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jueves, 18 de diciembre de 2014

El pueblo de los gatos. Murakami

Tomado de Taringa.
Los invito a leer un cuento de este grandioso escritor, este cuento se encuentra metido dentro del libro 1Q84 (no se preocupen no contiene ningun spoiler ni nada parecido, se cuece aparte dentro de la historia principal del libro),espero que lo disfruten, si hay palabras que están unidas, eso es debido a los derechos de autor

El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía undestino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba.Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba,volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual seextendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecilloen el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquelpaisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo.Cuando el tren sedetuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otropasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.En la estación no había empelados. Debía ser una estación poco transitada. El jovenatravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente ensilencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y enelayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampocohabía nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lomejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana.Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente habíaabandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañanasiguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allíla noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.Pero en realidad aquél era el pueblo de losgatos. Cuando el sol se ponía, numerososgatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad.Gatos de diferentes tamañosy diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos.Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había enmedio delpuebloy se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas delas tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada unoempezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó elpuente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban alayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel.Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unostocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenasnecesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el últimorincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto delcampanario. Cercadel amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos yocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo,entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso.Cuando le entró el hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en lacocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió aesconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el compartamiento de losgatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podríaregresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren enaquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía


Un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar elpueblo de losgatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía unaprofunda curiosidad y estaba lleno deambición y de ganas de vivir aventuras. Deseabaseguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desdé cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba elpueblo y quédemonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigodeaquel misterioso espectáculo.A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo elcampanario.«¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lodices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno deellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque nocreo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón.No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo delos gatos». «Pero nocabe duda de que huele a uno de ellos.»Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo,como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio,los gatos tienen un olfatoexcelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto delcampanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras delcampanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadadospor el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos yafilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debíanadentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía quefueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.Tres de los gatos subieron hasta elcampanario y se pusieron a olfatear. «¡Quéextraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no haynadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemosen otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Losgatosbajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridadnocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatosy él habían estado literalmente a un palmo dedistancia en un lugar angosto. No habríapodido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. Eljoven examinó susmanos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, porla mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren.Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».Pero al dia siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante desus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Seveía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas.Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven queesperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la queno se reflejara. Cuando el tren de la tardedesapareció a lo lejos, a su alrededor se hizoun silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó aponerrse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se habíaperdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar enel que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y eltren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.

Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril, de Haruki Murakami




Una bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.

A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven –debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una “chica”. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto.

Quizá tú tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de tobillos delgados, o grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena razón te enloquecen las chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda. Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me descubro mirando a la chica de la mesa de junto porque me gusta la forma de su nariz.

Pero nadie puede asegurar que su chica 100% perfecta corresponde a un tipo preconcebido. Por mucho que me gusten las narices, no puedo recordar la forma de la de ella –ni siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar de forma segura es que no era una gran belleza. Extraño.

-Ayer me crucé en la calle con la chica 100% perfecta –le digo a alguien.
-¿Sí? –él dice- ¿Estaba guapa?
-No realmente.
-De tu tipo entonces.
-No lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de ella, la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho.
-Raro.
-Sí. Raro.
-Bueno, como sea –me dice ya aburrido- ¿Qué hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?
-Nah, sólo me crucé con ella en la calle.

Ella caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril.

Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora sería suficiente: sólo para preguntarle acerca de ella misma, contarle algo acerca de mi, y –lo que realmente me gustaría hacer- explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una bella mañana de abril en 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos, como un antiguo reloj construido cuando la paz reinaba en el mundo.

Después de hablar, almorzaríamos en algún lugar, quizá veríamos una película de Woody Allen, parar en el bar de un hotel para unos cócteles. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.

La posibilidad toca en la puerta de mi corazón.

Ahora la distancia entre nosotros es de apenas 15 metros.

¿Cómo acercármele? ¿Qué debería decirle?

-Buenos días señorita, ¿podría compartir conmigo media hora para conversar?

Ridículo. Sonaría como un vendedor de seguros.

-Discúlpeme, ¿sabría usted si hay en el barrio alguna lavandería 24 horas?

No, simplemente ridículo. No cargo nada que lavar, ¿quién me compraría una línea como esa?

Quizá simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú eres la chica 100% perfecta para mi.

No, no se lo creería. Aunque lo dijera es posible que no quisiera hablar conmigo. Perdóname, podría decir, es posible que yo sea la chica 100% perfecta para ti, pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí. Podría suceder, y de encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos, jamás me recuperaría del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata madurar.

Pasamos frente a una florería. Un tibio airecito toca mi piel. La acera está húmeda y percibo el olor de las rosas. No puedo hablar con ella. Ella trae un suéter blanco y en su mano derecha estruja un sobre blanco con una sola estampilla. Así que ella le ha escrito una carta a alguien, a juzgar por su mirada adormecida quizá pasó toda la noche escribiendo. El sobre puede guardar todos sus secretos.

Doy algunas zancadas y giro: ella se pierde en la multitud.

Ahora, por supuesto, sé exactamente qué tendría que haberle dicho. Tendría que haber sido un largo discurso, pienso, demasiado tarde como para decirlo ahora. Se me ocurren las ideas cuando ya no son prácticas.

Bueno, no importa, hubiera empezado “Érase una vez” y terminado con “Una historia triste, ¿no crees?”

Érase una vez un muchacho y una muchacha. El muchacho tenía dieciocho y la muchacha dieciséis. Él no era notablemente apuesto y ella no era especialmente bella. Eran solamente un ordinario muchacho solitario y una ordinaria muchacha solitaria, como todo los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en algún lugar del mundo vivía el muchacho 100% perfecto y la muchacha 100% perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y ese milagro sucedió.

Un día se encontraron en una esquina de la calle.

-Esto es maravilloso –dijo él- Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero eres la chica 100% perfecta para mí.

-Y tú –ella le respondió- eres el chico 100% perfecto para mi, exactamente como te he imaginado en cada detalle. Es como un sueño.

Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y dijeron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué cosa maravillosa encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un milagro, un milagro cósmico.

Sin embargo, mientras se sentaron y hablaron una pequeña, pequeñísima astilla de duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien si los sueños de uno se cumplen tan fácilmente?

Y así, tras una pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica: Vamos a probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar sin duda alguna y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100% perfectos, nos casaremos ahí y entonces, ¿cómo ves?

-Sí –ella dijo- eso es exactamente lo que debemos hacer.

Y así partieron, ella al este y él hacia el oeste.

Sin embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo era absolutamente innecesaria, nunca debieron someterse a ella porque en verdad eran el amante 100% perfecto el uno para el otro y era un milagro que se hubieran conocido. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino procederían a agitarlos sin piedad.

Un invierno, ambos, el chico y la chica se enfermaron de influenza, y tras pasaron semanas entre la vida y la muerte, perdieron toda memoria de los años primeros. Cuando despertaron sus cabezas estaban vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.

Eran dos jóvenes brillantes y determinados, a través de esfuerzos continuos pudieron adquirir de nuevo el conocimiento y la sensación que los calificaba para volver como miembros hechos y derechos de la sociedad. Bendito el cielo, se convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar de una línea del subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de entrega especial en la oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron otra vez el amor, a veces el 75% o aún el 85% del amor.

El tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta y dos, la chica treinta

Una bella mañana de abril, en búsqueda de una taza de café para empezar el día, el chico caminaba de este a oeste, mientras que la chica lo hacía de oeste a este, ambos a lo largo de la callecita del barrio de Harajuku de Tokio. Pasaron uno al lado del otro justo en el centro de la calle. El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y breve en sus corazones. Cada uno sintió retumbar su pecho. Y supieron:

Ella es la chica 100% perfecta para mí.

Él es el chico 100% perfecto para mí.

Pero el resplandor de sus recuerdos era tan débil y sus pensamientos no tenían ya la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, se pasaron de largo, uno al otro, desapareciendo en la multitud. Para siempre.

Una historia triste, ¿no crees?


Sí, eso es, eso es lo que tendría que haberle dicho.

Cerezos

miércoles, 14 de mayo de 2014

LA SUBIDA AL CIELO. Roald Dahl. Cuento publicado en “Relatos de lo inesperado” (Tales of the Unexpected, 1979)


 
La señora Foster había sufrido toda su vida un miedo casi patológico a perder trenes, aviones, barcos, y hasta telones, en los teatros. Aunque en otros aspectos no era una mujer particularmente nerviosa, la sola idea de llegar con retraso en ocasiones como las enumeradas la ponía en un estado de excitación tal que le daban espasmos. No era cosa de mucha importancia: un pequeño músculo que se le agarrotaba en la esquina del ojo izquierdo, como un guiño secreto. Lo enojoso, sin embargo, era que la contracción se negaba a desaparecer hasta cosa de una hora después de alcanzado sin novedad el tren, o el avión, o lo que hubiera de tomar.

