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domingo, 16 de diciembre de 2012
lunes, 26 de noviembre de 2012
Hey, hey, io, io
Hey, hey, io, io (Jonathan"Mono" Funes y Maximiliano"Mapi" Hische, 6° Escuela abierta 2012)
Lucho duerme con los calzones al aire,
se levanta y no ve a nadie.
Llegamos al colegio y nos rompen las bolas,
porque en el boletín tenemos malas notas.
No sabemos francés y un poquito de inglés,
pero en matemáticas tenemos diez.
Yo en la hora de clase me rasco los huevos,
si querés desaprobame que en diciembre nos vemos,
si te peleás con Borri aguantá la que se viene,
es un negro mafioso y además pega fuerte,
esto es sencillo y no tiene mucha ciencia,
no te juntes con Ale que es mala influencia,
no tenemos Historia mucho menos Sociales,
pero están Cami y Maira que son 2 intelectuales,
no lo digo con maldad mucho menos con envidia,
me parece que los libros son parte de su comida
y con esta rima ya damos la retirada
hasta el jueves profe que tenga buen fin de semana
Lucho duerme con los calzones al aire,
se levanta y no ve a nadie.
Llegamos al colegio y nos rompen las bolas,
porque en el boletín tenemos malas notas.
No sabemos francés y un poquito de inglés,
pero en matemáticas tenemos diez.
Yo en la hora de clase me rasco los huevos,
si querés desaprobame que en diciembre nos vemos,
si te peleás con Borri aguantá la que se viene,
es un negro mafioso y además pega fuerte,
esto es sencillo y no tiene mucha ciencia,
no te juntes con Ale que es mala influencia,
no tenemos Historia mucho menos Sociales,
pero están Cami y Maira que son 2 intelectuales,
no lo digo con maldad mucho menos con envidia,
me parece que los libros son parte de su comida
y con esta rima ya damos la retirada
hasta el jueves profe que tenga buen fin de semana
martes, 28 de agosto de 2012
Roberto Arlt
EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUESTRO LÉXICO POPULAR.
Roberto Arlt
Ensalzaré con esmero el benemérito "fiacún".
Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis
energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el origen de la
"fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los
alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y
yohabré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y
un años después me levantarán una estatua. No hay porteño, desde la Boca a
Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez: -Hoy estoy con
"flaca". O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y
mirando al jefe, no dijera: -¡Tengo una "fiaca"! De ello deducirán
seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa
la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que
confundir unasno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo
mismo.Y sin embargo a primera vista parece 'que no. Pero es así. Sí, señores,
es así. Y loprobaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda
alguna respecto a misprofundos conocimientos de filología lunfarda Y no
quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir,
unaexpresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor
Dante Alighieri. La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto:
"Desgano físico originado por la falta de alimentación momentánea".
Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas deacostarse en una hamaca
paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientesde Efeso
durante ciento y pico de años. Sí, todas
estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunasmás.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la
Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la 'fiaca'
encima, tiene". Y deinmediato le recomendaban que comiera, que se
alimentara. En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su
mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión
de almacenero enCorrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y
casi todos ellos oriundos deGénova. En los mercados se observaba el mismo
fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes
provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eranmuchachos
argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra
nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los
barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la
derivación de la perfectamente italiana "mangiar la lollia", o sea
"darse cuenta". Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico
que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente:
"Hacer el rosto". ¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir
"hacer el rosto"? Pues hacer el rosto, en genovés, expresa preparar
la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han
adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que
quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no
pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rosto", es
decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando
haya pasado el peligro. Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se
aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a
esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altura, cara colorada
como una manzana reineta,pantalones que dejaban descubierta una media tricolor,
y medio zonzos y brutos. Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían
para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los
sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no
hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto
huido, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una
esquina. o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los
primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el
término. Pero la fuerza de la costumbre
lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho
grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de
la situación de todo individuo que se siente con pereza. Y, hoy, el
"fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar.
