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lunes, 25 de junio de 2012
Vera por Vera
Por mi parte soy o creo ser exagerada de ojos, abundante de pelo, larga de brazos, grande de cabeza,boca ancha y livianas las palabras que salen de ella, fácil para cuentas, de corazón amable, estable de pensamientos, dura de cambios, fiel para amigos, un problema para enemigos, fanática de las cosas artísticas(música, teatro, diseño..) fácil de alegrar o entristecer, no soportable enojada, loca de vida pero de una manera agradable, cálida con los animales, fría de gusto, parlante de volumen, dicreta o notable, fácil de no ver, amante de pasarla bien y divertirme, puedo ser solitaria e independiente como un gato o ser amigable y divertida como un delfín, de sueño como un león, atenta al menor cambio y al mismo tiempo dormilona como un oso y finalmente... lectora del alma.
domingo, 17 de junio de 2012
sábado, 16 de junio de 2012
Mini biografía de Felisberto Fernández
Felisberto Hernández Felisberto Hernández (Uruguay, 1902-1963) fue, además de escritor, un músico notable. Aunque también escribió novelas, se lo considera un maestro en el género del relato breve. Este texto fue tomado de Primeras Invenciones (Arca, Montevideo, 1969). Otro texto de este autor: Nadie encendía las lámparas.
La Pelota. Felisberto Hernández.
Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi
abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al
principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que yo no la
cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la
puerta de la casita –pronto para correr– yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la
máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta
que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa
pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar otra y que no había más remedio
que conformarse con ésta. Lo malo es que ella me decía que la de trapo
sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin45
querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla
contra el patio, el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia verla tan fea; aquello no
era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo.
Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con
que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba
a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad
propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar
que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se
achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a
parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de esas
veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección alguna y
quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era
un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a
la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada
momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a
pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella
volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.)
En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan
tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y
bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo
iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando
volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me
miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce
yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado;
pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle pegarle
un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me
paré para seguir jugando y la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me dio gracia y me la ponía enla cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer
contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si
fuera una rueda.
Cuando me volvió el cansancio y la angustia, le fui a decir a mi abuela
que aquello no era una pelota; que era una torta y que si ella no me
compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a
reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su
abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me
arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.
La perfecta señorita. Patricia Highsmith
Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.
-Gracias, lo he pasado maravillosamente -decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban. Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla.
-No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos -les dijo a sus padres.
-Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros -dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.
El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?
-Las niñas nacen mujeres -dijo Margot, la madre de Thea-. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.
-Pero eso no es tener carácter -dijo Ted-. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.
Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica. Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.
-Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza -dijo Margot-. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.
Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. Pero Ted no se dio cuenta al principio de que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.
-¡Gusano! -respondió Craig inmediatamente.
Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:
-¡Eres un mierda, igual que Thea!
No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó impresionado.
-Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? -le preguntó a su mujer.
-Oh, dan paseos. No sé -dijo Margot-. Supongo que Craig está enamorado de ella.
Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas.
A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando papas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.
Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda.
Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de papas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.
Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.
Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio.
-Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel -le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla.
Así que para Thea la edad de las pandillas -a su modo- terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días.
Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.
FIN
Biografía. Ray Bradbury
Ray Douglas Bradbury
(Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920 - Los Ángeles, California, 5 de junio de 20121 2 ) fue un escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953).
Ray Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois, hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg, inmigrante sueca. Su familia se mudó varias veces desde su lugar de origen hasta establecerse finalmente en Los Ángeles en 1934. Bradbury fue un ávido lector en su juventud además de un escritor aficionado. No pudo asistir a la universidad por razones económicas. Para ganarse la vida, comenzó a vender periódicos. Posteriormente, se propuso formarse de manera autodidacta a través de libros, comenzando a realizar sus primeros cuentos. Sus trabajos iniciales los vendió a revistas, a comienzos del año 1940. Finalmente, se estableció en California, donde continuó su producción hasta su deceso.
También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima que éste dirigió en 1956.
Existe un asteroide llamado (9766) Bradbury en su honor.
VENDRÁN LLUVIAS SUAVES - RAY BRADBURY
En el living, cantaba el reloj con voz: "tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete!" como si temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía.El reloj continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. "Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!"En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca."Hoy es 4 de agosto de 2026", dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina, "en la ciudad de Allendale, California". Repitió la fecha tres veces para que todos la recordaran. "Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad".En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos."Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!" Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó suavemente: "Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy..." Y la lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado. Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala de aluminio los llevo a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron perfectamente secos."Nueve y quince", cantó el reloj, "hora de limpiar".De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras, absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores, volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron. La casa estaba limpia."Las diez". Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros de distancia."Las diez y quince". Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas, llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.Quedaban las cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una delgada capa de carbón.El suave rociador llenó el jardín de luces que caían.Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado: "¿Quién anda? ¿Contraseña?", y al no recibir respuesta de los zorros solitarios y de los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la paranoia mecánica.La casa se estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la persiana se levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa!La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión continuaba, sin sentido, inútil."Las doce del mediodía".Un perro aulló, temblando, en el pórtico de entrada.La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones, enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras. De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.El perro subió corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta, comprendiendo por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había silencio.Husmeó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba haciendo panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el aroma de la miel.El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living."Las dos", cantó una voz.Percibiendo delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico..."Las dos y quince".El perro había desaparecido.En el sótano, el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que saltaron por la chimenea."Las dos y treinta y cinco".De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa, en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.Pero las mesas estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en los paneles de la pared."Cuatro y treinta"Las paredes del cuarto de los niños brillaban.Aparecían formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una película giraba silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del cuarto parecía una pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el aire cálido y tranquilo las mariposas de delicada textura aleteaban entre los fuertes aromas que dejaban los animales... Había un ruido como de una gran colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el ronroneo perezoso de un león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y el murmullo de la fresca lluvia en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto seco del verano. Luego las paredes se disolvían para transformarse en campos de pasto seco, kilómetros y kilómetros bajo un interminable cielo caluroso. Los animales se retiraban a los matorrales y a los pozos de agua.Era la hora de los niños."Las cinco". La bañera se llenó de agua caliente y cristalina."Las seis, las siete, las ocho". La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea, donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un centímetro de ceniza gris en la punta, esperando."Las nueve". Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías en esa zona."Las nueve y cinco". Habló una voz desde el cielo raso del estudio: "Señora Mc Clellan, ¿qué poema desea esta noche?"La casa estaba en silencio.La voz dijo por fin:"Ya que usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar". Comenzó a oírse una suave música de fondo. "Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorito..."