Es realmente extraordinario el que un temor suscitado por algo tan simple como perder un tren pueda, en ciertas personas, convertirse en una seria obsesión. Media hora antes, como mínimo, de que se hiciese necesario partir hacia la estación, la señora Foster salía del ascensor lista para marchar, con el sombrero y el abrigo puestos, y a continuación, de todo punto incapaz de sentarse, comenzaba a trajinar y agitarse de habitación en habitación, hasta que su marido, que no podía ignorar el estado en que se encontraba, emergía por fin de sus aposentos y en tono seco, desapasionado, señalaba que tal vez fuera hora de ponerse en marcha, ¿no?

Es posible que el señor Foster estuviese en su derecho de irritarse ante esa simpleza de su esposa; lo que resultaba inexcusable era que acrecentase su desazón haciéndola esperar sin necesidad. Cosa que, ¡cuidado!, ni siquiera se hubiera podido demostrar, aunque medía tan bien su tiempo cuando quiera que habían de ir a alguna parte —ya me entienden: sólo uno o dos minutos de retraso—, y su actitud era tan suave, que se hacía difícil creer que no buscara infligir una pequeña pero abominable tortura personal a la pobre señora. Y si algo le constaba, es que ella no se habría atrevido por nada del mundo a levantar la voz y pedirle que se apresurase: la tenía demasiado bien disciplinada para eso. Otra cosa que sin duda había de saber era que, llevando la demora incluso más allá del límite de lo prudencial, podía ponerla al borde de la histeria. Una o dos veces, en los últimos años de su vida de casados, casi había parecido que deseara perder el tren, con el único fin de intensificar el sufrimiento de la infeliz.

Supuesta la culpabilidad del marido (que tampoco puede darse por cierta), lo que hacía doblemente irrazonable su actitud era el hecho de que, exceptuada esa pequeña flaqueza incorregible, la señora Foster era y había sido en todo momento una esposa bondadosa y amante que por espacio de más de treinta años le había servido con competencia y lealtad. A ese respecto no había duda alguna: incluso ella, con ser una mujer muy modesta, así lo veía. Y, por mucho que llevase años rechazando la idea de que el señor Foster quisiera atormentarla deliberadamente, a veces, en los últimos tiempos, habíase sorprendido a sí misma en el umbral de la sospecha.

El señor Eugene Foster, que frisaba los setenta años, vivía con su esposa en Nueva York, en la Calle Sesenta y Dos Este, en una casona de seis plantas atendida por cuatro sirvientes. El lugar era sombrío y recibían pocas visitas. Ello no obstante, la casa había cobrado vida aquella particular mañana de enero y el trajín era mucho. Mientras una de las doncellas repartía por las habitaciones montones de sábanas con que proteger los muebles contra el polvo, otra las colocaba. El mayordomo transportaba a la planta baja maletas que dejaba en el zaguán. El cocinero subía una y otra vez de sus dependencias, para consultar con el mayordomo. Y la señora Foster, por su parte, vestida con un anticuado abrigo de pieles y tocada con un sombrero negro, volaba de una a otra habitación fingiendo vigilar todas aquellas operaciones, cuando lo único que en realidad ocupaba su pensamiento era la idea de que, como su esposo no saliese pronto de su estudio y se aprestara, iba a perder el avión.

—¿Qué hora es, Walker? —preguntó al mayordomo al cruzarse con él.

—Las nueve y diez, señora.

—¿Ha llegado ya el coche?

—Sí, señora, está esperando. Ahora mismo me disponía a cargar el equipaje.

—Se tarda una hora en llegar a Idlewild —dijo ella—. Mi avión despega a las once. Y debo estar allí con media hora de antelación, para los trámites. Llegaré tarde. Sé que llegaré tarde.

—Creo que tiene tiempo de sobras, señora —dijo con amabilidad el mayordomo—. Ya he señalado al señor Foster que habían de marchar a las nueve y cuarto. Aún quedan cinco minutos.

—Sí, Walker, ya lo sé, ya lo sé. Pero cargue rápido el equipaje, ¿quiere?

Se puso a dar vueltas por el zaguán, y, cuantas veces se cruzaba con el mayordomo, le preguntaba la hora. Aquél, se decía una y otra vez, era el único avión que no podía perder. Le había costado meses persuadir a su marido de que la dejase marchar. Y, si ahora perdía el avión, no era difícil que él resolviese que debía dejarlo todo en suspenso. Y lo peor era su insistencia en u a despedirla al aeropuerto.

—Dios mío —exclamó en voz alta—, voy a perderlo. Lo sé, lo sé; sé que voy a perderlo.

El pequeño músculo situado junto al ojo izquierdo le daba ya unos tirones locos, y los ojos en sí los tenía al borde de las lágrimas.

—¿Qué hora es, Walker?

—Las nueve y dieciocho, señora.

—¡Ya es seguro que lo pierdo! —lamentóse—. Oh, ¿por qué no aparecerá de una vez?

Era aquél un viaje importante para la señora Foster. Iba a París, sola, a visitar a su hija, su única hija, casada con un francés. A la señora Foster no le importaba gran cosa el francés, pero a su hija le tenía mucho cariño, y, sobre todo, la consumía el anhelo de ver a sus tres nietos, a quienes sólo conocía por las muchas fotos que de ellos había recibido y que no dejaba de exponer por toda la casa. Eran preciosas aquellas criaturas. Loca por ellas, en cuanto llegaba una nueva fotografía se la llevaba donde pudiera examinarla largo rato buscando con cariño en sus caritas indicios satisfactorios de aquel aire de familia que tanto significaba para ella. Por último, en fechas recientes, cada vez la asaltaba con mayor frecuencia el sentimiento de que no deseaba terminar sus días donde no pudiese estar cerca de sus niños, recibir sus visitas, llevarlos de paseo, comprarles regalos y verlos crecer. Sabía, a buen seguro, que en cierto modo no estaba bien, e incluso que era una deslealtad alentar pensamientos semejantes estando todavía vivo su esposo. Tampoco ignoraba que, por más que ya no desarrollase actividades en ninguna de sus múltiples empresas, él jamás consentiría en dejar Nueva York para instalarse en París. Ya era un milagro que se hubiese avenido a permitirle hacer sola el vuelo y pasar allí seis semanas de visita. Pero, aun así, ¡ah, cómo le hubiera gustado poder vivir siempre cerca de sus nietos!

—Walker, ¿qué hora es?

—Y veintidós, señora.

Mientras eso decía, abrióse una puerta y en el zaguán apareció el señor Foster, que se detuvo a mirar con intensidad a su esposa. También ella fijó los ojos en aquel anciano diminuto, pero todavía apuesto y gallardo, que con su inmensa cara barbuda tan asombroso parecido guardaba con las viejas fotografías de Andrew Carnegie.

—Bueno —dijo—, creo que no estará de más, si quieres alcanzar ese avión, que nos vayamos poniendo en marcha.

—Sí, cariño, sí. Todo está a punto. Y el coche, esperando.

—Perfecto —dijo él ladeando la cabeza y observándola con atención.

Tenía una curiosa manera de ladear la cabeza, la cual se veía además sometida a una serie de sacudidas, breves y rápidas. A causa de ello, y también porque se estrujaba las manos sostenidas en alto, casi a nivel del pecho, plantado allí tenía cierto aspecto de ardilla..., una viva, ágil y vieja ardilla escapada del Central Park.

—Ahí tienes a Walker con tu abrigo, cariño. Póntelo.

—En seguida estaré contigo —replicó él—. Es sólo lavarme las manos.

Ella se quedó aguardando flanqueada por el alto mayordomo, portador del sombrero y abrigo.

—¿Lo perderé, Walker?

—No, señora —respondió el mayordomo—. Creo que llegará perfectamente.

Luego reapareció el señor Foster y el mayordomo le ayudó a ponerse el abrigo. La señora Foster salió presurosa de la casa y montó en el Cadillac alquilado. Su esposo la siguió, pero bajando con lentitud la escalinata que llevaba a la calle y deteniéndose, todavía en los peldaños, para estudiar el cielo y olisquear el frío aire de la mañana.

—Parece un poco brumoso —observó conforme se acomodaba en el coche junto a ella—. Y allí, por el lado del aeropuerto, siempre empeora. No me sorprendería que ya hubiesen suspendido el vuelo.

—No digas eso, cariño, por favor.

No volvieron a hablar hasta que el coche hubo cruzado el río, camino de Long Island.

—Ya me he puesto de acuerdo con el servicio —dijo el señor Foster—. Marcharán todos hoy. Les he liquidado seis semanas a razón de media paga, y a Walker le he dicho que cuando volvamos a necesitarlos le enviaré un telegrama.

—Sí —replicó ella—. Ya me lo ha contado.

—Yo me trasladaré al club esta noche. Alojarse allí será una novedad agradable.

—Sí, cariño. Y yo te escribiré.

—Pasaré por casa de vez en cuando, para recoger el correo y cerciorarme de que todo está en orden.

—¿De veras no crees preferible que Walker se quede allí, al cuidado de todo, mientras estemos fuera? —preguntó ella sumisa.

—Qué tontería. Es del todo innecesario. Y, además, le tendría que pagar el sueldo completo.

—Oh, sí —dijo ella—. Claro está.