La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenun",
sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En
toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y
un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta: -¿Estás con "fiaca"? Aclaración. No
debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues
tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la
"fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la
alevosía según los juristas. De modo que el"fiacún" al negarse a
trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno
de todo respeto.
Mini biografía Blaisten
* Isidoro Blaisten nació en 1933 en Concordia, Entre Ríos. Fue periodista, fotógrafo y librero. Publicó catorce libros, entre ellos: Cerrado por melancolía (cuentos), Cuando éramos felices (ensayos), Al acecho (cuentos).Murió en 2004, año en que se editó su única novela: Voces en la sombra. "La salvación" pertenece al libro de cuentos del mismo nombre (1971).(c) Herederos de Isidoro Blaisten.
La salvación. Blaisten
Buenas
tardes, señor -dijo el viejo-, ¿qué desea?
-Señor
-dijo el hombre que buscaba la salvación-, ¿tiene algo que me salve?.
El viejo
dejó el lápiz encima de la boleta, lo corrió justo hasta el borde del
talonario, cerró las tapas, apoyó las manos sobre el mostrador, ladeó la
cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los lentes.
El hombre
ya empezaba a ponerse nervioso.
Por fin,
el viejo dijo:
-Ajá,
¿conque algo que lo salve?
-Sí.
¿Tiene? -preguntó el hombre esperanzado.
El viejo
tiró de la punta que asomaba apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos
golpecitos en el mostrador.
-Conque
algo que lo salve -dijo nuevamente.
"Qué
despacioso", pensó el hombre, "parece un telegrafista".
El viejo
arrugó la cara y miró los estantes de arriba, con un ojo achicado, como si
estuviera recordando. Después volvió a observar al hombre, salió de atrás del
mostrador, y se alejó hacia el fondo del local, que era muy largo y bastante
oscuro. Regresó empujando lentamente una escalera con rueditas, que estaba
unida por un riel a los estantes de arriba.
El hombre
notó que el viejo renqueaba un poco de la pierna derecha. Creyó que iba a
subir, porque ya había apoyado la escalera, muy cerca de él, como a cinco
pasos, pero el viejo la sacudió un poco verificando la solidez de los peldaños,
se sonrió y dijo:
-Ahora,
señor, si usted se diera vuelta...
-¡Eso
nunca! -dijo el hombre con el rostro demudado y haciendo un ademán de irse.
- Por
favor -dijo el viejo sonriéndose más todavía-.
Por favor
-volvió a decir-. No me interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y
cierre los ojos.
El hombre
se dio vuelta y cerró los ojos.
El viejo
tardaba. Por fin oyó que subía, respirando fuerte, como si le costase.
El hombre
hizo un amago de girar el cuerpo. Desde lo alto escuchó la voz del viejo.
- Ah, no,
así no vale. Ya le dije que tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los
ojos. ¡Y no espíe, eh!
El hombre
apretó fuertemente los párpados, tanto, que la cara se le distendió en una
mueca, como si estuviese riendo con la boca cerrada.
Atrás,
arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a
lata. De pronto el sonido cesó.
El hombre
sintió que el corazón le empezaba a latir apresuradamente. Tu vo miedo. El
viejito no la podía encontrar.Ya la había vendido toda. Se daría vuelta en la
escalera, y le diría:
- Señor
mío, lo siento mucho. No queda más. Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente
los escalones, agregaría:
- Hasta la
semana que viene no hay nada que hacer... Usted tendría que darse una vueltita
el jueves, o más seguro el viernes.
Entonces
él, saturado de cansancio, preguntaría por rutina:
-Y dígame,
señor, ¿no sabe dónde se podrá conseguir por acá cerca?
-Pero no
le estoy diciendo, señor, que la semana entrante la recibimos seguro
-insistiría el viejo ya un poco amoscado y apoyando la pierna renga en el
suelo.