Vendrán las lluvias suaves y el olor a tierraY el leve ruido del vuelo de las golondrinas
El canto nocturno de los sapos en los charcosLa trémula blancura del ciruelo silvestre
Los ruiseñores con sus plumas de fuegoSilbando sus caprichos en la alambrada
Y ninguno sabrá si hay guerraNi le importará el final, cuando termine
A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,Si desapareciera la humanidad
Ni la primavera, al despertar al alba,Se enteraría de que ya no estamos.
El fuego ardía en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza en el cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música. A las diez la casa comenzó a apagarse.Soplaba el viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la cocina. Un frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en un instante!"¡Fuego!" gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces continuaban gritando al unísono: "¡Fuego, fuego, fuego!"La casa trataba de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor rompió las ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.La casa cedió mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se trasladaba con llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la escalera. Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes, proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared soltaban sus chorros de lluvia mecánica.Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.El fuego subía la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de las salas del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los cortinados!Luego, aparecieron los refuerzos.Desde las puertas-trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.El fuego retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el suelo, matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía las bombas quedó destrozado.El fuego volvió a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.La casa se estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía con el calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire escaldado. "¡Auxilio, auxilio!" "¡Fuego!" "¡Rápido, rápido!"El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y las voces gemían, "fuego, fuego, corran, corran", como una trágica canción infantil.Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río humeante...Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después de otro. Era una escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas cenizas... y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas, hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de chispas y humo.En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis panes convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que, devorados por el fuego, ponían a funcionar nuevamente al horno, que silbaba histéricamente...La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo, el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas, circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy abajo.Humo y silencio. Gran cantidad de humo.La débil luz del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared quedaba en pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras salía el sol, iluminando el humeante montón de escombros:"Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es..."
La fiesta ajena. Liliana Heker
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa.
—Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga!
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
—¿Y vos quién sos?
—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
—¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy hija de la empleada —dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
—¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
—¿Al chico? —gritaron todos.
—¡Al mono! —gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías.
—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
—Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
—Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre.
Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
—Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes.
—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
El cocodrilo. Felisberto Fernández
En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-¡Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.
FIN
lunes, 11 de junio de 2012
Diciembre del 72. Al mundy
Mañana se me traen malla, toalla y chinelas. Nos había ordenado el director. En mi escuela nos preguntábamos, para qué teníamos ese cuadrado de siete por siete que sólo servía de elemento decorativo. Ese año, además de adorno y figura geométrica, lo usamos para lo que realmente era: una pileta de natación. Faltaba una semana para navidad y todavía teníamos clases, ya casi nadie iba. Algunos de los que nos quedábamos mañana y tarde; medios pupilos nos llamaban, tuvimos que soportar las insoportables tardes encerrados en el aula. Por esos días, Buongarzoni; el Napoleón del grado, el que astutamente nos envolvió con eso de que el papá era de la INTERPOL y que lo habían asesinado en un tiroteo, el que mantenía con sus rulitos a todas las chicas embobadas, ya había dejado de asistir a clases, y, sin él, con el camino despejado, comencé a soñar despierto con la más linda del grado. Me tenía loco esa chica, la varonera, la rubiecita que olía a shampoo rico, a nena rica, la que tenía los parpados que caían sobre sus pestañas como japonesa y se le formaban hoyuelos cuando reía; con las piernas flacas, pero bien que te clavaba el canadiense en los tobillos, y nos empujaba guapa y te decía: Dejame jugar a la pelota o te reviento, y te volvía a empujar porque valentona que era, ¿cómo se la íbamos a devolver?, pegarle a una nena, nooo, eso nunca, y menos que menos, porque era linda y machona, rudísima que se aprovechaba y te clavaba el canadiense en los tobillos. Ella corría detrás de nosotros para pegarle a la plásticola rellena con papelitos; se volvía loca para patearla, y bruta que se hacía paso a los codazos y se le ponían las mejillas coloradas con hoyuelo y todo, y cuanto más corría, más se le formaban perlitas de sudor en la frente, con un vaporcito que olía a shampoo rico, a nena rica. Todo eso era Sandra.
Aquella misma tarde, que el director nos dio tan linda noticia, le rogué a mi vieja que me comprara una malla nueva. Aceptó y nos fuimos directo al centro de Ballester a lo del viejo Natalio. Él nos ofreció una bermuda grande, estampada con palmeras bien coloridas: te tiene que durar dos o tres temporadas, me dijo mi vieja al oído mientras elegíamos el talle. La compramos, cuando nuevamente me la probé en casa, vimos que realmente era enorme y le tuvo que coser unas pinzas. Y al otro día fui al cole contentísimo con la bermuda nueva, pero me decepcioné cuando observé que la pileta estaba casi vacía; cinco centímetros de agua tenía. Y todos hacíamos fuerza con la mirada para que se llene, pero no se llenaba nada, y el director dijo que de ninguna manera podíamos meternos. Faltaba un día más de clase. A la noche le rogué con un nudo a Santo Pilato, y le dije: si no se llena, no te desato. Y al día siguiente, el director, habló con un vecino para que le permita enchufar otra manguera, y, gracias a Santo Pilato, la pileta se cubrió hasta la mitad de agua. Una fiesta.