—Y, por otra parte, nunca se sabe lo que se le puede ocurrir a la gente cuando se la deja sola en una casa —proclamó el señor Foster, que sacó ahí un cigarro cuya punta hendió con un cortapuros de plata antes de encenderlo con un mechero de oro.

Ella guardó silencio, las manos unidas y crispadas bajo la manta de viaje.

—¿Me escribirás? —indagó.

—Ya veremos. Aunque lo dudo. Ya sabes que no soy de escribir cartas, como no tenga algo concreto que decir.

—Sí, ya lo sé, cariño. Entonces, no te molestes en hacerlo.

Seguían avanzando, ahora por el Queen's Boulevard, hasta que, al alcanzar las llanas marismas en que se asienta el aeropuerto de Idlewild, la niebla empezó a espesarse y el coche hubo de reducir la marcha.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Foster—. Ahora sí que lo pierdo. ¡Estoy segura! ¿Qué hora es?

—Basta ya de alboroto —protestó el anciano—. Además, es en vano: ya tienen que haberlo suspendido. Jamás vuelan con un tiempo semejante. No sé ni por qué te has tomado la molestia de ponerte en camino.

Aunque no estaba segura de ello, le pareció que su voz cobraba repentinamente un tono nuevo, y volvió la cabeza, para mirarle. Era difícil, con aquel pelambre, apreciar en su rostro cambios de expresión. La boca era la clave de todo, y, como tantas otras veces, habría dado cualquier cosa por distinguirla claramente, pues a no ser que estuviera enfurecido, los ojos rara vez traslucían nada.

—De todas formas —prosiguió el señor Foster—, te doy la razón: si por casualidad se efectuase el vuelo, ya lo tienes perdido. ¿Por qué no te -rindes a la evidencia?

Apartó de él la mirada y la volvió hacia la ventanilla. La niebla parecía espesarse conforme adelantaban, y ahora sólo el borde de la carretera y la orilla de la pradera que empezaba más allá le resultaban visibles. Sabía que su esposo continuaba mirándola. A una nueva ojeada advirtió, con una especie de horror, que ahora tenía fija la vista en el rabillo de su ojo izquierdo, en aquella pequeña zona donde sentía los tirones del músculo.

—¿O no es así? —insistió él.

—¿Qué?

—Que ya tienes perdido el vuelo, si es que lo hay. Con esta basura en el aire, no podemos correr.

Dicho eso, no volvió a dirigirle la palabra. El coche continuó su dificultoso avance, auxiliado el conductor por el foco amarillo que tenía orientado hacia el arcén. Otros focos, algunos blancos, algunos amarillos, surgían continuamente de la niebla, en dirección opuesta, y uno, sobremanera brillante, no dejaba de seguirlos a corta distancia.

De repente, el chofer paró el coche.

—¡Ya está! —exclamó el señor Foster—. Atascados. Ya lo sabía.

—No, señor —dijo el chofer al tiempo que volvía la cabeza—. Lo hemos conseguido. Estamos en el aeropuerto.

La señora Foster se apeó sin decir palabra y entró presurosa en el edificio por su puerta principal. El interior estaba repleto de gente, en su mayoría pasajeros que asediaban, desolados, los despachos de billetes. La señora Foster se abrió paso como pudo y se dirigió al empleado.

—Sí, señora —dijo éste—. Su vuelo está aplazado, por el momento. Pero no se marche, por favor. Contamos con que el tiempo aclare en cualquier instante.

La señora Foster salió al encuentro de su marido, que continuaba en el coche, y le transmitió la información.

—Pero no te quedes, cariño —añadió—. No tiene sentido.

—No pienso hacerlo —replicó él—, siempre y cuando el chofer pueda devolverme a la ciudad. ¿Podrá usted, chofer?

—Eso creo —dijo el hombre.

—¿Ya ha bajado el equipaje?

—Si, señor.

—Adiós, cariño —se despidió la señora Foster, e inclinó él cuerpo hacia el interior del coche y besó brevemente a su esposo en el áspero pelambre gris de la mejilla.

—Adiós —contestó él—. Que tengas buen viaje.

El coche arrancó y la señora Foster se quedó sola.

El resto del día fue una especie de pesadilla para ella. Sentada hora tras hora en el banco que más cerca quedaba del mostrador de la línea aérea, a cada treinta minutos, o cosa así, se levantaba para preguntar al empleado si había cambiado la situación. La respuesta era siempre la misma: debía continuar la espera, pues la niebla podía disiparse en cualquier momento. Hasta que, por fin, a las seis de la tarde, los altavoces anunciaron que el vuelo quedaba aplazado hasta las once de la mañana siguiente.

La señora Foster no supo qué hacer al recibir la noticia. Continuó en su asiento, por lo menos durante otra media hora, preguntándose, cansada y como confusa, dónde podría pasar la noche. Dejar el aeropuerto le disgustaba en grado sumo. No quería ver a su esposo. Le aterraba que consiguiese, con algún subterfugio, impedirle el viaje a Francia. Ella se hubiera quedado allí, en aquel mismo banco, toda la noche. Le parecía lo más seguro. Pero estaba agotada, y tampoco le costó comprender que, en una señora de su edad, aquel proceder sería ridículo. En vista de ello, terminó por buscar un teléfono y llamar a su casa.

Respondió su esposo en persona, a punto ya de salir hacia el club. Después de comunicarle las noticias, le preguntó si continuaba allí la servidumbre.

—Han marchado todos —contestó él.

—Siendo así, buscaré en cualquier sitio una habitación donde pasar la noche. Pero no te inquietes por eso, cariño.

—Sería una bobada —replicó él—. Tienes toda una casa a tu disposición. Úsala.

—Pero es que está vacía, mi vida.

—Entonces, me quedaré a acompañarte.

—Pero no hay comida ahí. No hay nada.

—Pues cena antes de volver. No seas tan necia, mujer. De todo tienes que hacer un alboroto.

—Sí —respondió ella—. Lo siento. Tomaré un emparedado aquí y me pondré en camino.

Fuera, la niebla había aclarado un poco; pero, aun así, el regreso en el taxi fue largo y lento, y ya era bastante tarde cuando llegó a la casa de la Calle Sesenta y Dos.

Su marido emergió de su estudio al oírla entrar.

—Y bien —dijo plantado junto a la puerta—, ¿qué tal ha resultado París?

—Salimos a las once de la mañana. Está confirmado.

—Será si se disipa la niebla, ¿no?

—Ya empieza. Se ha levantado viento.

—Se te ve cansada. Tienes que haber tenido un día tenso.

—No fue demasiado agradable. Creo que me voy directamente a la cama.

—He encargado un coche. Para las nueve de la mañana.

—Oh,'muchas gracias, cariño. Y espero que no volverás a tomarte la molestia de hacer todo ese viaje, para despedirme.

—No, no creo que lo haga —dijo él despacio—. Pero nada te impide dejarme, de paso, en el club.

Le miró y en aquel momento se le antojó muy lejano, como al otro lado de una frontera, súbitamente tan pequeño y distante, que no podía determinar qué estaba haciendo, ni qué pensaba, ni tan siquiera quién era.

—El club está en el centro —observó ella—: no queda camino del aeropuerto.

—Pero tienes tiempo de sobras, esposa mía. ¿O es que no quieres dejarme en el club?

—Oh, sí, claro que sí.

—Magnífico. Entonces, hasta mañana, a las nueve.

La señora Foster se encaminó a su alcoba, situada en el segundo piso, y' tan exhausta estaba tras aquella jornada, que se durmió apenas acostarse.

A la mañana siguiente, habiendo madrugado, antes de las ocho y media estaba ya en el zaguán, lista para marchar. Su marido apareció minutos después de las nueve.

—¿Has hecho café? —preguntó a su esposa.

—No, cariño. Pensé que tomarías un buen desayuno en el club. El coche ya ha llegado y lleva un rato esperando. Yo estoy lista para marchar.

La conversación la celebraban en el zaguán —últimamente parecía como si todos sus encuentros ocurriesen allí—, ella con el abrigo y el sombrero puestos, y el bolso en el brazo, y él con una levita de curioso corte y altas solapas.

—¿Y el equipaje?

—Lo tengo en el aeropuerto.

—Ah, sí. Claro está. Bien, si piensas dejarme primero en el club, mejor será que nos pongamos cuanto antes en camino, ¿no?

—¡Sí! —exclamó ella—. ¡Oh, sí, por favor!

—Sólo el tiempo de coger unos cigarros. En seguida estoy contigo. Monta en el coche.

Ella dio media vuelta y salió al encuentro del chofer, que le abrió la puerta del coche al verla acercarse.

—¿Qué hora es? —le preguntó la señora Foster.

—Alrededor de las nueve y cuarto.

El señor Foster salió de la casa cinco minutos más tarde. Viéndole descender despacio la escalinata, advirtió ella que, enfundadas en aquellos estrechos pantalones, sus piernas parecían patas de chivo. Como hiciera la víspera, se detuvo a medio camino, para olisquear el aire y estudiar el cielo. Aunque no había despejado por completo, un amago de sol perforaba la bruma.