-No, no
puedo esperar. Gracias -y tendría que irse, y suicidarse con bicloruro de
mercurio.
Pero no
fue así. El viejo seguía revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber
cajas de cartón, también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a
lata se amortiguaba.
El viejo
dijo:
-Ajá, já,
por ai cantaba Garay.
Por la
forma como le salió la voz, parecía que estaba tironeando de algo. "Como
si estuviera sacando una muela", pensó el hombre.
-Ya está
-dijo el viejo.
El hombre
dio un salto. Una media vuelta como los soldados.
- Ah, no
-dijo el viejo desde arriba-, sin darse vuelta.
El hombre
volvió a su posición. No había alcanzado a ver más que el saco color gris rata
del viejo, un poco del pantalón marrón, de un marrón muy antiguo, porque le
trajo un recuerdo impreciso de cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.
La
escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso
se le hacía interminable. De frente, escondiendo algo detrás de la espalda, el
viejo tarareaba las palabras como los chicos:
-Ya está,
ya está, ya está.
Llegó
hasta donde estaba el hombre.
- Ahora,
sin espiar, se me va a dar vuelta para el otro lado -dijo.
Y le apoyó
la mano libre en el hombro, lo ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos
bien cerrados.
-¿Ya está?
-preguntó el hombre.
-Ya va a
estar, ya va a estar -dijo el viejo pasando detrás del mostrador.
Hizo un
ruido con la bobina que al hombre le pareció raro, sobre todo al tirar del
papel y al cortarlo. Pensó que ya estaba exagerando. "Cuánta
parsimonia", se dijo. "Evidentemente, ya está haciendo el paquete.
"Y lo que el viejito le estaba por vender debía de ser bastante pesado,
porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre el mostrador.
- ¿Ya
está? -volvió a preguntar el hombre, impaciente, aunque sabía que no estaba,
porque recién, recién el viejito lo había acomodado para envolverlo.
-Ya va a
estar, ya va a a estar -y el hombre oyó nítidamente el crujido del primer
doblez.
Además,
pensó, debía de ser cuadrado, porque el viejito hacía los pliegues con golpes
secos, como siguiendo con la palma de la mano unos ángulos rígidos.
Ahora le
estaba poniendo el piolín.
El viejo
cortó el sobrante del hilo. "Seguro que con un alicate", pensó el
hombre. Después el viejo golpeó con el paquete ya hecho sobre el mostrador y
dijo, canturreando la a final como dándole la seguridad al hombre de que
efectivamente había terminado:
-Ya está.
El hombre
primero abrió los ojos, después sacudió la cabeza como un nadador que sale del
agua, se dio vuelta y miró el paquete.
El viejo
lo sostenía colgado del moñito, con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El
hombre vio que tenía forma de prisma, y que estaba eficientemente hecho, con
papel madera verde.
"La
verdad, que da gusto", pensó. Y sonriendo, lo agarró con las dos manos,
como si sacara la sortija.
Lo tuvo un
momento contra el pecho. Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la
axila, y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:
-¿Cuánto
es?
-
Novecientos noventa y cinco pesos -dijo el viejo-. ¿Necesita factura?
-No, no
hace falta -dijo el hombre.
El viejo
rebuscaba en el cajón del mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano
rechazando el vuelto.
- Está
bien, señor, déjelo.
- Valiente
-dijo el viejo dándole una moneda de cinco pesos-.Que lo pase usted bien.
Buenas tardes -Y se agachó para recoger el lápiz que se había caído.
El hombre
apretó el paquete y salió. Recién entonces se dio cuenta de que al abrirse la
puerta, sonaba como un carillón, o una caja de música.
El paquete
era más o menos como un ladrillo, no tan grande, como le había parecido al
verlo, ni tampoco tan pesado.
El hombre
deshizo el nudo con impaciencia, y consiguió desenvolver la primera vuelta del
hilo, porque el viejo le había dado dos. Cuando le estaba sacando los parches
de dúrex, y mientras pensaba: "Qué curioso, no me había dado cuenta de que
le había puesto dúrex. Prolijo, el viejito", lo atropelló el Mercedes de
color verde musgo.