Después de comer, como el sol rajaba la tierra, las señoritas nos ordenaron que descansáramos a la sombra para que hiciéramos la digestión. Nunca entendí bien lo de la digestión. Luego nos dividieron en varones y nenas para cambiarnos. Los varones enseguida estuvimos listos y la señorita nos indicó que esperáramos sentados en el borde de la pileta. El loco Santa Cruz, uno de tercero, como se había olvidado el traje de baño, la señorita le dijo que se metiera igual en calzoncillos. Todos le teníamos miedo al loco; se decía que se la daba a todo el colegio, aunque él estaba en tercero, ¡Hasta los de séptimo se le cagaban encima! Su fama comenzó en un recreo, cuando se le plantó en seco al gordo Carnacha, el gigante de sexto, el loco parecía una pulga a su lado, al notar la desventaja, agarró una baldosa y lo amenazó con los ojos desorbitados, Carnacha, con la cara roja y transformada, se le fue encima pensando que se lo comía crudo con baldosa y todo. Todo terminó con siete puntos en la cabeza del gordo. Nadie más se le acercó al loco.
Al terminar la digestión, la señorita Susana nos indicó: Se quedan quietitos en el borde hasta que vengan las nenas, y se prendió un cigarrillo; nos controlaba atenta con sus anteojazos azules. El loco Santa Cruz, la desobedeció y se tiró al agua, cuando la señorita lo vio, lo retó y lo mandó al rincón hasta que se secara; al loco se le trasparentaba el calzoncillo y se le notaban las quetejedi. Todos hacíamos espuma con las patas esperando a las nenas, y lerdas las nenas que no venían. Cuando la señorita Susana aplastó su primer cigarrillo, aparecieron las nenas todas en fila. Se sentaron en el borde como nosotros. Yo espiaba sólo a Sandra para ver qué hacía, y casi me muero de felicidad cuando enfiló rápido y se acomodó a mi lado. Estaba preciosa con su bikini amarilla; y sin los canadiense que te clavaba en el tobillo. Ella no usaba ese gorro con pinches como tenían algunas, y suavecito el brazo que me rozaba y me hacía cosquillas; yo veía que ella podía moverse a un costado para no tocarme, pero no se corría, y yo con piel de gallina y todo, ni loco me movía. Sandra hacía pataditas en el agua para salpicarme mientras esperábamos la orden para meternos. Santa Cruz seguía con la trompa larga y se le notaban las quetejedi. La señorita Adriana, que vino con nenas, también usaba anteojazos de sol y fumaba esos Benson largos que sacaba de la cartera; en la tele decían que esos cigarrillos eran para ricos; y mientras veía fumar a la señorita Adriana, me puse contento porque papá decía que iba a volver Perón que tiraba más para el obrero, y me imaginaba a mi viejo fumando Benson; aunque no estaba tan seguro porque mamá decía que los peronistas eran todos unos vagos y que ella iba a votar por Balbín, ése, que para mí, tenía la cara como un sapo. La señorita Adriana le convidó uno de sus cigarrillos a la señorita Susana y dieron la orden para meternos: sin correr y sin tirarse del borde que es el último día y no queremos un accidente. Y todos al agua, menos Santa Cruz que se le notaban las quetejedi, y guerra de varones contra nenas. Sandra me salpicaba a mí y yo se la devolvía despacio; las nenas retrocedían mojadas a los gritos. Ella me corría por toda la pileta con los hoyuelos lindos; yo me hacía el que me resbalaba, y linda ella que se me tiraba encima y quería ahogarme, pero como yo sabía meter la cabeza debajo del agua me dejaba ahogar un poco; aunque sentía que tenía más fuerza que ella no la usaba, y lindísima encima mío con sus colitas doradas. Las señoritas se distrajeron fumando Benson y el loco se mandó al agua, enseguida vio que yo estaba perdiendo con una nena y se le tiró encima hundiéndole la cabeza para ahogarla, y me acordé de Carnacha mientras veía a Sandra que no sabía aguantar debajo del agua y hacía burbujitas, y todos los demás en guerra no veían nada, y las señoritas dale con los Benson, y Sandra se estaba ahogando, y yo, aunque le tenía terror al loco, me la jugué y me le tiré encima; de hierro era el loco que no aflojaba, entonces, desesperado, enloquecí y le hice la paralítica, y él la soltó y le salvé la vida. El loco me maldecía en una pata con los ojos desorbitados, Sandra, pobrecita, salió llorando con hoyuelo y todo. La señorita Adriana la vio y le preguntó qué le pasaba, mientras el loco me corría por toda la pileta; en la persecución se me caía el bermudón nuevo, y no me importaba que se me viera la raya porque si el loco me alcanzaba me achuraba en pedacitos. La señorita Adriana gritaba con el Benson entre los dedos, que juego de manos juego de villanos, y nos sacó al loco y a mí de la pileta. Sandra seguía llorando, y yo me sentía más valiente que nunca, aunque el loco me decía que a la salida me rompía el alma, no le di mucha bola, ni me hice problema, porque yo regresaba en micro y era el último de clases. Las señoritas siguieron con los Benson y nos dejaron meter al loco y a mí pero sin juego de manos juego de villanos. Yo estaba contentísimo de que en tercero Buongarzoni se iba a enterar de mi hazaña con el loco.