—A lo mejor tienes suerte esta vez —comentó él conforme se instalaba a su lado en el coche.

—Dése prisa, por favor —dijo ella al chofer—. Y no se preocupe por la manta de viaje. Yo la extenderé. Arranque, se lo ruego. Voy con retraso.

El conductor se acomodó frente al volante y puso en marcha el motor.

—¡Un momento! —exclamó de pronto el señor Foster—.

Aguarde un instante, chofer, tenga la bondad.

—¿Qué ocurre, cariño? —indagó ella según le observaba registrarse los bolsillos del abrigo.

—Tenía un pequeño regalo que darte, para Ellen. Vaya, ¿dónde diablos estará? Estoy seguro de que lo llevaba en la mano al bajar.

—No he visto que llevases nada. ¿Qué regalo era?

—Una cajita, envuelta en papel blanco. Ayer olvidé dártela y no quiero que hoy ocurra lo mismo.

—¡Una cajita! —exclamó la señora Foster—. ¡Yo no he visto ninguna cajita!

Y se puso a rebuscar con desespero en la parte trasera del coche.

Su marido, que estaba examinándose los bolsillos del abrigo, desabrochó éste y comenzó a palparse la levita.

—Maldita sea —dijo—, debo de haberla olvidado en el dormitorio. No tardo ni un minuto.

—¡Oh, déjalo, por favor! —clamó ella—. ¡No tenemos tiempo! Puedes enviárselo por correo. Después de todo, no será más que una de esas dichosas peinetas, que es lo que siempre le regalas.

—¿Y qué tienen de malo las peinetas, si puede saberse? —inquirió él, furioso de que, por una vez, su esposa hubiera perdido los estribos.

—Nada, cariño. ¿Qué van a tener de malo? Sólo que...

—¡Quédate aquí! —le ordenó—. Voy a buscarla.

—De prisa, te lo ruego. ¡Oh, date prisa, por favor! Se quedó quieta en el asiento, espera que esperarás.

—¿Qué hora es, dígame? —preguntó al conductor. El hombre consultó su reloj de pulsera.

—Casi las nueve y media, diría yo.

—¿Podremos llegar al aeropuerto en una hora?

—Más o menos.

Ahí, de pronto, la señora Foster descubrió, trabado entre asiento y respaldo, en el lugar que había ocupado su esposo, el borde de un objeto blanco. Alargó la mano y tiró de él. Era una cajita envuelta en papel e insertada allí, observó a su pesar, honda y firmemente, como por intervención de una mano.

—¡Aquí está! —exclamó—. ¡La he encontrado! ¡Oh, Dios mío, y ahora se eternizará allí arriba buscándola! Chofer, por favor, corra usted a avisarle, ¿quiere?

Aunque todo aquello le tenía bastante sin cuidado, el hombre,- dueño de una boca irlandesa, pequeña y rebelde, saltó del coche y subió los peldaños que daban acceso a la puerta principal. Pero en seguida se volvió y deshizo el camino.

—Está cerrada —declaró—. ¿Tiene llave?

—Sí... aguarde un instante.

La señora Foster se puso a registrar el bolso como loca. Un visaje de angustia contraía su pequeña cara, donde los labios, prietos, sobresalían como un pico de cafetera.

—¡Ya la tengo! Tome. No, déjelo: iré yo misma. Será más rápido. Yo sé dónde encontrarle.

Salió presurosa del coche y presurosa subió la escalinata, la llave en una mano. Introdujo aquélla en la cerradura y, a punto de darle vuelta, se detuvo. Irguió la cabeza y así se quedó, totalmente inmóvil, toda ella suspendida justo en mitad de aquel precipitado acto de abrir y entrar, y esperó. Esperó cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos. Viéndola plantada allí, la cabeza muy derecha, el cuerpo tan tenso, se hubiera dicho que acechaba la repetición de algún ruido percibido antes y procedente de un lejano lugar de la casa.

Sí: era indudable que estaba a la escucha. Toda su actitud era de escuchar. Parecía, incluso, que acercase más y más a la puerta la oreja. Pegada ésta ya a la madera, durante unos segundos siguió en aquella postura: la cabeza alta, el oído atento, la mano en la llave, a punto de abrir, pero sin hacerlo, intentado en cambio, o eso parecía, captar y analizar los sonidos que le llegaban, vagos, de aquel lejano lugar de la casa.

Luego, de golpe, como movida por un resorte, volvió a cobrar vida. Retirada la llave de la cerradura, descendió los peldaños a la carrera.

—¡Es demasiado tarde! —gritó al chofer—. No puedo esperarle. Imposible. Perdería el avión. ¡De prisa, de prisa, chofer!

¡Al aeropuerto!

Es posible que, de haberla observado con atención, el chofer hubiese advertido que, la cara totalmente blanca, toda su expresión había cambiado de repente. Exentos ahora de aquel aire un tanto blando y bobo, sus rasgos habían cobrado una singular dureza. Su pequeña boca, de ordinario tan floja, se veía prieta y afilada; los ojos le fulgían; y la voz cuando habló, tenía un nuevo tono, de autoridad-.

—¡Dése prisa, dése usted prisa!

—¿No marcha su marido con usted? —preguntó el hombre, atónito.

—¡Desde luego que no! Sólo iba a dejarlo en el club. Pero no importa. El lo comprenderá. Tomará un taxi. Pero no se me quede ahí, hablando, hombre de Dios. ¡En marcha! ¡Tengo que alcanzar el avión a París!

Acuciado por la señora Foster desde el asiento trasero, el hombre condujo de prisa todo el camino y ella consiguió tomar el avión con algunos minutos de margen. Al poco, sobrevolaba muy alto el Atlántico, cómodamente retrepada en su asiento, atenta al zumbido de los motores, y camino, por fin, de París. Imbuida aún de su nuevo talante, sentíase curiosamente fuerte y, en cierta extraña manera, maravillosamente. Todo aquello la tenía un poco jadeante; pero eso era debido, más que nada, al pasmo que le inspiraba lo que había hecho; y, conforme el avión fue alejándose más y más de Nueva York y su Calle Sesenta y Dos Este, una gran serenidad comenzó a invadirla. Para su llegada a París, se sentía tan sosegada y entera como pudiese desear.

Conoció a sus nietos, que en persona eran aún más adorables que en las fotografías. De puro hermosos, se dijo, parecían ángeles. Diariamente los llevó a pasear, les ofreció pasteles, les compró regalos y relató cuentos maravillosos.

Una vez por semana, los jueves, escribía a su marido una carta simpática, parlanchina, repleta de noticias y chismes, que invariablemente terminaba con el recordatorio de: «Y no olvides comer a tus horas, cariño, aunque me temo que, no estando yo presente, es fácil que dejes de hacerlo.»

Expiradas las seis semanas, todos veían con tristeza que hubiese de volver a América, y a su esposo. Todos, es decir, excepto ella misma, que no parecía, por sorprendente que ello fuera, tan contrariada como hubiera cabido esperar. Y, según se despedía de unos y otros con besos, tanto en su actitud como en sus palabras, parecía apuntar la posibilidad de un regreso no distante.

Con todo, y haciendo honor a su condición de esposa fiel, no se excedió en su ausencia. A las seis semanas justas de su llegada, y tras haber cablegrafiado a su esposo, tomó el avión a Nueva York.

A su llegada a Idlewild, la señora Foster advirtió con interés que no había ningún coche esperándola. Es posible que eso incluso la divirtiera un poco. Pero, sosegada en extremo, no se excedió en la propina al mozo que le había conseguido un taxi tras llevarle el equipaje.

En Nueva York hacía más frío que en París y las bocas de las alcantarillas mostraban pegotes de nieve sucia. Cuando el taxi se detuvo ante la casa de la Calle Sesenta y Dos, la señora Foster consiguió del chofer que le subiese los dos maletones a lo alto de la escalinata. Después de pagarle, llamó al timbre. Esperó, pero no hubo respuesta. Sólo por cerciorarse, volvió a llamar. Oyó el agudo tintineo que sonaba en la despensa, en la trasera de la casa. Nadie, sin embargo, acudió a la puerta.

En vista de ello, la señora Foster sacó su llave y abrió.

Lo primero que vio al entrar fue el correo amontonado en el suelo, donde había caído al ser echado al buzón. La casa estaba fría y oscura. El reloj de pared aparecía envuelto aún en la funda que lo protegía del polvo. El ambiente, pese al frío, tenía una peculiar pesadez, y en el aire flotaba un extraño olor dulzón como nunca antes lo había percibido.

Cruzó a paso vivo el zaguán y desapareció nuevamente por la esquina del fondo, a la izquierda. Había en esa acción algo a un tiempo deliberado y resuelto; tenía la señora Foster el aire de quien se dispone a investigar un rumor o confirmar una sospecha. Y cuando regresó, pasados unos segundos, su rostro lucía un pequeño viso de satisfacción.

Se detuvo en mitad del zaguán, como reflexionando qué hacer a continuación, y luego, súbitamente, dio media vuelta y se dirigió al estudio de su marido. Encima del escritorio encontró su libro de direcciones, y, tras un rato de rebuscar en él, levantó el auricular y marcó un número.

