de linóleum y se oían perfectamente las pis acercándose a la habitación. Ni siquiera sé dónde estaba sentado cu entró, si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro no me acuerdo. Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo: —¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósit cadáveres. Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuen que todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no molestarme yo en explicárselo. Empezó a desnudarse. No dijo nada de Ni una palabra. Yo sólo le miraba. Todo lo que hizo fue darme las gr por haberle prestado la chaqueta de pata de gallo. La colgó en una perc la metió en el armario. Luego, mientras se quitaba la corbata, me preguntó si había escri redacción. Le dije que la tenía encima de la cama. La cogió y se pu leerla mientras se desabrochaba la camisa. Ahí se quedó, leyén mientras se acariciaba el pecho y el estómago con una expresió estupidez supina en la cara. Siempre estaba acariciándose el pecho y la Se quería con locura, el tío. De pronto dijo: —Pero, ¿a quién se le ocurre, Holden? ¡Has escrito sobre un guan béisbol! —¿Y qué? —le contesté más frío que un témpano. —¿Cómo que y qué? Te dije que describieras un cuarto o algo así. —Dijiste que no importaba con tal que fuera descripción. ¿Qué máque sea sobre un guante de béisbol? —¡Maldita sea! —estaba negro el tío. Furiosísimo—. Todo tienes hacerlo al revés —me miró—. No me extraña que te echen de aquí. N haces nada a derechas. Nada. —Muy bien. Entonces devuélvemela —le dije. Se la arranqué de la m y la rompí. —¿Por qué has hecho eso? —dijo. Ni siquiera le contesté. Eché los trozos de papel a la papelera, y lueg tumbé en la cama. Los dos guardamos silencio un buen rato. El se des hasta quedarse en calzoncillos y yo encendí un cigarrillo. Estaba proh fumar en la residencia, pero a veces lo hacíamos cuando todos est dormidos o en sus casas y nadie podía oler el humo. Además lo h propósito para molestar a Stradlater. Le sacaba de quicio que alguien hi algo contra el reglamento. El jamás fumaba en la habitación. Sólo yo. Seguía sin decir una palabra sobre Jane, así que al final le pregunté: —¿Cómo es que vuelves a esta hora si ella sólo había pedido per hasta las nueve y media? ¿La hiciste llegar tarde? Estaba sentado al borde de su cama cortándose las uñas de los pies. —Sólo un par de minutos —dijo—. ¿A quién se le ocurre pedir per hasta esa hora un sábado por la noche? ¡Dios mío! ¡Cómo le odiaba! —¿Fuisteis a Nueva York? —le dije. —¿Estás loco? ¿Cómo íbamos a ir a Nueva York si sólo teníamos las nueve y media? —Mala suerte —me miró. —Oye, si no tienes más remedio que fumar, ¿te importaría hacerlo e lavabos? Tú te largas de aquí, pero yo me quedo hasta que me gradúe. No le hice caso. Seguí fumando como una chimenea. Me di la vuelta quedé apoyado sobre un codo y le miré mientras se cortaba las ¡Menudo colegio! Adonde uno mirase, siempre veía a un tío o cortán las uñas o reventándose granos. —¿Le diste recuerdos míos? —Sí. El muy cabrón mentía como un cosaco. —¿Qué dijo? ¿Sigue dejando todas las damas en la fila de atrás? —No se lo pregunté. No pensarás que nos hemos pasado la n jugando a las damas, ¿no? No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo le odiaba! —Si no fuisteis a Nueva York, ¿qué hicisteis? No podía controlarme. La voz me temblaba de una manera horro ¡Qué nervioso estaba! Tenía el presentimiento de que había pasado algo Estaba acabando de cortarse las uñas de los píes. Se levantó de la cam calzoncillos, tal como estaba, y empezó a hacer el idiota. Se acercó cama y, de broma, me dio una serie de puñetazos en el hombro. —¡Deja ya de hacer el indio! —le dije—. ¿Adonde la has llevado? —A ninguna parte. No bajamos del coche. Volvió a darme otro puñetazo en el hombro. —¡Venga, no jorobes! —le dije—. ¿Del coche de quién? —De Ed Banky. Ed Banky era el entrenador de baloncesto. Protegía mucho a Stradporque era el centro del equipo. Por eso le prestaba su coche cuando qu Estaba prohibido que los alumnos usaran los coches de los profesores, esos cabrones deportistas siempre se protegían unos a otros. En todo colegios donde he estado pasaba lo mismo. Stradlater siguió atizándome en el hombro. Llevaba el cepillo de di en la mano y se lo metió en la boca. —¿Qué hiciste? ¿Tirártela en el coche de Ed Banky? —¡cómo temblaba la voz! —¡Vaya manera de hablar! ¿Quieres que te lave la boca con jabón? —Eso es lo que hiciste, ¿no? —Secreto profesional, amigo. No me acuerdo muy bien de qué pasó después. Lo único que recuerd que salté de la cama como si tuviera que ir al baño o algo así y que q pegar con todas mis fuerzas en el cepillo de dientes para clavárselo garganta. Sólo que fallé. No sabía ni lo que hacía. Le alcancé en la Probablemente le hice daño, pero no tanto como quería. Podría ha hecho mucho más, pero le pegué con la derecha y con esa mano no p cerrar muy bien el puño por lo de aquella fractura de que les hablé. Pero, como iba diciendo, cuando me quise dar cuenta estaba tumbad el suelo y tenía encima a Stradlater con la cara roja de furia. Se me h puesto de rodillas sobre el pecho y pesaba como una tonelada. Me suje las muñecas para que no pudiera pegarle. Le habría matado. —¿Qué te ha dado? —repetía una y otra vez con la cara cada vez colorada. —¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije casi gritand ¡Quítate de encima, cabrón! No me hizo caso. Siguió sujetándome las muñecas mientras yo le gr hijoputa como cinco mil veces seguidas. No recuerdo exactamente lo q dije después, pero fue algo así como que creía que podía tirarse a toda tías que le diera la gana y que no le importaba que una chica dejara toda damas en la última fila ni nada, porque era un tarado. Le ponía negro q llamara «tarado». No sé por qué, pero a todos los tarados les revienta q lo digan. —¡Cállate, Holden! —me gritó con la cara como la grana—. Te lo a ¡Si no te callas, te parto la cara! Estaba hecho una fiera. —¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije. —Si lo hago, ¿te callarás? No le contesté. —Holden, si te dejo en paz, ¿te callarás? —.repitió. —Sí. Me dejó y me levanté. Me dolía el pecho horriblemente porque m había aplastado con las rodillas. —¡Eres un cochino, un tarado y un hijoputa! —le dije. Aquello fue la puntilla. Me plantó la manaza delante de la cara. —¡Ándate con ojo, Holden! ¡Te lo digo por última vez! Si no te call voy a... —¿Por qué tengo que callarme? —le dije casi a gritos—. Eso es lo que tenéis todos vosotros los tarados. Que nunca queréis admitir nada eso se os reconoce en seguida. No podéis hablar normalmente de... Se lanzó sobre mí y en un abrir y cerrar de ojos me encontré de nuev el suelo. No sé si llegó a dejarme K.O. o no. Creo que no. Me parece eso sólo pasa en las películas. Pero la nariz me sangraba a chorros. Cu abrí los ojos lo tenía encima de mí. Llevaba su neceser debajo del brazo —¿Por qué no has de callarte cuando te lo digo? —me dijo. Estaba muy nervioso. Creo que tenía miedo de haberme fracturad cráneo cuando me pegó contra el suelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto! —¡Tú te lo has buscado, qué leches! ¡Jo! ¡No estaba poco preocupado el tío! —Ve a lavarte la cara, ¿quieres? —me dijo. Le contesté que por qué no iba a lavársela él, lo cual fue una estupide reconozco, pero estaba tan furioso que no se me ocurrió nada mejor. Le que camino del baño no dejara de cepillarse a la señora Schmidt, que e mujer del portero y tenía sesenta y cinco años. Me quedé sentado en el suelo hasta que oí a Stradlater cerrar la pue alejarse por el pasillo hacia los lavabos. Luego me levanté. Me pu buscar mi gorra de caza pero no podía dar con ella. Al fin la enco Estaba debajo de la cama. Me la puse con la visera para atrás como a m gustaba, y me fui a mirar al espejo. Estaba hecho un Cristo. Tenía sa por toda la boca, por la barbilla y hasta por el batín y el pijama. En part asustó y en parte me fascinó. Me daba un aspecto de duro de pel impresionante. Sólo he tenido dos peleas en mi vida y las he perdido las La verdad es que de duro no tengo mucho. Si quieren que les diga la ve soy pacifista. Pensé que Ackley habría oído todo el escándalo y estaría despierto que crucé por la ducha y me metí en su habitación para ver qué e haciendo. No solía ir mucho a su cuarto. Siempre se respiraba allí un tu raro por lo descuidado que era en eso del aseo personal. Capítulo 7 Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía. —Ackley —le pregunté—. ¿Estás despierto? —Sí. Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me romp crisma. Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un b Se había puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. D miedo verle así en medio de aquella oscuridad. —¿Qué haces? —¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pus a armar ese escándalo. ¿Por qué os peleabais? —¿Dónde está la llave de la luz? —tanteé la pared con la mano. —¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha. Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para q resplandor no le hiciera daño a los ojos. —¡Qué barbaridad! —dijo—. ¿Qué te ha pasado? Se refería a la sangre. —Me peleé con Stradlater —le dije. Luego me senté en el suelo. N tenían sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas—. Oye dije—, ¿jugamos un poco a la canasta? —era un adicto a la canasta. —Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí. —Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no? —¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es? —No es tarde. Deben ser sólo como las once y media. —¿Y te parece pronto? —dijo Ackley—. Mañana tengo que levant temprano para ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelea media noche. ¿Quieres decirme que os pasaba? —Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu Ackley —le dije. Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Strad comparado con él era un verdadero genio. —Oye —le dije—, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No volver hasta mañana, ¿no? Ackley sabía muy bien que su compañero de cuarto pasaba en su todos los fines de semana. —¡Yo qué sé cuándo piensa volver! —contestó. ¡Jo! ¡Qué mal me s aquello! —¿Cómo que no sabes cuándo piensa volver? Nunca vuelve ante domingo por la noche. —Pero yo no puedo dar permiso para dormir en su cama a todo el q presente aquí por las buenas. Aquello era el colmo. Sin moverme de donde estaba, le di palmaditas en el hombro. —Eres un verdadero encanto, Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad? —No, te lo digo en serio. No puedo decirle a todo el que... —Un encanto. Y un caballero de los que ya no quedan —le dije. Y verdad. —¿Tienes por casualidad un cigarrillo? Dime que no, o me desmayar susto. —Pues la verdad es que no tengo. Oye, ¿por qué os habéis peleado? No le contesté. Me levanté y me acerqué a la ventana. De pronto s una soledad espantosa. Casi me entraron ganas de estar muerto. —Venga, dime, ¿por qué os peleabais? —me preguntó por centésima ¡Qué rollazo era el tío! —Por ti —le dije. —¿Por mí? ¡No fastidies! —Sí. Salí en defensa de tu honor. Stradlater dijo que tenías un car horroroso y yo no podía consentir que dijera eso. El asunto le interesó muchísimo. —¿De verdad? ¡No me digas! ¿Ha sido por eso? Le dije que era una broma y me tumbé en la cama de Ely. ¡Jo! ¡E hecho polvo! En mi vida me había sentido tan solo. —En esta habitación apesta —le dije—. Hasta aquí llega el olor d calcetines. ¿Es que no los mandas nunca a la lavandería? —Si no te gusta cómo huele, ya sabes lo que tienes que hacer — Ackley. Era la mar de ingenioso—. ¿Y si apagaras la luz? No le hice caso. Seguía tumbado en la cama de Ely pensando en Jane volvía loco imaginármela con Stradlater en el coche de ese cretino d Banky aparcado en alguna parte. Cada vez que lo pensaba me entr ganas de tirarme por la ventana. Claro, ustedes no conocen a Stradlater, yo sí le conocía. Los chicos de Pencey —Ackley por ejemplo— se pas el día hablando de que se habían acostado con tal o cual chica, Stradlater era uno de los pocos que lo hacía de verdad. Yo conocía p menos a dos que él se había cepillado. En serio. —Cuéntame la fascinante historia de tu vida, Ackley, tesoro. —¿Por qué no apagas la luz? Mañana tengo que levantarme temp para ir a misa. Me levanté y la apagué para ver si con eso se callaba. Luego vo tumbarme. —¿Qué vas a hacer? ¿Dormir en la cama de Ely? ¡Jo! ¡Era el perfecto anfitrión! —Puede que sí, puede que no. Tú no te preocupes. —No, si no me preocupo. Sólo que si aparece Ely y se encuentra a u acostado en... —Tranquilo. No tengas miedo que no voy a dormir aquí. No q abusar de tu exquisita hospitalidad. A los dos minutos Ackley roncaba como un energúmeno. Yo se acostado en medio de la oscuridad tratando de no pensar en Jane, n Stradlater, ni en el puñetero coche de Ed Banky. Pero era casi imposibl malo es que me sabía de memoria la técnica de mi compañero de cuar eso empeoraba mucho la cosa. Una vez salí con él y con dos chicas. Fu en coche. Stradlater iba detrás y yo delante. ¡Vaya escuela que t Empezó por largarle a su pareja un rollo larguísimo en una voz muy b así como muy sincera, como si además de ser muy guapo fuera muy b persona, un tío de lo más íntegro. Sólo oírle daban ganas de vomita chica no hacía más que decir: «No, por favor. Por favor, no. Por fav Pero Stradlater siguió dale que te pego con esa voz de Abraham Lincoln sacaba el muy cabrón, y al final se hizo un silencio espantoso. No sabía ni adonde mirar. Creo que aquella noche no llegó a tirarse a la chica, por poco. Por poquísimo. Mientras seguía allí tumbado tratando de no pensar, oí a Stradlater volvía de los lavabos y entraba en nuestra habitación. Le oí guarda trastos de aseo y abrir la ventana. Tenía una manía horrorosa con es aire fresco. Al poco rato apagó la luz. Ni se molestó en averiguar qué h sido de mí. Hasta la calle estaba deprimente. Ya no se oía pasar ningún coche ni n Me sentí tan triste y tan solo que de pronto me entraron ganas de despe Ackley. —Oye, Ackley —le dije en voz muy baja para que Stradlater no me o a través de las cortinas de la ducha. Pero Ackley siguió durmiendo. —¡Oye, Ackley! Nada. Dormía como un tronco. —¡Eh! ¡Ackley! Aquella vez sí me oyó. —¿Qué te pasa ahora? ¿No ves que estoy durmiendo? —Oye, ¿qué hay que hacer para entrar en un monasterio? —se acababa de ocurrir la idea de hacerme monje—. ¿Hay que ser católi todo eso? —¡Claro que hay que ser católico! ¡Cabrón! ¿Y me despiertas preguntarme esa estupidez? —Vuélvete a dormir. De todas formas acabo de decidir que no quier ningún monasterio. Con la suerte que tengo iría a dar con los monjes hijoputas de todo el país. Por lo menos con los más estúpidos... Cuando me oyó decir eso, Ackley se sentó en la cama de un salto. —¡Óyeme bien! —me dijo—. No me importa lo que digas de mí nadie. Pero si te metes con mi religión te juro que... —No te sulfures —le dije—. Nadie se mete con tu religión. Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta. En el camino me pa cogí una mano, y le di un fuerte apretón. El la retiró de un golpe. —¿Qué te ha dado ahora? —me dijo. —Nada. Sólo quería darte las gracias por ser un tío tan fenomenal. todo corazón. ¿Lo sabes, verdad Ackley, tesoro? —¡Imbécil! Un día te vas a encontrar con... No me molesté en esperar a oír el final de la frase. Cerré la puerta y spasillo. Todos estaban durmiendo o en sus casas, y aquel corredor estab lo más solitario y deprimente. Junto a la puerta del cuarto de Leahy y de Hoffman había una caja de pasta dentífrica y fui dándole patadas hasta las escaleras con las zapa forradas de piel que llevaba puestas. Iba a bajar para ver qué hacía Brossard, pero de pronto cambié de idea. Decidí irme de Pencey aq misma noche sin esperar hasta el miércoles. Me iría a un hotel de N York, un hotel barato, y me dedicaría a pasarlo bien un par de días. Lu el miércoles, me presentaría en casa descansado y de buen humor. Sup que mis padres no recibirían la carta de Thurmer con la noticia d expulsión hasta el martes o el miércoles, y no quería llegar antes de q hubieran leído y digerido. No quería estar delante cuando la recibieran madre con esas cosas se pone totalmente histérica. Luego, una vez que hecho a la idea, se le pasa un poco. Además, necesitaba unas vacaci Tenía los nervios hechos polvo. De verdad. Así que decidí hacer eso. Volví a mi cuarto, encendí la luz y empe recoger mis cosas. Tenía una maleta casi hecha. Stradlater ni siquie despertó. Encendí un cigarrillo, me vestí, bajé las dos maletas que ten me puse a guardar lo que me quedaba por recoger. Acabé en dos min Para todo eso soy la mar de rápido. Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve guardar unos patines completamente nuevos que me había mandad madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la ima yendo a Spauldings y haciéndole al dependiente un millón de pregu absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprad patines que no eran; yo le había pedido de carreras y ella me los h mandado de hockey, pero aun así me dio lástima. Casi siempre que hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo. Cuando cerré las maletas me puse a contar el dinero que tenía. No acordaba exactamente de cuánto era, pero debía ser bastante. Mi ab acababa de mandarme un fajo de billetes. La pobre está ya bastante id tiene más años que un camello— y me manda dinero para mi cumple como cuatro veces al año. Aunque la verdad es que tenía bastante, d que no me vendrían mal unos cuantos dólares más. Nunca se sabe lo puede pasar. Así que me fui a ver a Frederick Woodruff, el tío a quien h prestado la máquina de escribir, y le pregunté cuánto me daría por ell tal Frederick tenía más dinero que pesaba. Me dijo que no sabía, q verdad era que no le interesaba mucho la máquina, pero al final m compró. Había costado noventa dólares y no quiso darme más de ve Estaba furioso porque le había despertado. Cuando me iba, ya con maletas y todo, me paré un momento junto escaleras y miré hacia el pasillo. Estaba a punto de llorar. No sabía por Me calé la gorra de caza roja con la visera echada hacia atrás, y gri pleno pulmón: «¡Que durmáis bien, tarados!» Apuesto a que desperté al último cabrón del piso. Luego me fui. Algún imbécil había ido tir cáscaras de cacahuetes por todas las escaleras y no me rompí una piern milagro. Capítulo 8 Como era ya muy tarde para llamar a un taxi, decidí ir andando has estación. No estaba muy lejos, pero hacía un frío de mil demonios maletas me iban chocando contra las piernas todo el rato. Aun así gusto respirar ese aire tan Limpio. Lo único malo era que con el frío em a dolerme la nariz y también el labio de arriba por dentro, justo en el en que Stradlater me había pegado un puñetazo. Me había clavado un d en la carne y me dolía muchísimo. La gorra que me había comprado orejeras, así que me las bajé sin importarme el aspecto que pudiera darm nada. De todos modos las calles estaban desiertas. Todo el mundo dorm pierna suelta. Por suerte cuando llegué a la estación sólo tuve que esperar como minutos. Mientras llegaba el tren cogí un poco de nieve del suelo y me con ella la cara. Aún tenía bastante sangre. Por lo general me gusta mucho ir en tren por la noche, cuando va encendido por dentro y las ventanillas parecen muy negras, y pasan p pasillo esos hombres que van vendiendo café, bocadillos y periódicos suelo comprarme un bocadillo de jamón y algo para leer. No sé por pero en el tren y de noche soy capaz hasta de tragarme sin vomitar un esas novelas idiotas que publican las revistas. Ya saben, esas que tienen protagonista un tío muy cursi, de mentón muy masculino, que siemp llama David, y una tía de la misma calaña que se llama Linda o Mar que se pasa el día encendiéndole la pipa al David de marras. Hasta puedo tragarme cuando voy en tren por la noche. Pero esa vez no sé qu pasaba que no tenía ganas de leer, y me quedé allí sentado sin hacer n Todo lo que hice fue quitarme la gorra y metérmela en el bolsillo. Cuando llegamos a Trenton, subió al tren una señora y se sentó a mi El vagón iba prácticamente vacío porque era ya muy tarde, pero ella se s al lado mío porque llevaba una bolsa muy grande y yo iba en el pr asiento. No se le ocurrió más que plantar la bolsa en medio del pa donde el revisor y todos los pasajeros pudieran tropezar con ella. Llevab el abrigo un prendido de orquídeas como si volviera de una fiesta. D tener como cuarenta o cuarenta y cinco años y era muy guapa. Me enca las mujeres. De verdad. No es que esté obsesionado por el sexo, au claro que me gusta todo eso. Lo que quiero decir es que las mujerehacen muchísima gracia. Siempre van y plantan sus cosas justo en medi pasillo. Pero, como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pr me dijo: —Perdona, pero eso, ¿no es una etiqueta de Pencey? —iba mirand maletas que había colocado en la red. —Sí —le dije. Y era verdad. 'En una de las maletas llevaba una etiq del colegio. Una gilipollez, lo reconozco. —¿Eres alumno de Pencey? —me preguntó. Tenía una voz muy bo de esas que suenan estupendamente por teléfono. Debería llevar siemp teléfono a mano. —Sí —le dije. —¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se l Ernest Morrow y estudia en Pencey. —Sí, claro que le conozco. Está en mi clase. Su hijo era sin lugar a dudas el hijoputa mayor que había pasado j por el colegio. Cuando volvía de los lavabos a su habitación iba sie pegando a todos en el trasero con la toalla mojada. Eso da la medida hijoputa que era. —¡Cuánto me alegro! —dijo la señora, pero sin cursilería ni nada contrario, muy simpática—. Le diré a Ernest que nos hemos cono ¿Cómo te llamas? —Rudolph Schmidt —le dije. No tenía ninguna gana de contar historia de mi vida. Rudolph Schmidt era el nombre del portero d residencia. —¿Te gusta Pencey? —me preguntó. —¿Pencey? No está mal. No es un paraíso, pero tampoco es peor q mayoría de los colegios. Algunos de los profesores son muy buenos. —A Ernest le encanta. —Ya lo sé —le dije. De pronto me dio por meterle cuentos—. Pero e Ernest se hace muy bien a todo. De verdad. Tiene una enorme capacida adaptación. —¿Tú crees? —me preguntó. Se le notaba que estaba interesadísima asunto. —¿Ernest? Desde luego —le dije. La miré mientras se quitaba guantes. ¡Jo! ¡No llevaba pocos pedruscos! —Acabo de romperme una uña al bajar del taxi —me dijo mientra miraba sonriendo. Tenía una sonrisa fantástica. De verdad. La mayoría gente, o nunca sonríe, o tiene una sonrisa horrible—. A su padre y a m preocupa mucho —dijo—. A veces nos parece que no es muy sociable. —No la entiendo... —Verás, es que es un chico muy sensible. Nunca le ha resultado hacer amigos. Quizá porque se toma las cosas demasiado en serio pa edad. ¡Sensible! ¿No te fastidia? El tal Morrow tenía la sensibilidad de una de retrete. La miré con atención. No parecía tonta. A lo mejor hasta qué clase de cabrón tenía por hijo. Pero con eso de las madres nunc sabe. Están todas un poco locas. Aun así la de Morrow me gustaba. E la mar de bien la señora. —¿Quiere un cigarrillo? —le pregunté. Miró a su alrededor. —Creo que en este vagón no se puede fumar, Rudolph —me dijo. ¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo! —No importa. Cuando empiecen a chillarnos lo apagaremos —le dije Cogió un cigarrillo y le di fuego. Daba gusto verla fumar. Aspira humo, claro, pero no lo tragaba con ansia como suelen hacer las mujer su edad. La verdad es que era de lo más agradable y tenía un montón de appeal. Me miró con una expresión rara. —Quizá me equivoque, pero creo que te está sangrando la nariz —di pronto. Asentí y saqué el pañuelo. Le dije: —Es que me han tirado una bola de nieve. De esas muy apelmazadas No me hubiera importado contarle lo que había pasado, pero h tardado muchísimo. Estaba empezando a arrepentirme de haberle dicho me llamaba Rudolph Schmidt. —Con que Ernie, ¿eh? Es uno de los chicos más queridos en Pencey sabía? —No. No lo sabía. Afirmé: —A todos nos llevó bastante tiempo conocerle. Es un tío muy espe Bastante raro en muchos aspectos, ¿entiende lo que quiero decir? ejemplo, cuando le conocí le tomé por un snob. Pero no lo es. Es sólo tiene un carácter bastante original y cuesta llegar a conocerle bien. La señora Morrow no dijo nada. Pero, ¡jo! ¡Había que verla! La pegada al asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cue lo maravilloso que es su hijo. Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco. —¿Le ha contado lo de las elecciones? —le pregunté—. ¿Las elecci que tuvimos en la clase? Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada. —Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase habíamos elegido como candidato unánimemente. La verdad es que e único tío que podía hacerse cargo de la situación —le dije. ¡Jo! ¡Vaya b que le estaba metiendo!—. Pero salió elegido otro chico, Harry Fenc por una razón muy sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y modesto que no nos permitió que presentáramos su candidatura. Se neg redondo. ¡Es tan tímido! Deberían ayudarle a superar eso —la miré— lo ha contado? —No. No me ha dicho nada. —¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tím Debería ayudarle a salir de su cascarón. En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morr aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pas día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su Pero apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noch señora Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto qu se deja ni proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso Luego nunca se sabe. Aunque las madres no suelen ser unos linces para cosas. —¿Le gustaría tomar una copa? —le pregunté. Me apetecía tomar alg Podemos ir al vagón restaurante. —¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? — preguntó, pero sin tono de superioridad. Era demasiado simpática dárselas de superior. —Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto —le dije— porque tengo mucho pelo gris. Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó. —Vamos, la invito. ¿No quiere? —le dije—. La verdad es que me h gustado mucho que aceptara. —Creo que no. Muchas gracias de todos modos —me dijo—. Adem restaurante debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes? Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró dijo lo que desde un principio temía que acabaría preguntándome: —Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os daría vacaciones hasta el miércoles. Espero que no te hayan llam urgentemente porque se haya puesto enfermo alguien de tu familia — preguntaba por fisgonear, estoy seguro. —No, en casa están todos bien —le dije—. Yo soy quien está enfe Tienen que operarme. —¡Cuánto lo siento! —dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto la boca me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde. —Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro. —¡Oh, no! —se llevó una mano a la boca y todo. —No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres. Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me pu leerlo para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir h enteras si me da la gana. De verdad. Horas y horas. Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un V que llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó deseó mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. L me dijo que no dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que te una casa en la playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachu pero yo le di las gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica co abuela. Esa sí que era una trola de las buenas, porque mi abuela no sale la puerta de su casa si no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pe por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijo de put Morrow. Por muy desesperado que estuviera. Capítulo 9 Lo primero que hice al llegar a la Estación de Pennsylvania fue met en una cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las male la puerta para poder vigilarlas y entré, pero tan pronto como estuve d no supe a quién llamar. Mi hermano D.B. estaba en Hollywood hermana pequeña, Phoebe, se acuesta alrededor de las nueve. No le h importado nada que la despertara, pero lo malo es que no hubiera co ella el teléfono. Habrían contestado mis padres, así que tuve que olvid del asunto. Luego, se me ocurrió llamar a la madre de Jane Gallaher preguntarle cuándo llegaba su hija a Nueva York, pero de pronto se quitaron las ganas. Además, era ya muy tarde para telefonear a una se Después pensé en llamar a una chica con la que solía salir bastan menudo. Sally Hayes. Sabía que ya estaba de vacaciones porque me h escrito una carta muy larga y muy cursi invitándome a decorar el árbo ella el día de Nochebuena, pero me dio miedo de que se pusiera su mad teléfono. Era amiga de la mía y una de esas tías que son capace romperse una pierna con tal de correr al teléfono para contarle a mi m que yo estaba en Nueva York. Además no me atraía la idea de hablar c señora Hayes. Una vez le dijo a Sally que yo estaba loco de remate y qu tenía ningún propósito en la vida. Al final pensé en llamar a un tío que h conocido en Whooton, un tal Carl Luce, pero la verdad es que era un imbécil. Así que acabé por no llamar a nadie. Después de pasarme como veinte minutos en aquella cabina, salí calle, cogí mis maletas, me acerqué al túnel donde está la parada de tax cogí uno. Soy tan distraído que, por la fuerza de la costumbre, le di al taxist verdadera dirección. Me olvidé totalmente de que iba a refugiarme un p días en un hotel y de que no iba a aparecer por casa hasta que empez oficialmente las vacaciones. No me di cuenta hasta que habíamos cru ya medio parque. Entonces le dije muy deprisa: —¿Le importaría dar la vuelta cuando pueda? Me equivoqué al dar dirección. Quiero volver al centro. El taxista era un listo. —Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección ú Tendremos que seguir hasta la Diecinueve. No tenía ganas de discutir: —Está bien — le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía cosa—. ¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay cerca de Ce Park South... Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casua adonde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dón meten? Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se v y me miró como si yo estuviera completamente loco. —¿Qué se ha propuesto, amigo? —me dijo—. ¿Tomarme un poc pelo? —No. Sólo quería saberlo, de verdad. No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Ce Park en la calle Diecinueve. Entonces me dijo: —Usted dirá, amigo. ¿Adonde vamos? —Verá, la cosa es que no quiero ir a ningún hotel del Este donde p tropezarme con cualquier amigo. Viajo de incógnito —le dije. Me rev decir horteradas como «viajo de incógnito», pero cuando estoy con alg que dice ese tipo de cosas procuro hablar igual que él—. ¿Sabe usted q toca hoy en la Sala de Fiestas del Taft o del New Yorker? —Ni la menor idea, amigo. —Entonces lléveme al Edmont —le dije—. ¿Quiere parar en el cam tomarse una copa conmigo? Le invito. Estoy forrado. —No puedo. Lo siento —el tío era unas castañuelas. Vaya carácter tenía. Llegamos al Edmont y me inscribí en el registro. En el taxi me h puesto la gorra de caza, pero me la quité antes de entrar al hotel. No q parecer un tipo estrafalario lo cual resultó después bastante gracioso. entonces aún no sabía que ese hotel estaba lleno de tarados y man sexuales. Los había a cientos. Me dieron una habitación inmunda con una ventana que daba a un interior, pero no me importó mucho. Estaba demasiado deprimido preocuparme por la vista. El botones que me subió el equipaje al c debía tener unos sesenta y cinco años. Resultaba aún más deprimente q habitación. Era uno de esos viejos que se peinan echándose todo el pelo lado para que no se note que están calvos. Yo preferiría que todo el m lo supiera antes que tener que hacer eso. Pero, en cualquier caso, ¡ carrerón que llevaba el tío! Tenía un trabajo envidiable. Transportar ma todo el día de un lado para otro y tender la mano para que le dieran propina. Supongo que no sería ningún Einstein, pero aun así el panoram bastante horrible. Cuando se fue me puse a mirar por la ventana sin quitarme el abrig nada. Al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. No se imag ustedes las cosas que pasaban al otro lado de aquel patio. Y ni siquie molestaba nadie en bajar las persianas. Por ejemplo, vi a un tí calzoncillos, que tenía el pelo gris y una facha de lo más elegante, hace cosa que cuando se la cuente no van a creérsela siquiera. Primero pu maleta sobre la cama. Luego la abrió, sacó un montón de ropa de mujer la puso. De verdad que era toda de mujer: medias de seda, zapatos de ta un sostén y uno de esos corsés con las ligas colgando y todo. Luego se un traje de noche negro, se lo juro, y empezó a pasearse por todhabitación dando unos pasitos muy cortos, muy femeninos, y fumand cigarrillo mientras se miraba al espejo. Lo más gracioso es que estaba a menos que hubiera alguien en el baño, que desde donde yo estaba n veía. Justo en la habitación de encima, había un hombre y una m echándose agua el uno al otro a la cara. Quizá se tratara de alguna be pero a esa distancia era imposible distinguir lo que tenían en los v Primero él se llenaba la boca de líquido y se lo echaba a ella a la ca luego ella se lo echaba a él. Se lo crean o no, lo hacían por riguroso t ¡No se imaginan qué espectáculo! Y, mientras, se reían todo el tiempo c si fuera la cosa más divertida del mundo. En serio. Ese hotel estaba llen maníacos sexuales. Yo era probablemente la persona más normal de to edificio, lo que les dará una idea aproximada de la jaula de grillos qu aquello. Estuve a punto de mandarle a Stradlater un telegrama dicién que cogiera el primer tren a Nueva York. Se lo habría pasado de miedo. Lo malo de ese tipo de cosas es que, por mucho que uno no qu resultan fascinantes. Por ejemplo, la chica que tenía la cara chorreando la mar de guapa. Creo que ése es el problema que tengo. Por dentro deb el peor pervertido que han visto en su vida. A veces pienso en un montó cosas raras que no me importaría nada h a c e r s i s e m e p r e s e n t a oportunidad. Hasta puedo entender que, en cierto modo, resulte divertid se está lo bastante bebido, echarse agua a la cara con una chica. Pero lo me pasa es que no me gusta la idea. Si se analiza bien, es bastante abs Si la chica no te gusta, entonces no tiene sentido hacer nada con ella, y gusta de verdad, te gusta su cara y no quieres llenársela de agua. Es lástima que ese tipo de cosas resulten a veces tan divertidas. Y la verd que las mujeres no le ayudan nada a uno a procurar no estropear realmente bueno. Hace un par de años conocí a una chica que era aún que yo. ¡Jo! ¡No hacía pocas cosas raras! Pero durante una temporada divertíamos muchísimo. Eso del sexo es algo que no acabo de entende todo. Nunca se sabe exactamente por dónde va uno a tirar. Por ejempl me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo. E pasado me propuse no salir con ninguna chica que en el fondo no me gu de verdad. Pues aquella misma semana salí con una que me daba patadas. La misma noche, si quieren saber la verdad. Me pasé horas en besando y metiendo mano a una cursi horrorosa que se llamaba A Louise Sherman. Eso del sexo no lo entiendo. Se lo juro. Mientras estaba mirando por la ventana se me ocurrió llamar directam a Jane. Pensé en ponerle una conferencia a BM, en vez de hablar co madre, para preguntarle cuándo llegaría a Nueva York. Las alumnas te prohibido recibir llamadas telefónicas por la noche, pero me preparé to plan. Diría a la persona que contestara que era el tío de Jane, que su tía h muerto en un accidente de coche, y que tenía que hablar con inmediatamente. Se lo habrían creído. Pero al final no lo hice porqu estaba en vena y cuando uno no está en vena no hay forma de hacer c así. Al cabo de un rato me senté en un sillón y me fumé un par de cigarr Me sentía bastante cachondo, tengo que confesarlo. De pronto se me oc una idea. Saqué la cartera y busqué una dirección que me había dad verano anterior un tío de Princeton. Al final la encontré. El papel e todo amarillento, pero todavía se leía. No es que la chica fuera una punada de eso, pero, según me había dicho el tío aquél, no le impo hacerlo de vez en cuando. El la llevó un día a un baile de la universid por poco le echan de Princeton. Había sido bailarina de strip-tease o así. Pues, como iba diciendo, me acerqué a donde estaba el teléfono y ll La chica se llamaba Faith Cavendish y vivía en el Hotel Stanford Arm la esquina de las calles 65 y Broadway. Un tugurio, sin la menor duda. Sonó el timbre bastante rato. Cuando ya pensaba que no había n descolgaron el teléfono. —¿Oiga? —dije. Hablaba con un tono muy bajo para que no sospec la edad que tenía. De todas formas tengo una voz bastante profunda. —Diga —contestó una mujer. Y no muy amable por cierto. —¿Es Faith Cavendish? —¿Quién es? ¿A qué imbécil se le ocurre llamarme a esta hora? Aquello me acobardó un poco. —Verás, ya sé que es un poco tarde —dije con una voz como adulta—. Tienes que perdonarme, pero es que ardía en deseos de h contigo —se lo dije de la manera más fina posible. De verdad. —Pero, ¿quién es? —No me conoces. Soy un amigo de Birdsell. Me dijo que si algún pasaba por Nueva York no dejara de tomar una copa contigo. —¿Qué dices? ¿Que eres amigo de quién? ¡Jo! ¡Esa mujer era una fiera corrupia! Me hablaba casi a gritos. —Edmund Birdsell. Eddie Birdsell —le dije. No me acordaba llamaba Edmund o Edward. Le había visto sólo una vez en una f aburridísima. —No conozco a nadie que se llame así. Y si crees que tiene g despertarme a media noche para... —Eddie Birdsell... De Princeton dije. Se notaba que le estaba dando vueltas al nombre en la cabeza. —Birdsell, Birdsell... ¿De Princeton, dices? ¿De la —¿Estás tú en Princeton? —Más o menos, universidad? —Eso —le dije. —Y, ¿cómo está Eddie? —dijo—. Oye, vaya horitas que tienes t llamar, ¿eh? ¡Qué barbaridad! —Está muy bien. Me dijo que te diera recuerdos. —Gracias. Dale también recuerdos de mi parte cuando le veas —di Es un chico encantador. ¿Qué es de su vida? De repente estaba simpatiquísima. —Pues nada. Lo de siempre —le dije. ¡Yo qué sabía lo que an haciendo ese tío! Apenas le conocía. Ni siquiera sabía si seguirí Princeton—. Oye, ¿podríamos vernos para tomar una copa juntos? —¿Tienes ni la más remota idea de la hora que es? —dijo—. ¿Cóm llamas? ¿Te importaría decirme cómo te llamas? —de pronto sacaba ac británico—. Por teléfono pareces un poco joven. Me reí. —Gracias por el cumplido —le dije, así como con mucho mundo— llamo Holden Caulfield. Debí darle un nombre falso, pero no se me ocurrió. —Verás, Holden. Nunca salgo a estas horas de la noche. Soy una ptrabajadora. —Pero mañana es domingo —le dije. —No importa. Tengo que dormir mucho. El sueño es un tratamien belleza. Ya lo sabes. —Creí que aún podríamos tomar una copa juntos. No es demasiado ta —Eres muy amable —me dijo—. Por cierto, ¿desde dónde me lla ¿Dónde estás? —¿Yo? En una cabina telefónica. —¡Ah! —dijo. Hubo una pausa interminable—. Me gustaría muchí verte. Debes ser muy atractivo. Por la voz me parece que tienes que ser muy atractivo. Pero es muy ta —Puedo subir yo. —En otra ocasión me habría parecido estupendo que subieras a t algo, pero mi compañera de cuarto está enferma. No ha pegado ojo la p en toda la tarde y acaba de dormirse hace un minuto. —Vaya, lo siento... —¿Dónde te alojas? Quizá podamos vernos mañana. —Mañana no puedo —le dije—. La única posibilidad era esta noche. ¡Soy un cretino! ¡Nunca debí decir aquello! —Vaya, entonces lo siento muchísimo... —Le daré recuerdos a Eddie de tu parte. —No te olvides, por favor. Que lo pases muy bien en Nueva York. E ciudad maravillosa. —Ya lo sé. Gracias. Buenas noches —le dije. Y colgué. ¡Jo! ¡Vaya ocasión que había perdido! Al menos podía haber quedado ella para el día siguiente. Capítulo 10 Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero d luego no muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera e cansado, así que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al b me lavé y me cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el S Malva. Así se llamaba la sala de fiestas del hotel, el Salón Malva. Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi herm Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Neces hablar con alguien que tuviera un poco de sentido común. Pero no p arriesgarme porque, como era muy pequeña, no podía estar levantada hora y, menos aún, cerca del teléfono. Pensé que podía colgar en segui contestaban mis padres, pero no hubiera dado resultado. Se habrían cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa una. Es de las q adivina el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado charla buen rato con mi hermana. No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro qu listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más sobresalientes. La verdad es que el único torpe de la familia soy yo hermano D.B. es escritor, ya saben, y mi hermano Allie, el que les he d que murió, era un genio. Yo soy el único tonto. Pero no saben cuánt gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las or Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, com pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que han nacido patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría m conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe enti perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cual parte. Si se la lleva a ver una película mala, en seguida se da cuenta de es mala. Si se la lleva a ver una película buena, en seguida se da cuen que es buena. D.B. y yo la llevamos una vez a ver una película france Raimu que se llamaba La mujer del panadero. Le gustó muchísimo. Pe preferida es Los treinta y nueve escalones, de Robert Donat. Se la sabmemoria porque la ha visto como diez veces. Por ejemplo, cuando D llega a Escocia huyendo de la policía y se refugia en una granja y un esc le pregunta: «¿Va a comerse ese arenque, o no?», Phoebe va y lo dic voz alta al mismo tiempo. Se sabe todo el diálogo de memoria. Y cuan profesor, que luego resulta ser un espía alemán, saca un dedo mutilado tiene para enseñárselo a Donat, Phoebe se le adelanta y me planta un ante las narices en medio de la oscuridad. Es estupenda, de verdad. gustaría mucho. Lo único es que a veces se pasa de cariñosa. Pa pequeña que es, es muy sensible. Otra cosa que tiene es que siempre está escribiendo libros que l nunca termina: La protagonista es una niña detective que se llama H Weatherfield, sólo que Phoebe escribe su nombre Hazle. Al principio pa que es huérfana, pero luego aparece su padre todo el tiempo. El padre es caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad». Es graciosísim tal Phoebe. Les encantaría. Ha sido muy lista desde pequeñita. Cuand sólo una cría, Allie y yo solíamos llevarla al parque con noso especialmente los domingos. Allie tenía un barquito de vela con el q gustaba jugar en el lago y Phoebe se venía con nosotros. Se ponía guantes blancos y caminaba entre los dos muy seria, como una auté señora. Cada vez que Allie y yo nos poníamos a hablar sobre cualquier Phoebe nos escuchaba muy atentamente. En ocasiones, como era tan c se nos olvidaba que estaba delante, pero ella se encargaba de recordárn porque nos interrumpía todo el tiempo. Por ejemplo, le daba un empuj Allie y le decía: «Pero, ¿quién dijo eso, Bobby o la señora?» Nosotr explicábamos quién lo había dicho y ella decía: «¡Ah!», y se escuchando. A Allie le traía loco. Quiero decir que la quería muchí también. Ahora tiene ya diez años, o sea que no es tan cría, pero s haciendo mucha gracia a todo el mundo. A todo el mundo que tiene un de sentido, claro. Como decía, es una de esas personas con las que da gusto habla teléfono, pero me dio miedo llamarla, que contestaran mis padres, y q dieran cuenta de que estaba en Nueva York y me habían echado de Pen Así que me puse la camisa, acabé de arreglarme y bajé al vestíbulo ascensor para echar un vistazo al panorama. El vestíbulo estaba casi vacío a excepción de unos cuantos hombres pinta de chulos y unas cuantas mujeres con pinta de putas. Pero se oía a la orquesta en el Salón Malva y entré a ver cómo estaba el ambiente allí. No había mucha gente, pero aun así me dieron una mesa de lo detrás de todo. Debí plantarle un dólar delante de las narices al cama ¡Jo! ¡Les digo que en Nueva York sólo cuenta el dinero! De verdad. La orquesta era pútrida. Aquella noche tocaba Buddy Singer. M metal, pero no del bueno sino del tirando a cursi. Por otra parte, había poca gente de mi edad. Bueno, la verdad es que no había absolutam nadie de mi edad. Estaba lleno de unos tipos viejísimos y afectadísimos sus parejas, menos en la mesa de al lado mío en que había tres chica unos treinta años o así. Las tres eran bastante feas y llevaban sombreros que anunciaban a gritos que ninguna era de Nueva York. Un ellas, la rubia, no estaba mal del todo. Tenía cierta gracia, así que emp echarle unas cuantas miradas insinuantes; pero en ese momento lleg camarero a preguntarme qué quería tomar. Le dije que me trajera un whcon soda sin mezclar y lo dije muy deprisa porque como empieces a titu en seguida se dan cuenta de que eres menor de edad y no te traen nada tenga alcohol. Pero aun así se dio cuenta. —Lo siento mucho —me dijo—, ¿pero tiene algún documento acredite que es mayor de edad? ¿El permiso de conducir, por ejemplo? Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más y le pregunté: —¿Es que parezco menor de veinte años? —Lo siento, señor, pero tenemos nuestras... —Bueno, bueno —le dije. Había decidido no meterme en hondur Tráigame una coca-cola. Ya se iba cuando le llamé: —¿No puede ponerle al menos un chorrito de ron? —se lo dije de buenos modos—. Aquí no hay quien aguante sobrio. Ande, échel chorrito de algo... —Lo siento, señor —dijo. Y se largó. La verdad es que él no tenía la culpa. Si les pillan sirviendo beb alcohólicas a un menor, les ponen de patitas en la calle. Y yo, ¡qué puñ era menor de edad. Volví a mirar a las tres brujas que tenía al lado, mejor dicho, a la r Para mirar a las otras dos había que echarle al asunto mucho valo verdad es que lo hice muy bien, como el que no quiere la cosa, muy f con mucho mundo, pero en cuanto ellas lo notaron empezaron a reírs tres como idiotas. Probablemente me consideraban demasiado joven ligar. ¿No te fastidia? Ni que hubiera querido casarme con ellas. D haberlas mandado a freír espárragos, pero no lo hice porque tenía mu ganas de bailar. Hay veces que no puedo resistir la tentación y ésa era de ellas. Me incliné hacia las tres chicas y les dije: —¿Os gustaría bailar? No lo pregunté de malos modos ni nada, al contrario, estuve finís pero no sé por qué aquello les hizo un efecto increíble. Empezaron a r como locas, de verdad. Eran las tres unas cretinas integrales. —Venga —les dije—, bailaré con las tres una detrás de otra, ¿de acue ¿Qué os parece? Decid que sí. Me moría de ganas de bailar. Al final, como se notaba que a quien dirigía era a ella, la rubia se levantó para bailar conmigo y salimos a la p Mientras tanto, los otros dos esperpentos siguieron riéndose como histér Debía estar loco para molestarme siquiera por ellas. Pero valió la pena. La rubia aquélla bailaba de miedo. He conoci pocas mujeres que bailaran tan bien. A veces esas estúpidas resultan bailarinas estupendas, mientras que las chicas inteligentes, la mitad d veces, o se empeñan en llevarte, o bailan tan mal que lo mejor que pu hacer es quedarte sentado en la mesa y emborracharte con ellas. —Lo haces muy bien —le dije a la rubia aquélla—. Deberías dedica bailarina, de verdad. Una vez bailé con una profesional y no era ni la m de buena que tú. ¿Has oído hablar de Marco y Miranda? —¿Qué? Ni siquiera me escuchaba. Estaba mirando a las mesas. —He dicho que si has oído hablar de Marco y Miranda. —No sé. No. No sé quiénes son. —Son una pareja de bailarines. Ella no me gusta nada. Se sabe todo pasos perfectamente, pero no baila nada bien. ¿Quieres que te diga en q nota cuándo una mujer es una bailarina estupenda? —¿Qué? No me escuchaba. No hacía más que mirar por toda la habitación. —He dicho que si sabes en qué se nota cuándo una mujer es una bail estupenda. —No... —Verás, yo pongo la mano en la espalda de mi pareja, ¿no? Pues si m la sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni pie ni pies, ni nada, entonces es que la chica es una bailarina fenomenal. Nada, ni caso, así que dejé de hablarle un buen rato y me limité a b ¡Jo! ¡Qué bien lo hacía aquella idiota! Buddy Singer y su orquesta toc esa canción que se llama Just one of those things, y por muchos esfue que hacían no lograban destrozarla del todo. Es una canción preciosa intenté hacer ninguna exhibición ni nada porque me revientan esos tíos se ponen a hacer fiorituras en la pista, pero me moví todo lo que quise rubia me seguía perfectamente. Lo más gracioso es que me creía que el lo estaba pasando igual de bien que yo hasta que se descolgó con estupidez: —Anoche mis amigas y yo vimos a Peter Lorre en persona. El acto cine. Estaba comprando el periódico. Es un sol. —Tuvisteis suerte —le dije—. Mucha suerte, ¿sabes? Era una estúpida, pero qué bien bailaba. Por mucho que trat contenerme no pude evitar darle un beso en aquella cabeza de chorlito, en la coronilla. Cuando lo hice se enfadó. —¡Oye! Pero, ¿qué te has creído? —Nada, no me he creído nada. Es que bailas muy bien —le dije—. T una hermana pequeña que está en el cuarto grado. Tú bailas casi tan como ella y eso que mi hermana lo hace como Dios. —Mucho cuidado con lo que dices. ¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se dice una malva. —¿De dónde sois? —¿Qué? —dijo. —Que de dónde sois. Pero no me contestes si no quieres. No tienes hacer tal esfuerzo. —Seattle, Washington —dijo como si me estuviera haciendo un favor. —Tienes una conversación estupenda —le dije—, ¿sabes? —¿Qué? Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta —¿Quieres que hagamos un poco de jitterbug? Nada de saltar hortera. Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan t menos los viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Q parece? —Lo mismo me da —contestó—. Oye, y tú ¿cuántos años tienes? No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo. —¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé represento un poco más. —Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablasigues diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y as concluido. Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una p rápida. Bailamos el jitterbug, pero sin nada de cursiladas. Ella lo estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la esp de vez en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltito una manera graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volv a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chica cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se ena de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío vuelven a uno loco. De verdad. No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque unas ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que h bailado conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el e Las dos feas se llamaban Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Steele. Me dio por ahí. Luego traté de mantener con ellas una conversa inteligente, pero era prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímp No podía decidir cuál era más estúpida de las tres. Miraban constantem a su alrededor como esperando que de un momento a otro fuera a apa por la puerta un ejército de actores de cine. Las muy tontas se creían cuando los artistas van a Nueva York no tienen nada mejor que hacer q al Salón Malva en vez de al Club de la Cigüeña, o al Morocco, o a sitio Trabajaban en una compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba lo hacían, pero me fue absolutamente imposible extraer una resp inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos feas, Marty y Láv eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron muchísimo veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era comprensible pe dejaba de tener cierta gracia. Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Láveme, no lo hacía del todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty como arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve remedio que inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que aca de ver a Gary Cooper. —¿Dónde? —me preguntó nerviosísima—. ¿Dónde? —Te lo has perdido. Acaba de salir. ¿Por qué no miraste cuando dije? Dejó de bailar y se puso a mirar a todas partes a ver si le veía. —¡Qué rabia! —dijo. Le había partido el corazón, de verdad. Me dio pena. Hay person quienes no se debe tomar el pelo aunque se lo merezcan. Lo más gracioso fue cuando volvimos a la mesa y Marty les dijo otras dos que Gary Cooper acababa de salir. ¡Jo! Láveme y Bernice poco se suicidan cuando lo oyeron. Se pusieron nerviosísimas preguntaron a Marty si ella le había visto. Les contestó que sólo de ref Por poco suelto la carcajada. Ya casi iban a cerrar, así que les invité a un par de copas y pedí par otras dos coca-colas. La mesa estaba atestada de vasos. La fea, Lávem paraba de tomarme el pelo porque bebía coca-cola. Tenía un sentido humor realmente exquisito. Ella y Marty tomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡N menos que en pleno diciembre! ¡Vaya despiste que tenían las tías! La rBernice, bebía bourbon con agua —tenía buen saque para el alcohol—, tres miraban continuamente a su alrededor buscando actores de cine. Ap hablaban, ni siquiera entre ellas. La tal Marty era un poco más locuaz las otras dos, pero decía unas cursiladas horrorosas. Llamaba a los serv «el cuarto de baño de las niñas» y cuando el pobre carcamal de la orq de Buddy Singer se levantó y le atizó al clarinete un par de arremetidas resultaron heladoras, comentó que aquello sí que era el no va más del caliente. Al clarinete lo llamaba «el palulú». No había por dónde cogerl otra fea, Laverne, se creía graciosísima. Me repitió como cincuenta v que llamara a mi papá para ver qué hacía esa noche y me preguntó tam otras cincuenta que si mi padre tenía novia o no. Era ingeniosísima. L Bernice, la rubia, apenas despegó los labios. Cada vez que le preguntaba cosa, contestaba: «¿Qué?» Al final le ponía a uno negro. En cuanto acabaron de beberse sus copas se levantaron y me dijeron se iban a la cama, que a la mañana siguiente tenían que levantarse temp para ir a la primera sesión del Music Hall de Radio City. Trat convencerlas de que se quedaran un rato más, pero no quisieron. Así nos despedimos con todas . las historias habituales. Les prometí qu dejaría de ir a verlas si alguna vez iba a Seattle, pero dudo mucho q haga. Ir a verlas, no ir a Seattle. Incluidos los cigarrillos, la cuenta ascendía a trece dólares. Creo qu lo menos debían haberse ofrecido a pagar las copas que habían tomado de que yo llegara; no les habría dejado hacerlo, naturalmente, pero hu sido un detalle. La verdad es que no me importó. Eran tan ignoran llevaban unos sombreros tan cursis y tan tristes, que me dieron pena. Es que quisieran levantarse temprano para ver la primera sesión de Radio me deprimió más todavía. Que una pobre chica con un sombrero cursilí venga desde Seattle, Washington, hasta Nueva York, para term levantándose temprano y asistir a la primera sesión del Music Hall, es c para deprimir a cualquiera. Les habría invitado a cien copas por cabe cambio de que no me hubieran dicho nada. Me fui del Salón Malva poco después de que ellas salieran. De t modos estaban cerrando y hacía rato que la orquesta había dejado de t La verdad es que era uno de esos sitios donde no hay quien aguante a m que vaya con una chica que baile muy bien, o que el camarero le deje a tomar alcohol en vez de coca-cola. No hay sala de fiestas en el m entero que se pueda soportar mucho tiempo a no ser que pueda emborracharse o que vaya con una mujer que le vuelva loco de verdad. Capítulo 11 De pronto, mientras andaba hacia el vestíbulo, me volvió a la cabe imagen de Jane Gallaher. La tenía dentro y no podía sacármela. Me sen un sillón vomitivo que había en el vestíbulo y me puse a pensar en ella Stradlater metidos en ese maldito coche de Ed Banky. Aunque estaba se de que Stradlater no se la había cepillado —conozco a Jane como la p de la mano—, no podía dejar de pensar en ella. Era para mí un libro ab De verdad. Además de las damas, le gustaban todos los deportes y a verano jugamos al tenis casi todas las mañanas y al golf casi toda tardes. Llegamos a tener bastante intimidad. No me refiero a nada físic de eso no hubo nada. Lo que quiero decir es que nos veíamos tod tiempo. Para conocer a una chica no hace falta acostarse con ella. Nos hicimos amigos porque tenía un Dobermann Pinscher que ve hacer todos los días sus necesidades a nuestro jardín y a mi madre le p furiosa. Un día llamó a la madre de Jane y le armó un escándalo treme Es de esas mujeres que arman escándalos tremendos por cosas así. A pocos días vi a Jane en el club, tumbada boca abajo junto a la piscina, dije hola. Sabía que vivía en la casa de al lado aunque nunca había hab con ella. Pero cuando aquel día la saludé, ni me contestó siquiera. Me c un trabajo terrible convencerla de que me importaba un rábano d hiciera su perro sus necesidades. Por mi parte podía hacerlas en medi salón si le daba la gana. Bueno, pues después de aquella conversación, y yo nos hicimos amigos. Aquella misma tarde jugamos al golf. Recu que perdió ocho bolas. Ocho. Me costó un trabajo horroroso consegui no cerrara los ojos cuando le golpeaba a la pelota. Conmigo m muchísimo, de verdad. No es porque yo lo diga, pero juego al estupendamente. Si les dijera los puntos que hago ni se lo creerían. Una iba a salir en un documental, pero en el último momento me arrepentí. P que si odiaba el cine tanto como creía, era una hipocresía por mi dejarles que me sacaran en una película. Era una chica rara, Jane. No puedo decir que fuera exactamente gu pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida pr Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf o cuando algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy bueno gustaba mucho la poesía. Es a la única persona, aparte de mi familia, a q he enseñado el guante de Allie con los poemas escritos y todo. No h conocido a Allie porque era el primer verano que pasaban en Maine — habían ido a Cape Cod—, pero yo le hablé mucho de él. Le encantaba tipo de cosas. A mi madre no le caía muy bien. No tragaba ni a Jane ni a su m porque nunca la saludaban. Las veía bastante en el pueblo cuando ib mercado en un Lasalle descapotable que tenían. No la encontraba g siquiera. Yo sí. Vamos, que me gustaba muchísimo, eso es todo. Recuerdo una tarde perfectamente. Fue la única vez que estuvo a pun pasar algo más serio. Era sábado y llovía a mares. Yo había ido a ve estábamos en un porche cubierto que tenían a la entrada. Jugábamos damas. Yo la tomaba el pelo porque nunca las movía de la fila de atrás. no me metía mucho con ella porque a Jane no podía tomarle el pelo encanta hacerlo con las chicas, pero es curioso que con las que me gusta verdad, no puedo. A veces me parece que a ellas les gustaría que les to el pelo, de hecho lo sé con seguridad, pero es difícil empezar una vez q las conoce hace tiempo y hasta entonces no se ha hecho. Pero, como diciendo, aquella tarde Jane y yo estuvimos a punto de pasar a algo serio. Estábamos en el porche porque llovía a cántaros, y, de pronto cuba que tenía por padrastro salió a preguntar a Jane si había algún ciga en la casa. No le conocía mucho, pero siempre me había parecido un esos tíos que no te dirigen la palabra a menos que te necesiten para Tenía un carácter horroroso. Pero, como iba diciendo, cuando él pregun había cigarrillos en la casa, Jane no le contestó siquiera. El tío repit pregunta y ella siguió sin contestarle. Ni siquiera levantó la vista del tab Al final el padrastro volvió a meterse en la casa. Cuando desaparec pregunté a Jane qué pasaba. No quiso contestarme tampoco. Hizo como estuviera concentrando en el juego y de pronto cayó sobre el tablero lágrima. En una de las casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún me parece que la e viendo! Ella la secó con el dedo. No sé por qué, pero me dio una terrible. Me senté en el columpio con ella y la obligué a ponerse a mi Prácticamente me senté en sus rodillas. Entonces fue cuando se echó a l de verdad, y cuando quise darme cuenta la estaba besando toda la donde fuera, en los ojos, en la nariz, en la frente, en las cejas, en las ore en todas partes menos en la boca. No me dejó. Pero aun así aquella f vez que estuvimos más cerca de hacer el amor. Al cabo del rato se lev se puso un jersey blanco y rojo que me gustaba muchísimo, y nos fuim ver una porquería de película. En el camino le pregunté si el señor Cu (así era como se llamaba la esponja) había tratado de aprovecharse de Jane era muy joven, pero tenía un tipo estupendo y yo no hubiera pues mano en el fuego por aquel hombre. Pero ella me dijo que no. Nunca ll a saber a ciencia cierta qué puñetas pasaba en aquella casa. Con alg chicas no hay modo de enterarse de nada. Pero no quiero que se hagan ustedes la idea de que Jane era una esp de témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos ni nada. ejemplo hacíamos manitas todo el tiempo. Comprendo que no parece cosa, pero para eso de hacer manitas era estupenda. La mayoría dchicas, o dejan la mano completamente muerta, o se creen que tienen moverla todo el rato porque si no vas a aburrirte como una ostra. Con era distinto. En cuanto entrábamos en el cine, empezábamos a hacer ma y no parábamos hasta que se terminaba la película. Y todo el rato cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane no t que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de estabas muy a gusto. De verdad. De pronto recordé una cosa. Un día, en el cine, Jane hizo algo qu encantó. Estaban poniendo un noticiario o algo así. Sentí una mano nuca y era ella. Me hizo muchísima gracia porque era muy joven mayoría de las mujeres que hacen eso tienen como veinticinco o tr años, y generalmente se lo hacen a su marido o a sus hijos. Por ejempl le acaricio la nuca a mi hermana Phoebe de vez en cuando. Pero cuan hace una chica de la edad de Jane, resulta tan gracioso que le deja a un respiración. En todo eso pensaba mientras seguía sentado en aquel sillón vomitiv vestíbulo. ¡Jane! Cada vez que me la imaginaba con Stradlater en el c de Ed Banky me ponía negro. Sabría que no le habría dejado que la to pero, aun así, sólo de pensarlo me volvía loco. No quiero ni habla asunto. El vestíbulo estaba ya casi vacío. Hasta las rubias con pinta de p habían desaparecido y, de pronto, me entraron unas ganas terrible largarme de allí a toda prisa. Aquello estaba de lo más deprimente. C por otra parte, no estaba cansado, subí a la habitación y me puse el ab Me asomé a la ventana para ver si seguían en acción los pervertido antes, pero estaban todas las luces apagadas. Así que volví a bajar ascensor, cogí un taxi, y le dije al taxista que me llevara a Ernie. Es una de fiestas adonde solía ir mi hermano D.B. antes de ir a Hollywo prostituirse. A veces me llevaba con él. Ernie es un negro enorme que el piano. Es un snob horroroso y no te dirige la palabra a menos que se tipo famoso, o muy importante, o algo así, pero la verdad es que to piano como quiere. Es tan bueno que casi no hay quien le aguante. No me entienden lo que quiero decir, pero es la verdad. Me gusta muchí oírle, pero a veces le entran a uno ganas de romperle el piano en la ca Debe ser porque sólo por la forma de tocar se le nota que es de esos tío no te dirige la palabra a menos que seas un pez gordo. Capítulo 12 Era un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien de Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún sitio de noche. Pero deprimente aún era que las calles estuvieran tan tristes y solitarias a pes ser sábado. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando cruzaban un hom una mujer cogidos por la cintura, o una pandilla de tíos riéndose c hienas de algo que apuesto la cabeza a que no tenía la menor gracia. N York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a m y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y ch con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo, al poco de subir al ta taxista empezó a darme un poco de conversación. Se llamaba Howitz mucho más simpático que el anterior. Por eso se me ocurrió que a lo m él sabía lo de los patos. —Oiga, Howitz —le dije—. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Ce Park? —¿Qué? —El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central S Park. Donde están los patos. Ya sabe. —Sí. ¿Qué pasa con ese lago? —¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre tod la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adonde van en invierno? —Adonde va, ¿quién? —Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevár a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o hacen? El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy paciencia, pero no era mala persona. —¿Cómo quiere que lo sepa? —me dijo—. ¿Cómo quiere que sep una estupidez semejante? —Bueno, no se enfade usted por eso —le dije. —¿Quién se enfada? Nadie se enfada. Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no ha Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió otra vez la ca en redondo y me dijo: —Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se qu en el lago. Esos sí que no se mueven. —Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo hab de los patos —le dije. —¿Cómo que es distinto? No veo por qué tiene que ser distinto — Howitz. Hablaba siempre como si estuviera muy enfadado por algo— N usted a decirme que el invierno es mejor para los peces que para los p ¿no? A ver si pensamos un poco... Me callé durante un buen rato. Luego le dije: —Bueno, ¿y qué hacen los peces cuando el lago se hiela y la gen pone a patinar encima y todo? Se volvió otra vez a mirarme: —¿Cómo que qué hacen? Se quedan donde están. ¿No te fastidia? —No pueden seguir como si nada. Es imposible. —¿Quién sigue como si nada? Nadie sigue como si nada —dijo Ho El tío estaba tan enfadado que me dio miedo de que estrellara el taxi c una farola—. Viven dentro del hielo, ¿no te fastidia? Es por la natur que tienen ellos. Se quedan helados en la postura que sea para tod invierno. —Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comen entonces? Si el lago está helado no pu andar buscando comida ni nada. —¿Que cómo comen? Pues por el cuerpo. Pero, vamos, parece men Se alimentan a través del cuerpo, de algas y todas esas mierdas que hay hielo. Tienen los poros esos abiertos todo el tiempo. Es la naturaleza tienen ellos. ¿No entiende? —se volvió ciento ochenta grados para mira —Ya —le dije. Estaba seguro de que íbamos a pegarnos el tras Además se lo tomaba de un modo que así no había forma de discutir él—. ¿Quiere usted parar en alguna parte y tomar una copa conmigo? dije. No me contestó. Supongo que seguía pensando en los peces, así q repetí la pregunta. Era un tío bastante decente. La verdad es que era la de divertido hablar con él. —No tengo tiempo para copitas, amigo —me dijo—. Además, ¿cuá años tiene usted? ¿No debería estar ya en la cama? —No estoy cansado. Cuando me dejó a la puerta de Ernie y le pagué, aún insistió en lo d peces. Se notaba que se le había quedado grabado: —Oiga —me dijo—, si fuéramos peces, la madre naturaleza cuidar nosotros. No creerá usted que se mueren todos en cuanto llega el invi ¿no? —No, pero... —¡Pues entonces! —dijo Howitz, y se largó como un murcié huyendo del infierno. Era el tío más susceptible que he conocido en mi A lo más mínimo se ponía hecho un energúmeno. A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primero universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes qu colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrig el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuan tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo comestuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperan que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y e el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo de del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso s quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cu acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tip cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tien menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hast molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no d Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, com diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle c locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una revere falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano c nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un sno primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto m hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En par culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gen capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquell deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al h pero era pronto y no tenía ganas de estar solo. Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás d poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para de pasar —y nunca lo hacen— tienes que trepar prácticamente a la silla. un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris helados. En Ernie está siempre tan oscuro que serían capaces de serv whisky a un niño de seis años. Además, allí a nadie le importa un comi edad que tengas. Puedes inyectarte heroína si te da la gana sin que nad diga una palabra. Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Era mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se les notaba en seg que bebían muy despacio la consumición mínima para no tener que otra cosa. Como no tenía nada que hacer, escuché un rato lo que decía le hablaba a la chica de un partido de fútbol que había visto aquella m tarde. Se lo contó con pelos y señales, hasta la última jugada, de verdad el tío más plomo que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba q importaba un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea n quedaba más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas fea verdad las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A vece puedo ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversació peor todavía. Había un tío al que se le notaba en seguida que era de Y vestido con un traje de franela gris y un chaleco de esos amariconados muchos cuadritos. Todos los cabrones esos de las universidades buena Este se parecen unos a otros como gotas de agua. Mi padre quiere que a Yale o a Princeton, pero les juro que prefiero morirme antes que ir antro de ésos. Lo que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yal con una chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imagin conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un poco cu El la metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo que le hablab un chico de su residencia que se había tomado un frasco entero de aspi y casi se había suicidado. La chica repetía: «¡Qué horror! ¡Qué terrible aquí no, cariño. Aquí no, por favor... ¡Qué horror!» ¿Se imaginan a alg metiendo mano a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? para morirse de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sen allí solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie q quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle que hermano de D.B. No creo que le dijera nada. Los camareros nunca ningún recado a nadie. De repente se me acercó una chica y me dijo: —¡Holden Caulfield!— llamaba Lillian Simmons y mi hermano D.B. había salido con ella temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima. —Hola —le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aq mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina que pa que se había tragado el sable. —¡Qué maravilloso verte! —dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!— ¿C está tu hermano? —eso era lo que en realidad quería saber. —Muy bien. Está en Hollywood. —¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace? —No sé. Escribir —le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. S notaba que le parecía el no va más eso de que D.B. estuviera en Hollyw A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente que no ha leído cuentos. A mí en cambio me pone negro. —¡Qué maravilla! —dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de ma Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos tíos consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último dedo cuan dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas! —¿Estás solo, cariño? —me preguntó la tal Lillian. Había cortado el por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les gusta bloque tráfico. Había un camarero esperando a que se apartara, pero ella no s ni cuenta. Se notaba que al camarero le caía gorda, que al oficial de m le caía gorda, que a mí me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poc lástima. —¿Estás solo? —volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquie molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle a un pie horas enteras—. ¿Verdad que es guapísimo? —le dijo al oficia marina—. Holden, cada día estás más guapo. El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que e bloqueando el tráfico. —Vente con nosotros, Holden —dijo Lillian—. Tráete tu vaso. —Me iba en este momento —le dije—. He quedado con un amigo. Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo contara a D.B. —Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu herm dile que le odio. Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estáb encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fas muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de hab conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que s quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas. Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si, por al casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier cosa antes quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante de mari aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me ponía el abrigo una rabia terrible. La gente siempre le fastidia a uno las cosas. Capítulo 13 Volví al hotel andando. Cuarenta manzanas como cuarenta soles. N hice porque me apeteciera caminar, sino porque no quería pasarme la n entera entrando y saliendo de taxis. A veces se cansa uno de ir en taxi como de ir en ascensor. De pronto te entra una necesidad enorme de ut las piernas, sea cual sea la distancia o el número de escalones. Cuand pequeño, subía andando a nuestro apartamento muy a menudo. Y son pisos. No se notaba nada que había nevado. Apenas quedaba nieve en las ac pero en cambio hacía un frío de espanto, así que saqué del bolsillo la g de caza roja y me la puse. No me importaba tener un aspecto rarísimo. H bajé las orejeras. No saben cómo me acordé en aquel momento del tío me había birlado los guantes en Pencey, porque las manos se me helaba frío. Aunque estoy seguro de que si hubiera sabido quién era el ladrón habría hecho nada tampoco. Soy un tipo bastante cobarde. Trato de qu se me note, pero la verdad es que lo soy. Por ejemplo, si hubiera sa quién me había robado los guantes, probablemente habría ido a la habita del ladrón y le habría dicho: «¡Venga! ¿Me das mis guantes, o qué?» otro me hubiera preguntado con una voz muy inocente: «¿Qué guant Yo habría ido entonces al armario y habría encontrado los gu escondidos en alguna parte, dentro de unas botas de lluvia por ejemplo hubiera sacado, se los habría enseñado, y le habría dicho: «Supongo éstos son tuyos, ¿no?» El ladrón me habría mirado otra vez con expresión muy inocente y me habría dicho: «No los he visto en mi vid son tuyos puedes llevártelos. Yo no los quiero para nada.» Probablem me habría quedado allí como cinco minutos con los guantes en la m sabiendo que lo que tenía que hacer era romperle al tío la cara. Has último hueso, vamos. Sólo que no habría tenido agallas para hacerlo habría quedado de pie, mirándole con cara de duro de película y lue habría dicho algo muy ingenioso, muy agudo. Lo malo es que , si le hu dicho algo así, el ladrón seguramente se habría levantado y me habría d «Oye, Caulfield, ¿me estás llamando ladrón?», y yo, en luga responderle: «Naturalmente», probablemente le habría dicho: «Todo lo sé es que tenías mis guantes dentro de tus botas de lluvia.» El chico h pensado que no iba a atizarle y se me habría encarado: «Oye, pongamocosas en claro. ¿Me estás llamando ladrón?», y yo probablemente le h contestado: «Nadie te llama nada. Todo lo que sé es que mis guantes est dentro de tus botas de lluvia», y así podría haber repetido lo mismo du horas. Al final habría salido de la habitación sin pegarle un puñ siquiera. Habría bajado a los lavabos, habría encendido un cigarrillo y l me habría mirado al espejo poniendo cara de duro. Esto es lo que pensando camino del hotel. De verdad que no tiene ninguna graci cobarde. Aunque quizá yo no sea tan cobarde. No lo sé. Creo que adem ser un poco cobarde, en el fondo lo que me pasa es que me import pimiento que me roben los guantes. Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha importado p nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay tío se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada me im lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá por eso se poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No se debe ser cobard absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento de romperle a uno la hay que hacerlo. Lo que me pasa es que yo no sirvo para esas cosas. Pre tirar a un tío por la ventana o cortarle la cabeza a hachazos, que pegar puñetazo en la mandíbula. Me revientan los puñetazos. No me importa me aticen de vez en cuando —aunque, naturalmente, tampoco me vu loco—, pero si se trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta e la cara del otro tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuvier ojos vendados. Sé que es un tipo de cobardía bastante raro, la verdad, aun así es cobardía. No crean que me engaño. Cuanto más pensaba en los guantes y en lo cobarde que era, deprimido me sentía, así que decidí parar a beber algo en cualquier part Ernie sólo había tomado tres copas, y la última ni la había terminado. eso del alcohol tengo un aguante bárbaro. Puedo beber toda la noche s da la gana sin que se me note absolutamente nada. Una vez, cuando e en el Colegio Whooton, un chico que se llamaba Raymond Goldfarb nos compramos una pinta de whisky un sábado por la noche y no bebimos en la capilla para que no nos vieran. El acabó como una cuba, a mí ni se me notaba. Sólo estaba así como muy despegado de todo, frío. Antes de irme a la cama vomité, pero no porque tuviera que hac Me forcé un poco. Pero, como iba diciendo, antes de volver al hotel pensé entrar en un que encontré en el camino y que era bastante cochambroso, pero e momento en que abría la puerta salieron un par de tíos completam curdas y me preguntaron si sabía dónde estaba el metro. Uno de ellos tenía pinta de cubano, me echó un alientazo apestoso en la cara mientra daba las indicaciones. Decidí no entrar en aquel tugurio y me volví al ho El vestíbulo estaba completamente vacío y olía como a cincuenta mill de colillas. En serio. No tenía sueño pero me sentía muy mal. De lo deprimido. Casi deseaba estar muerto. Y, de pronto, sin comerlo ni beb me metí en un lío horroroso. No hago más que entrar en el ascensor, y el ascensorista va y pregunta: —¿Le interesa pasar un buen rato, jefe? ¿O es demasiado tarde usted? —¿A qué se refiere? —le dije. No sabía adonde iba a ir a parar. —¿Le interesa, o no? —¿A quién? ¿A mí? —reconozco que fue una respuesta bas estúpida, pero es que da vergüenza que un tío le pregunte a uno a boca una cosa así. —¿Cuántos años tiene, jefe? —dijo el ascensorista. —¿Por qué? —le dije—. Veintidós. —Entonces, ¿qué dice? ¿Le interesa? Cinco dólares por un polvo y qu por toda la noche —dijo mirando su reloj de pulsera—. Hasta el medi Cinco dólares por un polvo, quince toda la noche. —Bueno —le dije. Iba en contra de mis principios, pero me sentí deprimido que no lo pensé. Eso es lo malo de estar tan deprimido. Qu puede uno ni pensar. —Bueno, ¿qué? ¿Un polvo o hasta el mediodía? Tiene que deci ahora. —Un polvo. —De acuerdo. ¿Cuál es el número de su habitación? Miré la placa roja que colgaba de la llave. —Mil doscientos veintidós —le dije. Empezaba a arrepentirme de ha dicho que sí, pero ya era tarde para volverse atrás. —Bien. Le mandaré a una chica dentro de un cuarto de hora. Abrió las puertas del ascensor y salí. —Oiga, ¿es guapa? —le pregunté—. No quiero ningún vejestorio. —No es ningún vejestorio. Por eso no se preocupe, jefe. —¿A quién le pago? —A ella —dijo—. Hasta la vista, jefe. Y me cerró la puerta en las narices. Me fui a mi habitación y me mojé un poco el pelo, pero no hay form peinarlo cuando lo lleva uno cortado al cepillo. Luego miré a ver si me mal la boca por todos los cigarrillos que había fumado aquel día y po copas que me había tomado en «Ernie». No hay más que ponerse la m debajo de la barbilla y echarse el aliento hacia la nariz. No me olía muy pero de todas formas me lavé los dientes. Luego me puse una camisa lim Ya sé que no hace falta ponerse de punta en blanco para acostarse con prostituta, pero así tenía algo que hacer para entretenerme. Estaba un nervioso. Empezaba también a excitarme, pero sobre todo tenía los ne de punta. Si he de serles sincero les diré que soy virgen. De verdad tenido unas cuantas ocasiones de perder la virginidad, pero nunca he lle a conseguirlo. Siempre en el último momento, ocurría alguna cosa. ejemplo, los padres de la chica volvían a casa, o me entraba miedo de q hicieran. Si iba en el asiento posterior de un coche, siempre tenía que ir delantero alguien que no hacía más que volverse a ver qué pasaba. En que siempre ocurría alguna cosa. Un par de veces estuve a punt conseguirlo. Recuerdo una vez en particular, pero pasó algo también, n acuerdo qué. Casi siempre, cuando ya estás a punto, la chica, que n prostituta ni nada, te dice que no. Y yo soy tan tonto que la hago caso mayoría de los chicos hacen como si no oyeran, pero yo no puedo e hacerles caso. Nunca se sabe si es verdad que quieren que pares, o si es tienen miedo, o si te lo dicen para que si lo haces la culpa luego sea tu no de ellas. No sé, pero el caso es que yo me paro. Lo que pasa es qu dan pena. La mayoría son tan tontas, las pobres... En cuanto se pasa un con ellas, empiezan a perder pie. Y cuando una chica se excita de ve pierde completamente la cabeza. No sé, pero a mí me dicen que pare, y Después, cuando las llevo a su casa, me arrepiento de haberlo hecho, p la próxima vez hago lo mismo. Pero, como les iba diciendo, mientras me abrochaba la camisa pensé aquella vez era mi oportunidad. Se me ocurrió que estaba muy bien es practicar con una prostituta por si luego me casaba y todo ese rollo. A v me preocupan mucho esas cosas. En el Colegio Whooton leí una ve libro sobre un tío muy elegante y muy sexy. Se llamaba Mon Blanchard. Todavía me acuerdo. El libro era horrible, pero el tal Mon Blanchard me caía muy bien. Tenía un castillo en la Riviera y en sus libres se dedicaba a sacudirse a las mujeres de encima con una porra. E que se dice un libertino, pero todas se volvían locas por él. En un cap del libro decía que el cuerpo de la mujer es como un violín y que hay ser muy buen músico para arrancarle las mejores notas. Era un cursilísimo, pero tengo que confesar que lo del violín se me quedó grab Por eso quería tener un poco de práctica por si luego me casaba. ¡Caulfi su violín mágico! ¡Jo! ¡Es una chorrada, lo admito, pero no tanto c parece! No me importaría nada ser muy bueno para esas cosas. La verd que la mitad de las veces cuando estoy con una chica no se imaginan lo tardo en encontrar lo que busco. No sé si me entienden. Por ejemplo chica de que acabo de hablarles, ésa que por poco me acuesto con Tardé como una hora en quitarle el sostén. Cuando al fin lo conseguí estaba a punto de escupirme en un ojo. Pero, como les iba diciendo, me puse a pasear por toda la habita esperando a que apareciera la tal prostituta. Ojalá fuera guapa. Aunq verdad es que en el fondo me daba igual. Lo importante era pasar el cuanto antes. Por fin llamaron a la puerta y cuando iba a abrir tropecé c maleta que tenía en medio del cuarto y por poco me rompo la cri Siempre elijo el momento más oportuno para tropezar con las maletas. Cuando abrí la puerta vi a la prostituta de pie en el pasillo. Llevab chaquetón muy largo y no se había puesto sombrero. Tenía el pelo m rubio, pero se le notaba que era teñido. Era muy joven. —¿Cómo está usted? —le dije con un tono muy fino. ¡Jo! —¿Eres tú el tipo de que me ha hablado Maurice? —me preguntó parecía muy simpática. —¿El ascensorista? —Sí —dijo. —Sí, soy yo. Pase, ¿quiere? —le dije. Conforme pasaba el tiempo m tranquilizando un poco. Entró, se quitó el chaquetón y lo tiró sobre la cama. Llevaba un ve verde. Luego se sentó en una silla que había delante del escritorio y em a balancear el pie en el aire. Cruzó las piernas y siguió moviendo el Para ser prostituta estaba la mar de nerviosa. De verdad. Creo que po era jovencísima. Tenía más o menos mi edad. Me senté en un sillón lado y le ofrecí un cigarrillo. —No fumo —me dijo. Tenía un hilito de voz. Apenas se le oía. N daba las gracias cuando uno le ofrecía alguna cosa. La pobre no sabía una ignorante. —Permítame que me presente. Me llamo Jim Steele —le dije. —¿Llevas reloj? —me contestó. Naturalmente le importaba un cu cómo me llamara—. Oye, ¿cuántos años tienes? —¿Yo? Veintidós. —¡Menuda trola! Me hizo gracia. Hablaba como una cría. Yo esperaba que una pros diría algo así como «¡Menos guasas!» o «¡Déjate de leches!», pero es «¡Menuda trola!»... —Y tú, ¿cuántos años tienes? —le pregunté. —Los suficientes para no chuparme el dedo —me dijo. Era ingeniosí la tía—. ¿Llevas reloj? —me preguntó de nuevo. Luego se puso de p empezó a sacarse el vestido por la cabeza. De pronto empecé a notar una sensación rara. Iba todo demasiado rá Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sen una depresión horrible. —¿Llevas reloj? —No, no llevo —le dije. ¡Jo! ¡No me sentía poco raro! —¿Cómo te llamas? —le pregunté. No llevaba más que una combina de color rosa. Aquello era de lo más desairado. De verdad. —Sunny —me dijo—. Venga, a ver si acabamos. —¿No te apetece hablar un rato? —le pregunté. Comprendo que fue tontería, pero es que me sentía rarísimo—. ¿Tienes mucha prisa? Me miró como si estuviera loco de remate. —¿De qué demonios quieres que hablemos? —me dijo. —De nada. De nada en especial. Sólo que pensé que a lo mej apetecía charlar un ratito. Volvió a sentarse en la silla que había junto al escritorio. Se le notaba estaba ¡furiosa. Volvió también a balancear el pie en el aire. ¡Jo! ¡N poco nerviosa la tía! —¿Te apetece un cigarrillo ahora? —le dije. Me había olvidado de qu fumaba. —No fumo. Oye, si quieres hablar, date prisa. Tengo mucho que hace De pronto no se me ocurrió nada que decirle. Lo que me apetecía s era por qué se había metido a prostituta y todas esas cosas, pero me miedo preguntárselo. Probablemente no me lo hubiera dicho. —No eres de Nueva York, ¿verdad? —le pregunté finalmente. No s ocurrió nada mejor. —Soy de Hollywood —me dijo. Luego se acercó adonde había deja vestido—. ¿Tienes una percha? No quiero que se me arrugue. Acab recogerlo del tinte. —Claro —le dije. Estaba encantado de poder hacer algo. Llevé el ve al armario y se lo colgué. Tuvo gracia porque cuando lo hice me entró pena tremenda. Me la imaginé yendo a la tienda y comprándose el ve sin que nadie supiera que era prostituta ni nada. El depend probablemente pensaría que era una chica como las demás. Me dio tristeza horrible, no sé por qué. Volví a sentarme y traté de animar un poco la conversación. La verd que aquella mujer era una tumba: —¿Trabajas todas las noches? —le dije. Sonaba horrible, pero no m cuenta hasta que se lo pregunté. —Sí. Había empezado a pasearse por la habitación. Cogió el menú escritorio y lo leyó. —¿Qué haces durante el día? Se encogió de hombros. Estaba muy delgada: —Duermo. O voy al cine —dejó el menú y me miró—. Bueno, ¿qué tengo toda la... —Verás —le dije—. No me encuentro bien. He pasado muy mala no De verdad. Te pagaré pero no te importará si no lo hacemos, ¿no? molesta? La verdad es que no tenía ninguna gana de acostarme con ella. E mucho más triste que excitado. Era todo deprimentísimo, sobre todo vestido verde colgando de su percha. Además no creo que pueda acost nunca con una chica que se pasa el día entero en el cine. No creo que p jamás. Se me acercó con una expresión muy rara en la cara, como si no creyera. —¿Qué te pasa? —me dijo. —No me pasa nada. —¡Jo! ¡No me estaba poniendo poco nervioso!— sólo que me han operado hace poco. —Sí, ¿eh? ¿De qué? —Del... ¿cómo se llama? Del clavicordio. —¿Sí? ¿Y qué es eso? —¿El clavicordio? —le dije—. Verás, es como si fuera la espina do Está al final de la columna vertebral. —¡Vaya! —me dijo—. ¡Qué mala suerte! Luego se me sentó en las rodillas: —Eres muy guapo —me dijo. Me puse tan nervioso que seguí mintiendo como loco. —Todavía no me he recuperado de la operación —le dije. —Te pareces a un actor de cine. ¿Sabes cuál digo? ¿Cómo se llama? —No lo sé —le dije. No había forma humana de que se levantara. —Claro que lo sabes. Salía en una película de Melvin Douglas. E hacía de hermano pequeño. El que se cae de la barca. Seguro que sabes es. —No. Voy al cine lo menos posible. De pronto se puso a hacer unas cosas muy raras, unas gros horrorosas. —¿Te importaría dejarme en paz? —le dije—. No tengo ganas. Acab decírtelo. Me han operado hace poco. No se levantó, pero me echó una mirada asesina. —Oye —me dijo—. Estaba durmiendo cuando ese cretino de Mauric despertó para que viniera. Si crees que voy a... —Te he dicho que te pagaré y voy a hacerlo. Tengo mucho dinero. es que me estoy recuperando de una operación y... —Entonces, ¿para qué le dijiste a Maurice que te mandara una chica habitación si te acababan de operar del...? ¿Cómo se llama eso? —Creí que estaba mejor de lo que estoy. Me equivoqué en mis cálc Me he precipitado, de verdad. Lo siento. Si te levantas un momento, buscar mi cartera. Estaba furiosísima, pero se levantó para dejarme ir a coger el di Saqué de la cartera un billete de cinco dólares y se lo di. —Gracias —le dije—. Un millón de gracias. —Me has dado cinco y son diez. Iba a ponerse pesada. La veía venir. Me lo estaba temiendo hacía rat verdad. —Maurice dijo cinco —le contesté—. Dijo que quince hasta el med y cinco por un polvo. —Diez por un polvo. —Dijo cinco. Lo siento muchísimo, pero no pienso soltar un cén más. Se encogió de hombros como había hecho antes y luego dijo fríamente: —¿Te importaría darme mi vestido, o es demasiada molestia? Daba miedo la tía. A pesar de la vocecita que tenía. Si hubiera sido prostituta vieja con dos dedos de maquillaje en la cara, no habría dado miedo. Me levanté y le di el vestido. Se lo puso y luego recogió el chaquetón había dejado sobre la cama. —Adiós, pelagatos —dijo. —Adiós —le contesté. No le di las gracias ni nada. Y luego me aleg no habérselas dado. Capítulo 14 Cuando Sunny se fue me quedé sentado un rato en el sillón mientra fumaba un par de cigarrillos. Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Qué trist sentía! No se imaginan lo deprimido que estaba. De pronto empecé a h con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encu muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y qu espere delante del jardín de Bobby Fallón. Bobby era un chico que muy cerca de nuestro chalet en Maine, pero de eso hace ya muchos Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicic Pensábamos llevarnos la comida y una escopeta de aire comprim Éramos unos críos y pensábamos que con eso podríamos cazar algo. nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequ Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: «Bueno, anda a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby. Date prisa. crean que no le dejaba venir nunca conmigo. Casi siempre nos acompañ Pero aquel día no le dejé. El no se enfadó —nunca se enfadaba por nad pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me d depresión. Al final me desnudé y me metí en la cama. Tenía ganas de rezar o así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En pr lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el res la Biblia no puedo. Esos discípulos, por ejemplo. Si quieren que les di verdad no les tengo ninguna simpatía. Cuando Jesucristo murió n portaron tan mal, pero lo que es mientras estuvo vivo, le ayudaron com tiro en la cabeza. Siempre le dejaban más solo que la una. Creo que so que menos trago de toda la Biblia. Si quieren que les diga la verdad, que me cae mejor de todo el Evangelio, además de Jesucristo, es lunático que vivía entre las tumbas y se hacía heridas con las piedras cae mil veces mejor que los discípulos. Cuando estaba en el Co Whooton solía hablar mucho de todo esto con un chico que tení habitación en el mismo pasillo que yo y que se llamaba Arthur Childs cuáquero y leía constantemente la Biblia, Aunque era muy buena per nunca estábamos de acuerdo sobre esas cosas, especialmente sobre discípulos. Me decía que si no me gustaban es que tampoco me gu Jesucristo. Decía que como El los había elegido, tenían que caerte bien fuerza. Yo le contestaba que claro que El los había elegido, pero qu había elegido al aliguí, que Cristo no tenía tiempo de ir por ahí analizan la gente. Le decía que no era culpa de Jesucristo, que no era culpa suya tenía tiempo para nada. Recuerdo que una vez le pregunté a Childs si que Judas, el traidor, había ido al infierno. Childs me dijo que naturalm que lo creía. Ese era exactamente el tipo de cosas sobre el que n coincidía con él. Le dije que apostaría mil dólares a que Cristo no h mandado a Judas al infierno, y hoy los seguiría apostando si los tuv Estoy seguro de que cualquiera de los discípulos hubiera mandado a Jud infierno —y a todo correr—, pero Cristo no. Childs me dijo que lo qu pasaba es que nunca iba a la iglesia ni nada. Y en eso tenía razón. N voy. En primer lugar porque mis padres son de religiones diferentes y t sus hijos somos ateos. Si quieren que les diga la verdad, no aguanto curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado sacaban vocecitas de lo más hipócrita cuando nos echaban un sermón. No veo qué no pueden predicar con una voz corriente y normal. Suena de lo falso. Pero, como les iba diciendo, cuando me metí en la cama se me oc rezar, pero no pude. Cada vez que empezaba se me venía a la cabeza la de Sunny llamándome pelagatos. Al final me senté en la cama y me otro cigarrillo. Sabía a demonios. Desde que había salido de Pencey d haberme liquidado como dos cajetillas. De pronto, mientras estaba allí fumando, llamaron a la puerta. Pensé q lo mejor se habían equivocado, peroren el fondo estaba seguro de qu No sé por qué, pero lo sabía. Y además sabía quién era. Soy adivino. —¿Quién es? —pregunté. Tenía bastante miedo. Para esas cosas soy cobarde. Volvieron a llamar. Más fuerte. Al final me levanté de la cama y tal como estaba, sólo con el pij entreabrí la puerta. No tuve que dar la luz porque ya era de día. En el pa esperaban Sunny y Maurice, el chulo del ascensor. —¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz! —Nada de importancia —dijo Maurice—. Sólo cinco dólares. El hablaba por los dos. La tal Sunny se limitaba a estar allí, a su lado la boca entreabierta. —Ya le he pagado. Le he dado cinco dólares. Pregúnteselo a ella dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz! —Son diez dólares, jefe. Ya se lo dije. Diez por un polvo, quince has mediodía. Se lo dije bien clarito. —No es verdad. Cinco por un polvo. Dijo que quince hasta el medi pero... —Abra, jefe. —¿Para qué? —le dije. ¡Dios mío! Me latía el corazón como si fu escapárseme del pecho. Al menos me habría gustado estar vestido horrible estar en pijama en medio de una cosa así. —¡Vamos, jefe! —dijo Maurice. Luego me dio un empujón con to manaza. Tenía tanta fuerza el muy hijoputa que por poco me caigo sen Cuando quise darme cuenta, él y la tal Sunny se habían colado e habitación. Andaban por allí como Pedro por su casa. Sunny se sentó alféizar de la ventana. Maurice se hundió en un sillón y se desabrochbotón del cuello —aún llevaba el uniforme de ascensorista—. ¡Jo, yo e con los nervios desatados! —¡Venga, jefe! Suelte ya la tela que tengo que volver al trabajo. —Ya se lo he dicho diez veces. No le debo nada. Le pagué los c dólares... —¡Déjese de historias! ¡Vamos, largue la pasta! —¿Por qué tengo que darles otros cinco dólares? —le dije. Apenas p hablar—. Lo que quieren es timarme. El tal Maurice se desabrochó la librea. Debajo no llevaba más qu cuello postizo. Tenía un estómago enorme y muy peludo. —Nadie está tratando de timarle —dijo—. Vamos, la pasta, jefe. —No. Cuando lo dije se levantó del sillón y se acercó a mí. Parecía como cansado o muy aburrido. ¡Jo! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo! Recu que tenía los brazos cruzados. Si no me hubieran pillado en pijama, n habría sentido tan mal. —La tela, jefe. Se acercó aún más. Parecía un disco rayado, el tío. —La tela, jefe —era un tarado. —No. —Va a obligarme a forzar las cosas, jefe. No quería, pero me parece no va a quedarme otro remedio —me dijo—. Nos debe cinco dólares. —No les debo nada —le dije—. Y si me atiza gritaré como un dem Despertaré a todo el hotel. Incluida la policía —¡cómo me temblaba la v —Adelante. Por mí puede gritar hasta desgañitarse. Haga lo que u quiera —dijo Maurice—. Pero, ¿quiere que se enteren sus padres de qu pasado la noche con una puta? ¿Un niño bien como usted? —el tío n tonto. Cabrón, sí, pero lo que es de tonto no tenía un pelo. —Déjeme en paz. Si me hubiera dicho diez desde el principio, s daría, pero usted dijo claramente... —¿Nos lo da o no? —Me tenía acorralado contra la puerta y e prácticamente echado encima de mí, con estómago peludo y todo. —Déjenme en paz y lárguense de mi habitación —les dije. Seguía c un imbécil con los brazos cruzados. De pronto Sunny habló por primera vez: —Oye, Maurice. ¿Quieres que le coja la cartera? —le preguntó— tiene encima del mueble ése. —Sí, cógela. —¡No toque esa cartera! —Ya la tengo —dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante d narices—. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes. No una ladrona. De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no hac pero lo hice. —No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares. —¡Cállate! —dijo Maurice y me dio un empujón. —¡Déjale en paz! —dijo Sunny—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo qu debía. Venga, vámonos. —Ya voy —dijo Maurice, pero el caso es que no se iba. —Vamos, Maurice, déjale ya. —¿Quién le está haciendo nada? —dijo con una voz tan inocente c un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama. N diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era un cerdo tarado. —¿Cómo has dicho? —dijo. Luego se puso una mano detrás de la como si estuviera sordo—. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy? Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba. —Que es un cerdo y un tarado —le grité—. Un cretino, un timador tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que se le acerc uno en la calle para pedirle para un café. Llevará un abrigo raído y e más... Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquiv ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo e estómago. Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista, y l salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras ellos. Luego me q un rato en el suelo, más o menos como había hecho cuando lo de Strad Sólo que esta vez de verdad creí que me moría. En serio. Era como si fu ahogarme. No podía ni respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que baño doblado por la cintura y sujetándome el estómago. Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empe hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Maurici había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo de wh para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé saliendo habitación con paso vacilante, completamente vestido y con el revólver bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez de tomar el ascensor. Iría aferrado al pasamanos, con un hilillo de sangre chorreando de la com de los labios. Bajaría unos cuantos pisos —abrazado a mi estóma dejando un horrible rastro de sangre—, y luego llamaría al ascensor. Cu Maurice abriera las puertas me encontraría esperándole, con el revólv la mano. Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos al estóm gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del ascensor —una limpias las huellas— y volvería arrastrándome hasta mi habita Llamaría a Jane para que viniera a vendarme las heridas. Me la ima perfectamente, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo para que yo fu mientras sangraba como un valiente. ¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad. Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me c mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo cons Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hu gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber es seguro de que iban a cubrir mi cadáver en seguida. Me habría reventado un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba h un Cristo. Capítulo 15 No debí dormir mucho porque eran como las diez cuando me despert cuanto me fumé un cigarrillo sentí hambre. No había tomado nada desd hamburguesas que había comido con Brossard y con Ackley cuando fu a Agerstown para ir al cine. Y desde entonces había pasado mucho tie Como cincuenta años. Había un teléfono en la mesilla y estuve a pun llamar para que me subieran el desayuno, pero de pronto se me ocurrió a lo mejor me lo mandaban con el tal Maurice. Como no me seducía la de verle de nuevo, me quedé en la cama un rato más y fumé otro cigar Pensé en llamar a Jane para ver si estaba ya en casa, pero no me encon muy en vena. Lo que hice en cambio fue llamar a Sally Hayes. Sabía que estab vacaciones porque iba al colegio Mary Woodruff y porque me lo h dicho en una carta. No es que me volviera loco, pero la conocía hacía Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente porque sabía bas de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta m trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no. En el caso de Sally me años enteros darme cuenta de que lo era: Creo que lo hubiera sabido m antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y metiénd mano. Lo malo que yo tengo es que siempre tengo que pensar que la ch la que estoy besando es inteligente. Ya sé que no tiene nada que ver cosa con otra, pero no puedo evitarlo. No hay manera. Pero como les iba diciendo, al final me decidí a llamarla. Pri contestó la criada. Luego su padre. Al final se puso ella. —¿Sally? —le dije. —Sí. ¿Quién es? —preguntó. ¡Qué falsa era la tía! Sabía perfectam que era yo porque acababa de decírselo su padre. —Holden Caulfield. ¿Cómo estás? —Hola, Holden. Muy bien, ¿y tú? —Bien también. Pero, dime, ¿cómo te va? ¿Qué tal por el colegio? —Muy bien —me dijo—. Como siempre, ya sabes... —Estupendo. Oye, ¿tienes algo que hacer hoy? Es domingo, pero sie habrá alguna función de teatro por la tarde. De esas benéficas, ya sabes gustaría que fuéramos? —Muchísimo. Es una idea encantadora. Encantadora. Si hay una palabra que odio, es ésa. Suena de lo hipócrita. Se me pasó por la cabeza decirle que se olvidara del asunto, seguimos hablando un poco. Mejor dicho, siguió hablando ella. No h forma de encajar una palabra ni de canto. Primero me habló de un tip Harvard que, según ella, no la dejaba ni a sol ni a sombra. Seguro qu del primer curso, pero eso se lo calló, claro. Me dijo que la llamaba noche. ¡Día y noche! ¡Menuda cursilería! Luego me habló de otro, un ca de West Point, que también estaba loco por ella. ¡El rollazo que me dio dije que estaría debajo del reloj del Biltmore a las dos en punto y qu llegara tarde porque la función empezaría seguramente a las dos y m Siempre llegaba con una hora de retraso. Luego colgué. La tal Sally daba cien patadas pero había que reconocer que era muy guapa. Después de hablar por teléfono, me levanté, me vestí y cerré la ma Antes de salir miré por la ventana a ver qué hacían los pervertidos, tenían todas las persianas echadas. Se ve que durante el día les daba p decente. Luego bajé al vestíbulo en ascensor y pagué la cuenta. El Ma de marras había desaparecido el muy cerdo. Naturalmente tampoco me a buscarle. Al salir del hotel cogí un taxi, aunque no tenía ni la más remota ide adonde ir. La verdad es que no sabía qué hacer. Era domingo y no p volver a casa hasta el miércoles, o, por lo menos, hasta el martes. No ninguna gana de meterme en otro hotel a que ' me machacaran los seso que le dije al taxista que me llevara a la estación Grand Central, que e muy cerca del Biltmore, donde había quedado con Sally. Pensé que lo m sería dejar las maletas en la consigna y después ir a desayunar. E hambriento. En el taxi saqué la cartera y conté el dinero que me qued No recuerdo cuánto era exactamente, pero, desde luego, no una fortuna dos semanas me había gastado un dineral. De verdad. Soy un mani horrible. Y lo que no gasto, lo pierdo. Muchísimas veces hasta me olvid recoger el cambio en los restaurantes, y en las salas de fiestas, y sitios a mis padres les saca de quicio y con razón. Pero papá tiene mucho dinero sé cuánto gana —nunca me lo ha dicho—, pero me imagino que much abogado de empresa y los tíos que se dedican a eso se forran. Además, tener bastante pasta porque siempre está interviniendo en obras de teat Broadway. Todas acaban en unos fracasos horribles y mi madre se unos disgustos de miedo. Desde que murió Allie no anda muy bien de s Está siempre muy nerviosa. Por eso me preocupaba que me hubieran ec otra vez. Después de dejar las maletas en la estación, entré en un bar a desay En comparación con lo que suelo tomar por las mañanas, aquel día muchísimo: zumo de naranja, huevos con jamón, tostada y café. P general sólo tomo un zumo. Como muy poco. De verdad. Por eso esto delgado. El médico me había dicho que tenía que hacer un régimen esp de mucho carbohidrato y porquerías de esas para engordar, pero yo nun hacía caso. Cuando no como en casa, generalmente tomo a mediodí sandwich de queso y un batido. No es mucho, ya sé, pero el batido tien montón de vitaminas. H. V. Caulfield, así deberían llamarme. Ho Vitaminas Caulfield. Mientras me comía los huevos, entraron dos monjas y se sentaron barra a mi lado. Supongo que se mudaban de un convento a otro y estesperando el tren. No sabían dónde dejar sus maletas que eran de baratas como de cartón. Ya sé que no hay que dar importancia a esas c pero no aguanto las maletas baratas. Reconozco que es horrible, pero p llegar a odiar a una persona sólo porque lleve una maleta de ésas. Una cuando estaba en Elkton Hills, tuve por compañero de cuarto una tempo a un tal Dick Slagle. Tenía unas maletas horribles y las escondía debaj la cama en vez de ponerlas encima de la red para que nadie las comp con las mías. Aquello me deprimía tanto que hubiera preferido tirar maletas o hasta cambiarlas por las suyas. Me las había comprado mi m en Mark Cross; eran de piel auténtica y supongo que le habían costado fortuna. Pero la cosa tuvo gracia. No se imaginan lo que ocurrió. Un dí metí debajo de la cama para que no le dieran a Slagle complej inferioridad. Pues verán lo que hizo él. Al día siguiente las sacó y vol ponerlas en la red. Al final caí en la cuenta de que lo había hecho para todos creyeran que eran las suyas. De verdad. Para todo ese tipo de c Slagle era un tipo rarísimo. Por ejemplo, siempre se estaba meti conmigo y diciéndome que tenía unas maletas muy burguesas. Esa e palabra favorita. Se ve que la había oído o leído en algún sitio. Todo lo yo tenía era burgués. Hasta la pluma estilográfica. Me la pedía prestada el tiempo, pero decía que era burguesa. Sólo fuimos compañeros de c dos meses. Los dos pedimos que nos cambiaran. Y lo más gracioso es cuando lo hicieron me arrepentí, porque Slagle tenía un sentido del h estupendo y a veces lo pasábamos muy bien. Y no me sorprendería s que él también me echó de menos. Al principio cuando me llamaba bur y todas esas cosas se notaba que lo decía en broma y no me moles Hasta lo encontraba gracioso. Pero después me di cuenta de que empez decirlo en serio. Lo cierto es que resulta muy difícil compartir la habita con un tío que tiene unas maletas mucho peores que las tuyas. Lo na sería que a una persona inteligente y con sentido del humor le importara rábano ese tipo de cosas, pero resulta que no es así. Resulta que sí imp Por eso prefería compartir el cuarto con un cabrón como Stradlater q menos tenía unas maletas tan caras como las mías. Pero, como les iba diciendo, las dos monjas se sentaron a desayunar barra y charlamos un rato. Llevaban unas cestas de paja como las que s en Navidad las mujeres del Ejército de Salvación cuando se ponen a dinero por las esquinas y delante de los grandes almacenes, sobre todo p Quinta Avenida. A la que estaba al lado mío se le cayó la cesta al suelo me agaché a recogérsela. Le pregunté si iban pidiendo para los pobres o así. Me dijo que no, que es que no les habían cabido en la maleta cu hicieron el equipaje y por eso tenían que llevarlas en la mano. Cuan miraba sonreía con una expresión muy simpática. Tenía una nariz grande y llevaba unas gafas de esas con montura de metal que no favor nada, pero parecía la mar de amable. —Se lo decía porque si estaban haciendo una colecta —le dije—, hacer una pequeña contribución. Si quiere le doy el dinero y usted lo gu hasta que lo necesiten. —¡Qué amable es usted! —me dijo. La otra, su amiga, me miró. Le librito negro mientras se tomaba el café. Por las pastas parecía una B pero era más delgadito. Desde luego, debía ser un libro religioso tomaban más que un café y una tostada. Eso me deprimió muchísimopuedo comerme un par de huevos con jamón cuando a mi lado hay persona que no puede tomar más que un café y una tostada. No qu aceptar los diez dólares que les di. Me preguntaron si estaba seguro de podía deshacerme de tanto dinero. Les dije que llevaba muchísimo enc pero me parece que no me creyeron. Al final lo cogieron. Me diero gracias tantas veces que me dio vergüenza. Para cambiar de conversa les pregunté adonde iban. Me dijeron que eran maestras, que acababa llegar de Chicago y que iban a enseñar en un convento de la Calle 1 186, no sé, una calle de esas que están en el quinto infierno. La que se h sentado a mi lado, la de las gafas de montura de metal, me dijo que ella Literatura y su amiga Historia. De pronto, como un imbécil que soy, s ocurrió qué pensaría siendo monja de algunos de los libros que tendrían leer en clase. No precisamente verdes, pero sí de esos que son de amor cosas de ésas. Me pregunté qué pensaría de Eustacia Vye, por ejemp protagonista de La vuelta del indígena, de Thomas Hardy. No es que un libro muy fuerte, pero sentí curiosidad por saber qué le parecería a monja Eustacia Vye. Claro, no se lo pregunté. Sólo les dije que la liter era lo que se me daba mejor. —¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! —dijo la de las gafas—. ¿Y qué leído este curso? Me interesa mucho saberlo. La verdad es que era muy simpática. —Pues verá, hemos pasado casi todo el semestre con literatura medi Beowulf, y Grendel, y Lord Randal... todas esas cosas. Pero fuera de teníamos que leer otros libros para mejorar la nota. Yo he leído, ejemplo, La vuelta del indígena, de Thomas Hardy, y Romeo y Julieta, y —¡Romeo y Julieta! ¡Qué bonito! ¿Verdad que es precioso? —la ve es que no parecía una monja. —Sí, claro. Me gustó muchísimo. Algunas cosas no me convenciero todo, pero en general me emocionó mucho. —¿Qué es lo que no le gustó? ¿Se acuerda? La verdad es que me daba un poco de vergüenza hablar de Rom Julieta con ella. Hay partes en que la obra se pone un poco verde y, des de todo, era una monja, pero en fin, al fin y al cabo la que lo h preguntado era ella, así que hablamos de eso un rato. —Verá, los que no me acaban de gustar son Romeo y Julieta —le di bueno, me gustan, pero no sé... A veces se ponen un poco pesados. M mucha más pena cuando matan a Mercucio que cuando los matan a ello verdad es que Romeo empezó a caerme mal desde que mata a Mercuci otro hombre, el primo de Julieta, ¿cómo se llama? —Tibaldo. —Eso, Tibaldo —siempre se me olvida ese nombre—. Se muere culpa de Romeo. Mercucio es el que me cae mejor de toda la obra. N todos esos Montescos y Capuletos son buena gente, sobre todo Julieta, Mercucio... no sé cómo explicárselo... Es listísimo y además muy grac La verdad es que siempre me revienta que maten a alguien por culpa de persona, sobre todo cuando ese alguien es tan listo como él. Ya sé también mueren al final Romeo y Julieta, pero en su caso fue por c suya. Sabían muy bien lo que se hacían. —¿A qué colegio va? —me preguntó. Probablemente quería cambi tema. Le conteste que a Pencey y me dijo que había oído hablar de él y decían que era muy bueno. Yo lo dejé correr. De pronto, la otra, la que Historia, le dijo que tenían que darse prisa. Cogí el ticket para invita pero no me dejaron. La de las gafas me obligó a devolvérselo. —Ha sido muy generoso con nosotras —me dijo—. Es usted amable. Era una mujer simpatiquísima. Me recordaba un poco a la madr Ernest Morrow, la que conocí en el tren. Sobre todo cuando sonreía. —Hemos pasado un rato muy agradable —me dijo. Le contesté que yo también lo había pasado muy bien y era verdad. habría pasado mucho mejor si no me hubiera estado temiendo todo el que de pronto me preguntaran si era católico. Los católicos siempre qu enterarse de si los demás lo son también o no. A mí me lo preguntan to tiempo porque mi apellido es irlandés, y la mayoría de los americano origen irlandés son católicos. La verdad es que mi padre lo fue hasta q casó con mi madre. Pero hay gente que te lo pregunta aunque no siquiera cómo te llamas. Cuando estaba en el Colegio Whooton conocí chico que se llamaba Louis Gorman. Fue el primero con quien hablé Estábamos sentados uno junto al otro en la puerta de la enferm esperando para el reconocimiento médico y nos pusimos a hablar de t Nos gustaba muchísimo a los dos. Me dijo que todos los veranos iba los campeonatos nacionales de Forest Hills. Como yo también los siempre, nos pasamos un buen rato hablando de jugadores famosos. Pa edad que tenía sabía mucho de tenis. De pronto, en medio d conversación, me preguntó: —¿Sabes por casualidad dónde está la iglesia católica de este pueblo? Por el tono de la pregunta se le notaba que lo que quería era averigu yo era católico o no. De verdad. No es que fuera un fanático ni nada, quería saberlo. Lo estaba pasando muy bien hablando de tenis, pero notaba que lo habría pasado mucho mejor si yo hubiera sido de la m religión que él. Todo eso me fastidia muchísimo. Y no es que la preg acabara con la conversación, claro que no, pero tampoco contribu animarla, desde luego. Por eso me alegré de que aquellas dos monjas n hicieran lo mismo. No habría pasado nada, pero probablemente hubiera distinto. No crean que critico a los católicos. Estoy casi seguro de que lo fuera haría exactamente lo mismo. En cierto modo, es como lo qu decía antes sobre las maletas baratas. Todo lo que quiero decir es q pregunta de aquel chico no contribuyó precisamente a animar la char nada más. Cuando las dos monjas se levantaron, hice una cosa muy estúpida luego me dio mucha vergüenza. Como estaba fumando, cuando me des de ellas me hice un lío y les eché todo el humo en la cara. No f propósito, claro, pero el caso es que lo hice. Me disculpé muchas vec ellas estuvieron simpatiquísimas, pero aun así no saben la vergüenza pasé. Cuando se fueron me dio pena no haberles dado más que diez dól pero había quedado en llevar a Sally al teatro y aún tenía que saca entradas y todo. De todos modos lo sentí. ¡Maldito dinero! Siempre a amargándole a uno la vida. Capítulo 16 Cuando terminé de desayunar eran sólo las doce. Como no había que con Sally hasta las dos, me fui a dar un paseo. No se me iban de la ca aquellas dos monjas. No podía dejar de pensar en aquella cesta tan vieja la que iban pidiendo por las calles cuando no estaban enseñando. Tra imaginar a mi madre, o a mi tía, o a la madre de Sally Hayes —que completamente loca— recogiendo dinero para los pobres a la puerta de grandes almacenes con una de aquellas cestas. Era casi impo imaginárselo. Mi madre no tanto, pero lo que es las otras dos... Mi tía muchas obras de caridad —trabaja de voluntaria para la Cruz Roja y eso—, pero va siempre muy bien vestida,; y cuando tiene que ir a al cosa así se pone de punta en blanco y con un montón de maquillaje. No que quisiera pedir para una institución de caridad si tuviera que poners traje negro y llevar la cara lavada. Y en cuanto a la madre de Sally, ¡ mío!, sólo saldría por ahí con una cesta si cada tío que hiciera contribución se comprometiera a besarle primero los pies. Si se limitaran a echar el dinero en la cesta y largarse sin decir palabr duraría ni un minuto. Se aburriría como una ostra. Le encajaría la ces otra y ella se iría a comer a un restaurante de moda. Eso es lo qu gustaba de esas monjas. Se veía que nunca iban a comer a un restau caro. De pronto me dio mucha pena pensar que jamás pisaban un elegante. Ya sé que la cosa no es como para suicidarse, pero, aun así, m lástima. Decidí ir hacia Broadway porque sí y porque hacía años que no pa por allí. Además quería ver si encontraba una tienda de discos ab Quería comprarle a Phoebe uno que se llamaba Litíle Shirley Beans muy difícil de encontrar. Tenía una canción de una niña que no quiere de casa porque se le han caído dos dientes de delante y le da vergüenza la vean. Lo había oído en Pencey. Lo tenía un compañero mío y q comprárselo porque sabía que a mi hermana le gustaría muchísimo, pe tío no quiso vendérmelo. Era una grabación formidable que había h hacía como veinte años esa cantante negra que se llamaba Estelle Flet Lo cantaba con ritmo de jazz y un poco a lo puta. Cantado por una bl habría resultado empalagosísimo, pero la tal Estelle Fletcher sabía muy lo que se hacía. Era uno de los mejores discos que había oído en mi Decidí comprarlo en cualquier tienda que abriera los domingos y llevár después a Central Park. Phoebe suele ir a patinar al parque casi todo días de fiesta y sabía más o menos dónde podía encontrarla. No hacía tanto frío como el día anterior, pero seguía nublado apetecía mucho andar. Por suerte había una cosa agradable. Delante d iba una familia que se notaba que acaba de salir de la iglesia. Eran el p la madre, y un niño como de seis años. Se veía que no tenían mucho di El padre llevaba un sombrero de esos color gris perla que se encasqueta pobres cuando quieren dar el golpe. El y la mujer iban hablando mie andaban sin hacer ni caso del niño. El crío era graciosísimo. Iba p calzada en vez de por la acera, pero siguiendo el bordillo. Trataba de a en línea recta como suelen hacer los niños, y tarareaba y cantaba tod tiempo. Me acerqué a ver qué decía y era esa canción que va: «Si un cu coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno.» Tenía una voz muy b y cantaba porque le salía del alma, se le notaba. Los coches pas rozándole a toda velocidad, los frenos chirriaban a su alrededor, pero padres seguían hablando como si tal cosa. Y él seguía caminando jun bordillo y cantando: «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van en centeno.» Aquel niño me hizo sentirme mucho mejor. Se me fue to depresión. Broadway estaba atestado de gente y había una confusión horrorosa domingo y sólo las doce del mediodía, pero ya estaba de bote en bote. todos al cine, al Paramount, o al Strand, o al Capitol, a cualquiera de sitios absurdos. Se habían puesto de punta en blanco porque era domin eso lo hacía todo aún peor. Pero lo que ya no aguantaba es que se les no que estaban deseando llegar al cine. No podía ni mirarlos. Comprendo alguien vaya al cine cuando no tiene nada mejor que hacer, pero cuando a la gente deseando ir y hasta andando más deprisa para llegar cuanto a me deprimo muchísimo. Sobre todo cuando hay millones y millone personas haciendo colas larguísimas que dan la vuelta a toda la man esperando con una paciencia infinita a que les den una butaca. ¡Jo! ¡N di poca prisa en salir de Broadway! Tuve suerte. En la primera tienda entré tenían el disco que buscaba. Me cobraron cinco dólares por él, po era una grabación muy difícil de encontrar, pero no me importó. ¡Jo! contento me puse de repente! Estaba deseando llegar al parque para dá a Phoebe. Cuando salí de la tienda de discos, pasé por delante de una cafeterí me ocurrió llamar a Jane para ver si había llegado ya a Nueva York, y a ver si tenían teléfono público. Lo malo es que contestó su madre y que colgar. No quería tener que hablar con ella media hora. No me vu loco la idea de hablar con las madres de mis amigas, pero reconozco debí preguntarle al menos si Jane estaba ya de vacaciones. No me h pasado nada por eso, pero es que no tenía ganas. Para esas cosas hay estar en vena. Aún no había sacado las entradas, así que compré un periódico y me a leer la cartelera. Como era domingo sólo había tres teatros abiertos decidí por una obra que se llamaba Conozco a mi amor y compré butacas. Era una función benéfica o algo así. Yo no tenía el menor inter verla, pero como conocía a Sally y sabía que se moría por esas cosas, p que se derretiría cuando le dijera que íbamos a ver eso, sobre todo potrabajaban los Lunt. Le encantan ese tipo de comedias irónicas y como finas. El tipo de obra que hacen siempre los Lunt. A mí no. Si quieren les diga la verdad, para empezar no me gusta mucho el teatro. Lo prefie cine, desde luego, pero tampoco me vuelve loco. Los actores me revie Nunca actúan como gente de verdad, aunque ellos se creen que sí. buenos a veces parecen un poco personas reales, pero nunca lo pasa bien del todo mirándoles. En cuanto un actor es bueno, en seguida se le que lo sabe y eso lo estropea todo. Es lo que pasa con Sir Lawrence Ol por ejemplo. El año pasado D.B. nos llevó a Phoebe y a mí a qu viéramos en Hamlet. Nos invitó a comer y luego al cine. El había visto película y, por lo que nos dijo durante la comida, se le notaba que e deseando volver a verla. Pero a mí no me gustó. Yo no encuent Lawrence Olivier tan maravilloso, de verdad. Reconozco que es muy gu que tiene una voz muy bonita y que da gusto verle cuando se bate alguien o algo así, pero no se parecía en nada a Hamlet tal como D.B. m había descrito siempre. En vez de un loco melancólico parecía un gener división. Lo que más me gustó de toda la película fue cuando el herman Ofelia —el que al final se bate con Hamlet— va a irse, y su padre le d montón de consejos mientras Ofelia se pone a hacer el payaso y a saca daga de la funda mientras el pobre chico trata de concentrarse en tontadas que le está diciendo su padre. Esa parte sí que está bien. Pero sólo un ratito. Lo que más le gustó a Phoebe es cuando Hamlet le da palmaditas al perro en la cabeza. Le pareció muy gracioso y tenía razón que tengo que hacer es leer Hamlet. Es un rollo tenerse que leer las o uno mismo, pero es que en cuanto un actor empieza a representar, y puedo ni escucharlo. Me obsesiona la idea de que de pronto va a salir co gesto falsísimo. Después de sacar las entradas tomé un taxi hasta el parque. Debí cog metro porque se me estaba acabando la pasta, pero quería salir de Broad lo antes posible. El parque estaba que daba asco. No es que hiciera mucho frío pero e muy nublado. No se veían más que plastas de perro, y escupitajos, y co que habían tirado los viejos. Los bancos estaban tan mojados que n podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente que de vez en cuando ponía a uno la carne de gallina. No parecía que Navidad estuviera tan c En realidad no parecía que estuviera cerca nada. Pero seguí andand dirección al Mall porque allí es donde suele ir Phoebe los domingos gusta patinar cerca del quiosco de la música. Tiene gracia porque all también donde me gustaba patinar a mí cuando era chico. Pero cuando llegué, no la vi por ninguna parte. Había unos cuantos patinando y otros dos jugando a la pelota, pero de Phoebe ni rastro. E banco vi a una niña de su edad ajustándose los patines. Pensé que a lo m la conocía y podía decirme dónde estaba, así que me senté a su lado pregunté: —¿Conoces a Phoebe Caulfield? —¿A quién? —dijo. Llevaba unos pantalones vaqueros y como v jerseys. Se notaba que se los había hecho su madre porque estaban t llenos de bollos y con el punto desigual. —Phoebe Caulfield. Vive en la calle 71. Está en el cuarto grado... —¿Tú la conoces? —Soy su hermano. ¿Sabes dónde está? —Es de la clase de la señorita Calloun, ¿verdad? —No lo sé. Sí, creo que sí. —Entonces debe estar en el museo. Nosotros fuimos el sábado pasado —¿Qué museo? Se encogió de hombros —No lo sé —dijo—. El museo. —Pero, ¿el museo de cuadros o el museo donde están los indios? —El de los indios. —Gracias —le dije. Me levanté y estaba a punto de irme cuando rec que era domingo. —Es domingo —le dije a la niña. Me miró y me dijo: —Es verdad. Entonces no. No podía ajustarse el patín. No llevaba guantes ni nada y tenía las m rojas y heladas. La ayudé. ¡Jo! Hacía años que no cogía una llave de aj patines. No saben lo que sudé. Si hace algo así como un siglo me hub puesto un cacharro de esos en la mano en medio de la oscuridad, h sabido perfectamente qué hacer con él. Cuando acabé de ajustárselo m las gracias. Era una niña muy mona y muy bien educada. Da gusto ayu una niña así. Y la mayoría son como ella. De verdad. Le pregunté si q tomar una taza de chocolate conmigo y me dijo que no. Que muchas gra pero que había quedado con una amiga. Los críos siempre quedan a t horas con sus amigos. Son un caso. A pesar de la lluvia, y a pesar de que era domingo y sabía que no encontrar a Phoebe allí, atravesé todo el parque para ir al Museo de His Natural. Sabía que era ése al que se refería la niña del patín. Me lo sab memoria. De pequeño había ido al mismo colegio que Phoebe y llevaban a verlo todo el tiempo. Teníamos una profesora que se llama señorita Aigletinger y que nos hacía ir allí todos los sábados. Unas v íbamos a ver los animales y otras las cosas que habían hecho los in Cacharros de cerámica, cestos y cosas así. Cuando me acuerdo de aquello me animo muchísimo. Después de visitar las salas, solíamos ve película en el auditorio. Una de Colón. Siempre nos lo enseñ descubriendo América y sudando tinta para convencer a la tal Isabel y Fernando de que le prestaran la pasta para comprar los barcos. Luego v lo de los marineros amotinándose y todo eso. A nadie le importaba un Colón, pero siempre llevábamos en los bolsillos un montón de carame de chicles, y además dentro del auditorio olía muy bien. Olía siempre c si en la calle estuviera lloviendo y aquél fuera el único sitio seco y acog del mundo entero. ¡Cuánto me gustaba aquel museo! Para ir al audi había que atravesar la Sala India. Era muy, muy larga y allí había que h siempre en voz baja. La profesora entraba la primera y luego la clase en Íbamos en fila doble, cada uno con su compañero. Yo solía ir de pareja una niña que se llamaba Gertrude Lavine. Se empeñaba en darle a u mano y siempre la tenía toda sudada o pegajosa. El suelo era de piedra llevabas canicas en la mano y las soltabas todas de golpe, botaban t armando un escándalo horroroso. La profesora paraba entonces a to clase y se acercaba a ver qué pasaba. Pero la señorita Aigletinger nun enfadaba. Luego pasábamos junto a una canoa india que era tan larga ctres Cadillacs puestos uno detrás de otro, con sus veinte indios a bordo, remando y otros sólo de pie, con cara de muy pocos amigos toda llen pinturas de guerra. Al final de la canoa había un tío con una máscara daba la mar de miedo. Era el hechicero. Se me ponían los pelos de p pero aun así me gustaba. Si al pasar tocabas un remo o cualquier cosa de los celadores te decía: «No toquéis, niños», pero muy amable, no c un policía ni nada. Luego venía una vitrina muy grande con unos in dentro que estaban frotando palitos para hacer fuego y una squaw teji una manta. La india estaba inclinada hacia adelante y se la veía el pe Todos mirábamos al pasar, hasta las chicas, porque éramos todos muy y ellas eran tan lisas como nosotros. Luego, justo antes de lleg auditorio, había un esquimal. Estaba pescando en un lago a través d agujero que había hecho en el hielo. Junto al agujero había dos peces qu había pescado. ¡Jo! Ese museo estaba lleno de vitrinas. En el piso de a había muchas más, con ciervos que bebían en charcas y pájaros emigraban al sur para pasar allí el invierno. Los que había más cerc cristal estaban disecados y colgaban de alambres, y los de atrás est pintados en la pared, pero parecía que todos iban volando de verdad y agachabas y les mirabas desde abajo, creías que iban muy deprisa. Pe que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre e mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su m Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fu mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señ Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aq mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pas la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gaso Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo exp muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría. Saqué la gorra de casa del bolsillo y me la puse. Sabía que no i encontrarme con nadie conocido y la humedad era terrible. Mientras se andando pensé que Phoebe iba a ese museo todos los sábados como h ido yo. Pensé que vería las mismas cosas que yo había visto, y que distinta cada vez que fuera. Y no es que la idea me deprimiera, tampoco me puso como unas castañuelas. Hay cosas que no deb cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de c y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena. En fin es lo que pensaba mientras andaba. Pasé por un rincón del parque en que había juegos para niños y me p mirar a un par de críos subidos en un balancín. Uno de ellos estaba gordo y puse la mano en el extremo donde estaba el delgado para equil un poco el peso, pero como noté que no les hacía ninguna gracia, me les dejé en paz. Luego me pasó una cosa muy curiosa. Cuando llegué a la puerta museo, de pronto sentí que no habría entrado allí ni por un milló dólares. Después de haber atravesado todo el parque pensando en él, n apetecía nada entrar. Probablemente lo habría hecho si hubiera esseguro de que iba a encontrar a Phoebe dentro, pero sabía que no estaba que tomé un taxi y me fui al Biltmore. La verdad es que no tenía nin gana de ir, pero como había hecho la estupidez de invitar a Sally, no quedaba más remedio. Capítulo 17 Era aún muy pronto cuando llegué, así que decidí sentarme debajo reloj en uno de aquellos sillones de cuero que había en el vestíbulo muchos colegios estaban ya de vacaciones y había como un millón de c esperando a su pareja: chicas con las piernas cruzadas, chicas con piernas sin cruzar, chicas con piernas preciosas, chicas con pie horrorosas, chicas que parecían estupendas, y chicas que debían ser brujas si de verdad se las llegaba a conocer bien. Era un bonito panor pero no sé si me entenderán lo que quiero decir. Aunque por otra part también bastante deprimente porque uno no podía dejar de preguntarse sería de todas ellas. Me refiero a cuando salieran del colegio universidad. La mayoría se casarían con cretinos, tipos de esos que se p el día hablando de cuántos kilómetros pueden sacarle a un litro de gaso tipos que se enfadan como niños cuando pierden al golf o a algún jueg estúpido como el ping-pong, tipos mala gente de verdad, tipos que e vida han leído un libro, tipos aburridos... Pero con eso de los aburridos que tener mucho cuidado. Es mucho más complejo de lo que parece verdad. Cuando estaba en Elkton Hills tuve durante dos meses c compañero de cuarto a un chico que se llamaba Harris Macklin. Era inteligente, pero también el tío más plomo que he conocido en mi Tenía una voz chillona y se pasaba el día hablando. No paraba, y lo peo que nunca decía nada que pudiera interesarle a uno. Sólo sabía hacer cosa. Silbaba estupendamente. Mientras hacía la cama o colgaba sus c en el armario —cosa que hacía continuamente—, si no hablaba como máquina, siempre se ponía a silbar. A veces le daba por lo clásico, pero lo general era algo de jazz. Cogía una canción como por ejemplo Tin Blues y la silbaba tan bien y tan suavecito —mientras colgaba sus cos el armario—, que daba gusto oírle. Naturalmente nunca se lo dije. Uno acerca a un tío de sopetón para decirle, «silbas estupendamente». Pero aguanté como compañero de cuarto durante dos meses a pesar del latazo era, fue porque silbaba tan bien, mejor que ninguna otra persona que conocido jamás. Así que hay que tener un poco de cuidado con eso. Q no haya que tener tanta lástima a las chicas que se casan con tipos aburr Por lo general no hacen daño a nadie y puede que hasta s estupendamente. Quién sabe. Yo desde luego no. Al fin vi a Sally que bajaba por las escaleras y me acerqué a reci Estaba guapísima. De verdad. Llevaba un abrigo negro y una espec boina del mismo color. No solía ponerse nunca sombrero pero aquella le sentaba estupendamente. En el momento en que la vi me entraron g de casarme con ella. Estoy loco de remate. Ni siquiera me gustaba mu pero nada más verla me enamoré locamente. Les juro que estoy chiflado reconozco. —¡Holden! —me dijo—. ¡Qué alegría! Hace siglos que no nos veía —tenía una de esas voces atipladas que le dan a uno mucha vergü Podía permitírselo porque era muy guapa, pero aun así daba cien patada —Yo también me alegro de verte —le dije. Y era verdad—. ¿Cómo e —Maravillosamente. ¿Llego tarde? Le dije que no, aunque la verdad es que se había retrasado diez min Pero no me importaba. Todos esos chistes del Saturday Evening Post en aparecen unos tíos esperando en las esquinas furiosos porque no lleg novia, son tonterías. Si la chica es guapa, ¿a quién le importa que ll tarde? Cuando aparece se le olvida a uno en seguida. —Tenemos que darnos prisa —le dije—. La función empieza a las cuarenta. Bajamos en dirección a la parada de taxis. —¿Qué vamos a ver? —me dijo. —No sé. A los Lunt. No he podido conseguir entradas para otra cosa. —¡Qué maravilla! Ya les dije que se volvería loca