Toda esa tarde jugué con Sandra en la pileta, la tenía que frenar; porque guapona que se la quería devolver al loco, y los dos mirábamos fijo al sol que nos devoraba, y enceguecido, la veía más linda y preciosa que nunca, sin los canadienses que te clavaba en los tobillos.
La sirena. Ray Bradbury
La sirena. Ray Bradbury
Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar. -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
-Pero... -interrumpí.
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.
FIN
domingo, 10 de junio de 2012
Vidas Privadas. Gorodischer
—¿Ya vio a sus nuevos vecinos? —me preguntó.
—No —dije, esperaba que con la suficiente brus¬quedad como para desalentar el diálogo.
Vieja víbora. Cada vez que me veía intentaba ini¬ciar una conversación. Hasta me parece que vigilaba mis horas de salida para acercarse a decirme algo. No las de llegada por suerte, porque vuelvo tarde del es¬tudio y a esa hora ella ya había hecho la limpieza de los paliers, la escalera y el hall de entrada y se había ido.
Fue lo único que no me gustó del edificio. Todo lo demás es perfecto y lo supe en cuanto lo vi. Es un art déco muy gris, muy blanco y negro de los años trein¬ta. A los lados de la puerta hay dos locales, una pape¬lería y la oficina de un contador. En el primer piso, uno de los departamentos está alquilado por tres psicólogos y el otro por dos abogados. Todos tienen horas de consulta a la tarde cuando yo no estoy y se van cuando yo llego. Apenas si veo a alguien muy de tarde en tarde, buenas noches, buenas noches, qué frío, o qué calor hace, sí es cierto, qué barbaridad, adiós.
Segundo piso, dos departamentos, el mío y otro igual al mío pero desocupado. No tardé ni diez mi¬nutos en decirle al de la inmobiliaria que sí, que lo compraba. Cómo habrá sido que me sugirió que die¬ra otra recorrida y volviera a mirarlo bien, sanitarios, pisos, zócalos, esas cosas. No me acuerdo si le hice caso o no: ya lo había decidido.
Me mudé tres semanas después, cuando entregué el departamento en el que había estado viviendo y cuando terminaron de pintar y hacer algunos arre-glos en el nuevo. Y ahí me encontré con la vieja víbo¬ra que intentaba saber quién era yo, cómo me llama¬ba, de qué me ocupaba, con quién vivía, qué edad te¬nía, en dónde trabajaba, cuánto ganaba, si tenía auto y todo otro dato para compartir, supongo, con algu¬na congénere bífida del barrio. Nunca le di el gusto y terminé por acostumbrarme a desairarla. Tengo que reconocer que no se desanimaba así nomás, pero lle¬gó un momento en el que dejó de molestarme y nos limitamos a los buenos días.
Hacía más de dos años que vivía ahí cuando se ocu¬pó el otro departamento, el del segundo piso al lado del mío. Confieso que ni me enteré de que tenía veci¬nos hasta que no vi el reflejo de la luz del comedor. Supuse que era el comedor porque los dos departa¬mentos son idénticos sólo que al revés, como suele suceder. También confieso que sentí cierto desánimo. Había sido una casa sosegada, silenciosa, tranquila a más no poder. Cuando yo salía para el estudio la pa¬pelería estaba cerrada y el escritorio del contador tam¬bién. En el primer piso no había nadie, y la vieja víbora solía estar barriendo la vereda. Cuando yo volvía la papelería estaba abierta, cosa que me venía muy bien por si necesitaba algo, el escritorio del contador a veces también pero por poco rato, y en el primer piso ya no quedaba gente. Y la vieja, Dios sea loado, se había ido hacía mucho. Los fines de semana el edifi¬cio era todo mío, cosa que no me inquietaba en abso¬luto, al contrario. Podía poner música, ver alguna pe¬lícula por televisión, escuchar la radio, y hasta po¬día dedicarme a cosas más extravagantes como cantar, hacer tap dance, organizar fiestas negras, deslizarme en patineta por el living, romper los platos contra las paredes, levantar pesas, saltar a la cuerda. Por supues¬to que nunca hice esas cosas extravagantes pero po¬dría haberlas hecho.
Pensé en todo lo que podría haber hecho y no hice y ya no haría porque tenía vecinos a quienes conside¬rar, cuando supe que había alguien en el departamen¬to de al lado. Y como suele sucederle a la gente y más a una persona como yo que ama la privacidad, empe¬cé a prestar atención a los ruidos.
En primer lugar era raro que se oyeran ruidos de manera que tenía que acostumbrarme; y en segundo lugar, no sé si para eso, para acostumbrarme, o por pura curiosidad, quería saber a qué obedecían los rui¬dos, si eran voces, pasos, cacerolas en la cocina, li¬bros en el living, llantos, risas, patadas, o qué. En otras palabras, qué era lo que pasaba al lado. Se me ocurrió, cómo no se me iba a ocurrir, que habría un ocupante o una ocupante que guardara su intimidad como yo guardaba la mía, celosamente; al precio de la soledad, sí, pero sin dar lugar a la invasión de los demás. Du¬rante unos días pareció como si los ruidos de al lado me dieran la razón. Pero después dos cosas: la vieja que me habló de "sus vecinos" una mañana, y yo que la noche anterior había oído voces por primera vez. Entonces, claro, había en el departamento más de una persona.
Supuse que me encontraría con alguien en el palier o en la escalera alguna vez y así fue. Tardó, el encuen¬tro, digo, pero una tarde de invierno alguien me precedió en la escalera y al llegar al palier hubo un bue¬nas noches.
—Buenas noches —contesté mientras él y yo po¬níamos la llave en la cerradura de cada departamento.