—¿Oiga? —dijo—. Les llamo desde el número nueve de la Calle Sesenta y Dos Este... Sí, eso es. ¿Podrían enviarme un operario cuanto antes? Sí, parece haberse parado entre el segundo y el tercer piso. Al menos, eso señala el indicador... ¿En seguida? Oh, es usted muy amable. Es que, verá, no tengo las piernas como para subir tantas escaleras. Muchísimas gracias. Que usted lo pase bien.

Y, después de colgar, se sentó ante el escritorio de su marido, a esperar paciente la llegada del hombre que en breve acudiría a reparar el ascensor.



sábado, 26 de abril de 2014

Lo bello y lo triste. Kawabata. Capítulo 1 " Campanas del templo"


LO BELLO Y LO TRISTE – YASUNARI KAWABATA


EMECÉ  EDITORES, S.A.
Colección Grandes Novelistas
Título original: Utzukushisa to Kanashimi to
Traducción de Nélida M. de Machain
Diseño de Portada: Eduardo Ruiz
Impreso en Argentina, Julio  2002


CAMPANAS DEL TEMPLO

Eran seis las butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón panorámico de aquel expreso a Kyoto. Oki Toshio observó que la del extremo giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de ella. Las butacas de su lado no eran giratorias.
Estaba solo en el vagón panorámico. Hundido en su asiento observaba los movimientos de la butaca del extremo. No giraba siempre en la misma dirección ni con la misma velocidad: a veces se movía con más rapidez, otras con más lentitud y hasta se detenía y comenzaba a girar en dirección contraria. Al contemplar aquel sillón giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón desierto, Oki se sintió solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria.

Era el día 29 de diciembre. Viajaba a Kyoto con la intención de escuchar las campanas que señalaban el comienzo del nuevo año.
¿Cuántos años hacía que escuchaba el tañido de aquellas campanas por radio? ¿Cuánto hacía que se habían iniciado esas transmisiones? Probablemente las había escuchado todos los años desde que comenzaran y también había escuchado los comentarios de los diversos locutores que anunciaban el sonido de famosas campanas de los templos más antiguos del país. Durante la transmisión, un año expiraba para dejar paso a otro, de modo que los comentarios tendían a ser floridos y sentimentales. El sonido profundo de una enorme campana de templo budista resonaba con largos intervalos y la prolongada reverberación traía a la conciencia el Japón de antaño y el tiempo transcurrido. Primero eran las campanas de los templos del Norte, luego las de Kyushu; pero todas las vísperas de Año Nuevo concluían con las campanas de Kyoto. Eran tantos los templos de Kyoto, que a veces la radio transmitía los sones entremezclados de cientos de campanas diferentes.
A medianoche, su esposa y su hija estaban todavía en pleno trajín, preparando manjares en la cocina, ordenando la casa o, quizá, disponiendo sus quimonos y arreglando las flores. Oki se sentaba en el comedor y escuchaba radio. Cuando sonaban las campanas hacía un repaso del año que concluía. Aquélla le había parecido siempre una experiencia estremecedora. Algunos años la emoción era violenta y dolorosa. A veces se sentía abrumado por la pesadumbre y los remordimientos. Aunque el sentimentalismo de los locutores lo repelía, el tañido de las campanas despertaba un eco en su corazón. Desde hacía mucho tiempo se sentía tentado por la idea de pasar Año Nuevo en Kyoto, para escuchar de cerca el sonido de las campanas de los templos.

La idea había vuelto a cobrar cuerpo ese fin de año y, en un impulso, había decidido viajar a Kyoto. También lo había impulsado un acuciante deseo de volver a ver a Ueno Otoko después de tantos años y de escuchar las campanas en su compañía. Otoko no le había escrito desde que se había establecido en Kyoto; pero vivía en esa ciudad y se había abierto camino como pintora. Sus trabajos se ajustaban a la tradición japonesa clásica. No se había casado.
Puesto que el viaje había obedecido a un impulso y le disgustaba efectuar reservas, Oki se había limitado a dirigirse a la estación de Yokohama y a instalarse en el vagón panorámico del expreso a Kyoto. Era muy probable que el tren estuviera completo, pero conocía al camarero y sabía que éste le conseguiría un asiento.
El expreso a Kyoto le pareció el medio más indicado, porque partía de Tokyo y de Yokohama a primera hora de la tarde y llegaba a Kyoto al anochecer. A la vuelta partía de Kyoto en las primeras horas de la tarde. Siempre viajaba a Kyoto en aquel tren. La mayoría de las azafatas de los vagones de primera lo conocían de vista.
Le sorprendió encontrar el vagón desierto. Quizá nunca viajara mucha gente los 29 de diciembre. Quizás el pasaje fuera más numeroso el 31.
Mientras contemplaba aquella butaca del extremo que giraba, Oki comenzó a pensar en el destino. En ese instante llegó el camarero con el té.
–¿Estoy completamente solo? –preguntó Oki.
–Hoy sólo viajan cinco o seis pasajeros, señor.
–¿Estará completo el primero de año?
–No, señor. Por lo general no lo está. ¿Usted regresa ese día?
–Me temo que sí.
–Yo no estaré de servicio, pero me encargaré de que le solucionen cualquier problema.
–Gracias.

Cuando el camarero hubo partido, Oki paseó la mirada por el vagón y vio un par de valijas de cuero blanco al pie de la última butaca. Eran cuadradas, de línea fina y moderna. La blancura del cuero era interrumpida por unas pálidas manchas parduscas. No era material japonés. Además, había un gran bolso de piel de leopardo sobre el asiento. Los dueños de aquel equipaje debían de ser norteamericanos. Probablemente estaban en el coche–comedor.
Los bosques desfilaban junto a la ventanilla, desdibujados por una espesa bruma que sugería tibieza. Muy arriba de la bruma, las blancas nubes estaban bañadas en una luz trémula, que parecía ser irradiada por la tierra. Pero a medida que el tren avanzaba, el cielo se despejó en totalidad. Los rayos de Sol penetraban oblicuamente por las ventanillas e iluminaban todo el vagón. Al pasar junto a una montaña cubierta de pinares, Oki pudo distinguir la pinocha con que estaba alfombrado el suelo. Un macizo de bambú exhibía sus hojas amarillentas. Del lado del mar, olas centelleantes se derramaban sobre la playa, contra el fondo negro de un saliente rocoso.
Dos parejas de norteamericanos, de edad madura, regresaron del coche–comedor y no bien distinguieron el monte Fuji, luego de pasar Numazu, se instalaron junto a las ventanillas y se dedicaron activamente a tomar fotografías. Cuando el Fuji quedó por completo a la vista, hasta las plantaciones de su base, los norteamericanos se habían cansado de fotografiar y le volvieron la espalda.

El día invernal llegaba a su fin. Oki siguió con los ojos la oscura línea argentada de un río y luego volvió a contemplar la puesta de Sol. Durante un largo rato, los últimos rayos, fríos y brillantes, brotaron de una grieta en forma de arco que se abría en las oscuras nubes y luego desaparecieron. Las luces se habían encendido en el vagón y, de repente, todas las butacas giratorias comenzaron a moverse. Pero sólo la del extremo continuó girando.

Al llegar a Kyoto, Oki fue directamente al Miyako Hotel. Solicitó una habitación tranquila, con la esperanza de que Otoko lo visitara. El ascensor pareció haber subido seis o siete pisos; pero como el hotel estaba construido en gradas sobre la empinada ladera de las Colinas Orientales, el largo corredor que Oki recorrió lo condujo a un ala de planta baja. Las habitaciones a lo largo del corredor estaban tan silenciosas que parecían no albergar otros huéspedes. Poco después de las diez de la noche comenzó a oír a su alrededor voces que hablaban animadamente en idioma extranjero. Oki preguntó al botones del piso la razón de aquel repentino alboroto.
Le informaron que en las habitaciones vecinas se alojaban dos familias y que entre las dos sumaban doce niños. Los niños no sólo se gritaban entre sí en sus habitaciones sino que correteaban por el pasillo. ¿Por qué lo habían alojado en medio de aquellos huéspedes tan ruidosos si el hotel parecía casi vacío? Oki reprimió su fastidio, pensando que los niños no tardarían en dormirse. Pero el ruido continuó; sin duda los niños se desahogaban después del viaje. Lo que más lo irritaba eran los correteos por el pasillo. Por fin abandonó la cama.
La charla en idioma extranjero lo hacía sentirse más solitario. La butaca que giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón.
Oki había llegado a Kyoto para escuchar las campanas de Año Nuevo y para ver a Ueno Otoko, pero se preguntó una vez más cuál sería la verdadera razón. Por supuesto, no estaba seguro de poder verla. Y, sin embargo, ¿no eran las campanas un simple pretexto? ¿No hacía mucho tiempo que anhelaba la oportunidad de verla? Había viajado a Kyoto con la esperanza de escuchar las campanas del templo junto a Otoko. Le había parecido que no era una esperanza tan loca. Pero entre ellos se abría un abismo de muchos años. Si bien ella seguía soltera, era muy posible que se negara a ver a un antiguo amante, que se negara a aceptar su invitación.
–No, ella no es así –murmuró Oki.
Pero no sabía qué cambios podían haberse operado en Otoko. En apariencia, ella vivía en una vivienda situada dentro del predio de cierto templo y compartía sus habitaciones con una joven discípula. Oki había visto las fotografías en una revista de arte. No se trataba de una cabaña; era una casa amplia, con una gran sala de estar, que Otoko utilizaba como estudio. Hasta había un hermoso jardín antiguo. La fotografía mostraba a Otoko pincel en mano, inclinada sobre un cuadro. La línea de su perfil era inconfundible. Su figura era tan esbelta como siempre. Aun antes de que revivieran los viejos recuerdos, Oki sintió una punzada de remordimiento por haberla privado de la posibilidad de casarse y de ser madre. Era obvio que nadie podía sentir lo que sentía él al contemplar esa fotografía. Para la gente que la viera en aquella revista, esa fotografía no pasaría de ser el retrato de una pintora que se había establecido en Kyoto y que se había convertido en una típica belleza de esa ciudad.