cuando supiera que íbamos a ver Lunt. En el taxi que nos llevaba al teatro nos besamos un poco. Al principio no quería porque llevaba los labios pintados, pero estuve tan seductor q final no le quedó más remedio. Dos veces el imbécil del taxista fren seco en un semáforo y por poco me caigo del asiento. Podían fijarse un en lo que hacen, esos tíos. Luego —y eso les demostrará lo chiflado estoy—, en el momento en que acabábamos de darnos un largo abraz dije que la quería. Era mentira, desde luego, pero en aquel momento e convencido de que era verdad. Se lo juro. —Yo también te quiero —me dijo ella. Y luego, sin interrupció Prométeme que te dejarás crecer el pelo. Al cepillo ya es hortera. Lo t tan bonito... ¿Bonito mi pelo? ¡Un cuerno! La representación no estuvo tan mal como yo esperaba, pero tampoc ninguna maravilla. La comedia trataba de unos quinientos mil años vida de una pareja. Empieza cuando son jóvenes y los padres de la chic quieren que se case con el chico, pero ella no les hace caso. Luego se haciendo cada vez más mayores. El marido se va a la guerra y la mujer un hermano que es un borracho. No lograba compenetrarme con e Quiero decir que no sentía nada cuando se moría uno de la familia notaba que eran sólo actores representando. El marido y la mujer bastante simpáticos —muy ingeniosos y eso—, pero no había form interesarse por ellos. En parte porque se pasaban la obra entera bebiend Cada vez que salían a escena, venía un mayordomo y les plantaba la ban delante, o la mujer le servía una taza a alguien. Y a cada momento entra salía alguien en escena. Se mareaba uno de tanto ver a los actores sentalevantarse. Alfred Lunt y Lynn Fontanne eran el matrimonio y lo ha muy bien, pero a mí no me gustaron. Aunque tengo que reconocer qu eran como los demás. No actuaban como actores ni como gente norma difícil de explicar. Actuaban como si supieran que eran muy fam Vamos, que lo hacían demasiado bien. Cuando uno de ellos terminab decir una parrafada, el otro decía algo en seguida. Querían hacer com gente normal, cuando se interrumpen unos a otros, pero les salía demas bien. Actuaban un poco como toca el piano Ernie en el Village. Cuando sabe hacer una cosa muy bien, si no se anda con cuidado empieza a pas y entonces ya no es bueno. A pesar de todo tengo que reconocer qu Lunt eran los únicos en todo el reparto que demostraban tener alg materia gris. Al final del primer acto salimos con todos los cretinos del público a f un cigarrillo. ¡Vaya colección! En mi vida había visto tanto farsante j todos fumando como cosacos y comentando la obra en voz muy alta que los que estaban a su alrededor se dieran cuenta de lo listos que era lado nuestro había un actor de cine. No sé cómo se llama, pero era ése en las películas de guerra hace siempre del tío que en el momento del at final le entra e] canguelo. Estaba con una rubia muy llamativa y los d hacían los muy naturales, como si no supieran que la gente los mi Como si fueran muy modestos, vamos. No saben la risa que me dio. Sal limitó a comentar lo maravillosos que eran los Lunt porque e ocupadísima demostrando lo guapa que era. De pronto vio al otro lad vestíbulo a un chico que conocía, un tipo de esos con traje de franela oscuro y chaleco de cuadros. El uniforme de Harvard o de Yale. Cualq diría. Estaba junto a la pared fumando como una chimenea y con aspec estar aburridísimo. Sally decía cada dos minutos: «A ese chico lo con de algo.» Siempre que la llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguie algo, o por lo menos eso decía. Me lo repitió como mil veces hasta que me harté y le dije: «Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le da beso bien fuerte? Le encantará.» Cuando se lo dije se enfadó. Al final vio y se acercó a decirle hola. No se imaginan cómo se saludaron. Com no se hubieran visto en veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de n se bañaban juntos en la misma bañera. Compañeritos del alma eran. D ganas de vomitar. Y lo más gracioso era que probablemente se habían sólo una vez en alguna fiesta. Luego, cuando terminó de caérseles la b Sally nos presentó. Se llamaba George algo —no me acuerdo—, y estud en Andover. Tampoco era para tanto, vamos. No se imaginan cuando le preguntó si le gustaba la obra... Era uno de esos tíos que para pe necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un paso hacia atrás y ate en el pie de una señora que tenía a su espalda. Probablemente le ro hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí n una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Áng ¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían conversación más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en a sitio a la mayor velocidad posible y cuando se les ocurría el nombr alguien que vivía allí, lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos en nue butacas tenía unas náuseas horrorosas. De verdad. En el segundo entr continuaron la conversación. Siguieron pensando en más sitios y en nombres. Lo peor era que aquel imbécil tenía una de esas voces típica Universidad del Este, como muy cansada, muy snob. Parecía una chic muy cabrón le importaba un rábano que Sally fuera mi pareja. Cu acabó la función creí que iba a meterse con nosotros en el taxi porque acompañó como dos manzanas, pero por suerte dijo que había quedado unos amigos para ir a tomar unas copas. Me los imaginé a todos sentad un bar con sus chalecos de cuadros hablando de teatro, libros y mujeres esa voz de snob que sacan. Me revientan esos tipos. Cuando entramos en el taxi, odiaba tanto a Sally después de haberla hablar diez horas con el imbécil de Andover, que estuve a punto de lle directamente a su casa, de verdad, pero de pronto me dijo: —Tengo una idea maravillosa. Siempre tenía unas ideas maravillosas. —Oye, ¿a qué hora tienes que estar en casa? ¿Tienes que volver a hora fija? —¿Yo? No. Puedo volver cuando me dé la gana —le dije. ¡Jo! ¡E vida había dicho verdad mayor!—. ¿Por qué? —Vamos a patinar a Radio City. Ese tipo de cosas eran las que se le ocurrían siempre. —¿A patinar a Radio City? ¿Ahora? —Sólo una hora o así. ¿No quieres? Bueno, si no quieres... —No he dicho que no quiera —le dije—. Si tienes muchas ganas, irem —¿De verdad? Pero no quiero que lo hagas sólo porque yo quiero. N importa no ir. ¡No le importaba! ¡Poco! —Se pueden alquilar unas falditas preciosas para patinar —dijo Sal Jeanette Cultz alquiló una la semana pasada. Claro, por eso estaba empeñada en ir. Quería verse con una de falditas que apenas tapan el trasero. Así que fuimos a Radio City y después de recoger los patines alquilé Sally una pizca de falda azul. La verdad es que estaba graciosísima con Y Sally lo sabía. Echó a andar delante de mí para que no dejara de v mona que estaba. Yo también estaba muy mono. Hay que reconocerlo. Lo más gracioso es que éramos los peores patinadores de toda la p Los peores de verdad y eso que había algunos que batían el récord. A se le torcían tanto los tobillos que daba con ellos en el hielo. No sólo el ridículo, sino que además debían dolerle muchísimo. A mí desde l me dolían. Y cómo. Debíamos hacer una pareja formidable. Y para c había como doscientos mirones que no tenían más que hacer que mirar que se rompían las narices contra el suelo. —¿Quieres que nos sentemos a tomar algo dentro? —le pregunté. —Es la idea más maravillosa que has tenido en todo el día. Aquello era cruel. Se estaba matando y me dio pena. Nos quitamo patines y entramos en ese bar donde se puede tomar algo en calce mientras se ve toda la pista. En cuanto nos sentamos, Sally se quit guantes y le ofrecí un cigarrillo. No parecía nada contenta. Vino el cam y le pedí una Coca-Cola para ella —no bebía— y un whisky con soda mí, pero el muy hijoputa se negó a traérmelo o sea que tuve que t Coca-Cola yo también. Luego me puse a encender cerillas una tras otra es una cosa que suelo hacer cuando estoy de un humor determinadodejo arder hasta que casi me quemo los dedos y luego las echo e cenicero. Es un tic nervioso que tengo. De pronto, sin venir a cuento, me dijo Sally: —Oye, tengo que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a adornar el árb Navidad, o no? Necesito que me lo digas ya. Estaba furiosa porque aún le dolían los tobillos. —Ya te dije que iría. Me lo has preguntado como veinte veces. Claro iré. —Bueno. Es que necesitaba saberlo —dijo. Luego se puso a mirar alrededor. De pronto dejé de encender cerillas y me incliné hacia ella por encim la mesa. Estaba preocupado por unas cuantas cosas: —Oye Sally —le dije. —¿Qué? Estaba mirando a una chica que había al otro lado del bar. —¿Te has hartado alguna vez de todo? —le dije—. ¿Has pensado al vez que a menos que hicieras algo en seguida el mundo se te venía enc ¿Te gusta el colegio? —Es un aburrimiento mortal. —Lo que quiero decir es si lo odias de verdad —le dije— Pero no es el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autob de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y o los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no de decir... —No grites, por favor —dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siq gritaba. —Los coches, por ejemplo —le dije en voz más baja—. La gen vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo en la carroce siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de gaso No han acabado de comprarse uno y ya están pensando en cambiarlo otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los viejos. No me interesan n Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo es más humano. Co caballo puedes... —No entiendo una palabra de lo que dices —dijo Sally—. Pasas de u —¿Sabes una cosa? —continué—. Tú eres probablemente la única r por la que estoy ahora en Nueva York. Si no fuera por ti no sé ni d estaría. Supongo que en algún bosque perdido o algo así. Tú eres lo ú que me retiene aquí. —Eres un encanto —me dijo, pero se le notaba que estaba dese cambiar de conversación. —Deberías ir a un colegio de chicos. Pruébalo alguna vez —le di Están llenos de farsantes. Tienes que estudiar justo lo suficiente para p comprarte un Cadillac algún día, tienes que fingir que te importa si ga pierde el equipo del colegio, y tienes que hablar todo el día de ch alcohol y sexo. Todos forman grupitos cerrados en los que no puede e nadie. Los de el equipo de baloncesto por un lado, los católicos por otro cretinos de los intelectuales por otro, y los que juegan al bridge por Hasta los socios del Libro del Mes tienen su grupito. El que trata de halgo con inteligencia... —Oye, oye —dijo Sally—, hay muchos que ven más que eso e colegio... —De acuerdo. Habrá algunos que sí. Pero yo no, ¿comprendes? E precisamente lo que quiero decir. Que yo nunca saco nada en limpi ninguna parte. La verdad es que estoy en baja forma. En muy baja form —Se te nota. De pronto se me ocurrió una idea. —Oye —le dije—. ¿Qué te parece si nos fuéramos de aquí? Te di que se me ha ocurrido. Tengo un amigo en Grenwich Village que prestaría un coche un par de semanas, íbamos al mismo colegio y tod me debe diez dólares. Mañana por la mañana podríamos ir a Massachu y a Vermont, y todos esos sitios de por ahí. Es precioso, ya verás verdad. Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. Me incliné hacia ella cogí la mano. ¡Qué manera de hacer el imbécil! No se imaginan. —Tengo unos ciento ochenta dólares —le dije—. Puedo sacarlo banco mañana en cuanto abran y luego ir a buscar el coche de ese tío verdad. Viviremos en cabañas y sitios así hasta que se nos acabe el di Luego buscaré trabajo en alguna parte y viviremos cerca de un río. casaremos y en el invierno yo cortaré la leña y todo eso. Ya verás pasaremos formidable. ¿Qué dices? Vamos, ¿qué dices? ¿Te v conmigo? ¡Por favor! —No se puede hacer una cosa así sin pensarlo primero —dijo S Parecía enfadadísima. —¿Por qué no? A ver. Dime ¿por qué no? —Deja de gritarme, por favor —me dijo. Lo cual fue una idiotez po yo ni la gritaba. —¿Por qué no se puede? A ver. ¿Por qué no? —Porque no, eso es todo. En primer lugar porque somos prácticam unos críos. ¿Qué harías si no encontraras trabajo cuando se te acaba dinero? Nos moriríamos de hambre. Lo que dices es absurdo, ni siquiera —No es absurdo. Encontraré trabajo, no te preocupes. Por eso sí qu tienes que preocuparte. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres venir conmigo? quieres, no tienes más que decírmelo. —No es eso. Te equivocas de medio a medio —dijo Sally. Empeza odiarla vagamente—. Ya tendremos tiempo de hacer cosas así cuando s de la universidad si nos casamos y todo eso. Hay miles de s maravillosos adonde podemos ir. Estás... —No. No es verdad. No habrá miles de sitios donde podamos ir po entonces será diferente —le dije. Otra vez me estaba entrando una depr horrorosa, —¿Qué dices? —preguntó—. No te oigo. Primero gritas como un lo luego, de pronto... —He dicho que no, que no habrá sitios maravillosos donde podam una vez que salgamos de la universidad. Y a ver si me oyes. Entonces será distinto. Tendremos que bajar en el ascensor rodeados de maletas trastos, tendremos que telefonear a medio mundo para despedirno mandarles postales desde cada hotel donde estemos. Y yo estaré trabaj en una oficina ganando un montón de pasta. Iré a mi despacho en taxi el autobús de Madison Avenue, y me pasaré el día entero leyend periódico, y jugando al bridge, y yendo al cine, y viendo un montó noticiarios estúpidos y documentales y trailers. ¡Esos noticiarios del ¡Dios mío! Siempre sacando carreras de caballos, y una tía muy eleg rompiendo una botella de champán en el casco de un barco, y un chimp con pantalón corto montando en bicicleta. No será lo mismo. Pero, clar entiendes una palabra de lo que te digo. —Quizá no. Pero a lo mejor eres tú el que no entiende nada —dijo S Para entonces ya nos odiábamos cordialmente. Era inútil tratar de man con ella una conversación inteligente. Estaba arrepentidísimo de h empezado siquiera. —Vámonos de aquí —le dije—. Si quieres que te diga la verdad, m cien patadas. ¡Jo! ¡Cómo se puso cuando le dije aquello! Sé que no debí decirlo circunstancias normales no lo habría hecho, pero es que e deprimidísimo. Por lo general nunca digo groserías a las chicas. ¡Jo! ¡C se puso! Me disculpé como cincuenta mil veces, pero no quiso ni o Hasta se echó a llorar, lo cual me asustó un poco porque me dio miedo se fuera a su casa y se lo contara a su padre que era un hijo de puta de que no aguantan una palabra más alta que otra. Además yo le caía bas mal. Una vez le dijo a Sally que siempre estaba escandalizando. —Lo siento mucho, de verdad —le dije un montón de veces. —¡Lo sientes, lo sientes! ¡Qué gracia! —me dijo. Seguía medio llor y, de pronto, me di cuenta de que lo sentía de verdad. —Vamos, te llevaré a casa. En serio. —Puedo ir yo sólita, muchas gracias. Si crees que te voy a dejar qu acompañes, estás listo. Nadie me había dicho una cosa así en toda mi vi Como, dentro de todo, la cosa tenía bastante gracia, de pronto hice que no debí hacer. Me eché a reír. Fue una carcajada de lo más inopor Si hubiera estado en el cine sentado detrás de mí mismo, probablement hubiera dicho que me callara. Sally se puso aún más furiosa. Seguí diciéndole que me perdonara, pero no quiso hacerme caso repitió mil veces que me largara y la dejara en paz, así que al final lo Sé que no estuvo bien, pero es que no podía más. Si quieren que les diga la verdad, lo cierto es que no sé siquiera po monté aquel numerito. Vamos, que no sé por qué tuve que decirle l Massachusetts y todo eso, porque muy probablemente, aunque ella hu querido venir conmigo, yo no la habría llevado. Habría sido una lata. Pe más terrible es que cuando se lo dije, lo hice con toda sinceridad. Eso malo. Les juro que estoy como una regadera. Capítulo 18 Cuando me fui de la pista de patinar sentí un poco de hambre, así qu metí en una cafetería y me tomé un sandwich de queso y un batido. L entré en una cabina telefónica. Pensaba llamar a Jane para ver si h llegado ya de vacaciones. No tenía nada que hacer aquella noche, o sea se me ocurrió hablar con ella y llevarla a bailar a algún sitio por ahí. D que la conocía no había ido con ella a ninguna sala de fiestas. Pero una la vi bailar y me pareció que lo hacía muy bien. Fue en una de esas fi que daba el Club el día de la Independencia. Aún no la conocía bien y n atreví a separarla de su pareja. Salía entonces con un imbécil que se llam Al Pike y estudiaba en Choate. Andaba siempre merodeando por la pis Llevaba un calzón de baño de esos elásticos de color blanco y se t continuamente de lo más alto del trampolín. El muy plomo hacía el á todo el día. Era el único salto que sabía hacer y lo consideraba el no va El tío era todo músculo sin una pizca de cerebro. Pero, como les diciendo, Jane iba con él aquella noche. No podía entenderlo, se lo Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a u como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasab que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que pueda ser también un cabrón. Pero ya saben cómo son las chicas. Nun sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compa de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése s tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho di Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuar Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y porque le había dicho que era capitán del equipo de debate. Nada más por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les g ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consid un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales. Pero, como les iba diciendo, llamé a Jane, pero no cogió nadie el telé así que colgué. Luego miré la agenda para ver con quién demonios p salir esa noche. Lo malo es que sólo tengo apuntados tres números. E Jane, el del señor Antolini, que fue profesor mío en Elkton Hills, y el oficina de mi padre. Siempre se me olvida apuntar los teléfonos de la g Así que al final llamé a Carl Luce. Se había graduado en el Co Whooton después que me echaron a mí. Era tres años mayor que yo caía muy bien. Tenía el índice de inteligencia más alto de todo el cole una cultura enorme. Se me ocurrió que podíamos cenar juntos y habl algo un poco intelectual. A veces era la mar de informativo. Así q llamé. Estudiaba en Columbia y vivía en la Calle 65. Me imaginé qu estaría de vacaciones. Cuando se puso al teléfono, me dijo que cenar l imposible, pero que podíamos tomar una copa juntos a las diez en el W Bar de la Calle 54. Creo que se sorprendió bastante de que le llamara. vez le había dicho que era un fantasma. Como aún tenía muchas horas matar antes de las diez, me metí en el cine de Radio City. Era lo peor podía hacer, pero me venía muy a mano y no se me ocurrió otra cosa. E cuando aún no había terminado el espectáculo que daban antes d película. Las Rockettes pateaban al aire como posesas, todas puestas en y cogidas por la cintura. El público aplaudía como loco y un tío que ten lado no hacía más que decirle a su mujer: «¿Te das cuenta? ¡Eso es lo yo llamo precisión!» ¡Menudo cretino! Cuando acabaron las Rockettes al escenario un tío con frac y se puso a patinar por debajo de unas me muy bajas mientras decía miles de chistes uno tras otro. Lo hacía la m bien, pero no acababa de gustarme porque no podía dejar de imaginár practicando todo el tiempo para luego hacerlo en el escenario, y eso pareció una estupidez. Se ve que no era mi día. Después hicieron eso ponen todas las Navidades en Radio City, cuando empiezan a salir án de cajas y de todas partes, y aparecen unos tíos que se pasean con cruce todo el escenario y al final se ponen a cantar todos ellos, que son mile Adeste Fideles a voz en grito. No había quien lo aguantara. Ya sé que el mundo lo considera muy religioso y muy artístico, pero yo no veo nad religioso ni de artístico en un montón de actores paseándose con cruce un escenario. Hacia el final se les notaba que estaban deseando acabar poder fumarse un cigarrillo. Lo había visto el año anterior con Sally H que no dejó de repetirme lo bonito que le parecía y lo preciosos que era vestidos. Le dije que estaba seguro de que Cristo habría vomitado si hu visto todos esos trajes tan elegantes. Sally me contestó que era un sacrílego y probablemente tenía razón. Pero de verdad que creo que el q habría gustado a Jesucristo habría sido el que tocaba los timbales e orquesta. Siempre me ha gustado mirarle, desde que tenía ocho Cuando íbamos a Radio City con mis padres, mi hermano y yo cambiábamos de sitio para poder verle mejor. No he visto a nadie toca timbales como él. El pobre sólo puede atizarles un par de veces durante la sesión, pero mientras está mano sobre mano no parece que se abur nada. Y cuando al final le toca el turno, lo hace tan bien, con tanto gu con una expresión tan decidida en la cara, que es un placer mirarle. Un que fuimos a Washington con mi padre, Allie le mandó una postal, estoy seguro de que no la recibió. No sabíamos a quién dirigirla. Cuando acabó la cosa esa de Navidad, empezó una porquería de pelí Era tan horrible que no podía apartar la vista de la pantalla. Trataba d inglés que se llamaba Alec o algo así, y que había estado en la gue había perdido la memoria. Cuando sale del hospital, se patea todo Lon cojeando sin tener ni idea de quién es. La verdad es que es duque, pero sabe. Luego conoce a una chica muy hogareña y muy buena que se subiendo al autobús. El viento le vuela el sombrero y él se lo recoge. L va con ella a su casa y se ponen a hablar de Dickens. Es el autor que má gusta a los dos. El lleva siempre un ejemplar de Oliver Twist en el bols ella también. Sólo oírlos hablar ya daba arcadas. Se enamoran en segu él la ayuda a administrar una editorial que tiene la chica y que va la m mal porque el hermano es un borracho y se gasta toda la pasta. Está amargado porque era cirujano antes de ir a la guerra y ahora no puede o porque tiene los nervios hechos polvo, así que el tío le da a la botella q un gusto, pero es la mar de ingenioso. El tal Alec escribe un libro y la c lo publica y se vende como rosquillas. Van a casarse cuando aparece la que se llama Marcia y era novia de Alec antes de que perdiera la mem Un día le ve en una librería firmando ejemplares y le reconoce. Le dice es duque y todo eso, pero él no se lo cree y no quiere ir con ella a ver madre ni nada. La madre no ve ni gorda. Luego la otra chica, la buen obliga a ir. Es la mar de noble. Pero él no recobra la memoria ni cuan perro danés se le tira encima a lamerle, ni cuando la madre le pas dedazos por toda la cara y le trae el osito de peluche que arrastraba pequeño por toda la casa. Al final unos niños que están jugando al crick atizan en la cabeza con una pelota. Recupera de golpe la memor entonces le da un beso a su madre en la frente y todas esas gilipolleces. entonces empieza a hacer de duque de verdad y se olvida de la buena y editorial. Podría contarles el resto de la historia, pero no quiero hac vomitar. No crean que me lo callo por no estropearles la película. imposible estropearla más. Pero, bueno, al final Alec y la buena se casa borracho se pone bien y opera a la madre de Alec que ve otra vez, y M y él empiezan a gustarse. Terminan todos sentados a la desternillándose de risa porque el perro danés entra con un montó cachorros. Supongo que es que no sabían que era perra. Sólo les digo q no quieren vomitar no vayan a verla. Lo más gracioso es que tenía al lado a una señora que no dejó de llor todo el tiempo. Cuanto más cursi se ponía la película, más lagrim echaba. Pensarán que lloraba porque era muy buena persona, pero yo e sentado al lado suyo y les digo que no. Iba con un niño que se pasó la horas diciendo que tenía que ir al baño, y ella no le hizo ni caso. Só volvía para decirle que a ver si se callaba y se estaba quieto de una vez que es ésa, tenía el corazón de una hiena. Todos los que lloran como cos con esa imbecilidad de películas suelen ser luego unos cabrones de m cuidado. De verdad. Cuando salí del cine me fui andando hacia el Wicker Bar donde iba a Carl Luce y, mientras, me puse a pensar en la guerra. Siempre me pa mismo cuando veo una película de esas. Yo creo que no podría ir guerra. No me importaría tanto si todo consistiera en que te sacaran patio y te largaran un disparo por las buenas, lo que no aguanto es que que estar tanto tiempo en el ejército. Eso es lo que no me gusta. Mi herm D.B. se pasó en el servicio cuatro años enteros. Estuvo en el desembarc Normandía y todo, pero creo que odiaba el ejército más que la guerra era un crío en aquel tiempo, pero recuerdo que cuando venía a cas permiso, se pasaba el día entero tumbado en la cama. Apenas salía d cuarto. Cuando le mandaron a Europa no le hirieron ni tuvo que manadie. Estaba de chófer de un general que parecía un vaquero. No tenía hacer más que pasearle todo el día en un coche blindado. Una vez le d Allie que si le obligaran a matar a alguien no sabría adonde disparar. Le también que en el ejército aliado había tantos cabrones como en el Recuerdo que Allie le preguntó si no le venía bien ir a la guerra si escritor porque de eso podía sacar un montón de temas. D.B. le dijo q fuera a buscar su guante de béisbol y le preguntó quién escribía me poemas bélicos, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie dijo que E Dickinson. Yo entiendo bastante poco de todo eso porque no leo m poesía, pero sé que me volvería loco de atar si tuviera que estar en el ejé con tipos como Ackley y Stradlater y Maurice, marchando con ellos to tiempo. Una vez pasé con los Boy Scouts una semana y no pude aguan Todo el tiempo te decían que tenías que mirar fijo al cogote del tío llevabas delante. Les juro que si hay otra guerra, prefiero que me saqu un patio y que me pongan frente a un pelotón de ejecución. No protes nada. Lo que no comprendo es por qué D.B. me hizo leer Adiós a las a si odiaba tanto la guerra. Decía que era una novela estupenda. Es la his de un tal teniente Harry que todo el mundo considera un tío fenómeno entiendo cómo D.B. podía odiar la guerra y decir que ese libro buenísimo al mismo tiempo. Tampoco comprendo cómo a una m persona le pueden gustar Adiós a las armas y El gran Gatsby D.B. se en mucho cuando se lo dije y me contestó que era demasiado pequeño juzgar libros como ésos. Le dije que a mí me gustaban Ring Lardner gran Gatsby. Y es verdad. Me encantan. ¡Qué tío ese Gatsby! ¡Qué bárb Me chifla la novela. Pero, como les decía, me alegro muchísimo de hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré encima de ella. Me presentaré voluntario, se lo juro. Capítulo 19 Por si no viven en Nueva York, les diré que el Wicker Bar está e hotel muy elegante, el Seton. Antes me gustaba mucho, pero poco a poc dejando de ir. Es uno de esos sitios que se consideran muy finos y don ven farsantes a patadas. Había dos chicas francesas, Tina y Janine, actuaban tres veces por noche. Una de ellas tocaba el piano asesinaba—, y la otra cantaba, siempre unas canciones o muy verdes francés. La tal Janine se ponía delante del micrófono y antes de empez actuación, decía como susurrando: «Y ahoja les pjesentamos nuestja ve de Vulé vú fjansé. Es la histojia de una fjansesita que llega a una gjan si como Nueva Yojk y se enamoja de un muchachito de Bjooklyn. Espejo les guste.» Cuando acababa de susurrar y de demostrar lo graciosa que era, can medio en francés medio en inglés una canción tontísima que volvía lo todos los imbéciles del bar. Si te pasabas allí un buen rato oyendo aplau ese hatajo de idiotas, acababas odiando a todo el mundo. De verda barman era también insoportable, un snob de muchísimo cuidado hablaba a nadie a menos que fuera un tío muy importante o un a famoso o algo así, y cuando lo hacía era horroroso. Se acercaba a q fuera con una sonrisa amabilísima, como si fuera una persona estupen le decía: «¿Qué tal por Connecticut?», o «¿Qué tal por Florida?». Er sitio horrible, de verdad. Como les digo, poco a poco fui dejando de ir. Cuando llegué aún era muy temprano. Estaba llenísimo. Me acerqué barra y pedí un par de whiskis con soda. Los pedí de pie para que vieran era alto y no me tomaran por menor de edad. Luego me puse a mirar a t los cretinos que había por allí. A mi lado tenía a un tío metiéndol montón de cuentos a la chica con que estaba. Le decía por ejemplo que unas manos muy aristocráticas. ¡Menudo imbécil! El otro extremo d barra estaba lleno de maricas. No es que hicieran alarde de ello llevaban el pelo largo ni nada—, pero aun así se les notaba. Al final apa mi amigo. ¡Bueno era el tal Luce! Se las traía. Cuando estaba en Whooton er consejero de estudios. Lo único que hacía era que por las noches, cuand reunían unos cuantos chicos en su habitación, se ponía a hablarno cuestiones sexuales. Sabía un montón de todo eso, sobre todo pervertidos. Siempre nos hablaba de esos tíos que se lían con ovejas, esos otros que van por ahí con unas bragas de mujer cosidas al forro sombrero. Y de maricones y lesbianas. Sabía quien lo era y quien no en Estados Unidos. No tenías más que mencionar a una persona cualquie Luce te decía en seguida si era invertida o no. A veces costaba trabajo que fueran maricas o lesbianas los que él decía que eran, actores de c cosas así. Algunos hasta estaban casados. Le preguntábamos, por ejem «¿Dices que Joe Blow es marica? ¿Joe Blow? ¿Ese tío tan grande y bárbaro que hace siempre de gángster o de vaquero?» Y Luce contes «En efecto.» Siempre decía «en efecto». Según él no importaba que u estuviera casado o no. Aseguraba que la mitad de los casados del m eran maricas y ni siquiera lo sabían. Decía que si habías nacido así, po volverte maricón en cualquier momento, de la noche a la mañana. Nos m un miedo horroroso. Yo llegué a convencerme de que el día menos pen me pasaría a la acera de enfrente. Lo gracioso es que en el fondo sie tuve la sensación de que el tal Luce era un poco amariconado. Tod tiempo nos decía: «¡A ver cómo encajas ésta!», mientras nos daba palmada en el trasero. Y cuando iba al baño dejaba la puerta abierta y se hablando contigo mientras te lavabas los dientes o lo que fuera. Todo e de marica. De verdad. Había conocido ya a varios y siempre hacían c así. Por eso tenía yo mis sospechas. Pero era muy inteligente, eso sí. Jamás te saludaba al llegar. Aquella noche lo primero que hizo en cu se sentó fue decir que sólo podía quedarse un par de minutos. Que tenía cita. Luego pidió un Martini. Le dijo al barman que se lo sirviera muy y sin aceituna. —Oye, te he buscado un maricón. Está al final de la barra. No mire lo he estado reservando. —Muy gracioso —contestó—, ya veo que no has cambiado. ¿Cuándo a crecer? Le aburría a muerte. De verdad. Pero él a mí me divertía mucho. —¿Cómo va tu vida sexual? —le dije. Le ponía negro que le pregun cosas así. —Tranquilo —me dijo—. Cálmate, por favor. —Ya estoy tranquilo —le contesté—. Oye, ¿qué tal por Colum ¿Cómo te va? ¿Te gusta? —En efecto, me gusta. Si no me gustara no estudiaría allí. A veces se ponía insoportable. —¿En qué vas a especializarte? —le pregunté—. ¿En pervertidos? Tenía ganas de broma. —¿Qué quieres? ¿Hacerte el gracioso? —Te lo decía en broma —le dije—. Luce, tú que eres la ma intelectual, necesito un consejo. Me he metido en un lío terrible... Me soltó un bufido: —Escucha Caulfield. Si quieres que nos sentemos a ch tranquilamente y a tomar una copa... —Está bien. Está bien. No te excites. Se le veía que no tenía ninguna gana de hablar de nada serio conm Eso es lo malo de los intelectuales. Sólo quieren hablar de cosas s cuando a ellos les apetece. —De verdad, ¿qué tal tu vida sexual? ¿Sigues saliendo con la chica veías cuando estabas en Whooton? La que tenía esas enormes... —¡No, por Dios! —me dijo. —¿Por qué? ¿Qué ha sido de ella? —No tengo ni la más ligera idea. Pero ya que lo pregu probablemente por estas fechas será la puta más grande de todo Hampshire. —No está bien que digas eso. Si fue lo bastante decente como para de que la metieras mano, al menos podías hablar de ella de otra manera. —¡Dios mío! —dijo Luce—. Dime si va a ser una de tus conversaci típicas. Prefiero saberlo cuanto antes. —No —le contesté—, pero sigo creyendo que no está bien. Si fue co lo bastante... —¿Hemos de seguir necesariamente esa línea de pensamiento? Me callé. Temí que se levantara y se largara de pronto si seguía po camino. Pedí otra copa. Tenía ganas de coger una buena curda. —¿Con quién sales ahora? —le pregunté—. ¿No quieres decírmelo? —Con nadie que tú conozcas. —¿Quién es? A lo mejor sí la conozco. —Vive en el Village. Es escultora. Ahora ya lo sabes. —¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuántos años tiene? —Nunca se lo he preguntado. —Pero, ¿como cuántos más o menos? —Debe andar por los cuarenta —dijo Luce. —¿Por los cuarenta? ¿En serio? ¿Y te gusta? —le pregunté—. ¿Te gu tan mayores? —se lo dije porque de verdad sabía muchísimo sobre se cosas de esas. Era uno de los pocos tíos que he conocido que de ve sabían lo que se decían. Había dejado de ser virgen a los catorce año Nantucket. Y no era cuento. —Me gustan las mujeres maduras, si es eso a lo que te refieres. —¿De verdad? ¿Por qué? Dime, ¿es que hacen el amor mejor o qué? —Oye, antes de proseguir vamos a poner las cosas en claro. Esta n me niego a responder a tus preguntas habituales. ¿Cuándo demonios v crecer de una vez? Durante un buen rato no dije nada. Luego Luce pidió otro Martini insistió al camarero en que se lo hiciera aún más seco. —Oye, ¿cuánto tiempo hace que sales con esa escultora? —le preg El tema me interesaba de verdad—. ¿La conocías ya cuando estaba Whooton? —¿Cómo iba a conocerla? Acaba de llegar a este país hace pocos mes —¿Sí? ¿De dónde es? —Se da la circunstancia de que ha nacido en Shangai. —¡No me digas! ¿Es china? —Evidentemente. —¡No me digas! ¿Y te gusta eso? ¿Que sea china? —Evidentemente. —¿Por