Era un tipo canoso, de sobretodo oscuro, que lle¬vaba los guantes en la mano izquierda, cosa que no me extrañó porque hacía un frío húmedo y desagra-dable. Fue todo lo que pude ver. Y lo que pude oír fue que tenía una voz gruesa, bien modulada. Actor, pen¬sé. No, locutor. También pensé: dentro de poco me voy a parecer a la vieja víbora, tratando de averiguar cosas de la gente. Cerré la puerta y me olvidé del asun¬to. Hacía frío, como dije, las ventanas estaban cerra-das, vidrios y persianas porque anochecía temprano, y no se veían reflejos de luz ni se oían ruidos ni voces. Además yo tenía mucho que hacer, qué me iba a an-dar ocupando de los vecinos.
Un par de veces más me encontré con el canoso, buenas noches, parece que el tiempo va a mejorar, y bueno es la época, claro, buenas noches.
La época, eso justamente fue lo que me jugó la mala pasada. Yo me iba olvidando de que tenía veci¬nos, sólo que llegó la primavera y abrí las ventanas y ellos también las abrieron.
Casi no me acuerdo de mi lectura escolar de La Divina Comedia pero creo que al infierno se va en¬trando de a poco. Quiero decir que la cosa es desde el principio muy trágica pero que se va poniendo peor a medida que el camino serpentea hacia abajo. Así fue.
—¡Estúpida! —le reconocí la voz: ése era el cano¬so—. ¡Sos una estúpida, mirá lo que hiciste!
La respuesta fue un gimoteo con algunas palabras que no se distinguían bien. Después hubo un silen¬cio. La noche era estupenda, una verdadera noche de primavera, ideal para un poco de música, música fes¬tiva, alegre, como de campanillas o castañuelas o pan¬deretas. Estaba pensando qué disco poner cuando la mujer de al lado le gritó al canoso:
—¿Ves cómo sos? Esta vez vos tenés la culpa.
Todo lo de agradable, profundo, atractivo que te¬nía la voz del canoso, lo tenía la voz de la mujer de chirriante, sosa, aguda, metálica. Una voz de cotorra, de caricatura, de chusma de conventillo: una voz que salía de la garganta, que no sabía de respiración ni de diafragma ni de resonancia.
—Calláte, ¿querés?—dijo él.
La mujer se calló y no hubo nada más por esa no¬che, salvo ruido de platos, de agua en la pileta, pasos, esas cosas normales, hasta que se apagaron las luces. Pero yo no puse música, ni Boccherini ni Telemann, ni nada. Me fui a dormir pensando Dios mío, si esto sigue así voy a tener que cerrar las ventanas, no voy a poder salir jamás al balcón, no voy a poder usar ya nunca más el living o el comedor, por lo menos no en primavera ni en verano; me voy a tener que encerrar en el dormitorio o en la cocina hasta que llegue el in¬vierno otra vez.
No siguió así, no: se puso peor. A la noche siguien¬te ella le reprochaba algo a él cuando yo llegué. Abrí la puerta y oí los gritos. Casi la vuelvo a cerrar y me voy a la calle otra vez, pero no: todo lo que yo quería era estar en mi casa después de un día que había re¬sultado bastante pesado. Entré y cerré detrás de mí. Los vecinos estaban en plena función.
—¡Y no me digas que no lo hiciste a propósito! —gritaba la mujer—. ¡Yo te conozco, te conozco muy bien, lo hiciste para hacerme rabiar y encima te reías! ¡Sos un desgraciado, eso sos, pero cuidáte, ¿eh?, cuidáte porque uno de estos días hago la valija y me voy, ya vas a ver, y me va a gustar saber qué vas a hacer sin mí!
—¡Terminála! —interrumpió él—. Terminála, hacé el favor. Cuándo vamos a tener un día en paz, me querés decir.
—Sí, claro, terminála —chilló ella—, para vos sí que es fácil, total, te vas a la calle y yo me quedo aquí como una idiota deslomándome por vos. ¿Y vos qué hacés, eh? Decíme ¿qué hacés?
—Trabajar, qué querés que haga —dijo él cuando pudo.
Pero eso no era lo que ella quería. Ella quería se¬guir peleando:
—Sé, trabajar. Trabajar es lo que vos decís pero uno de estos días te sigo y voy a ver en qué andás metido.
Él se puso sarcástico:
—Eso, andá, seguíme, ya vas a ver la vida loca que llevo entre farras y champán, tirando manteca al te¬cho, pero por favor, las cosas que tengo que oír. ¿De dónde te creés que sale la plata para comprarte vesti¬dos y perfumes y chafalonías, de dónde? De mi tra¬bajo sale, de ahí.
Ella lloraba:
—Sos un desalmado —dijo.
—Má sí—dijo él.
Y ahí terminó todo por esa noche. A la otra el ca¬mino que serpentea hasta el último círculo pareció ha¬ber llegado a una meseta.
Abrí la puerta con mucho cuidado, como si pudie¬ran verme u oírme, y entré despacito. No se oía nada. Aleluya, pensé, no están. Pero estaban: se veía el re¬flejo de la luz en el balcón. Y sin embargo había un bendito silencio, nadie peleaba, nadie gritaba, nadie lloraba.
Como al rato él se rió.
—Andá —dijo ella—, no seas malo.
Pero no se peleaban: parecía que por fin iban a te¬ner un día en paz, como quería él la noche anterior. Se reían los dos. Después se oyeron pasos, se apagó la luz, una puerta se cerró y yo puse Boccherini aunque la noche no era tan perfecta.
A la siguiente se gritaron de nuevo, pero en cuanto empezaron yo cerré las ventanas y me fui a leer al dormitorio. A la otra también pero llovía a cántaros y casi no se oía lo que decían. Cuando la lluvia arreció y empezó a soplar viento, cerré las persianas y ya no se oyó nada más.