Oki había pensado en telefonearle al día siguiente o esa misma noche. También había pensado en pasar por su casa. Pero por la mañana, cuando los niños vecinos lo despertaron con sus gritos, comenzó a experimentar dudas y decidió enviarle una nota. Sentado ante la mesa–escritorio contempló perplejo la hoja de papel con membrete del hotel y llegó a la conclusión de que no era necesario verla, de que bastaría con escuchar las campanas solo y luego regresar.
Los niños lo habían despertado temprano, pero cuando las dos familias extranjeras partieron, se volvió a dormir. Eran casi las once cuando despertó.

Mientras hacía lentamente el nudo de su corbata recordó la voz de Otoko: "Deja... Yo te haré el nudo...". En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas habían sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus brazos. Oki, por su parte, no había hablado. No sabía qué decir. La había abrazado con ternura, había acariciado su pelo, pero no había logrado pronunciar palabra. Luego se había desprendido de sus brazos y había comenzado a vestirse. Se había incorporado, se había puesto la camisa y había comenzado a anudarse la corbata. Ella había clavado en su rostro los ojos húmedos y brillantes, pero no llorosos. Él evitaba aquellos ojos. Hasta cuando la besaba, antes de que todo sucediera, Otoko había mantenido los ojos muy abiertos, hasta que él se los cerró con sus besos.
Su voz tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara anudarle la corbata. Oki sintió una oleada de alivio. Lo que le decía era completamente inesperado. Quizás estuviera procurando escapar de sí misma; quizá no fuera una manera de demostrarle que no lo culpaba; sin embargo, manipulaba la corbata con ternura, a pesar de las dificultades que parecía oponerle el nudo.
–¿Sabes hacerlo? –había preguntado Oki.
–Creo que sí. Solía observar a mi padre.

El padre había muerto cuando Otoko tenía once años.
Oki se había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces. Luego se deslizó de sus rodillas y deslizó los dedos por el hombro derecho de Oki, sin dejar de contemplar la corbata.
–Listo, chiquito. ¿Qué te parece?
Oki se había puesto de pie y se había encaminado al espejo. El nudo era perfecto. Se restregó el rostro con la palma de la mano. El sudor había dejado una leve película oleosa sobre él. Apenas si podía mirarse luego de haber violado a una muchacha tan joven. Por el espejo vio el rostro de Otoko que se aproximaba al suyo. Deslumbrado por su belleza fresca y punzante, se volvió hacia ella. Ella rozó su hombro, sepultó el rostro en su pecho y dijo:
–Te amo.
También era extraño que una muchacha de quince años llamara "chiquito" a un hombre que le doblaba la edad.

Eso había ocurrido veinticuatro años atrás. Ahora él tenía cincuenta. Otoko debía de tener treinta y nueve.
Después de tomar un baño, Oki encendió la radio y se enteró de que en Kyoto había helado, ligeramente. El pronóstico anunciaba que las temperaturas invernales serían moderadas durante aquellos días de fiesta. Oki desayunó en su habitación con café y tostadas, y adoptó las providencias necesarias para alquilar un automóvil. Incapaz de tomar una decisión con respecto al llamado o la visita a Otoko, ordenó al conductor que lo llevara al monte Arashi. Desde la ventanilla del auto vio que las sierras del norte y del oeste, bajas y suavemente redondeadas, ostentaban el gélido tono parduzco del invierno de Kyoto, a pesar de que algunas de ellas estaban bañadas por una pálida luz solar. Era un cuadro de atardecer. Oki descendió del auto al llegar al puente Togetsu, pero en lugar de cruzarlo, recorrió la avenida costanera en dirección al parque Kameyama.

A fin de año, hasta el monte Arashi, tan poblado de turistas desde la primavera hasta el otoño, se había convertido en un paisaje desierto. La vieja montaña se levantaba ante él en medio del más completo silencio. La profunda hoya que formaba el río al pie de la ladera era de un verde límpido. A la distancia se oían los ruidos de los troncos, que eran descargados de las balsas alineadas a la orilla del río y cargados en camiones. La ladera que descendía hasta el río debía de ser la celebrada vista del monte, supuso Oki; pero ahora estaba en sombras, con excepción de una franja de luz solar sobre el flanco más distante.
Oki tenía la intención de almorzar solo y tranquilo cerca del monte Arashi. En ocasiones anteriores había concurrido a dos restaurantes de la zona. Uno de ellos estaba cerca del puente, pero ahora sus puertas estaban cerradas. Era muy poco probable que la gente llegara a aquella solitaria montaña a fin de año. Oki caminó lentamente junto al río y se preguntó si el pequeño restaurante rústico situado aguas arriba también estaría cerrado. Siempre quedaba la posibilidad de regresar a la ciudad para almorzar. Cuando ascendía los gastados peldaños de piedra que conducían al restaurante, una niña le anunció que todos se habían marchado a Kyoto. ¿Cuántos años hacía que había comido allí brotes de bambú en caldo de bonito, en la época en que el bambú tiene brotes tiernos? Descendió nuevamente a la calle y allí advirtió la presencia de una anciana que barría las hojas de un tramo de chatos peldaños de piedra que conducían a un restaurante vecino. Le preguntó si estaba abierto y ella respondió que creía que sí. Oki se detuvo junto a la mujer por unos instantes y comentó lo tranquila que estaba la zona.
–Sí, uno puede oír lo que habla la gente del otro lado del río –dijo ella.

El restaurante, oculto entre la arboleda, tenía un viejo techo de paja de gran espesor y aspecto húmedo y un oscuro portal. Un macizo de bambú se apretujaba contra el frente. Los troncos de cuatro o cinco espléndidos pinos rojos asomaban sobre la techumbre de paja. Condujeron a Oki a un salón privado; pero, aparentemente, él era el único comensal. Muy cerca de los ventanales se veían arbustos de rojas bayas de acki. Una azalea florecía solitaria, fuera de temporada. Los arbustos de acki, el bambú y los pinos rojos atajaban la vista, pero a través de las hojas, Oki alcanzaba a divisar una profunda hoya verde jade en el río. Todo el monte Arashi estaba tan tranquilo como aquella hoya.
Oki se sentó ante la kotatsu y apoyó ambos codos sobre la baja mesa acolchada, bajo la cual se percibía la tibieza de un brasero alimentado con carbón de leña. Hasta sus oídos llegaron los trinos de un pájaro. El sonido de los troncos cargados en los camiones resonaba en todo el valle. Desde algún lugar situado allende las Colinas Occidentales llegó el silbato quejoso y prolongado de un tren que entraba o salía de un túnel.

Oki no pudo menos que pensar en el débil llanto de un recién nacido... A los dieciséis años, en el séptimo mes de embarazo, Otoko había dado a luz. Era una niña. Nada pudo hacerse para salvarla y Otoko no llegó a verla. Cuando la pequeña murió, el médico aconsejó no comunicar en seguida la noticia a la madre.
–Señor Oki, quiero que usted se lo diga –había dicho la madre de Otoko–. Yo me voy a echar a llorar. Pobre criatura; pensar que tiene que pasar por todo esto a su edad.
En esos días, la madre de Otoko había reprimido su enojo y su resentimiento. Su hija era todo lo que tenía y cuando supo que la muchacha estaba encinta ya no se animó a vilipendiar a Oki por ser un hombre casado y con un hijo. Le faltó coraje, a pesar de que hasta ese entonces se había mostrado más decidida aún que Otoko. Tenía que apoyarse en Oki para lograr que la criatura naciera en secreto y luego recibiera ayuda económica. Por otra parte, Otoko, nerviosa y tensa por el embarazo, había amenazado quitarse la vida si su madre criticaba a Oki.
Cuando Oki se sentó junto a la cama de Otoko, ésta lo miró con esos ojos serenos, agotados, de la mujer que acaba de pasar por un parto. Pero las lágrimas no tardaron en acumularse en las comisuras de esos ojos. Oki comprendió que ella había adivinado. Las lágrimas fluían sin control. El secó con rápido gesto las que corrían hacia el oído. Otoko tomó su mano y, por primera vez, rompió en sollozos. Lloraba y sollozaba como si se hubiera quebrado un dique.
–Murió, ¿verdad? El bebé ha muerto. ¡Ha muerto!
Se retorcía de angustia y Oki la abrazó y la apretó contra la cama. Al hacerlo sintió el contacto de uno de sus pequeños y juveniles pechos –pequeños, pero turgentes de leche– contra su brazo.