qué? Dímelo. De verdad me gustaría saberlo. —Porque se da la circunstancia de que la filosofía oriental me resulta satisfactoria que la occidental. —¿Sí? ¿Qué quieres decir cuando dices «filosofía»? ¿La cosa del s ¿Acostarte con ella? ¿Quieres decir que lo hacen mejor en China? ¿Es e—No necesariamente en China. He dicho Oriente. ¿Tenemos proseguir con esta conversación inane? —Oye, de verdad, Te lo pregunto en serio —le dije—. ¿Por qué es m en Oriente? —Es demasiado complejo para explicártelo ahora. Sencillam consideran el acto sexual una experiencia tanto física como espiritual. si crees que... —¡Yo también! Yo también lo considero lo que has dicho, experiencia física y espiritual y todo eso. De verdad. Pero dep muchísimo de con quién estoy. Si estoy con una chica a quien ni siquier —No grites, Caulfield, por Dios. Si no sabes hablar en voz baja, mejor que dejemos... —Sí, sí, pero oye —le dije. Estaba nerviosísimo y es verdad que hab muy fuerte. A veces cuando me excito levanto mucho la voz—. Ya sé debe ser una experiencia física, y espiritual, y artística y todo eso, pe que quiero decir es si puedes conseguir que sea así con cualquier chica como sea. ¿Puedes? —Cambiemos de conversación, ¿te importa? —Sólo una cosa más. Escucha. Por ejemplo, tú y esa señora, ¿qué h para que os salga tan bien? —Ya vale, te he dicho. Me estaba metiendo en sus asuntos personales. Lo reconozco. Pero era una de las cosas que más me molestaban de Luce. Cuando estábamo el colegio te obligaba a que le contaras las cosas más íntimas, per cuanto le hacías a él una pregunta personal, se enfadaba. A esos tipo intelectuales no les gusta mantener una conversación a menos que sean los que lleven la batuta. Siempre quieren que te calles cuando ellos se c y que vuelvas a tu habitación cuando ellos quieren volver a su habita Cuando estábamos en Whooton, a Luce le reventaba —se le notaba— cuando él acababa de echarnos una conferencia, nosotros siguiéra hablando por nuestra cuenta. Le ponía negro. Lo que quería era que uno volviera a su habitación y se callara en el momento en que él aca de perorar. Creo que en el fondo tenía miedo de que alguien dijera algo inteligente. Me divertía mucho. —Puede que me vaya a China. Tengo una vida sexual asquerosa —le —Naturalmente. Tu cerebro aún no ha madurado. —Sí. Tienes razón. Lo sé. ¿Sabes lo que me pasa? —le dije—. Que n puedo excitarme de verdad, vamos, del todo, con una chica que no acab gustarme. Tiene que gustarme muchísimo. Si no, no hay manera. ¡Jo! sabes cómo me fastidia eso! Mi vida sexual es un asco. —Pues claro. La última vez que nos vimos ya te dije lo que te hacía f —¿Te refieres a lo del sicoanálisis? —le dije. Eso era lo que me h aconsejado. Su padre era siquiatra. —Tú eres quien tiene que decidir. Lo que hagas con tu vida no es as mío. Durante unos momentos no dije nada porque estaba pensando. —Supongamos que fuera a ver a tu padre y que me sicoanalizara y eso —le dije—. ¿Qué me pasaría? ¿Qué me haría? —Nada. Absolutamente nada. ¡Mira que eres pesado! Sólo hab contigo y tú le hablarías a él. Para empezar te ayudaría a reconoceesquemas mentales. —¿Qué? —Tus esquemas mentales. La mente humana está... Oye, no creas voy a darte aquí un curso elemental de sicoanálisis. Si te interesa v llámale y pide hora. Si no, olvídate del asunto. Francamente, no p importarme menos. Le puse la mano en el hombro. ¡Jo! ¡Cómo me divertía! —¡Eres un cabrón de lo más simpático! —le dije—. ¿Lo sabías? Estaba mirando la hora. —Tengo que largarme —dijo, y se levantó—. Me alegro de haberte v Llamó al barman y le dijo que le cobrara lo suyo. —Oye -—le dije antes de que se fuera—. Tu padre, ¿te ha sicoanaliza ti alguna vez? —¿A mí? ¿Por qué lo preguntas? —Por nada. Di, ¿te ha sicoanalizado? —No exactamente. Me ha ayudado hasta cierto punto a adaptarme, no ha considerado necesario llevar a cabo un análisis en profundidad. qué lo preguntas? —Por nada. Sólo por curiosidad. —Bueno. Que te diviertas —dijo. Estaba dejando la propina y se disp a marcharse. —Toma una copa más —le dije—. Por favor. Tengo una depr horrible. Me siento muy solo, de verdad. Me contestó que no podía quedarse porque era muy tarde, y se fue. tío el tal Luce! No había quien le aguantara, pero la verdad es qu expresaba estupendamente. Cuando estábamos en Whooton él era el tenía mejor vocabulario de todo el colegio. De verdad. Nos hiciero examen y todo. Capítulo 20 Me quedé sentado en la barra emborrachándome y esperando a v salían Tina y Janine a hacer sus tontadas, pero ya no trabajaban allí. Sal en cambio un tipo con el pelo ondulado y pinta de maricón que toca piano, y una chica nueva que se llamaba Valencia y que cantaba. No es fuera una diva, pero lo hacía mejor que Janine y por lo menos había ele unas canciones muy bonitas. El piano estaba junto a la barra y yo te Valencia prácticamente a mi lado. Le eché unas cuantas mir insinuantes, pero no me hizo ni caso. En circunstancias normales no habría atrevido a hacerlo, pero aquella noche me estaba emborrachan base de bien. Cuando acabó, se largó a tal velocidad que no me dio tie siquiera a invitarla, así que llamé al camarero y le dije que le pregunta quería tomar una copa conmigo. Me dijo que bueno, pero estoy segur que no le dio el recado. La gente nunca da recados a nadie. ¡Jo! Seguí sentado en aquella barra al menos hasta la emborrachándome como un imbécil. Apenas veía nada. Me anduve mucho cuidado, eso sí, de no meterme con nadie. No quería que el ba se fijara en mí y se le ocurriera preguntarme qué edad tenía. Pero, ¡jo verdad que no veía nada. Cuando me emborraché del todo empecé otra hacer el indio, como si me hubieran encajado un disparo. Era el único t todo el bar que tenía una bala alojada en el estómago. Me puse una m bajo la chaqueta para impedir que la sangre cayera por el suelo. No q que nadie se diera cuenta de que estaba herido. Quería ocultar que er pobre diablo destinado a morir. Al final me entraron ganas de llamar a para ver si estaba en casa, así que pagué y me fui adonde estaban teléfonos. Seguía con la mano puesta debajo de la chaqueta para reten sangre. ¡Jo! ¡Vaya tranca que llevaba encima! No sé qué pasó, pero en cuanto entré en la cabina se me pasaron las g de llamar a Jane. Supongo que estaba demasiado borracho. Así que d llamar a Sally Hayes. Tuve que marcar como veinte veces para acerta el número. ¡Jo! ¡No veía nada! —Oiga —dije cuando contestaron al teléfono. Creo que hablaba a g de lo borracho que estaba. —¿Quién es? —dijo una voz de mujer en un tono la mar de frío. —Soy Holden Caulfield. Quiero hablar con Sally, por favor. —Sally está durmiendo. Soy su abuela. ¿Por qué llamas a estas h Holden? ¿Tienes idea de lo tarde que es? —Sí, pero quiero hablar con Sally. Es muy importante. Dígale qu ponga. —Sally está durmiendo, jovencito. Llámala mañana. Buenas noches. —Despiértela. Despiértela. Ande, sea buena. Luego sonó una voz diferente. —Hola, Holden —era Sally—. ¿Qué te ha dado? —¿Sally? ¿Eres tú? —Sí. Y deja de gritar. ¿Estás borracho? —Sí. Escucha. Iré en Nochebuena, ¿me oyes? Te ayudaré a adorn árbol, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo, Sally? —Sí. Estás borracho. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? No es solo, ¿no? —Sally, iré a ayudarte a poner el árbol, ¿de acuerdo? —Sí. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? ¿Estás con alguien? —No, estoy solo. ¡Jo! ¡Qué borrachera tenía! Seguía sujetándome el estómago. —Me han herido. Han sido los de la banda de Rock, ¿sabes? Sally, oyes? —No te oigo. Vete a la cama. Tengo que dejarte. Llámame mañana. —Oye Sally, ¿quieres que te ayude a adornar el árbol? ¿Quieres, o no —Sí. Ahora, buenas noches. Vete a casa y métete en la cama. Y me colgó. —Buenas noches. Buenas noches, Sally, cariño, amor mío— le dije dan cuenta de lo borracho que estaba? Colgué yo también. Me imaginé había salido con algún tío y acababa de volver a casa. Me la imaginé co Lunt y ese cretino de Andover, nadando todos ellos en una tetera, dici unas cosas ingeniosísimas, y actuando todos de una manera falsísima. O no la hubiera llamado. Cuando me emborracho no sé ni lo que hago. Me quedé un buen rato en aquella cabina. Seguía aferrado al teléfono no caer al suelo. Si quieren que les diga la verdad no me sentía muy bie final me fui dando traspiés hasta el servicio. Llené uno de los lavab hundí en él la cabeza hasta las orejas. Cuando la saqué no me mo siquiera en secarme el agua. Dejé que la muy puñetera me chorreara p cuello. Luego me acerqué a un radiador que había junto a la ventana senté. Estaba calentito. Me vino muy bien porque yo tiritaba com condenado. Tiene gracia, cada vez que me emborracho me da por tiritar Como no tenía nada mejor que hacer, me quedé sentado en el rad contando las baldosas blancas del suelo. Estaba empapado. El agua chorreaba a litros por el cuello mojándome la camisa y la corbata, per me importaba. Estaba tan borracho que me daba igual. Al poco rato ent tío que tocaba el piano, el maricón de las ondas. Mientras se peinaba rizos dorados, hablamos un poco, pero no estuvo muy amable que digam —Oiga, ¿va a ver a Valencia cuando vuelva al bar? —le dije. —Es altamente probable —me contestó. Era la mar de ingenioso. Sie me tengo que tropezar con tíos así. —Dígale que me ha gustado mucho. Y pregúntele si el imbéci camarero le ha dado mi recado, ¿quiere? —¿Por qué no se va a casita, amigo? ¿Cuántos años tiene? —Ochenta y seis. Oiga, no se olvide de decirle que me gusta mucho, —¿Por qué no se va a casa? —Porque no. ¡Jo! ¡Qué bien toca usted el piano! —le dije. Era pura porque la verdad es que lo aporreaba—. Debería tocar en la radio. Un tí guapo como usted... con esos bucles de oro. ¿No necesita un agente? —Váyase a casa, amigo, como un niño bueno. Váyase a casa y méta la cama. —No tengo adonde ir. Se lo digo en serio, ¿necesita un agente? No me contestó. Acabó de acicalarse y se fue. Como Stradlater. T esos tíos guapos son iguales. En cuanto acaban de peinarse sus rizos se y te dejan en la estacada. Cuando al final me levanté para ir al guardarropa, estaba llorando. N por qué. Supongo que porque me sentía muy solo y muy deprimido. Cu llegué al guardarropa no pude encontrar mi ficha, pero la empleada es muy simpática y me dio mi abrigo y mi disco de Litile Shirley Beans aún llevaba conmigo. Le di un dólar por ser tan amable, pero no q aceptarlo. Me dijo que me fuera a casa y me metiera en la cama. Q esperarla hasta que saliera de trabajar, pero no me dejó. Me aseguró tenía edad suficiente para ser mi madre. Le enseñé todo el pelo gris tengo en el lado derecho de la cabeza y le dije que tenía cuarenta y dos Naturalmente era todo en broma, pero ella estuvo muy amable. Lueg mostré la gorra de caza roja y le gustó mucho. Me obligó a ponérmela de salir porque tenía todavía el pelo empapado. Parecía muy buena pers Cuando salí me despejé un poco, pero hacía mucho frío y empecé a ti No podía parar. Me fui hasta Madison Avenue y me puse a esper autobús porque me quedaba muy poco dinero y quería empez economizar. Pero de pronto me di cuenta de que no quería ir en auto Además, no sabía hacia dónde tirar. Al final eché a andar en direcci parque. Se me ocurrió acercarme al lago para ver si los patos seguían no. Aún no había podido averiguarlo, así que como no estaba muy lejos tenía adonde ir, decidí darme una vuelta por ese lugar. Ni siquiera dónde iba a dormir. No estaba cansado ni nada. Sólo estaba muy deprim Al entrar en el parque me pasó una cosa horrible. Se me cayó al sue disco de Phoebe y se hizo mil pedazos. Estaba dentro de su funda, pe rompió igual. Me dio tanta pena que estuve a punto de echarme a ll Recogí todos los pedazos y me los metí en el bolsillo del abrigo. Y servían para nada pero no quise tirarlos. Luego entré en el parque. ¡Jo! oscuro estaba! He vivido en Nueva York toda mi vida y me conozco el Central como la palma de la mano porque de pequeño iba allí todos los d patinar y a montar en bicicleta, pero aquella noche me costó un tra horrible dar con el lago. Sabía perfectamente dónde estaba —muy cerc Central Park South—, pero no acertaba a encontrarlo. Debía estar borracho de lo que pensaba. Seguí andando sin parar. Cada vez se poniendo más oscuro y cada vez me daba más miedo. En todo el tiempo estuve en el parque no vi ni un alma. Por suerte, porque les confieso q me hubiera topado con alguien, habría corrido como una milla enter parar. Al final encontré el lago. Estaba helado sólo a medias, pero n ningún pato. Di toda la vuelta alrededor —por cierto casi me caig agua—, pero de patos ni uno. A lo mejor, pensé, estaban durmiendo hierba al borde del agua. Por eso casi me caigo adentro, por mirar. como les digo, no vi ni uno. Al final me senté en un banco en un sitio donde no estaba tan oscuro Seguía tiritando como un imbécil y, a pesar de la gorra de caza, tenía el lleno de trozos de hielo. Aquello me preocupó. Probablemente cogería pulmonía y me moriría. Empecé a imaginarme muerto y a todos los mill de cretinos que acudirían a mi entierro. Vendrían mi abuelo, el que viv Detroit y va leyendo en voz alta los nombres de todas las calles cuando con él en el autobús, y mis tías —tengo como cincuenta—, y los idiot mis primos. Cuando murió Allie vinieron todos y había que ver qué h de imbéciles eran. Según me contó D.B., una de mis tías, la que tiene halitosis que tira de espaldas, se pasó todo el tiempo diciendo que gusto la paz que respiraba el cuerpo de Allie. Yo no fui. Estaba e hospital por eso que les conté de lo que me había hecho en la mano. volviendo a lo del parque, me pasé un buen rato sentado en aquel b preocupado por los trocitos de hielo y pensando que iba a morirme sentía muchísimo por mis padres, sobre todo por mi madre, que aún no recuperado de la muerte de Allie. Me la imaginé sin saber qué hacer co ropa, y mi equipo de deporte, y todas mis cosas. Lo único que me conso es que no dejarían a Phoebe venir a mi entierro porque aún era una cría fue la única cosa que me animó. Después me los imaginé metiéndom una tumba horrible con mi nombre escrito en la lápida y todo. Me dej allí rodeado de muertos. ¡Jo! ¡Buena te la hacen cuando te mueres! Es que cuando me llegue el momento, alguien tendrá el sentido suficiente c para tirarme al río o algo así. Cualquier cosa menos que me dejen e cementerio. Eso de que vengan todos los domingos a ponerte ramo flores en el estómago y todas esas puñetas... ¿Quién necesita flores cu ya se ha muerto? Nadie. Cuando hace buen tiempo, mis padres suelen ir a dejar flores en la tu de Allie. Yo fui con ellos unas cuantas veces pero después no quise v más. No me gusta verle en el cementerio rodeado de muertos y de l Cuando hace sol aún lo aguanto, pero dos veces empezó a llover mie estábamos allí. Fue horrible. El agua empezó a caer sobre su tu empapando la hierba que tiene sobre el estómago. Llovía muchísimo gente que había en el cementerio empezó a correr hacia los coches. Aq fue lo que más me reventó. Todos podían meterse en su automóvil, y p la radio, y después irse a cenar a un restaurante menos Allie. No soportarlo. Ya sé que lo que está en el cementerio es sólo su cuerpo y q espíritu está en el Cielo y todo eso, pero no pude aguantarlo. Daría cual cosa porque no estuviera allí. Claro, ustedes no le conocían. Si le hub conocido entenderían lo que quiero decir. Cuando hace sol puede p pero el sol no sale más que cuando le da la gana. Al cabo de un rato, para dejar de pensar en pulmonías y cosas de saqué el dinero que me quedaba y me puse a contarlo a la poca luz que la farola. No me quedaban más que tres billetes de un dólar, cinco mon de veinticinco centavos, y una de cinco. ¡Jo! Desde que había salid Pencey había gastado una verdadera fortuna. Me acerqué al lago y tir monedas en la parte que no estaba helada. No sé por qué lo hice. Sup que para dejar de pensar en que me iba a morir. Pero no me sirvió de na De pronto se me ocurrió qué haría la pobre Phoebe si me diera pulmonía y la diñara. Era una tontería, pero no podía sacármelo d cabeza. Supongo que se llevaría un disgusto terrible. Me quiere mucho verdad. No podía dejar de pensar en ello, así que decidí colarme en cas que nadie me viera y verla por si acaso luego me moría. Tenía la llave puerta. Podía entrar a escondidas y hablar un rato con ella. Lo único qu preocupaba era que la puerta principal chirría como loca. Es una cas pisos bastante vieja. El administrador es un vago y todo cruje y rechina es un gusto. Pero aun así, me decidí a intentarlo. Salí del parque y me fui a casa. Anduve todo el camino. No estaba lejos y además no me sentía ni cansado ni borracho. Sólo hacía un terrible y no se veía un alma. Capítulo 21 Hacía años que no tenía tanta suerte. Cuando llegué a casa, Pet ascensorista, no estaba. Le sustituía un tipo nuevo que no me conoc nada, así que, si no me tropezaba con mis padres, podría ver a Phoeb que nadie se enterara siquiera de mi visita. La verdad es que fue una s tremenda. Y para que todo me saliera redondo, el ascensorista era más estúpido. Le dije con una voz de lo más natural que me subiera al piso d Dickstein, que son los vecinos de enfrente de mis padres. Luego me qu gorra de caza para no parecer sospechoso y me metí corriendo e ascensor como si tuviera una prisa horrorosa. El ascensorista había cer ya las puertas, cuando de pronto se volvió y me dijo: —No están. Han subido a una fiesta en el piso catorce. —No importa —le contesté. Me han dicho que les espere. Soy su sob Me lanzó una mirada de duda. —Mejor será que espere en el vestíbulo, amigo. —No me importaría —le dije—. Pero estoy mal de una pierna y t que tenerla siempre en cierta posición. Me sentaré en la silla que tien lado de la puerta. No entendió una sola palabra de lo que le dije, así que se lim contestar: «¡Ah!», y me subió. ¡Vaya tío listo que soy! La verdad es qu hay nada como decir algo que nadie entienda para que todos hagan lo q dé la gana. Salí del ascensor cojeando como un condenado y eché a andar hac piso de los Dickstein. Luego, cuando oí que se cerraba el ascensor, me hacia nuestra puerta. Por ahora todo iba bien. Hasta se me había pasa borrachera. Saqué la llave y abrí con muchísimo cuidado de no hacer r Entré muy despacito y volví a cerrar. Debería dedicarme a ladrón. El recibidor estaba en tinieblas y, naturalmente, no podía dar la luz. que andar con mucho cuidado para no tropezar con nada y arma escándalo. Inmediatamente supe que estaba en casa. Nuestro recibidor h como ninguna otra parte del mundo. No sé a qué. No es ni a coliflor perfume, pero se nota en seguida que uno está en casa. Empecé a quit el abrigo para colgarlo en el armario, pero luego me acordé de qu perchas hacían un ruido terrible y me lo dejé puesto. Eché a andar despacito hacia el cuarto de Phoebe. Sabía que la criada no me senporque no oye muy bien. Una vez me contó que de pequeña un herm suyo le había metido una paja por un oído. La verdad es que estaba bas sorda. Pero lo que es mis padres, especialmente mi madre, tienen un oíd tísico, así que tuve mucho cuidado al pasar por delante de la puerta d cuarto. Hasta contuve el aliento. A mi padre, cuando duerme, se le p partir una silla en la cabeza y ni se entera, pero basta con que alguien to Siberia para que mi madre se despierte. Es nerviosísima. Se pasa la mita la noche levantada fumando un cigarrillo tras otro. Tardé como una hora en llegar hasta el cuarto de Phoebe, pero cu abrí la puerta no la vi. Se me había olvidado que cuando D.B. est Hollywood, ella se va a dormir a su habitación. Le gusta porque es la grande de toda la casa y porque tiene un escritorio inmenso que le co mi hermano a una alcohólica de Filadelfia, y una cama que no sé de d habrá sacado pero que mide como diez millas de larga por otras die ancha. Pero, como les iba diciendo, a Phoebe le encanta dormir en el c de D.B. cuando está fuera y él la deja. No se la imaginan haciendo sus t en ese escritorio que es como una plaza de toros. Ni se la ve. Pero ése tipo de cosas que a ella le vuelven loca. Dice que su cuarto no le g porque es muy pequeño, que necesita expandirse. Me hace una g horrorosa. ¿Qué tendría que expandir Phoebe? Nada. Pero, como les decía, entré en el cuarto de D.B. y encendí la lu despertar a Phoebe. La miré un buen rato. Estaba dormida con la ca apoyada en la almohada y tenía la boca abierta. Tiene gracia. Los may resultan horribles cuando duermen así, pero los niños no. A los niño gusto verlos dormidos. Aunque tengan la almohada llena de saliv importa nada. Me paseé por la habitación sin hacer ruido, mirándolo todo. Al fin sentía completamente a gusto. Ya no pensaba siquiera en que iba a mor de pulmonía. Simplemente me encontraba bien. En una silla que hab lado de la cama estaba la ropa de Phoebe. Para ser tan cría es la ma cuidadosa. No se parece nada a esos niños que dejan todas sus c desparramadas por ahí. Ella es muy ordenada. En el respaldo había col la chaqueta de un traje marrón que le había comprado mi madre en Can Sobre el asiento había puesto la blusa y el resto de sus cosas. Debajo, colocaditos el uno junto al otro, estaban sus zapatos con los calce dentro. Era la primera vez que los veía. Debían ser nuevos. Eran mocasines, muy parecidos a los que yo tengo, que iban perfectamente c traje marrón. Mi madre la viste muy bien. De verdad. Para algunas c tiene un gusto estupendo. No sabe comprar patines ni nada por el e pero para eso de los vestidos es estupenda. Phoebe lleva siempre modelos que te dejan bizco. La mayoría de las crías de su edad, por m dinero que tengan sus padres, van por lo general hechas unos adefesio cambio, no se imaginan cómo iba Phoebe con ese traje que le había t mi madre de Canadá. En serio. Me senté en el escritorio de D.B. y me puse a mirar Jo que había enc Eran las cosas de Phoebe del colegio. Sobre todo libros. El que e encima de todo el montón se llamaba, La aritmética es divertida. Lo a miré la primera página donde Phoebe había escrito: Phoebe Weatherfield Caulfield 4 B-l Aquello me hizo muchísima gracia. ¡Qué trasto de niña! Se llama Ph Josephine, no Phoebe Weatherfield. Pero a ella eso del Josephine no le nada. Cada vez que la veo se ha inventado un nombre nuevo. El libro había debajo del de matemática era el de geografía, y el tercero e ortografía. Para la ortografía es un genio. Se le dan bien todas asignaturas, pero sobre todo ésa. Debajo de los libros había un cuad Tiene como cinco mil. Lo abrí y miré la primera página. Había escrito: Bernice, habla conmigo en el recreo. Tengo algo muy importan decirte. Eso es todo lo que había en la primera página. En la segunda decía: ¿Por qué hay tantas fábricas de conservas en el sureste de Alaska Porque hay mucho salmón. ¿Por qué hay allí unos bosques tan extensos y valiosos? Porque tiene el clima adecuado para ellos. ¿Qué ha hecho nuestro gobierno para ayudar al esquimal de Alas Averiguarlo para mañana. Phoebe Weatherfield Caulfield Phoebe Weatherfield Caulfield Phoebe Weatherfield Caulfield Phoebe W. Caulfield Sr. D. Phoebe Weatherfield Caulfield ¡Por favor, pásale esto a Shirley! Shirley, dijiste que eras sagitario, pero no eres más que tauro. T los patines cuando vengas a casa. Me leí el cuaderno entero sin levantarme del escritorio de D.B. No llevó mucho tiempo y además puedo pasarme horas y horas ley cuadernos de críos, de Phoebe o de cualquier otro. Me encantan. L encendí un cigarrillo, el último que me quedaba. Debía haberme fumad día como tres cartones. Al final la desperté. No podía seguir sentad aquel escritorio el resto de mi vida y además me entró miedo de qu descubrieran mis padres sin que me hubiera dado tiempo a decirle siquiera. Así que la desperté. No me costó ningún trabajo. A Phoebe no hace falta gritarle ni nada p estilo. Basta con sentarse en su cama y decirle «Despierta, Phoebe», y ¡ ya se ha despertado. —¡Holden! —dijo enseguida, y me echó los brazos al cuello. Para la que tiene es muy cariñosa. A veces hasta demasiado. Le dí un beso mie me decía: —¿Cuándo has llegado a casa? —estaba contentísima de verme. S notaba. —No grites. Ahora mismo. ¿Cómo estás? —Muy bien. ¿Has recibido mi carta? Te escribí cinco páginas... —Sí. Oye, baja la voz. Gracias. Es cierto que me había escrito una carta que yo no había podido conte En ella me contaba que iban a hacer una función en el colegio y me p que no quedara con nadie para ese viernes porque quería que fuera a ver —¿Qué tal va la función? —le pregunté—. ¿Cómo dijiste que se llam —Cuadro navideño para americanos. Es malísima, pero yo hagBenedict Arnold. Es casi el papel más importante. ¡Jo! Tenía los ojos abiertos de par en par. Cuando le cuenta a uno cos ésas se pone nerviosísima. —Empieza cuando yo me estoy muriendo una Nochebuena y vien fantasma y me pregunta si no me da vergüenza. Ya sabes, haber traicio a mi país y todo eso. ¿Vas a venir? —estaba sentada en la cama—. Po te escribí. ¿Vendrás? —Claro que sí. No me lo perderé. —Papá no puede. Tiene que ir a California —me dijo. ¡Jo! ¡No estaba poco despierta! En dos segundos se le pasa todo el su Estaba medio sentada medio arrodillada en la cama, y me había cogido mano. —Oye, mamá dijo que no llegarías hasta el miércoles. —Pero me dejaron salir antes. Y no grites tanto. Vas a despertar a to mundo. —¿Qué hora es? Dijeron que no volverían hasta muy tarde. Han i Norwalk a una fiesta. ¡Adivina lo que he hecho esta tarde! ¿A que no s qué película he visto? ¡Adivina! —No lo sé. Oye, ¿no dijeron a qué hora...? —Se llamaba El doctor —siguió Phoebe—, y era una película esp que ponían en la Fundación Lister. Sólo hoy. Es la historia de un médic Kentucky que asfixia con una manta a un niño que está paralítico y no p andar. Luego le meten en la cárcel y todo. Es estupenda. —Escucha un momento. ¿No dijeron a qué hora...? —Al médico le da mucha pena y por eso le mata. Luego le conden cadena perpetua, pero el niño se le aparece todo el tiempo para darl gracias por lo que ha hecho. Había matado por piedad, pero él sabe merece ir a la cárcel porque un médico no debe quitar la vida que es un de Dios. Nos llevó la madre de una niña de mi clase, Alice Holmborg. E mejor amiga. La única del mundo entero que... —Para el carro, ¿quieres? —le dije—. Te estoy haciendo una preg ¿Dijeron a qué hora volverían, o no? —No, sólo que sería tarde. Se fueron en el coche para no tener preocuparse por los trenes. Le han puesto una radio, pero mamá dice qu se oye por el tráfico. Aquello me tranquilizó un poco. Por otra parte empezó a deja preocuparme que me encontraran en casa o no. Pensé que, después de daba igual. Si me pillaban, asunto concluido. No se imaginan lo graciosa que estaba Phoebe. Llevaba un pijama con elefantes rojos en el cuello. Los elefantes le vuelven loca. —Así que la película era buena, ¿eh? —Muy buena, sólo que Alice estaba un poco acatarrada y su madr hacía más que preguntarle cómo se encontraba. En lo mejor de la pelícu te echaba encima para ver si tenía fiebre. Le ponía a una nerviosa. Luego le dije: —Oye, te había comprado un disco, pero se me ha roto al venir para a Saqué los trozos del bolsillo y se los enseñé, —Estaba borracho —le dije. —Dame los pedazos. Los guardaré. Me los quitó de la mano y los metió en el cajón de la mesilla de nochdivertidísima. —¿Va a venir D.B. para Navidad? —le pregunté. —Mamá ha dicho que no sabe. Que depende. A lo mejor tiene quedarse en Hollywood para escribir un guión sobre Annapolis. —¿Sobre Annapolis? ¡No me digas! —Es una historia de amor. Y ¿sabes quiénes van a ser los protagoni ¿Qué artistas de cine? Adivina. —No me importa. Nada menos que sobre Annapolis. Pero, ¿qué D.B. sobre la Academia Naval? ¿Qué tiene que ver eso con el tip cuentos que él escribe? —le dije. ¡Jo! Esas cosas me sacan de qu ¡Maldito Hollywood!— ¿Qué te has hecho en el brazo? —le pregunt pijama era de esos sin mangas y vi que llevaba una tirita de esparadrapo —Un chico de mi clase, Curtis Weintraub, me empujó cuando bajáb la escalinata del parque —me dijo—. ¿Quieres verlo? Empezó a despegarse la tirita. —Déjalo. ¿Por qué te empujó? —No sé. Creo que me odia —dijo Phoebe—. Selma Atterbury siempre le estamos manchando el anorak con tinta y cosas así. —Eso no está bien. Ya no tienes edad de hacer tonterías. —Ya sé, pero cada vez que voy al parque me sigue por todas partes me deja en paz. Me pone nerviosa. —Probablemente porque le gustas. Además, esa no es razón mancharle... —No quiero gustarle —me dijo. Luego empezó a mirarme con expresión muy rara—. Holden, ¿cómo es que has vuelto antes miércoles? —¿Qué? ¡Jo! ¡El cuidado que había que tener con ella! No se imaginan lo lista es. —¿Cómo es que has venido antes del miércoles? —volvi preguntarme—. No te habrán echado, ¿verdad? —Ya te he dicho que nos dejaron salir antes. Decidieron... —¡Te han echado! ¡Te han echado! —dijo Phoebe. Me pegó un puñe en la pierna. Cuando le da la ventolera te atiza unos puñetazos de mied ¡Te han echado! ¡Holden! —se había llevado la mano a la boca y tod de lo más sensible. Lo juro. —¿Quién dice que me hayan echado? Yo no he... —Te han echado. Te han echado. Luego me largó otro puñetazo. No saben cómo dolían. —Papá va a matarte —dijo. Se tiró de bruces sobre la cama y se ta cabeza con la almohada. Es una cosa que hace bastante a menudo. A v se pone como loca. —Ya vale —le dije—. No va a pasar nada. Papá no va a... Va Phoebe, quítate eso de la cara. Nadie va a matarme. Pero no quiso destaparse. Cuando se empeña en una cosa, no hay q pueda con ella. Siguió repitiendo: —Papá va a matarte. Papá va a matarte —apenas se le entendía co almohada sobre la cabeza. —No va a matarme. Piensa un poco. Para empezar voy a largarme de una temporada. Buscaré trabajo en el Oeste. La abuela de un amigo tiene un rancho en Colorado. Le pediré un empleo —le dije—. Si vo escribiré desde allí. Venga, quítate esa almohada de la cara. ¡Va Phoebe! Por favor. ¿Quieres quitártela? No me hizo caso. Traté de arrancársela pero no pude porque muchísima fuerza. Se cansa uno de forcejear con ella. ¡Jo! ¡Qué tía! Cu se le mete una cosa en la cabeza... —Phoebe, por favor, sal de ahí —le dije—. Vamos. ¡Eh, Weatherf ¡Sal de ahí! Pero como si nada. A veces no hay modo de razonar con ella. Al fina al salón, cogí unos cigarrillos de la caja que había sobre la mesa, y m metí en el bolsillo. Se me habían terminado. Capítulo 22 Cuando volví, Phoebe se había quitado la almohada de la cabeza — que al final lo haría—, pero, aunque ahora estaba echada boca ar todavía se negaba a mirarme. Cuando me acerqué y me senté en su c volvió la cara hacia el otro lado. Me hacía el vacío total. Como el equip esgrima de Pencey cuando se me olvidaron los floretes en el metro. —¿Cómo está Hazel Weatherfield? —le pregunté—. ¿Has escrito a cuento más sobre ella? Tengo en la maleta el que me mandaste. Está estación. Es muy bueno. —Papá te matará. ¡Jo! ¡Qué terca es la tía! —No, no me matará. A lo más me echará una buena regañina y mandará a una de esas escuelas militares que no hay quien aguante. Y verás. Además, para empezar no voy a estar en casa. Me iré a Colorad rancho que te he dicho. —¡No me hagas reír! Pero si ni siquiera sabes montar a caballo. —¿Cómo que no? Claro que sí. Además eso se aprende en dos min Es facilísimo —le dije—. Déjate eso. Se estaba hurgando la tira de esparadrapo. —¿Quién te ha cortado el pelo? —acababa de darme cuenta de q habían hecho un corte de pelo horrible. Se lo habían dejado demas corto. —¡A ti que te importa! A veces se pone la mar de grosera. —Supongo que te habrán suspendido otra vez en todas las asignatura continuó de lo más descarada. A veces tiene gracia. Más que una parece una maestra de escuela. —No es verdad —le dije—. Me han aprobado en Lengua y Literatura Luego, por jugar un poco, le di un pellizco en el trasero que se le h quedado al aire. Apenas tenía nada. Quiso pegarme en la mano, per acertó. De pronto, me dijo: —¿Por qué lo has hecho? —se refería a que me hubieran expulsado. me lo preguntó de un modo que me dio pena. —¡Por Dios, Phoebe! No me digas eso. Estoy harto de que me lo pregtodo el mundo —le dije—. Por miles de razones. Es uno de los cole peores que he conocido. Estaba lleno de unos tíos falsísimos. En mi vid visto peor gente. Por ejemplo, si había un grupo reunido en una habitac quería entrar uno, a lo mejor no le dejaban sólo porque era un rolla porque tenía granos. En cuanto querías entrar a algún cuarto te cerrab puerta en las narices. Tenían una sociedad secreta en la que ingresé sólo miedo, pero había un chico que se llamaba Robert Ackley y que q pertenecer a ella. Pues no le dejaron porque era pesadísimo y tenía acné quiero ni acordarme de todo eso. Era un colegio asqueroso. Créeme. Phoebe no dijo nada, pero me escuchaba muy atenta. Se le notaba nuca. Da gusto porque siempre presta atención cuando uno le habla. más gracioso es que casi siempre entiende perfectamente lo que uno q decir. De verdad. Seguí hablándole de Pencey. De pronto me apetecía. —Hasta los profesores más pasables del colegio eran también falsísi Había uno, un vejete que se llamaba Spencer. Su mujer nos daba sie chocolate y de verdad que eran muy buena gente. Pues no te imaginas u que Thurmer, el director, entró en la clase de historia y se sentó en la fi atrás. Siempre iba a todas las clases y se sentaba detrás de todo, com fuera de incógnito o algo así. Pues aquel día vino y al rato empe interrumpir al profesor con unos chistes malísimos. Spencer hacía com se partiera de risa y luego no hacía más que sonreírle como si Thurmer una especie de dios del Olimpo o algo así. —No digas palabrotas. —Daban ganas de vomitar, de verdad —le dije—. Y luego el día d Antiguos. En Pencey hay un día en que los antiguos alumnos, los salieron del colegio en 1776 o por ahí, vienen y se pasean por tod edificio con sus mujeres y sus hijos y todo el familión. No te imagin que es eso. Un tío como de cincuenta años llamó a la puerta de nu habitación