Hubo una tregua. Durante unos días no los oí. Había ruidos, los ruidos de una vida doméstica co¬mún, pasos, platos, televisión por suerte no demasia¬do estridente, puertas que se cierran, agua, todo eso que habla de vida cotidiana y no de círculos del in¬fierno. Casi pensé que todo se había arreglado.
Pero no, no se había arreglado nada. En lo peor del mes de diciembre, cuando el aire pesa como toalla húmeda y no se puede ni respirar, cuando yo abría las ventanas tratando de que entrara un poco del fresco que no existía para este hemisferio, el camino del in¬fierno empezó a descender de nuevo. Mierda, pensé, esto no puede seguir así, o se van ellos o me voy yo. Me consolé pensando que el dos de enero me iba de vacaciones.
Si no hubiera sido por esa perspectiva, esa noche voy, les toco el timbre y les digo de todo. De todo fue lo que se dijeron ellos. Ella, que lo odiaba, que no se explicaba por qué seguía viviendo con él, que él era un canalla, un traidor, un mujeriego, borracho, ju¬gador, inútil y no me acuerdo qué otras lindezas. Él le dijo que si tanto lo odiaba y no se explicaba por qué vivía con él, pues que se fuera, que él no la había lla¬mado ni le había pedido que se fuera a vivir con él, vamos, que se fuera de una vez.
Ella aulló. No gritó: aulló, y parece que el aullido había sido una especie de carcajada de desprecio por¬que al segundo nomás empezó esta vez sí a gritarle:
—¡Cómo que no me pediste! ¡De rodillas me pediste! ¡Me rogaste, me suplicaste que me fuera a vivir con vos y yo que soy una tonta te lo creí! ¡Te lo creí! ¡Te creí todo lo que me dijiste! Y hasta me fui a vivir con vos a esa pocilga inmunda.
—Bien contenta tenés que estar de haber ido a esa pocilga como vos decís. ¿O no te acordás de dónde venías cuando te encontré, eh? ¿Te acordás o no, eh? Mucho hacerte la fina pero bien de abajo que te le¬vanté.
Ella volvió a aullar y yo me fui al dormitorio, cerré la puerta, me metí en la cama y traté de dormir. Cosa que no pude hacer porque tenía hambre. Hambre, eso tenía. No había podido hacerme un bocado de comer gracias a la pelea que habían montado esos chiflados en el departamento de al lado, pero no era yo quien se iba a levantar para ir hasta la cocina, cocinar algo, lle¬varlo al comedor y comer. ¿Comer con semejante batalla campal ahí al lado? Ni pensar. Finalmente me dormí.
Llegó el fin de año, lo pasé con amigos y el dos de enero me tomé unas vacaciones. Diez días, más no hubiera podido, con todo el trabajo que había. Pero me vinieron de perlas. Allá tan lejos las peleas de mis vecinos hasta me parecían divertidas. Y todavía me lo parecieron cuando los dos primeros días se volvieron a pelear como perro y gato. Me duraba el buen hu¬mor de los días de ocio.
Al tercero, cuando ya estaba trabajando como siem¬pre y empezaba a sospechar de nuevo que estaba tran¬sitando el camino que va hacia abajo en ilustre compañía pero hacia abajo quisiera o no, un nuevo ingre¬diente se agregó a la función. Se reconciliaron.
Supongo que después de cada pelea se reconcilia¬ban, pero por lo menos hasta entonces lo habían he¬cho en silencio o en el dormitorio, lejos de mis oídos. Esa vez fue en el living y no pude dejar de oír. Llegó un momento en el que pensé que eran preferibles los gritos y los insultos. Yo estaba ahí, como si hubiera echado raíces en el piso, y en vez de indignación y fastidio como cuando se peleaban, me dio asco.
Esas cosas se hacen en la intimidad, en la penum¬bra, en voz baja, lejos de los oídos del prójimo aun¬que claro, ellos no sabían que yo estaba del otro lado de la pared, en la puerta del balcón de al lado, escu¬chando. Se dijeron las cursis obviedades que se dicen las parejas cuando empiezan a juguetear, cuando los dedos recorren un cierre sin abrirlo todavía, cuando las bocas se juntan y se rechazan y vuelven a juntarse, cuando los labios arden, cuando de las mejillas el ru¬bor baja a la entrepierna y jugos se destilan que quie¬ren humedecer el cuerpo del otro, cuando los muslos se deslizan sobre las sábanas arrugadas y los brazos buscan cómo llenar ese vacío intolerable. Gemían y se reían y ella decía ay ay ay y él le preguntaba de quién es esa boquita. Parecía un chiste. Un chiste viejo y malo, contado por escolares en los baños del cole¬gio para excitarse. Esos dos asquerosos habían conse¬guido excitarme. Por un momento, ¿de quién es esa mariposita? dijo él y yo ya me imaginaba a qué le lla¬maría mariposita y ella dijo tuya tuya tuya, por un momento pensé en mi soledad y casi me dije que era preferible tener una pareja de mierda con la que pe¬learse todas las noches a los gritos que no tener a na¬die. Y entonces ella dijo:
—Me la hice tatuar por vos, por vos, ¿te acordás?, cuando vos la mirabas a la loca esa de la Dafne que tenía una flor colorada tatuada acá, ¿te acordás?
Él dijo algo así como pobrecita mía te dolió y ella dijo siiiiiii, muuuucho muuuuuchito pero lo hice por voooooos.
Una mariposita, qué horror. Me pregunté adónde se la habría hecho tatuar y por primera vez traté de imaginármela a ella y no pude y me di cuenta de que nunca la había visto. A él sí, pero a ella nunca. Pobre mina, pensé mientras todo estaba en silencio, pobre mina, hay que ver también, todo el día metida en la casa, cualquiera se vuelve loca, a mí si me pasa eso me ponen el chaleco y me llevan al manicomio sin esca¬las.
