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jueves, 18 de diciembre de 2014

El pueblo de los gatos. Murakami

Tomado de Taringa.
Los invito a leer un cuento de este grandioso escritor, este cuento se encuentra metido dentro del libro 1Q84 (no se preocupen no contiene ningun spoiler ni nada parecido, se cuece aparte dentro de la historia principal del libro),espero que lo disfruten, si hay palabras que están unidas, eso es debido a los derechos de autor

El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía undestino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba.Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba,volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual seextendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecilloen el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquelpaisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo.Cuando el tren sedetuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otropasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.En la estación no había empelados. Debía ser una estación poco transitada. El jovenatravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente ensilencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y enelayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampocohabía nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lomejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana.Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente habíaabandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañanasiguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allíla noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.Pero en realidad aquél era el pueblo de losgatos. Cuando el sol se ponía, numerososgatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad.Gatos de diferentes tamañosy diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos.Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había enmedio delpuebloy se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas delas tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada unoempezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó elpuente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban alayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel.Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unostocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenasnecesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el últimorincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto delcampanario. Cercadel amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos yocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo,entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso.Cuando le entró el hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en lacocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió aesconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el compartamiento de losgatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podríaregresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren enaquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía


Un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar elpueblo de losgatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía unaprofunda curiosidad y estaba lleno deambición y de ganas de vivir aventuras. Deseabaseguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desdé cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba elpueblo y quédemonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigodeaquel misterioso espectáculo.A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo elcampanario.«¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lodices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno deellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque nocreo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón.No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo delos gatos». «Pero nocabe duda de que huele a uno de ellos.»Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo,como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio,los gatos tienen un olfatoexcelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto delcampanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras delcampanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadadospor el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos yafilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debíanadentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía quefueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.Tres de los gatos subieron hasta elcampanario y se pusieron a olfatear. «¡Quéextraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no haynadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemosen otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Losgatosbajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridadnocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatosy él habían estado literalmente a un palmo dedistancia en un lugar angosto. No habríapodido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. Eljoven examinó susmanos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, porla mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren.Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».Pero al dia siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante desus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Seveía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas.Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven queesperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la queno se reflejara. Cuando el tren de la tardedesapareció a lo lejos, a su alrededor se hizoun silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó aponerrse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se habíaperdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar enel que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y eltren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.

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