y nos preguntó si podía pasar al baño. Estaba al final del pa o sea que no sé por qué tuvo que pedirnos permiso a nosotros. ¿Sabes lo nos dijo? Que quería ver si aún estaban sus iniciales en la puerta de un los retretes. Las había grabado hacía como veinte años y quería v seguían allí. Así que mi compañero de cuarto y yo tuvimos que acompa y esperar de pie a que revisara la dichosa puerta de arriba a abajo. Mie tanto nos dijo cincuenta veces que los días que había pasado en Pe habían sido los más felices de toda su vida y no paró de darnos con para el futuro y todo eso. ¡Jo! ¡Cómo me deprimió aquel tío! No es fuera mala persona, de verdad. Pero es que no hace falta ser mala per para destrozarle a uno. Puedes ser una persona estupenda y dejar a u deshecho; No tienes más que darle un montón de consejos mientras bu tus iniciales en la puerta de un retrete. Eso es todo. No sé, a lo mejor n habría deprimido tanto si hubiera jadeado un poco menos. Pero se h quedado sin aliento al subir las escaleras y todo el rato que estuvo busc sus iniciales se lo pasó jadeando sin parar. Las aletas de la nariz movían de una manera tristísima mientras nos decía a Stradlater y a m aprendiéramos en el colegio todo lo que pudiéramos. ¡Dios mío, Pho ¡No puedo explicártelo! No aguantaba Pencey, pero no puedo explicart qué. Phoebe dijo algo pero no pude entenderla. Tenía media boca aplacontra la almohada y no la oía. —¿Qué? —le dije—. Saca la boca de ahí. No te entiendo. —Que a ti nunca te gusta nada. Aquello me deprimió aún más. —Hay cosas que me gustan. Claro que sí. No digas eso. ¿Por qu dices? —Porque es verdad. No te gusta ningún colegio, no te gusta nada de n Nada. —¿Cómo que no? Ahí es donde te equivocas. Ahí es precisamente d te equivocas. ¿Por qué tienes que decir eso? —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me e deprimiendo! —Porque es la verdad. Di una sola cosa que te guste. —¿Una sola cosa? Bueno. Lo que me pasaba es que no podía concentrarme. A veces c muchísimo trabajo. —¿Una cosa que me guste mucho? —le pregunté. No me contestó. Estaba hecha un ovillo al otro lado de la cama, co mil millas de distancia. —Vamos, contéstame —le dije—. ¿Tiene que ser una cosa que mucho, o basta con algo que me guste un poco? —Una cosa que te guste mucho. —Bien —le dije. Pero no podía concentrarme. Lo único que se me oc eran aquellas dos monjas que iban por ahí pidiendo con sus cestas. S todo la de las gafas de montura de metal. Y un chico que había conocid Elkton Hills. Se llamaba James Castle y se negó a retirar lo que había d de un tío insoportable, un tal Phil Stabile. Un día había comentado con chicos que era un creído, y uno de los amigos de Stabile le fue corriendo el cuento. Phil Stabile se presentó con otros seis hijoputas en su cu cerraron la puerta con llave y trataron de obligarle a que retirara lo d pero Castle se negó. Le dieron una paliza tremenda. No les diré lo q hicieron porque es demasiado repugnante, pero el caso es que Castle s sin retractarse. Era un tío delgadísimo y muy débil, con unas muñecas parecían lápices. Al final, antes de desdecirse, prefirió tirarse por la ven Yo estaba en la ducha y oí el ruido que hizo al caer, pero creí que había una radio, o un pupitre, o una cosa así, no una persona. Luego oí car por el pasillo y tíos corriendo por las escaleras, así que me puse la bata, y, tendido sobre la escalinata de la entrada, vi a James Castle. E muerto. Todo alrededor había desparramados dientes y manchas de san todo eso, y nadie se atrevía a acercarse siquiera. Llevaba puesto un jerse cuello alto que yo le había prestado. A los chicos que le habían pegad hicieron más que expulsarles. Ni siquiera los metieron en la cárcel. Pues no se me ocurría nada más. Sólo las dos monjas con las que h hablado durante el desayuno y ese chico que había conocido en Elkton H Lo más curioso es que a James Castle le había conocido poquísimo. E tío muy callado. Estábamos en la misma clase de matemáticas, per sentaba siempre al final de todo y nunca se levantaba ni para dec lección, ni para ir a la pizarra, ni nada. Creo que sólo hablé con él el día vino a preguntarme si le prestaba el jersey. Me quedé tan asombrado qu poco me caí sentado. Recuerdo que estaba lavándome los dientes. E acercó y me dijo que iba a venir a verle un primo suyo para llevarle a dpaseo en coche. No sé siquiera ni cómo sabía que yo tenía un jerse cuello alto. Lo conocía porque iba delante de mí en la lista: Cabel Cable, W.; Castle, J.; Caulfield. Todavía me acuerdo. Si quieren que les la verdad, estuve a punto de no prestárselo. Sólo porque apenas le conoc —¿Qué dices? —le pregunté a Phoebe. Me había dicho algo, pero había entendido. —¿Ves como no hay una sola cosa que te guste? —Sí hay. Claro que sí. —¿Cuál? —Me gusta Allie, y me gusta hacer lo que estoy haciendo ahora. H aquí contigo, y pensar en cosas, y... —Allie está muerto. No vale. Si una persona está muerta y en el Ciel vale... —Ya lo sé que está muerto. ¿Te crees que no lo sé? Pero puedo que ¿no? No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porqu haya muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que si viviendo. Phoebe no contestó. Cuando no se le ocurre nada que decir, se c como una almeja. —Además, ya te digo que también me gusta esto. Estar aquí sen contigo perdiendo el tiempo... —Pero esto no es nada. —Claro que sí. Claro que es algo. ¿Por qué no? La gente nunca importancia a las cosas. ¡Maldita sea! Estoy harto. —Deja de jurar y dime otra cosa. Dime por ejemplo qué te gustaría Científico o abogado o qué. —Científico no. Para las ciencias soy un desastre. —Entonces abogado como papá. —Supongo que eso no estaría mal, pero no me gusta. Me gustaría s abogados fueran por ahí salvando de verdad vidas de tipos inocentes, eso nunca lo hacen. Lo que hacen es ganar un montón de pasta, jugar al y al bridge, comprarse coches, beber martinis secos y darse m importancia. Además, si de verdad te. pones a defender a tíos inoce ¿cómo sabes que lo haces porque quieres salvarles la vida, o porque qu que todos te consideren un abogado estupendo y te den palmaditas espalda y te feliciten los periodistas cuando acaba el juicio como pas toda esa imbecilidad de películas? ¡Cómo sabes tú mismo que no te mintiendo? Eso es lo malo, que nunca llegas a saberlo. No sé si Phoebe entendía o no lo que quería decir porque es aún muy para eso, pero al menos me escuchaba. Da gusto que le escuchen a uno. —Papá va a matarte. Va a matarte —me dijo. Pero no la oí. Estaba pensando en otra cosa. En una cosa absurda. —¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de ve si pudiera elegir? —¿Qué? —¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a cuerpo, cuando van entre el centeno...»? Me gustaría... —Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el cent —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns. —Ya sé que es un poema de Robert Burns. Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van el centeno», pero entonces no lo sabía. —Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» —le dije—, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando e campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiez correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián ent centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad gustaría hacer. Sé que es una locura. Phoebe se quedó callada mucho tiempo. Luego, cuando al fin habló, dijo: —Papá va a matarte. —Por mí que lo haga —le dije. Me levanté de la cama porque q llamar al que había sido profesor mío de literatura en Elkton Hills, el s Antolini. Ahora vivía en Nueva York. Había dejado el colegio para enseñar a la Universidad—. Tengo que hacer una llamada —le d Phoebe—. Enseguida vuelvo. No te duermas. No quería que se durmiera mientras yo estaba en el salón. Sabía que haría, pero aun así se lo dije para asegurarme. Mientras iba hacia la puerta, Phoebe me llamó: —¡Holden! Me volví. Se había sentado en la cama. Estaba guapísima. —Una amiga mía, Phillis Margulis, me ha enseñado a eructarme —d . Escucha. Escuché y oí algo, pero nada espectacular. —Lo haces muy bien —le dije, y luego me fui al salón a llamar al s Antolini. Capítulo 23 Hablé muy poco rato porque tenía miedo de que llegaran mis padres pescaran con las manos en la masa. Pero tuve suerte. El señor Ant estuvo muy amable. Me dijo que si quería, vendría a busc inmediatamente. Creo que les desperté a él y a su mujer porque tard muchísimo en coger el teléfono. Lo primero que me preguntó fue que s pasaba algo grave y yo le contesté que no. Pero le dije que me ha echado de Pencey. Pensé que era mejor que lo supiera cuanto antes dijo: «¡Vaya por Dios! ¡Buena la hemos hecho!». La verdad es que bastante sentido del humor. Me dijo también que si quería podía ir para en seguida. El señor Antolini es el mejor profesor que he tenido nunca. Es bas joven, un poco mayor que mi hermano D.B., y se puede bromear con é perderle el respeto ni nada. El fue quien recogió el cuerpo de James C cuando se tiró por la ventana. El señor Antolini se le acercó, le tom pulso, se quitó el abrigo, cubrió el cadáver con él y lo llevó a la enferm No le importó nada que el abrigo se le manchara todo de sangre. Cuando volví a la habitación de D.B., Phoebe había puesto la r Daban música de baile. Había bajado mucho el volumen para que n oyera la criada. No se imaginan lo mona que estaba. Se había sentado s la colcha en medio de la cama con las piernas cruzadas como si estu haciendo yoga. Escuchaba la música. Me hizo una gracia horrorosa. —Vamos —le dije—, ¿quieres bailar? La enseñé cuando era pequeña y baila estupendamente. De m aprendió más que unos cuantos pasos, el resto lo aprendió ella sola. B es una de esas cosas que se .lleva en la sangre. —Pero llevas zapatos. —Me los quitaré. Vamos. Bajó de un salto de la cama, esperó a que me descalzara, y luego bail un rato. Lo hace maravillosamente. Por lo general me revienta cuand mayores bailan con niños chicos, por ejemplo cuando va uno restaurante y ve a un señor sacar a bailar a una niña. La cría no sabe d paso y el señor le levanta todo él vestido por atrás, y resulta horrible eso Phoebe y yo nunca bailamos en público. Sólo hacemos un poco el en casa. Además con ella es distinto porque sí sabe bailar. Te sigue hagque hagas. Si la aprieto bien fuerte, no importa que yo tenga las pie mucho más largas que ella. Y puedes hacer lo que quieras, dar unos p bien difíciles, o inclinarte a un lado de pronto, o saltar como si fuera polka, lo mismo da, ella te sigue. Hasta puede con el tango. Bailamos cuatro piezas. En los descansos me hace . muchísima gr Se queda quieta en posición, esperando sin hablar ni nada. A mí me obl hacer lo mismo hasta que la orquesta empieza a tocar otra vez. divertidísima, pero no le deja a uno ni reírse ni nada. Bueno, como les iba diciendo, bailamos cuatro piezas y luego Ph quitó la radio. Volvió a subir a la cama de un salto y se metió entr sábanas. —Estoy mejorando, ¿verdad? —me preguntó. —Muchísimo —le dije. Volví a sentarme en la cama a su lado. E jadeando. De tanto fumar no podía ya ni respirar. Ella en cambio se como si nada. —Tócame la frente —dijo de pronto. —¿Para qué? —Tócamela. Sólo una vez. Lo hice, pero no noté nada. —¿No te parece que tengo fiebre? —No. ¿Es que tienes? —Sí. La estoy provocando. Tócamela otra vez. Volví a ponerle la mano en la frente y tampoco sentí nada, pero le dij —Creo que ya empieza a subir —no quería que le entrara complej inferioridad. Asintió. —Puedo hacer que suba muchísimo el ternómetro. —Se dice «termómetro». ¿Quién te ha enseñado? —Alice Homberg. Sólo tienes que cruzar las piernas, contener el alie concentrarte en algo muy caliente como un radiador o algo así. Te arde la frente que hasta puedes quemarle la mano a alguien. ¡Qué risa! Retiré la mano corriendo como si me diera un miedo terrib —Gracias por avisarme —le dije. —A ti no te habría quemado. Habría parado antes. ¡Chist! Se sentó en la cama a toda velocidad. Me dio un susto de muerte. —¡La puerta! —me dijo en un susurro—. Son ellos. De un salto me acerqué al escritorio y apagué la luz. Aplasté la punt cigarrillo contra la suela de un zapato y me metí la colilla en el bol Luego agité la mano en el aire para disipar un poco el humo. No debía h fumado. Cogí los zapatos, me metí en el armario y cerré la puerta. ¡J corazón me latía como un condenado. Sentí a mi madre entrar en la habitación. —¿Phoebe? —dijo—. No te hagas la dormida. He visto la luz, señorit —Hola —dijo Phoebe—. No podía dormir. ¿Os habéis divertido? —Muchísimo —dijo mi madre, pero se le notaba que no era verdad. N gustan mucho las fiestas—. Y ¿por qué estás despierta, señorita, si es puede saberse? ¿Tenías frío? —No tenía frío. Es que no podía dormir. —Phoebe, ¿has estado fumando? Dime la verdad. —¿Qué? —dijo Phoebe. —Ya me has oído. —Encendí un cigarrillo un segundo. Sólo le di una pitada. Luego lo por la ventana. —Y ¿puedes decirme por qué? —No podía dormir. —No me gusta que hagas eso, Phoebe. No me gusta nada —dij madre—. ¿Quieres que te ponga otra manta? —No, gracias. Buenas noches —dijo Phoebe. Se le notaba que e deseando que se fuera. —¿Qué tal la película? —le preguntó mi madre. —Estupenda. Sólo que la madre de Alice se pasó todo el preguntándole que si tenía fiebre. Volvimos en taxi. —Déjame que te toque la frente. —Estoy bien. Alice no tenía nada. Es que su madre es una pesada. —Bueno, ahora a dormir. ¿Qué tal la cena? —Asquerosa —dijo Phoebe. —Tu padre te ha dicho mil veces que no digas esas cosas. ¿Por asquerosa? Era una chuleta de cordero estupenda. Fui hasta Lexington para... —No era la chuleta. Es que Charlene te echa el alientazo encima cad que te sirve algo. Echa toda la respiración encima de la comida. —Bueno. A dormir. Dame un beso. ¿Has rezado tus oraciones? —Sí. En el baño. Buenas noches. —Buenas noches. Que te duermas pronto. Tengo un dolor de ca tremendo —dijo mi madre. Suele tener unas jaquecas terribles, de verda —Tómate unas cuantas aspirinas —dijo Phoebe—. Holden vuelv miércoles, ¿verdad? —Eso parece. Métete bien dentro, anda. Hasta abajo. Oí a mi madre salir y cerrar la puerta. Esperé un par de minutos y sa armario. Me di de narices con Phoebe que había saltado de la cam medio de la oscuridad para avisarme. —¿Te he hecho daño? —le pregunté. Ahora que estaban en teníamos que hablar en voz muy baja. —Tengo que irme —le dije. Encontré a tientas el borde de la cama senté en él y empecé a ponerme los zapatos. Estaba muy nervios confieso. —No te vayas aún —dijo Phoebe—. Espera a que se duerman. —No. Ahora es el mejor momento. Mamá estará en el baño y oyendo las noticias. Es mi oportunidad. A duras penas podía abrocharme los zapatos de nervioso que estaba es que me hubieran matado de haberme encontrado en casa, pero sí h sido bastante desagradable. —¿Dónde te has metido? —le dije a Phoebe. Estaba tan oscuro que n veía nada. —Aquí. Resulta que estaba allí a dos pasos y ni la veía. -—Tengo las maletas en la estación —le dije—. Oye, ¿tienes alg dinero? Estoy casi sin blanca. —Tengo el que he ahorrado para Navidad. Para los regalos. Pero aú he gastado nada. No me gustaba la idea de llevarme la pasta que había ido guardando eso. —¿Quieres que te lo preste? —No quiero dejarte sin dinero para Navidad. —Puedo dejarte una parte —me dijo. Luego la oí acercarse al escri de D.B., abrir un millón de cajones, y tantear con la mano. El cuarto e en tinieblas. —Si te vas no me verás en la función —dijo. La voz le sonaba un rara. —Sí, claro que te veré. No me iré hasta después. ¿Crees que v perdérmela? —le dije—. Probablemente me quedaré en casa del s Antolini hasta el martes por la noche y luego vendré a casa. Si pued telefonearé. —Toma —dijo Phoebe. Trataba de darme la pasta en medio de aq oscuridad, pero no me encontraba. —¿Dónde estás? Me puso el dinero en la mano. —Oye, no necesito tanto —le dije—. Préstame sólo dos dólares verdad. Toma. Traté de darle el resto, pero no me dejó. —Puedes llevártelo todo. Ya me lo devolverás. Tráelo cuando venga función. —Pero, ¿cuánto me das? —Ocho dólares con ochenta y cinco centavos. No, sesenta y cinco. M gastado un poco. De pronto me eché a llorar. No pude evitarlo. Lloré bajito para que n oyeran, pero lloré. Phoebe se asustó muchísimo. Se acercó a mí y tra calmarme, pero cuando uno empieza no puede pararse de golpe y por Seguía sentado al borde de la cama. Phoebe me echó los brazos al cue yo le rodeé los hombros con un brazo, pero aun así no pude dejar de ll Creí que me ahogaba. ¡Jo! ¡Qué susto le di a la pobre! Noté que tir porque sólo llevaba el pijama y estaba abierta la ventana. Traté de obli a que volviera a la cama pero no quiso. Al final me calmé, pero despu mucho mucho rato. Acabé de abrocharme el abrigo y le dije que me po en contacto con ella en cuanto pudiera. Me dijo que podía dormir e cama si quería, pero yo le contesté que no, que era mejor que me porque el señor Antolini estaba esperándome y todo. Luego saqué bolsillo la gorra de caza y se la di. Le gustan mucho esas cosas. Al prin no quiso quedársela, pero yo la obligué. Estoy seguro de que durmió ella puesta. Le encantan ese tipo de gorras. Le dije que la llamaría en cu pudiera y me fui. Resultó mucho más fácil salir de casa que entrar. Creo sobre todo porque de pronto ya no me importaba que me cogieran verdad. Si me pillaban, me pillaban. En cierto modo, creo que hast hubiera alegrado. Bajé por la escalera de servicio en vez de tomar el ascensor. Cas rompo la crisma porque tropecé con unos diez mil cubos de basura, pe final llegué al vestíbulo. El ascensorista ni siquiera me vio. Probablem se cree que sigo en casa de los Dickstein. Capítulo 24 El señor Antolini y su mujer tenían un apartamento muy elegant Sutton Place con bar y dos escalones para bajar al salón y todo. Yo h estado allí muchas veces porque cuando me echaron de Elkton Hills el s Antolini venía a mi casa con mucha frecuencia a cenar y a ver cómo se Entonces aún estaba soltero. Luego, cuando se casó, solíamos jugar al los tres en el West Side Tennis Club de Forest Hills al que pertenec mujer. La señora Antolini estaba podrida de dinero. Era como sesenta mayor que su marido, pero, al parecer, se llevaban muy bien. Los dos muy intelectuales, sobre todo él, sólo que cuando hablaba conmigo era ingenioso que intelectual, lo mismo que D.B. La señora Antolini tiraba a lo serio. Tenía bastante asma. Los dos leían todos los cuentos d hermano —ella también—, y cuando D.B. se marchó a Hollywood el s Antolini le llamó para decirle que no fuera, que un tío que escribía tan como él no tenía nada que hacer en el cine. Prácticamente lo mismo q dije yo. Pero D.B. no le hizo caso. Debí haber ido a su casa andando porque no quería gastar el dinero me había dado Phoebe si no era en algo absolutamente indispensable, cuando salí a la calle sentí una sensación rara, como de mareo, así que un taxi. De verdad que no quería, pero no tuve más remedio. No sab que me costó encontrar uno a esa hora. Cuando llamé al timbre de la puerta —una vez que el ascensorista, el cerdo, se decidió a subirme—, salió a abrir el señor Antolini. Iba en ba zapatillas y llevaba un vaso en la mano. Era un tío con mucho mundo daba bien al alcohol. —¡Holden, muchacho! —me dijo—. ¡Dios mío! Ya has crecido c veinte pulgadas más. ¡Cuánto me alegro de verte! —¿Cómo está usted, señor Antolini? ¿Cómo está la señora Antolini? —Muy bien los dos. Venga, dame ese abrigo. Me lo quitó de la mano y lo colgó. —Esperaba verte llegar con un recién nacido en los brazos. Nadie a q recurrir, lágrimas, copos de nieve en las pestañas... Cuando quiere es un tío muy ingenioso. Luego se volvió y gritó dirección a la cocina: —¡Lillian! ¿Cómo va ese café? —Lillian era el nombre de su mujer. —Ya está listo —contestó ella también a gritos—. ¿Ha llegado Hol ¡Hola, Holden! —Hola señora Antolini. Se hablaban todo el tiempo a berridos. Supongo que era porque n estaban juntos en la misma habitación. Tenía gracia. —Siéntate, Holden —dijo el señor Antolini. Se le notaba que estab poco curda. En el salón había por todas partes copas y platitos lleno cacahuetes y cosas así, como si hubiera habido una fiesta. —No te fijes en este desorden —me dijo—. Hemos tenido que invi unos amigos de mi mujer. Unos tipos de Buffalo. Más bien diría que búfalos. Me reí. La señora Antolini me gritó algo desde la cocina, pero no entenderla. —¿Qué ha dicho? —le pregunté a su marido. —Que no se te ocurra mirarla cuando entre. Acaba de levantarse cama. Coge un cigarrillo. ¿Sigues fumando? —Gracias —le dije. Tomé uno de la caja que me ofrecía abierta— veces. Fumo con moderación. —No lo dudo —me dijo. Me acercó un encendedor que había sob mesa—. Así que Pencey y tú habéis dejado de ser uno. Siempre decía cosas así. Unas veces me hacía gracia y otras no. Creo se le iba un poco la mano, aunque con eso no quiero decir que no ingenioso. Lo era, pero a veces le pone a uno nervioso que le digan cos ese estilo todo el tiempo. D.B. hace lo mismo. —¿Qué pasó? —dijo el señor Antolini—. ¿Qué tal saliste en Len Ahora mismo te pongo de patitas en la calle si me dices que te suspendido a ti, el mejor escritor de composiciones que haya visto este p —No, en Lengua me han aprobado, aunque era casi todo literatura. he escrito dos composiciones en todo el semestre —le dije—. Lo que suspendido es Expresión Oral. Era una asignatura obligatoria. En és han cateado. —¿Por qué? —No lo sé. La verdad es que no tenía ganas de contárselo. Aún me sentía un mareado y de pronto me había entrado un dolor de cabeza terrible verdad. Pero como se le notaba que estaba muy interesado en el asun expliqué un poco en qué consistía esa clase. —Es un curso en que cada chico tiene que levantarse y dar una espec charla. Ya sabe. Muy espontánea y todo eso. En cuanto el que habla se del tema los demás tienen que gritarle, «Digresión». Me ponía malo suspendieron. —¿Por qué? —No lo sé. Eso de tener que gritar «Digresión» me ponía los nervio punta. No puedo decirle por qué. Creo que lo que pasa es que cuand paso mejor es precisamente cuando alguien empieza a divagar. Es m más interesante. —¿No te gusta que la gente se atenga al tema? —Sí, claro que me gusta que se atengan al tema, pero no demasiado sé. Me aburro cuando no divagan nada en absoluto. Los chicos que sac las mejores notas en Expresión Oral eran los que hablaban con precisión, lo reconozco. Pero había uno que se llamaba Richard Kinse que siempre se iba por las nubes. Le gritaban «Digresión» todo el tie Me daba muchísima pena porque, para empezar, era un tío muy nerv pero mucho, de esos que en cuanto les toca hablar empiezan a temblarle labios. Si uno estaba sentado un poco atrás, ni siquiera le oía. Para mi g era el mejor de la clase, pero por poco le suspenden también. Le diero aprobado pelado sólo porque los otros le gritaban «Digresión» tod tiempo. Por ejemplo, un día habló de una finca que había comprado su p en Vermont. Bueno, pues el profesor, el señor Vinson, le puso un susp porque no dijo qué clase de animales y de verduras y de frutas producí que pasó es que Kinsella empezó hablando de todo eso, pero de pron puso a contarnos la historia de un tío suyo que había cogido la polio cu tenía cuarenta y dos años y no quería que nadie fuera a visitarle al hos para que no le vieran paralítico. Reconozco que no tenía nada que ver c finca, pero era muy bonito. Me gusta mucho más que un chico me hab su tío. Sobre todo cuando empieza hablando de una finca y de repen pone a hablar de una persona. Es un crimen gritarle a un tío «Digres cuando está en medio de... No sé. Es difícil de explicar. Tenía un dolor de cabeza horrible y estaba deseando que aparecie señora Antolini con el café. Si hay una cosa que me molesta es cu alguien te dice que algo está listo y resulta que no es verdad. —Holden, una breve pregunta de tipo pedagógico y ligeramente carg ¿No crees que hay un momento y un lugar apropiados para cada cosa? crees que si alguien empieza a hablarte de la finca de su padre debe aten al tema primero y después hablarte, si quiere, de la parálisis de su tío? otra parte, si esa parálisis le parece tan fascinante, ¿por qué no la elige c tema para la charla en vez de la finca? No tenía ganas de contestarle a todo eso. Me encontraba muy mal. H empezaba a dolerme el estómago. —Sí. Supongo que sí. Supongo que debía haber elegido como tema tío si es que le interesaba tanto. Pero es que hay quien no sabe lo q interesa hasta que empieza a hablar de algo que le aburre. A vece inevitable. Por eso creo que es mejor que le dejen a uno en paz si lo muy bien con lo que dice. Es bonito que la gente se emocione con algo que pasa es que usted no conoce al señor Vinson. Le volvía a uno Continuamente nos repetía que había que unificar y simplificar. No cómo se puede unificar y simplificar así por las buenas, sólo porque a u dé la gana. Usted no conoce a ese Vinson. A lo mejor era muy intelig pero a mí me parece que no tenía más seso que un mosquito. —Caballeros, el café al fin. La señora Antolini entró en el salón llevando una bandeja con dos de café y un plato de pasteles. —Holden, no se te ocurra ni mirarme. Voy hecha un cuadro. —¿Cómo está usted, señora Antolini? Empecé a levantarme, pero el señor Antolini me tiró de la chaqueta obligó a sentarme. Su mujer tenía la cabeza llena de rulos. No lle maquillaje ni nada y la verdad es que estaba bastante fea. De pronto pa mucho más vieja. —Bueno, os dejo esto aquí. Servios lo que queráis —dijo mientras p la bandeja sobre la mesa empujando hacia un lado todos los vaso¿Cómo está tu madre, Holden? —Muy bien, gracias. Hace bastante que no la veo, pero la última vez. —Si Holden necesita algo, está todo en el ropero. En el estante de ar Yo me voy a acostar. Estoy muerta —dijo la señora Antolini. Se le nota . ¿Sabréis hacer la cama en el sofá vosotros solos? —Ya nos las arreglaremos. Tú vete a dormir —dijo el señor Antolin dieron un beso y luego ella me dijo adiós y se fue a su cuarto. Siemp estaban besuqueando en público. Tomé un poco de café y medio pastel que, por cierto, estaba más duro una piedra. El señor Antolini se tomó otro cocktail. Los hace bas fuertes, se le nota. Si no se anda con ojo acabará alcoholizado. —Comí con tu padre hace un par de semanas —me dijo de repente— lo ha dicho? —No. No sabía nada. —Está muy preocupado por ti. —Sí. Ya lo sé. —Al parecer, cuando me telefoneó acababa de recibir una carta director de Pencey en que le decía que ibas muy mal, que hacías nov que no estudiabas, que, en general... —No hacía novillos. Allí era imposible. Falté un par de veces a la de Expresión Oral, pero eso no es hacer novillos. No tenía ganas de hablar del asunto. El café me había sentado un po estómago, pero seguía teniendo un dolor de cabeza terrible. El señor Antolini encendió otro cigarrillo. Fumaba como un energúm Luego dijo: —Francamente, no sé qué decirte, Holden. —Lo sé. Es muy difícil hablar conmigo. Me doy cuenta. —Me da la sensación de que avanzas hacia un fin terrible. sinceramente, no sé qué clase de... ¿Me escuchas? —Sí. Se le notaba que estaba tratando de concentrarse. —Puede que a los treinta años te encuentres un día sentado en un odiando a todos los que entran y tengan aspecto de haber jugado al fútb la universidad. O puede que llegues a adquirir la cultura suficiente c para aborrecer a los que dicen «Ves a verla». O puede que acabe oficinista tirándole grapas a la secretaria más cercana. No lo sé. entiendes adonde voy a parar, ¿verdad? —Sí, claro —le dije. Y era verdad. Pero se equivocaba en eso de acabaré odiando a los que hayan jugado al fútbol en la universidad. En s No odio a casi nadie. Es posible que alguien me reviente durante temporada, como me pasaba con Stradlater o Robert Ackley. Los odio cuantas horas o unos cuantos días, pero después se me pasa. Has posible que si luego no vienen a mi habitación o no los veo en el com les eche un poco de menos. El señor Antolini se quedó un rato callado. Luego se levantó, se s otro cubito de hielo, y volvió a sentarse. Se le notaba que estaba pensa Habría dado cualquier cosa porque hubiera continuado la conversación mañana siguiente, pero no había manera de pararle. La gente siemp empeña en hablar cuando el otro no tiene la menor gana de hacerlo. —Está bien. Puede que no me exprese de forma memorable en momento. Dentro de un par de días te escribiré una carta y lo entend todo, pero ahora escúchame de todos modos —me dijo. Volv concentrarse. Luego continuó—. Esta caída que te anuncio es de un muy especial, terrible. Es de aquellas en que al que cae no se le per llegar nunca al fondo. Sigue cayendo y cayendo indefinidamente. Es la de caída que acecha a los hombres que en algún momento de su vida buscado en su entorno algo que éste no podía proporcionarles, o al m así lo creyeron ellos. En todo caso dejaron de buscar. De he abandonaron la búsqueda antes de iniciarla siquiera. ¿Me sigues? —Sí, señor. —¿Estás seguro? —Sí. Se levantó y se sirvió otra copa. Luego volvió a sentarse. Nos pasamo buen rato en silencio. —No quiero asustarte —continuó—, pero te imagino con toda faci muriendo noblemente de un modo o de otro por una causa totalmente in Me miró de una forma muy rara y dijo: —Si escribo una cosa, ¿la leerás con atención? —Claro que sí —le dije. Y así lo hice. Aún tengo el papel que me di acercó a un escritorio que había al otro lado de la habitación y, sin sent escribió algo en una hoja de papel. Volvió con ella en la mano y se inst mi lado. —Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dij sicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que... ¿Me sigues —Sí, claro que sí. —Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sen es que el primero ansia morir orgullosamente por una causa, mientras q segundo aspira a vivir humildemente por ella.» Se inclinó hacia mí y me dio el papel. Lo leí y me lo metí en el bol Le agradecí mucho que se molestara, de verdad. Lo que pasaba es qu podía concentrarme. ¡Jo! ¡Qué agotado me sentía de repente! Pero se notaba que el señor Antolini no estaba nada cansado. Curd cambio, estaba un rato. —Creo que un día de estos —dijo—, averiguarás qué es lo que quier entonces tendrás que aplicarte a ello inmediatamente. No podrás perd un solo minuto. Eso sería un lujo que no podrás permitirte. Asentí porque no me quitaba ojo de encima, pero la verdad es que entendí muy bien lo que quería decir. Creo que sabía vagamente a qu refería, pero en aquel momento no acababa de entenderlo. Estaba demas cansado. —Y sé que esto no va a gustarte nada —continuó—, pero en cu descubras qué es lo que quieres, lo primero que tendrás que hacer tomarte en serio el colegio. No te quedará otro remedio. Te guste o n cierto es que eres estudiante. Amas el conocimiento. Y creo que una vez hayas dejado atrás las clases de Expresión Oral y a todos esos Vicens... —Vinson —le dije. Se había equivocado de nombre, pero no interrumpirle. —Bueno, lo mismo da. Una vez que los dejes atrás, comenzar acercarte —si ése es tu deseo y tu esperanza— a un tipo de conocim muy querido de tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres la pripersona a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sen Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del m modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia d sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata d hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación historia. Es poesía. Se detuvo y dio un largo sorbo a su bebida. Luego volvió a la carga ¡Se había disparado! No traté de pararle ni nada. —Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan h una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es as que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creado que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella m más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tiend expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hast últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por cien las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado. ¿Me entie lo que quiero decir? —Sí, señor. Permaneció un largo rato en silencio. No sé si les habrá pasado al vez, pero es muy difícil estar esperando a que alguien termine de pen diga algo. Dificilísimo. Hice esfuerzos por no bostezar. No es que estu aburrido —no lo estaba—, pero de repente me había entrado un s tremendo. —La educación académica te proporcionará algo más. Si la sigues constancia, al cabo de un tiempo comenzará a darte una idea de la me de tu inteligencia. De qué puede abarcar y qué no puede abarcar. Po poco comenzarás a discernir qué tipo de pensamiento halla cabida cómodamente en tu mente. Y con ello ahorrarás tiempo porque y tratarás de adoptar ideas que no te van, o que no se avienen a tu intelige Sabrás cuáles son exactamente tus medidas intelectuales y vestirás mente de acuerdo con ellas. De pronto, sin previo aviso, bostecé. Sé que fue una grosería, per pude evitarlo. El señor Antolini se rió: —Vamos —dijo mientras se levantaba—. Haremos la cama en el sofá Le seguí. Se acercó al armario y trató de bajar sábanas, mantas, y cosas así del estante de arriba, pero no pudo porque aún tenía el vaso mano. Se echó al coleto el poco líquido que quedaba dentro, lo dejó suelo, y luego bajó las cosas. Le ayudé a llevarlas hasta el sofá e hicim cama juntos. La verdad es que a él no se le daba muy bien. No estirab sábanas ni nada, pero me dio igual. Estaba tan cansado que podía h dormido de pie. —¿Qué tal tus muchas mujeres? —Bien. Reconozco que mi conversación no era muy brillante, pero no tenía g de hablar. —¿Cómo está Sally? Conocía a Sally Hayes. Se la había presentado una vez. —Está bien. He salido con ella esta tarde. ¡Jo! ¡Parecía que habían pasado como veinte años desde entonces! —Ya no tenemos mucho en común —le dije. —Pero era una chica muy guapa. ¿Y la otra? Aquélla de que me hab La que conociste en Maine. —¿Jane Gallaher? Está bien. Probablemente la llamaré mañana. Terminamos de hacer la cama. —Es toda tuya —dijo el señor Antolini—. Pero no sé dónde vas a m esas piernas que tienes. —No se preocupe. Estoy acostumbrado a camas cortas —le dije— muchas gracias. Usted y la señora Antolini me han salvado la vida noche. —Ya sabes dónde está el baño. Si quieres algo, dame un grito. Aún e en la cocina un buen rato. ¿Te molestará la luz? —No, claro que no. Muchas gracias. —De nada. Buenas noches, guapetón. —Buenas noches. Y muchas gracias. Se fue a la cocina y yo me metí en el baño a desnudarme. No lavarme los dientes porque no había traído cepillo. Tampoco tenía pija el señor Antolini se había olvidado de prestarme uno de los suyos. As volví al salón, apagué la lámpara, y me acosté en calzoncillos. El sof cortísimo, pero aquella noche habría dormido de pie sin un solo parpa Estuve pensando un par de segundos en lo que me había dicho el s Antolini, en eso de que uno aprendía a calcular el tamaño de su intelige La verdad es que era un tío muy listo. Pero no podía mantener los abiertos y me dormí. De pronto ocurrió algo. No quiero ni hablar de ello. No sé qué hora s pero el caso es que me desperté. Sentí algo en la cabeza. Era la mano d tío. ¡Jo! ¡Vaya susto que me pegué! Era la mano del señor Antolini. Se h sentado en el suelo junto al sofá en medio de la oscuridad y estaba c acariciándome o dándome palmaditas en la cabeza. ¡Jo! ¡Les aseguro pegué un salto hasta el techo! —¿Qué está haciendo? —Nada. Estaba sentado aquí admirando... —Pero, ¿qué hace? —le pregunté de nuevo. No sabía ni qué decir. E desconcertadísimo. —¿Y si bajaras la voz? Ya te digo que estaba sentado aquí... —Bueno, tengo que irme —le dije. ¡Jo! ¡Qué nervios! Empecé a pon los pantalones sin dar la luz ni nada. Pero estaba tan nervioso qu acertaba. En todos los colegios a los que he ido he conocido a un montó pervertidos, más de los que se pueden imaginar, y siempre les da por m el numerito cuando estoy delante. —¿Que tienes que irte? ¿Adonde? —dijo el señor Antolini. Trataba de hacerse el muy natural, como si todo fuera de lo más no pero de eso nada. Se lo digo yo. —He dejado las maletas en la estación. Creo que será mejor que va recogerlas. Tengo allí todas mis cosas. —No tengas miedo que no va a llevárselas nadie. Vuelve a la cama voy a acostarme también. Pero, ¿qué te pasa? —No me pasa nada. Es que tengo el dinero y todas mis cosas en maletas. Volveré enseguida. Tomaré un taxi y volveré inmediatamente. ¡Jo! No daba pie con bola en medio de aquella oscuridad. —Es que el dinero no es mío. Es de mi madre. —No digas tonterías. Holden. Vuelve a la cama. Yo me voy a dorm dinero seguirá allí por la mañana. —No, de verdad. Tengo que irme. En serio. Había terminado de vestirme, pero no encontraba la corbata. No acordaba de dónde la había puesto. Dejé de buscarla y me puse la chaq sin más. El señor Antolini se había sentado ahora en un sillón que ha poca distancia del sofá. Estaba muy oscuro y no se veía muy bien, pero que me miraba. Seguía bebiendo como un cosaco porque llevaba su compañero en la mano. —Eres un chico muy raro. —Lo sé —le dije. Me cansé de buscar la corbata y decidí irme sin ella. —Adiós —le dije—. Muchas gracias por todo. De verdad. Me siguió hasta la puerta y se me quedó mirando desde el um mientras yo llamaba al ascensor. No me dijo nada, sólo repetía para sí e que era «un chico muy raro». ¡De raro, nada! Siguió allí de pie sin quit ojo de encima. En mi vida he esperado tanto tiempo a un ascensor. S juro. Como no se me ocurría de qué hablar y él seguía clavado sin mover final le dije: —Voy a empezar a leer libros buenos. De verdad. Algo tenía que decir. Era una situación de lo más desairada. —Recoge tus maletas y vuelve aquí inmediatamente. Dejaré la p abierta. —Muchas gracias —le dije—. Adiós. Por fin llegó el ascensor. Entré en él y bajé hasta el vestíbulo. ¡Jo temblando como un condenado. Cosas así me han pasado ya como v veces desde muy pequeño. No lo aguanto. Capítulo 25 Cuando salí estaba empezando a amanecer. Hacía mucho frío pero vino bien porque estaba sudando. No tenía ni idea de dónde meterme quería ir a un hotel y gastarme todo el dinero que me había dado Phoeb que me fui andando hasta Lexington y allí tomé el metro a la estació Grand Central. Tenía las maletas en esa consigna y pensé que podría do un poco en esa horrible sala de espera donde hay un montón de banco eso es lo que hice. Al principio no estuvo tan mal porque como no h mucha gente pude echarme todo lo largo que era en un banco. Pero pre no hablarles de aquello. No fue nada agradable. No se les ocurra inten nunca, de verdad. No saben lo deprimente que es. Dormí sólo hasta las nueve porque a esa hora empezaron a entrar mil personas y tuve que poner los pies en el suelo. Como así no podía s durmiendo, acabé sentándome. Me seguía doliendo la cabeza y ahora m más fuerte. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan deprimido. Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocu alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Es era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y hab encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté s habría equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemen gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se puede saber cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo m debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le h dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se h portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hu llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamen quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicac acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y p también que fue el único que se acercó a James Castle cuando e muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me depr Quizá debía haber vuelto a su casa. Quizá me había acariciado la ca sólo porque le apetecía. Pero cuantas más vueltas • le daba en la cabe todo aquel asunto, peor me sentía. Me dolían muchísimo los ojosescocían de no dormir. Y para colmo estaba cogiendo un catarro llevaba pañuelo. Tenía unos cuantos en la maleta, pero no me ape abrirla en medio de toda aquella gente. Alguien se había dejado una re en el banco de al lado, así que me puse a ojearla a ver si con eso dejab pensar en el señor Antolini y en muchas otras cosas. Pero el artículo empecé a leer me deprimió aún más. Hablaba de hormonas. Te decía c tenías que tener la cara y los ojos y todo lo demás cuando las hormon funcionaban bien, y yo no respondía para nada a la descripción. Era igu en cambio, al tipo que según el artículo tenía unas hormonas horrible que de pronto empecé a preocuparme por las dichosas hormonas. Lueg puse a leer otro artículo sobre cómo descubrir si tienes cáncer. Decía q te sale una pupa en los labios y tarda mucho en curarse es probablem señal de que lo tienes. Precisamente hacía dos semanas que tenía calentura que no se secaba, así que inmediatamente me imaginé que cáncer. Aquella revistita era como para levantarle la moral a cualqu Dejé de leer y salí a dar un paseo. Estaba seguro de que me quedaban c dos meses de vida. De verdad. Completamente seguro de ello. Y la ide me produjo precisamente una alegría desbordante. Parecía como si fuera a empezar a llover de un momento a otro, pero así me fui a dar un paseo. Iría a desayunar. No tenía mucha hambre, pensé que tenía que comer algo que tuviera unas cuantas vitaminas. As crucé la Quinta Avenida y eché a andar hacia donde están los restaur baratos porque no quería gastar mucho dinero. Mientras caminaba pasé junto a dos tíos que descargaban de un camió enorme árbol de Navidad. Uno le gritaba al otro: «¡Cuidado! ¡Que se c muy hijoputa! ¡Agárralo bien!» ¡Vaya manera de hablar de un árbol de Navidad! Como, a pesar de tenía gracia, solté la carcajada. No pude hacer nada peor porque e momento en que me eché a reír me entraron unas ganas horrible vomitar. De verdad. Hasta devolví un poco, pero luego se me pasó entiendo por qué fue. No había comido nada que hubiera podido sent mal y además tengo un estómago bastante fuerte. Pero, como les decí me pasó y decidí tomar algo. Entré en un bar con pinta de barato y pe café y un par de donuts, pero no pude con ellos. Cuando uno está deprimido le resulta dificilísimo tragar. Pero por suerte el camarero er tipo muy amable y se los volvió a llevar sin cobrármelos ni nada. Me el café bebido y luego volví a la Quinta Avenida. Era lunes, faltaban muy pocos días para Navidad y todas las tie estaban abiertas. Daba gusto pasear por allí. Había un ambiente navideño con todos esos Santa Claus tan cochambrosos que te encontr en todas las esquinas y las mujeres del Ejército de Salvación, esas que n pintan ni nada, todos tocando campanillas. Miré a ver si encontraba monjas que había conocido el día anterior, pero no las vi. Ya m imaginaba porque me habían dicho que venían a Nueva York a enseña que dejé de buscarlas. Pero, como les decía, se notaba mucho que era é de Navidad. Había millones de niños subiendo y bajando de autobus entrando y saliendo de tiendas con sus madres. Eché de menos a Phoebe no es tan pequeña como para volverse loca en el departamento de jugu pero le gusta pasear por ahí y ver a la gente. Dos años antes la había lle de compras conmigo por esas fechas y lo pasamos estupendamente. que fuimos a Bloomingdale's. Entramos en el departamento de zapate hicimos como si ella —¡qué Phoebe ésa!— hubiera querido comprarse botas de las que tienen miles de agujeros para pasar los cordones. Volv loco al dependiente. Phoebe se probó como veinte pares y el pobre ho tuvo que abrochárselas todas. Le hicimos una buena faena, pero Phoeb divirtió como loca. Al final compramos un par de mocasines y lo carga a la cuenta de mamá. El empleado estuvo muy amable. Creo que se cuenta de que estábamos tomándole el pelo, porque Phoebe acaba sie soltando el trapo. Pero, como les decía, me recorrí toda la Quinta Avenida sin corba nada. De pronto empezó a pasarme una cosa horrible. Cada vez que cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensació que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hund y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! N imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me em toda la camisa y la ropa interior y todo. Luego me pasó otra cosa. Cuando llegaba al final de cada manzan ponía a hablar con mi hermano muerto y le decía: «Allie, no me desaparecer., No dejes que desaparezca. Por favor, Allie.» Y cu acababa de cruzar la calle, le daba las gracias. Cuando llegaba a la esq siguiente, volvía a hacer lo mismo. Pero seguí andando. Creo que miedo de detenerme, pero si quieren que les diga la verdad, no me acu muy bien. Sé que no paré hasta que llegué a la calle sesenta y tantos, pa el Zoo y todo. Allí me senté en un banco. Apenas podía respirar y su como un loco. Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí de Nueva. York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro col Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero qu había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conoc Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasol poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo e papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que habl resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el d me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vid levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería v sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gan casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomu nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería dec algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener h los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos. Pensando en todo aquello me puse contentísimo. De verdad. Sabía eso de hacerme pasar por sordomudo era imposible, pero aun así gustaba imaginármelo. Lo que sí decidí con toda seguridad fue lo de irm Oeste. Pero antes tenía que despedirme de Phoebe. Crucé la calle a correr —por poco me atropellan—, entré en una papelería y compré un y un lápiz. Pensé que le escribiría una nota diciéndole dónde podí encontrarnos para despedirnos y para que yo pudiera devolverle el d que me había prestado. Llevaría la nota al colegio y se la daría a alguie la oficina para que se la entregaran. Estaba demasiado nervioso escribirla en la tienda, así que me guardé el bloc y el lápiz en el bolsi empecé a andar a toda prisa hacia el colegio. Fui casi corriendo po quería que recibiera el recado antes de que se fuera a comer a casa. N quedaba mucho tiempo. Naturalmente sabía dónde estaba el colegio porque había ido de pequ Cuando entré sentí una sensación rara. Creí que no iba a recordar cóm por dentro, pero me acordaba perfectamente. Estaba exactamente igua cuando yo estudiaba allí. El mismo patio interior, bastante oscuro, con especie de jaulas alrededor de las farolas para que no se rompiera bombillas si les daban con la pelota. Los mismos círculos blancos pint en el suelo para juegos y cosas así, y las mismas cestas de baloncesto s red, sólo los maderos y los aros. No había nadie, probablemente porque estaban todos en clase y aú era la hora de comer. No vi más que a un niño negro. Del bolsillo traser pantalón le asomaba uno de esos pases de madera que llevábamos tam nosotros y que demostraban que tenía uno permiso para ir al baño. Seguía sudando, pero no tanto como antes. Me acerqué a las escaleras senté en el primer escalón y saqué el bloc y el lápiz que había comp Olía igual que cuando yo era pequeño, como si alguien acabara de m allí. Las escaleras de los colegios siempre huelen así. Pero, como les d me senté y escribí una nota: Querida Phoebe, no puedo esperar hasta el miércoles, así que me voy esta al Oeste en auto-stop. Ven si puedes a la puerta del mus arte a las doce y cuarto. Te devolveré tu dinero de Navida he gastado mucho. Con mucho cariño, H El colegio estaba muy cerca del museo y Phoebe tenía que pasar delante para ir a casa, así que estaba seguro de que la vería. Cuando acabé, me fui a la oficina del director para ver si alguien p llevarle la nota a su clase. La doblé como diez veces para que no la ley En un colegio no se puede fiar uno de nadie. Pensé que se la darían po era su hermano. Mientras subía las escaleras creí que iba a vomitar otra vez, pero no senté un segundo y me recuperé bastante. Pero mientras estaba sentad una cosa que me puso negro. Alguien había escrito J... en la pared. Me furiosísimo. Pensé en Phoebe y en los otros niños de su edad que lo ver se preguntarían qué quería decir aquello. Siempre habría alguno que explicaría de la peor manera posible, claro, y todos pensarían en eso y se preocuparían durante un par de días. Me entraron ganas de matar a lo había escrito. Tenía que haber sido un pervertido que había entrado p noche en el colegio a mear o algo así, y lo había escrito en la pared imaginé que le pillaba con las manos en la masa y que le aplastaba la cacontra los peldaños de piedra hasta dejarle muerto todo ensangrentado. sabía que no tenía valor para hacer una cosa así. Lo sabía y eso me depr aún más. La verdad es que ni siquiera tenía valor para borrarlo con la m Me dio miedo de que me sorprendiera un profesor y se creyera que lo h escrito yo. Al final lo borré y luego subí a las oficinas. El director no es pero sentada a la máquina de escribir había una viejecita que debía como cien años. Le expliqué que era hermano de Phoebe Caulfield de la 1 y le dije que por favor le entregara la nota, que era muy importante po mi madre estaba enferma y me había encargado que llevara a Phoe comer a una cafetería. La viejecita estuvo muy amable. Llamó a ancianita de la oficina de al lado y le dio la nota para que se la llevara hermana. Luego la que tenía como cien años y yo hablamos un buen Era muy simpática. Cuando le dije que había estudiado allí me preguntó adonde iba ahora y le contesté que a Pencey. Me dijo que era muy colegio. Aunque hubiera querido hacerlo, no habría tenido fu suficientes para abrirle los ojos. Además si quería creer que Pencey era buen colegio que lo creyera. De todos modos es dificilísimo hacer cam de opinión a una ancianita que tiene ya como un siglo. Les gusta s pensando las mismas cosas de antes. Al cabo de un buen rato me fui. T gracia. Al salir la viejecita me gritó «Buena suerte» con el mismo tono que me lo había dicho Spencer cuando me largué de Pencey. ¡Dios ¡Cómo me fastidia que me digan «Buena suerte» cuando me voy de al parte! Es de lo más deprimente. Bajé por una escalera diferente y vi otro J... en la pared. Quise bor con la mano también, pero en este caso lo habían grabado con una nav algo así. No había forma de quitarlo. De todos modos, aunque dedicara a eso un millón de años, nunca sería capaz de borrar todos los J.. mundo. Sería imposible. Miré el reloj del patio. Eran las doce menos veinte. Aún me que mucho tiempo por matar antes de ver a Phoebe, pero, como no tenía sitio adonde ir, me fui al museo de todos modos. Pensé parar en una ca de teléfonos para llamar a Jane Gallaher antes de salir para el Oeste, pe estaba en vena. Mientras esperaba a Phoebe dentro del vestíbulo del museo, se acercaron dos niños a preguntarme si sabía dónde estaban las momia más pequeño, el que me había hablado, llevaba la bragueta abierta. Cu se lo dije se la abrochó sin moverse de donde estaba. No se molestó esconderse detrás de una columna ni nada. Me hizo muchísima gracia habría reído, pero tuve miedo de vomitar otra vez, así que me contuve. —¿Dónde están las momias, oiga? —repitió el niño—. ¿Lo sabe? Me dio por tomarles el pelo un rato. —¿Las momias? ¿Qué es eso? —le pregunté. —Ya sabe, las momias. Esos tíos que están muertos. Los que mete tundas y todo eso. ¡Qué risa! Quería decir tumbas. —¿Cómo es que no estáis en el colegio? —le pregunté. —Hoy no hay colegio —dijo el que hablaba siempre. Estoy seguro de mentía descaradamente, el muy sinvergüenza. Como no tenía nada hacer hasta que llegara Phoebe, les ayudé a buscar las momias. ¡Jo! A sabía exactamente dónde estaban, pero hacía años que no entraba en amuseo. —¿Os interesan mucho las momias? —les dije. —Sí. —¿No sabe hablar tu amigo? —No es mi amigo. Es mi hermano. —¿No sabe hablar? —miré al que estaba callado—. ¿No sabes? —Sí —me dijo—, pero no tengo ganas. Al final averiguamos dónde estaban las momias. —¿Sabéis cómo enterraban los egipcios a los muertos? —pregunté a de los niños. —No. Pues deberíais saberlo porque es muy importante. Los envolvían en especie de vendas empapadas en un líquido secreto. Así es como po pasarse miles de años en sus tumbas sin que se les pudriera la cara ni n Nadie sabe qué líquido era ése. Ni siquiera los científicos modernos. Para llegar adonde estaban las momias había que pasar por una espec pasadizo. Una de las paredes estaba hecha con piedras que habían traíd la tumba de un faraón. La verdad es que daba bastante miedo y aquello valientes no las tenían todas consigo. Se arrimaban a mí lo más que pod el que no despegaba los labios iba prácticamente colgado de mi manga. —Vámonos de aquí —le dijo de pronto a su hermano—. Yo ya la visto. Venga, vámonos. Se volvió y salió corriendo. —Es de un cobarde que no vea —dijo el otro—. Adiós. Y se fue corriendo también. Me quedé solo en la tumba. En cierto m me gustó. Se estaba allí la mar de tranquilo. De pronto no se imagin que vi en la pared. Otro J... Estaba escrito con una especie de lápiz rojo debajo del cristal que cubría las piedras del faraón. Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porqu existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con alguien ha escrito un J... en la pared. De verdad les digo que cuando muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, de alguien escribirá la dichosa palabrita. Cuando salí de donde estaban las momias, tuve que ir al baño. T diarrea. Aquello no me importó mucho, pero ocurrió algo más. Cuand me iba, poco antes de llegar a la puerta, no me desmayé de milagro. suerte porque podía haber dado con la cabeza en el suelo y haberme ma pero caí de costado. Me salvé por un pelo. Al rato me sentí mejor verdad. Me dolía un poco el brazo de la caída, pero ya no estaba mareado. Eran como las doce y diez, así que volví a la puerta a esperar a Pho Pensé que quizá fuera aquélla la última vez que la veía. A Phoebe cualquiera de mi familia. Supongo que volvería a verles algún día, dentro de muchos años. Regresaría a casa cuando tuviera como trein cinco o así. Alguien se pondría enfermo y querría verme antes de morir sería lo único que podría hacerme abandonar mi cabaña. Me imaginé c sería mi vuelta. Sabía que mi madre se pondría muy nerviosa y empeza llorar y a suplicarme que no me fuera, pero yo no la haría caso. Estaría más sereno. Primero la tranquilizaría y luego me acercaría a la mesita hay al fondo del salón donde están los cigarrillos, sacaría uno encendería así como muy frío y despegado. Les diría que podían visitarme, pero no insistiría mucho. A Phoebe sí la dejaría venir a verm verano, en Navidad, en Pascua. D.B. podría venir también si necesitab sitio bonito y tranquilo donde trabajar, pero en mi cabaña no le de escribir guiones de cine. Sólo cuentos y libros. A todos los que vinie visitarme les pondría una condición. No hacer nada que no fuera sincer no, tendrían que irse a otra parte. De pronto miré el reloj que había guardarropa y vi que era la una menos veinticinco. Empecé a temer q viejecita del colegio no le hubiera dado la nota a Phoebe. Quizá la ot había dicho que la quemara o algo así. No saben el susto que me l Quería ver a Phoebe antes de echarme al camino. Tenía que devolver dinero y despedirme y todo eso. Al final la vi venir a través de los cristales de la puerta. Era imposib reconocerla porque llevaba mi gorra de caza puesta. Salí y bajé la escal de piedra para salirle al encuentro. Lo que no podía entender era por llevaba una maleta. Cruzaba la Quinta Avenida arrastrándola porque ap podía con ella. Cuando me acerqué me di cuenta de que era una mía vieja que u cuando estudiaba en Whooton. No comprendía qué hacía allí con ella. —Hola —me dijo cuando llegó a mi lado. Jadeaba de haber arrastrando aquel trasto. —Creí que no venías —le contesté—. ¿Qué diablos llevas ahí? necesito nada. Voy a irme con lo puesto. No pienso recoger ni lo que t en la estación. ¿Qué has metido ahí dentro? Dejó la maleta en el suelo. —Mi ropa —dijo—. Voy contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que me dejas? —¿Qué? —le dije. Casi me caí al suelo cuando me lo dijo. Se lo juro dio tal mareo que creí que iba a desmayarme otra vez. —Bajé en el ascensor de servicio para que Charlene no me viera. No nada. Sólo llevo dos vestidos, y mis mocasines y unas cuantas cosas de Mira. No pesa, de verdad. Cógela, ya verás... ¿Puedo ir contigo, Hol ¿Puedo? ¡Por favor! —No. ¡Y cállate! Creía que iba a desmayarme. No quería decirle que se callara, pero e de verdad pensé que me iba al suelo. —¿Por qué no? Holden por favor, no te molestaré nada, sólo iré con Si no quieres no llevaré ni la ropa. Cogeré sólo... —No cogerás nada porque no vas a venir. Voy a ir solo, así que cálla una vez. —Por favor, Holden. Por favor, déjame ir. No notarás siquiera que... —No vas. Y a callar. Dame esa maleta —le dije. Se la quité de la ma estuve a punto de darle una bofetada. Empezó a llorar—. Creí que qu salir en la función del colegio. Creía que querías ser Benedict Arnold dije de muy malos modos—. ¿Qué quieres? ¿No salir en la función? Phoebe lloró más fuerte. De pronto quise hacerla llorar hasta que secaran las lágrimas. Casi la odiaba. Creo que, sobre todo, porque venía conmigo no saldría en esa representación. —Vamos —le dije. Subí otra vez la escalinata del museo. Dejaría aquella absurda maleta en el guardarropa y ella podría recocuando saliera a las tres del colegio. No podía ir a la clase cargada con e —Venga, vámonos. No quiso subir las escaleras. Se negaba a ir conmigo. Subí solo, de maleta y volví a bajar. Estaba esperándome en la acera, pero me volv espalda cuando me acerqué a ella. A veces es capaz de hacer cosas así. —No me voy a ninguna parte. He cambiado de opinión, así que de llorar —le dije. Lo gracioso es que Phoebe ya no lloraba pero se lo igual—. Vamos, te acompañaré al colegio. Venga. Vas a negar tarde. No me contestó siquiera. Quise darle la mano, pero no me dejó. Se sin mirarme. —¿Tomaste algo? —le pregunté. ¿Has comido ya? No despegó los labios. Se quitó la gorra de caza —la que yo le h dado—, y me la tiró a la cara. Luego me volvió la espalda otra vez. Y dije nada. Recogí la gorra y me la metí en el bolsillo. —Vamos. Te llevaré al colegio. —No pienso volver al colegio. Cuando me dijo aquello no supe qué contestarle. Me quedé sin sabe decir unos minutos, parado en medio de la calle. —Tienes que volver. ¿Quieres salir en esa función, o no? ¿Quiere Benedict Arnold, o no? —No. —Claro que sí. Claro que quieres. Venga, vámonos de aquí —le di En primer lugar no me voy a ninguna parte, ya te lo he dicho. En cuan deje en el colegio voy a volver a casa. Primero me acercaré a la estac de allí me iré directamente... —He dicho que no vuelvo al colegio. Tú puedes hacer lo que te gana, pero yo no vuelvo allí. Así que cállate ya. Era la primera vez que me decía que me callara. Dicho por ella so horrible. ¡Dios mío! Peor que una palabrota. Seguía sin mirarme y cada que le ponía la mano en el hombro o algo así, se apartaba. —Oye, ¿quieres que vayamos a dar un paseo? —le pregunté—. ¿Qu que vayamos hasta el zoológico? Si te dejo no ir al colegio y dar en ca un paseo conmigo, ¿no harás más tonterías? No quiso contestarme, así que volví a decírselo: —Si te dejo no ir a clase esta tarde, ¿no harás tonterías? ¿Irás maña colegio como una buena chica? —No lo sé —me dijo. Luego echó a correr y cruzó la calle sin m siquiera si venía algún coche. A veces se pone como loca. No corrí tras ella. Sabía que me seguiría, así que eché a andar por la a del parque mientras ella iba por la de enfrente. Se notaba que me miraba el rabillo del ojo y sin volver la cabeza para ver por dónde iba. Así fu hasta el zoológico. Lo único que me preocupaba es que a veces pasab autobús de dos pisos que me tapaba el lado opuesto de la calle y no dejaba ver a Phoebe. Pero cuando llegamos, grité: —¡Voy a entrar al zoológico! ¡Ven! No volvió la cabeza, pero sabía que me había oído, y cuando empe bajar los escalones me volví y vi que estaba cruzando la calle para segui El zoológico estaba bastante desanimado porque hacía un día muy m pero en torno al estanque de las focas se habían reunido unas cu personas. Pasaba por allí sin detenerme cuando vi a Phoebe que fingía m cómo daban de comer a los animales —había un tío echándoles pescadasí que volví atrás. Pensé que aquélla era buena ocasión para alcanzarla acerqué, me paré detrás de ella y le puse las manos en los hombros, Phoebe dobló un poco las rodillas y se hizo a un lado. Ya les he dicho cuando le da por ahí, se pone bastante descarada. Se quedó mirando c daban de comer a las focas y yo de pie tras ella. No volví a tocarla po sabía que si lo hacía se marcharía. Los críos tienen sus cosas. Hay andarse con mucho cuidado cuando uno trata con ellos. Cuando se cansó del estanque de las focas, echó a andar si no a mi tampoco muy lejos de mí. Íbamos más o menos uno por cada extremo acera. No era la situación ideal, pero era mejor que caminar a una mil distancia como antes. Subimos la colinita del zoológico y nos paramos alto, donde están los osos. Pero allí no había mucho que ver. Sólo e fuera uno de ellos, el polar. El otro, el marrón, estaba metido en su cuev dichosa y no le daba la gana de salir. No se le veía más que el trasero. lado había un crío de pie con un sombrero de vaquero que le tapaba has orejas. No hacía más que decir a su padre: «¡Hazle salir, papá! ¡Hazle sa Miré a Phoebe pero no quiso reírse. A los niños se les nota en seg cuándo están enfadados en que no quieren reírse. Dejamos de mirar a los osos, salimos del zoológico, cruzamos la call del parque, y nos metimos en uno de esos túneles que siempre huelen a Era el camino del tiovivo. Phoebe seguía sin querer hablarme, pero p menos ahora iba a mi lado. La cogí por el cinturón del abrigo, pero me d —Las manos en los bolsillos, si no te importa. Aún estaba enfadada, pero no tanto como antes. Habíamos llegado cerca del tiovivo y ya se oía esa musiquilla que toca siempre. En momento sonaba «¡Oh, Marie!», la misma canción que cuando yo pequeño, como cincuenta años antes. Eso es lo bonito que tienen tiovivos, que siempre tocan la misma música. —Creí que lo cerraban en invierno —me dijo Phoebe. Era la primera que abría la boca. Probablemente se le había olvidado que estaba enfa conmigo. —A lo mejor lo han abierto porque es Navidad —le dije. No me contestó. Debía haberse acordado del enfado. —¿Quieres subir? —le dije. Pensé que le gustaría. Cuando era pequeñita y venía al parque con Allie y conmigo, le volvía loca montar tiovivo. No había forma de bajarla de allí. —Ya soy muy mayor —dijo. Pensé que no iba a decir nada, pero contestó. —No es verdad. ¡Venga! Te esperaré. ¡Anda! —le dije. Habí llegado. Subidos en el tiovivo había unos cuantos niños, la mayoría chicos, mientras que en los bancos de alrededor esperaban unos cua padres. Me acerqué a la ventanilla donde vendían los tickets y compré para Phoebe. Luego se lo di. Estaba de pie justo a mi lado. —Toma —le dije—. Espera un momento. Aquí tienes el resto d dinero. Quise darle lo que me quedaba, pero ella no me dejó. —No, guárdalo tú. Guárdamelo —me dijo. Luego añadió—, por favo Me da mucha pena cuando alguien me dice «por favor», quiero alguien como Phoebe. Me deprimió muchísimo. Volví a meterme el d en el bolsillo. —¿No vas a montar tú también? —me preguntó. Me miraba con expresión bastante rara. Se le notaba que ya no estaba enfadada conmigo —Quizá a la próxima. Esta te miraré —le dije—. ¿Tienes tu ticket? —Sí. —Entonces, ve. Yo te espero en ese banco. Te estaré mirando. Me senté y ella subió al tiovivo. Dio la vuelta a toda la plataforma final se montó en un caballo marrón muy grande y bastante tronado. L el tiovivo se puso en marcha y la vi girar y girar. En esa vuelta ha subido sólo como cinco o seis niños y la música era «Smoke Gets in Eyes». El soniquete del aparato ese le daba a la canción un aire gracioso, como de jazz. Todos los críos trataban de estirar los brazos tocar la anilla dorada del premio y Phoebe también. Me dio miedo qu cayera del caballo, pero no le dije nada. A los niños hay que tratarles Cuando se empeñan en hacer una cosa, es mejor dejarles. Si se caen q caigan, pero no es bueno decirles nada. Cuando el tiovivo paró se bajó del caballo y vino a decirme: —Esta vez te toca a ti. —No. Prefiero verte montar —le dije. Le di más dinero—. Toma, unos cuantos tickets. Lo cogió. —Ya no estoy enfadada contigo —dijo. —Lo sé. Date prisa. Va a empezar otra vez. De pronto, sin previo aviso, me dio un beso. Extendió la mano y me d —Llueve. Está empezando a chispear. —Lo sé. Luego hizo una cosa que me hizo mucha gracia. Me metió la mano bolsillo del abrigo, sacó la gorra de caza, y me la puso. —¿No la quieres tú? —le dije. —Te la presto un rato. —Bueno. Ahora date prisa. Vas a perderte esta vuelta. Te quitará caballo. Pero no se movió. —¿Es cierto lo que dijiste antes? ¿Que ya no vas a ninguna parte? ¿I casa desde aquí? —me preguntó. —Sí —le dije. Y era verdad. No mentía. Pensaba ir desde allí—. date prisa. Ya empieza a moverse. Salió corriendo, compró su ticket y subió al tiovivo justo a tiempo. L dio la vuelta otra vez a toda la plataforma hasta que llegó a su caball subió a él, me saludó con la mano, y yo le devolví el saludo. ¡Jo! ¡De pr empezó a llover a cántaros! Un diluvio, se lo juro. Todos los padr madres se refugiaron bajo el alero del tiovivo para no calarse hast huesos, pero yo aún me quedé sentado en el banco un buen rato. Me em bien, sobre todo el cuello y los pantalones. En cierto modo la gorra de me protegía bastante, pero aun así me mojé. No me importó. De pront sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar. Si quieren que les diga la ve me sentí tan contento que estuve a punto de gritar. No sé por qué. porque estaba tan guapa con su abrigo azul dando vueltas y vuelta parar. ¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así! Capítulo 26 Esto es todo lo que voy a contarles. Podría decirles lo que pasó cu volví a casa y cuando me puse enfermo, y a qué colegio voy a ir el pró otoño cuando salga de aquí, pero no tengo ganas. De verdad. En momento no me importa nada de eso. Mucha gente, especialmente el siquiatra que tienen aquí, me pregun voy a aplicarme cuando vuelva a estudiar en septiembre. Es una preg estúpida. ¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento imposible. Yo creo que sí, pero, ¿cómo puedo saberlo con seguri Vamos, que es una estupidez. D.B. no es tan latoso como los demás, pero también me hace siemp montón de preguntas. Vino a verme el sábado pasado con una chica in que va a salir en la película que está escribiendo. Era la mar de afectada muy guapa. En un momento en que se fue al baño, que está al fondo otra ala del edificio, D.B. me preguntó qué pensaba de todo lo que le contado. No supe qué contestarle. Si quieren que les diga la verdad, no l Siento habérselo dicho a tanta gente. De lo que estoy seguro es de que de menos en cierto modo a todas las personas de quienes les he hab incluso Stradlater y a Ackley, por ejemplo. Creo que hasta al cerd Maurice le extraño un poco. Tiene gracia. No cuenten nunca nada a n En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de m a todo el mundo. F I N

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