La madre de Otoko entró. Quizás hubiera estado aguardando junto a la puerta.
Oki no aflojó su abrazo.
–No puedo respirar. Suéltame –dijo la muchacha.
–¿Te quedarás quieta? ¿No volverás a moverte?
–Me quedaré quieta.
Oki la dejó en libertad y los hombros de Otoko se agitaron. Nuevos torrentes de lágrimas comenzaron a filtrarse a través de los párpados cerrados.
–¿La vas a cremar, madre?
No hubo respuesta.
–¿A una criaturita tan pequeña?
La madre seguía sin responder.
–¿Dices que yo tenía el pelo renegrido cuando nací?
–Sí, renegrido.
–¿Cómo era el de mi bebé? ¿No me puedes guardar un mechoncito, madre?
–No sé, Otoko –murmuró la madre y, tras una vacilación, dijo abruptamente–: ¡Tendrás otro!
Luego se volvió con el ceño fruncido, como si hubiera deseado tragarse sus propias palabras.
¿Acaso la madre de Otoko, y hasta el propio Oki, no habían deseado en secreto que la criatura no llegara a ver la luz del día? Otoko había sido internada en una clínica sórdida y pequeña de las afueras de Tokyo.
Oki sintió un súbito y agudo dolor al pensar que la vida de la criatura podía haberse salvado de estar bien atendida en un buen hospital. El solo la había llevado a la clínica; la madre no se había sentido con fuerzas para acompañarlos. El médico era un hombre maduro, de rostro congestionado por el alcohol. La joven enfermera dirigió una mirada acusadora a Oki. Otoko llevaba un quimono, de corte infantil aún, y una capa de seda azul oscuro.

La imagen de un bebé prematuro con pelo renegrido se presentó ante los ojos de Oki allí, en el monte Arashi, veinte años después. Reverberó en el bosque invernal y en las profundidades de la verde hoya. Golpeó las manos para llamar al camarero. Era evidente que no aguardaban comensales y le llevaría largo tiempo preparar la comida. Una muchacha le trajo té y permaneció junto a él charlando y charlando como si quisiera mantenerlo entretenido. Una de las historias que le narró se refería a un hombre hechizado por un tejón. Lo habían encontrado chapoteando en el río al amanecer y pidiendo socorro. Avanzaba a los tropezones en las zonas de poca profundidad, bajo el puente Togetsu, un lugar en el que cualquiera puede salir del agua por sus propios medios. Según parecía, después que lo rescataron y volvió en sí, relató que había estado errando toda la noche por la montaña, como un sonámbulo... Después de eso sólo recordaba el río.
Por fin, la cocina tuvo listo el primer plato: rodajas de carpa plateada fresca. Oki la acompañó con un poco de sake.

Al partir, volvió a contemplar el pesado techo de paja. El decadente encanto de su musgo lo atraía, pero la dueña del restaurante le explicó que la sombra de los árboles nunca le permitía secarse realmente. No era muy antiguo; hacía menos de diez años que habían renovado la paja.
La Luna brillaba en el cielo poco más allá del techo. Eran las tres y media de la tarde. Mientras recorría la calle junto al río, Oki contempló las evoluciones de los martín–pescadores, sobre el agua. Podía distinguir los colores de sus alas.
Cerca del puente Togetsu volvió a subir al automóvil, con la intención de visitar el cementerio de Adashino. En el atardecer invernal, aquel bosque de tumbas y figuras Jizo serenaría sus sentimientos. Pero al ver lo oscura que estaba la alameda que conducía al templo de Gio, ordenó al conductor que regresara. Decidió entonces detenerse en el Templo del Musgo y luego regresar al hotel.
Los jardines del templo estaban casi desiertos. Sólo los recorría una pareja que parecía en luna de miel. Había pinocha esparcida sobre el musgo y el reflejo de los árboles en el estanque se iba desplazando a medida que él avanzaba. En el camino de regreso al hotel, las Colinas Orientales parecían incandescentes bajo la luz anaranjada del sol poniente.

Luego de tomar un baño para entrar en calor, Oki buscó el número de Ueno Otoko en la guía telefónica. Una voz de mujer joven atendió, sin duda la discípula, e inmediatamente le pasó el teléfono a Otoko.
–Hola.
–Habla Oki –se produjo una pausa–. Habla Oki. Oki Toshio.
–Sí. Ha pasado tanto tiempo.
Ella hablaba con un suave acento de Kyoto.
Oki no sabía cómo comenzar, de modo que siguió hablando rápidamente para no turbarla demasiado, como si su llamado obedeciera a un repentino impulso.
–He venido para escuchar las campanas de Año Nuevo en Kyoto.
–¿Las campanas?
–¿No quieres escucharlas conmigo?
Oki tuvo que repetir la pregunta, pero aun así ella no respondió. Probablemente estaba demasiado sorprendida para saber qué decir.
–¿Viniste solo? –preguntó, por fin, tras una larga pausa.
–Sí. Sí, estoy solo.
Una vez más Otoko permaneció en silencio.
–Regresaré el 1° por la mañana... Sólo quería escuchar junto a ti las campanas que despiden el año viejo. Ya sabes que no soy muy joven. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos? Es tanto tiempo que ya no me animaría a pedirte que me dejaras verte, salvo en una ocasión como ésta.
No hubo respuesta.
–¿Puedo llamarte mañana?
–No, no lo hagas –respondió Otoko–. Yo pasaré por ti. A las ocho... Quizás eso sea demasiado temprano... Digamos a las nueve, en tu hotel. Reservaré mesa en algún lugar.
Oki había esperado reunirse con ella en una cena tranquila, pero las nueve significaba después de comer. Con todo, estaba contento de que ella hubiese aceptado. La Otoko de sus viejos recuerdos volvía a cobrar vida.

Pasó el día siguiente solo en su habitación de hotel, de la mañana a la noche. El hecho de ser el último día del año hacía que el tiempo pareciera transcurrir con mayor lentitud aún. No había nada que hacer. Tenía amigos en Kyoto, pero no tenía ganas de verlos ese día. Además, no quería que nadie se enterara de su presencia en la ciudad. Conocía muchos buenos restaurantes con tentadoras especialidades de Kyoto, pero decidió ordenar una comida simple en el hotel. Por eso, el último día del año estuvo colmado de recuerdos de Otoko. Al volver una y otra vez a su memoria, los recuerdos se fueron haciendo más vívidos. Hechos ocurridos veinte años atrás estaban más vivos en su mente que los sucesos de la víspera.
Demasiado lejos de la ventana como para ver la calle, Oki permaneció sentado con los ojos clavados en las Colinas Occidentales, que se levantaban sobre los techos de la ciudad. Comparada con Tokyo, Kyoto era una ciudad tan pequeña e íntima que hasta las Colinas Occidentales parecían al alcance de la mano. Mientras las contemplaba, una nube traslúcida, de un tono dorado pálido, que flotaba sobre las cumbres, adquirió una fría tonalidad ceniza. Atardecía.
¿Qué eran los recuerdos? ¿Qué era ese pasado que él recordaba con tanta nitidez? Cuando Otoko se trasladó a Kyoto con su madre, Oki tuvo la seguridad de que su relación había terminado. ¿Pero había terminado realmente? No podía evitar el dolor de saber que había arruinado la vida de aquella mujer, que posiblemente la había privado de toda oportunidad de ser feliz. ¿Pero qué habría pensado ella de él en todos esos años de soledad? La Otoko de sus recuerdos era la mujer más apasionada que había conocido. ¿Acaso la nitidez de aquellos recuerdos no significaba que ella no se había separado de él?
Aunque nunca había vivido en Kyoto, las luces de la ciudad al atardecer despertaron en él una vaga nostalgia. Quizá todos los japoneses se sintieran así. Pero lo cierto era que Otoko estaba en aquella ciudad.