Ella gritó. Fue un grito de amor, no de batalla, y él dijo algo, jadeando. No aguanté más. Me fui al dor¬mitorio, cerré la puerta, me desnudé, fui al baño y me di una ducha fría. Para cuando salí, con un toallón a modo de túnica, todo había terminado y ellos hacían planes.
—¿A Mar del Plata? —preguntó él.
—Adonde vos quieras, mi amor.
Me fui a dormir y di ciento y una vueltas en la cama sin poder pegar un ojo. A las dos de la mañana decidí que me mudaba. A las tres tenía el diario abierto sobre las rodillas y leía los avisos de departamentos en venta. A las cuatro tiré el diario y le presté atención a un dolor que me nacía en el centro del cuerpo y se derramaba por mis brazos y mis piernas como almí¬bar. No, no me iba a mudar: tenía que seguir ahí, oyén¬dolos gritarse y sintiendo esa mezcla de furia y fascinación y fiebre y repulsión y preguntándome por qué estaba yo de este lado y ellos del otro.
A las cinco logré dormirme.
Al otro día compré el diario camino al estudio y me prometí que revisaría atentamente las ofertas de departamentos. Cuando volví a casa no se oía nada. Comían en silencio. En buena armonía, me dije. No todo silencio es armonía: a la madrugada me desper¬taron los gritos. Me levanté y fui a escuchar. Ella de¬cía otra vez que lo odiaba.
—No me importa —decía él casi con tranquili¬dad—. ¿Sabés una cosa? No me importa, no me im¬porta nada de vos, ni si me odiás ni si dejás de odiar¬me. Por mí hacé lo que quieras. Vos no me importás nada. Sos una basura y siempre lo fuiste. Cuanto an¬tes te vayas, mejor.
—¡No me voy a ir nada, no me voy a ir nada, no me voy a ir nadaaaaaa!
—Bueno, no te vayas, me da lo mismo, me voy yo.
Se oyó el ruido de una cachetada.
—Pero ¿vos estás loca? —dijo él—. A mí no me ponés la mano, encima, ¿estamos? Asquerosa de mierda.
—¡Me escupiste! —gritó ella—. ¡Me escupiste!
—No te merecés otra cosa —dijo él, tranquilo de nuevo.
Ella pegó uno de sus aullidos y se oyó un ruido como de cuerpo que caía. Uy, pensé, la empujó. Al¬guien corría. Una puerta. Otra corrida.
—¡Salí! ¡Dejá eso! —gritó él.
Ella seguía aullando y siguió aullando durante un tiempo que me pareció insoportablemente largo. Pero terminó por calmarse. Él no decía nada y ella empezó a llorar. Lloraba fuerte, con sollozos y quejidos, se callaba un poco y volvía a llorar. Se me ocurrió que se iban a reconciliar y que yo los iba a oír y que eso era más de lo que yo podía aguantar. Chau, dije, que hagan lo que quieran, que franeleen, que se revuel¬quen, que se tiren por el balcón si se les da la gana, y me fui a dormir y qué raro, me dormí enseguida y me desperté con el tiempo justo para tomar un café negro demasiado caliente, ducharme e irme al estudio.
No podía dejar de pensar en ellos. Trabajaba en lo mío, mal pero trabajaba, miraba a mi alrededor, veía lo mismo que veía todos los días, y no podía dejar de pensar en ellos. ¿Él le habría preguntado por la mariposita? Mientras yo dormía, ¿él la habría acari¬ciado hasta que a ella se le había pasado? ¿Ella le ha¬bría dicho que la mariposita era de él y sólo de él?
—¿Qué te pasa? ¿Qué tenés? —me preguntó Gabriela.
—Nada —dije—, un poco de cansancio.
—Qué habrás andado haciendo en La Paloma vos —dijo Gabriela riéndose.
¿Qué me pasaba? Nada, un poco de cansancio. ¿Qué tenía? Nada, no tenía nada. Ellos se tenían, fue¬ra como fuese, con peleas y odios y todo, pero se tenían. ¿Yo qué tenía? Compañeras de trabajo, amigos, Dvorak y Rameau. Nada, eso tenía: nada.
Cuando volví esa tarde, no se oía ni un suspiro. Sabía que estaban porque veía el reflejo de la luz del living en el balcón, pero no se oía nada. Ni ruido de platos, ni pasos, ni agua en la pileta. Puse música, des¬pacito por si acaso, comí algo, leí y me fui a dormir.
Al día siguiente una de las psicoanalistas del pri¬mer piso vino a decirme que a la vieja víbora la habían internado con no sé qué problema y que teníamos que buscar quien la reemplazara. Que si yo estaba de acuer¬do en que ella, la psicoanalista, contratara provi¬soriamente a la señora que le hacía la limpieza a ella, hasta que a la vieja la dieran de alta. Le dije que sí, que cómo no, que claro, y que me avisara cuánto había que poner, gracias, de nada, hasta luego.
La señora que le hacía la limpieza a la psicoanalista resultó un tesoro. Discreta, silenciosa, limpia y pro¬lija, una maravilla. Deseé que a la vieja la tuvieran in¬ternada durante un año por lo menos. En el departa¬mento de al lado seguía habiendo silencio. A la noche había luz, pero otra vez y por suerte para mí, no se oía nada.
Al principio no me di cuenta. Sabía que algo olía mal, pero no sabía qué era. Pensé que me había deja¬do un resto de comida en algún rincón de la heladera y la revisé estante por estante. Tiré unas tajadas de jamón que me parecieron sospechosas y pasé un tra¬po húmedo con bicarbonato por toda la heladera. Al otro día el olor era insoportable y cuando tocaron el timbre pensé que era de nuevo la psicoanalista del primero pero no, era el contador de la planta baja. Si yo no creía que había que llamar a la policía.