Inquieto, Oki tomó un baño, se cambió de ropa y comenzó a pasearse por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para observar su propia imagen en el espejo mientras aguardaba la llegada de Otoko.
Eran las nueve y veinte cuando una llamada del hall anunció la presencia de la señorita Ueno.
–Dígale que en seguida estaré allí –respondió Oki, mientras se preguntaba si no sería mejor hacerla subir.
No vio a Otoko en el amplio hall. Una muchacha joven se le aproximó y preguntó muy cortésmente si él era el señor Oki. Le explicó entonces que la señorita Ueno le había rogado que pasara a buscarlo.
–¿Ah, sí? –exclamó Oki, esforzándose por que su voz sonara indiferente–. Le agradezco mucho su atención.
Él había esperado a Otoko y ahora sentía que ella lo estaba eludiendo. Los vívidos recuerdos que habían colmado su día parecían disiparse.
Oki permaneció un rato en silencio en el automóvil que los estaba aguardando. Por fin preguntó:
–¿Es usted la discípula de la señorita Ueno?
–Sí.
–¿Y vive con ella?
–Sí. Además hay una criada.
–Supongo que usted es de Kyoto.
–No, soy de Tokyo. Pero me enamoré de los trabajos de la señorita Ueno y vine en su busca y ella me aceptó.
Oki observó a la muchacha. Había advertido su belleza desde el momento en que le dirigió la palabra en el hotel y ahora admiraba la perfección de su perfil. Su cuello era largo y esbelto y sus orejas, de una delicadeza incomparable. En conjunto era perturbadoramente bella. Pero hablaba en tono sereno; su modo era más bien reservado. Se preguntó si sabría lo ocurrido entre Otoko y él, algo que había sucedido antes de que ella naciera.
–¿Siempre usa quimono? –le preguntó de pronto.
–No, no soy tan formal –respondió ella con un poco más de soltura–. De diario, por lo general, uso pantalones. La señorita Ueno me aconsejó que me vistiera con más esmero, porque el Año Nuevo llegará mientras estemos fuera de casa.
Por lo visto, la joven también escucharía con ellos las campanas. Oki comprendió que Otoko quería evitar encontrarse a solas con él.

El automóvil cruzó el parque Maruyama, en dirección al Templo Chionin. En el reservado de una antigua y elegante casa de té los aguardaba Otoko, acompañada por dos aprendices de geisha. Nueva sorpresa para Oki. Otoko estaba sentada sola ante la kotatsu con las rodillas bajo la carpeta. Las dos geishas se habían sentado una frente a la otra, junto a un brasero abierto. La muchacha que lo había acompañado se arrodilló en el vano de la puerta e hizo una reverencia.
Otoko se apartó de la kotatsu para saludarlo.
–Cuánto tiempo que no nos veíamos –dijo–. Pensé que te gustaría estar cerca de la campana de Chionin, pero me temo que aquí no podrán ofrecernos nada elaborado, en realidad cierran los días de fiesta.
Todo lo que pudo hacer Oki fue agradecerle las molestias que se había tomado. ¡Pero eso de esperarlo con dos geishas, además de la discípula! Ni siquiera podría aludir al pasado compartido o permitir que sus miradas lo delataran. La llamada telefónica del día anterior debía de haberla turbado y preocupado tanto que había decidido invitar a las geishas. ¿Sería aquella resistencia a permanecer a solas con él un indicio de sus sentimientos? Oki lo pensó en el momento en que se enfrentó con ella. Pero le bastó una mirada para sentir que su recuerdo aún vivía en el corazón de Otoko. Era probable que los demás no lo advirtieran. O quizá sí, puesto que la muchacha estaba siempre junto a ella, y las geishas, aunque jóvenes, eran mujeres experimentadas en el amor. Por supuesto, ninguna de las tres reveló el menor indicio.
Otoko permaneció a un lado, entre las dos geishas, e invitó a Oki a sentarse ante la kotatsu. Luego hizo que su discípula ocupara el lugar opuesto al de Oki. Parecía estar evitándolo una vez más.
–¿Se ha presentado usted al señor Oki, señorita Sakami? –preguntó en tono ligero y luego procedió a la presentación formal: –Esta es Sakami Keiko, que comparte mi casa. Aunque no lo parezca es un poco loca.
–¡Ay, señorita Ueno!
–Pinta cuadros abstractos con un estilo muy propio. Su pintura es tan apasionada, que a veces parece un poco loca. Pero a mí me encanta; la envidio. Tiembla cuando pinta.
Una camarera entró llevando sake y bocadillos. Las dos geishas se encargaron de servir.
–Nunca sospeché que escucharía las campanas en esta compañía –comentó Oki.
–Pensé que resultaría más grato con gente joven. Uno se siente solitario cuando suenan las campanas y sabe que ha envejecido un año más.
Otoko hizo una breve pausa y siguió hablando sin levantar los ojos.
–A veces me pregunto por qué he seguido viviendo tanto tiempo.

Oki recordó que dos meses después de la muerte del bebé, Otoko había ingerido una sobredosis de píldoras para dormir. ¿Lo habría recordado ella también? Él había corrido a su lado no bien se enteró. Los esfuerzos de la madre de Otoko por lograr que la muchacha lo abandonara habían provocado aquel intento de suicidio. No obstante eso, la mujer lo había hecho llamar. Oki se trasladó a casa de Otoko y de su madre para colaborar en el cuidado de la joven. Hora tras hora masajeaba sus muslos, hinchados y duros por las inyecciones. La madre entraba y salía de la cocina trayendo toallas humeantes. Otoko yacía desnuda bajo el liviano quimono. Sus esbeltos muslos de adolescente estaban grotescamente hinchados por las inyecciones. A veces, cuando los masajeaba con fuerza, sus manos resbalaban a la cara interna. Mientras la madre estaba fuera de la habitación, limpiaba los desagradables humores que fluían entre las piernas de la muchacha. Sus propias lágrimas de piedad y de amarga vergüenza caían sobre aquellos muslos y se juraba a sí mismo que la salvaría, que nunca más se apartaría de ella, sucediera lo que sucediera.
Los labios de Otoko habían adquirido una tonalidad violácea. Oki oía los sollozos de la madre en la cocina. Allí la encontró hecha un ovillo.
–¡Se está muriendo!
–Usted ha hecho todo lo que ha podido –trató de consolarla.
–Y usted también –dijo ella tomándole una mano.

Permaneció junto a Otoko tres días, sin dormir. Por fin ella abrió los ojos. Se retorcía y gemía de dolor, se rasguñaba como en un frenesí. Luego sus ojos vidriosos se clavaron en él.
–¡No, no! ¡Vete!
Dos médicos habían volcado todos sus esfuerzos en ella, pero Oki sentía que su propia devoción había contribuido a salvarle la vida. Era muy probable que la madre de Otoko no le hubiera dicho a su hija todo lo que él había hecho; pero para él era inolvidable. El recuerdo de sus muslos desnudos, mientras él los masajeaba para devolverle la vida, era más vívido aún que el de su cuerpo rendido en el abrazo. Los veía ante sus ojos hasta en ese momento, mientras estaba sentado allí, junto a ella, esperando escuchar la campana del templo.

No bien alguien llenaba su taza de sake, Otoko la bebía hasta el final. Era evidente que sabía resistir la bebida. Una de las geishas comentó que la campana demoraba una hora en emitir los ciento ocho sones. Ambas geishas vestían quimonos corrientes. No se habían arreglado para una fiesta. No llevaban obis semejantes a una mariposa y, en lugar de las vistosas horquillas con flores, sólo lucían graciosas peinetas en el pelo. Ambas parecían ser amigas de Otoko; pero Oki no comprendía por qué habían concurrido a aquella reunión sin lucir las galas que exigía la fecha.
Mientras bebía y escuchaba la frívola charla de sus suaves voces, tan características de Kyoto, sintió que el corazón se le aligeraba. Otoko había sido muy astuta. Había evitado estar a solas con él, pero quizá también hubiera procurado calmar sus propias emociones ante aquella reunión inesperada. El solo hecho de estar sentados allí, próximos el uno al otro, creaba una corriente de sentimientos entre ambos.
Se oyó el tañir de la gran campana de Chionin, y el silencio descendió sobre la habitación. El sonido de la desgastada y antiquísima campana carecía ya de pureza, pero sus reverberaciones flotaron largo rato en el aire nocturno. Luego de un intervalo resonó otra campanada. Parecía provenir de un lugar muy próximo.
–Estamos demasiado cerca –opinó Otoko–. Me dijeron que éste era un buen lugar para escuchar la campana de Chionin, pero pienso que el sonido nos hubiera llegado mejor si hubiéramos estado un poco más lejos, quizás en algún lugar de la orilla del río.
Oki corrió el panel de papel de una de las ventanas y vio que el campanario estaba justamente debajo del pequeño jardín de la casa de té.
–Está ahí mismo –exclamó–. Desde aquí se ve cómo la hacen sonar.
–Estamos realmente demasiado cerca –repitió Otoko.
–No, está muy bien así –la tranquilizó Oki–. Me alegro de estar tan cerca, después de haberla escuchado tantas veces por radio para Año Nuevo.
Pero ella tenía razón; faltaba algo. Frente al campanario se habían reunido algunas figuras borrosas. Oki cerró el postigo y regresó a la kotatsu. Al resonar las siguientes campanadas dejó de esforzarse por escucharlas con atención y entonces percibió el sonido que sólo puede producir una magnífica campana antigua, un sonido que parece atronar los aires con toda la fuerza latente de un mundo lejano.

Al abandonar la casa de té se encaminaron al santuario de Gion para asistir a la tradicional ceremonia de Año Nuevo. Mucha gente regresaba ya, agitando cuerdas con el extremo encendido en el fuego del santuario. Según una vieja costumbre, ese fuego serviría para encender el fogón, en el cual se prepararían los platos para las fiestas.