—¿A la policía?
—Sí, fíjese que sus vecinos no contestan y hace tres días que la luz está prendida y este olor, francamente, creemos que algo grave ha pasado.
—Oh, por favor —dije—, no me va a decir que él la mató.
Pero cuando le vi la cara dejé de sonreír. Estaba serio el tipo, serio, preocupado, la frente fruncida y los ojos como amenazadores. Pensándolo bien, sí, era posible que la hubiera matado. El olor, aunque yo no me hubiera dado cuenta hasta ese momento, el olor era olor a muerto, no a jamón rancio en mi heladera ni en la heladera de nadie.
—Está bien —dije—, sí, llamen a la policía.
No fui al estudio. Llamé y dije que me sentía mal, cosa que no era del todo mentira.
Tocaron el timbre del departamento de al lado, lla¬maron a los gritos, golpearon, trataron de mirar para adentro desde mi balcón y al final echaron la puerta abajo. Como en las películas.
Como en las películas el contador se tapó la boca pero fue inútil, vomitó hasta el forro de las tripas ahí nomás en el palier. Como en las películas el cadáver del canoso estaba tirado en el living, hinchado, cu¬bierto de moscas, el mango de una cuchilla de cocina saliéndole del pecho un poco a la izquierda. Yo tam¬bién tenía ganas de vomitar pero me quedé mirándo¬lo hasta que uno de los policías me dijo que me fuera, que ya me iban a llamar para interrogarme. Como en las películas.
Después me enteré: la mujer había desaparecido. Se había ido, presumiblemente llevando una valija porque su ropa no estaba. Los placares estaban abier¬tos, los cajones tirados y había perchas y cajas despa¬rramadas por el suelo. No había zapatos ni carteras ni bijouterie ni cremas, polvos, sombras, perfumes, es¬maltes de uñas, shampoo, ni nada. Se había ido. No había dejado nada de ella y nadie sabía siquiera cómo se llamaba porque el departamento estaba a nombre de él. Lo había matado y se había ido llevándose la ropa y los collares y los perfumes y las medias que él le había comprado; se había ido para siempre y yo ya nunca iba a saber cómo era. A menos que la agarraran.
Pero no la agarraron. La buscaron, salieron las no¬ticias en los diarios, al principio en primera página, después en la seis, después en la veintitrés y después dejaron de salir.
—Che, ¿no lo habrás matado vos, no? —me pre¬guntó Gabriela.
—No —dije.
La vieja víbora se murió. Sí, se murió. La habían internado para una operación de vesícula y tuvo no sé qué, una infección, peritonitis, septicemia, y se mu¬rió. Leonor, la señora que le hacía la limpieza a la psi¬coanalista, ocupó su lugar con mis beneplácitos. Nun¬ca se metió conmigo ni me preguntó nada ni me hizo comentarios acerca de nada. Buenos días, buenos días, y eso era todo.
Era de noche y hacía un mes que la mujer lo había despachado al canoso cuando oí pasos en el palier. No me asusté y eso que era sábado y nadie tenía por qué estar en el edificio salvo yo que había recuperado la privacidad de mi vida. No me asusté y abrí la puerta. El palier estaba oscuro, así que alargué el brazo y apre¬té el botón de la luz.
Había un tipo junto a la puerta del departamento de al lado. No hacía nada, simplemente estaba ahí, parado, como esperando.
—No hay nadie —le dije.
Él me miró.
—Nadie —repetí.
Era alto y muy gordo. Muy blanco también. Algu¬na vez había sido rubio, pero ahora le quedaba una corona de pelos entre blancos y amarillentos alrede-dor de la calva brillante. Tenía una nariz respingada y una boca dócil y ojos claros. Estaba vestido con un pantalón gris y una remera azul desteñida y mocasines sin medias. El cinturón que le sostenía los pantalones quedaba muy abajo, como soportando ese vientre acuoso, expresivo, proa insolente cuando levantaba la cabeza. La carne blanca y fofa le asomaba por el borde del escote de la remera y se le desparramaba por encima del cinturón cada vez que se movía. Esa carne debía ser suave, suave y lampiña y rosada, blan¬da si alguien la apretaba, como la de los muñecos chi¬llones, celuloide sonriente, goma hueca, una pesa de plomo en la panza que los hace ponerse de pie ines¬peradamente cuando alguien los echa a rodar.
—Ya sé —dijo—, ya sé que no hay nadie.
La voz se le arrastraba, baja y casi murmurante, caricatura de una caricatura, forzando un timbre desacostumbrado, tratando de mantenerla allí, obedien¬te. Se me cerró la garganta.
—Andáte —le dije—, andáte de una vez.
—No —dijo él—, no me eches, no tengo adónde ir.
Hizo un movimiento como para separarse de la puerta y la remera se le deslizó hacia un costado. La mariposa roja y azul estaba tatuada en el brazo, un poco por debajo del hombro. Cuando él se movía, la mariposa se movía; cuando estaba quieto, la mariposa se quedaba quieta.
—Aquí no podés quedarte —le dije.
—No tengo adónde ir —repitió.
—No, claro, me imagino que no.
—Vendí todo lo que tenía —dijo.
Pensé en las noches de Boccherini, en el reflejo de la luz del comedor de al lado en mi balcón, en los pa¬sos que resonaban tan cerca pero no en los pisos de mi departamento, en mi dormitorio con la puerta cerra¬da contra todo lo que pudiera venir de afuera a herir¬me los oídos. Pensé, sobre todo, en el invierno que vendría. Me reí: qué diría Gabriela, qué dirían los psi¬coanalistas del primer piso. Abrí del todo mi puerta.
—Entrá —le dije.
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