Prácticamente
le aplastó la cabeza con la rueda izquierda.
Se juntó
un montón de gente.
Lo taparon
con una bolsa de cal, que un corredor de seguros mandó traer enseguida de la
obra en construcción que estaba al lado.
Cuando
llegó la ambulancia, todos se corrieron y le dejaron paso. Deportivamente,
bajaron el chofer y el practicante; parecían dos jugadores al entrar a la
cancha. Trotaron hasta el hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron
entre ellos.
El
practicante quiso saber qué había en el paquete. El muerto lo sostenía apretado
contra el pecho. Trató de abrirle las manos, pero no pudo. Tampoco pudo
separarle los dedos. Entonces lo llevaron al hospital Pirovano. Lo bajaron con
camilla y todo, y lo dejaron en la guardia, encima de otra camilla verde, con
las patas despintadas.
El
enfermero fue a llamar a la doctora.
Vino la
doctora. La doctora era joven y gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas
palabras. Cuando lo destapó, hizo un gesto negativo con la cabeza.
Sintió
curiosidad por el paquete. Intentó sacárselo. El practicante le dijo que no era
tan fácil, que él ya había probado.
La doctora
dijo, poniendo cara de inteligente: "Es que los muertos son muy
duros". Y el practicante dijo: "Sí, parecen hijos de vascos".
La doctora
tironeó de los restos del dúrex, y los desprendió. Sacó el papel nerviosamente,
el doble papel, porque el viejo había sido muy minucioso. Entonces su expresión
cambió. Su cara tenía ahora un visaje de asombro y desencanto.
La doctora
creyó necesario hacer una frase entre el silencio de todos. La ocasión era
propicia y a la doctora le gustaban mucho las frases. Miró alternativamente al
enfermero, al chofer y al practicante, y dijo:
- Vean a
qué cosas se aferran los seres humanos.
Ilustraciónes:
Daniela Kantor
Leonardo Da Vinci
Existen
conductas indecorosas que un invitado a la mesa de Mi
Señor
debe evitar. Basé este catálogo en las observaciones que realicé durante este
último año sobre aquellos que se sentaron a la mesa deMi Señor:
Ningún
invitado deberá sentarse sobre la mesa ni de espaldas a ella, ni
en
la falda de ningún otro invitado.
No
deberá colocar su pierna sobre la mesa.
Tampoco
deberá sentarse debajo de la mesa.
No
deberá colocar su cabeza en el plato para comer.
No
deberá tomar comida del plato de su vecino sin antes pedirle
permiso.
No
deberá colocar trozos a medio masticar de su propia comida en
el
plato de su vecino sin preguntarle primero.
No
deberá limpiar su cuchillo en la ropa de su vecino.
No
utilizará su cuchillo para tallar sobre la mesa.
No
limpiará su armadura sobre la mesa.
No
tomará la comida de la mesa y la pondrá en su bolso o en su bota
para
comerla más tarde.
No
deberá dar mordiscos a la fruta y colocarla luego de mordida
en
la fuente.
No
deberá escupir frente a él.
Ni
aun a su lado.
No
deberá pellizcar ni abofetear a su vecino.
No
deberá hacer ruidos con la nariz ni dar codazos.
No
deberá girar los ojos ni hacer caras feas.
No
deberá ponerse el dedo en la nariz o en el oído mientras conversa.
No
deberá hacer modelos, encender fuego, ni practicar nudos sobre la mesa (a menos
que Mi Señor se lo pida).
No
deberá soltar sus pájaros sobre la mesa.
Tampoco
víboras o escarabajos.
No
deberá ejecutar el laúd u otro instrumento que pueda molestar a
No
deberá cantar, hacer discursos, gritar o decir acertijos obscenos si
Tiene una dama a su lado.
No
deberá conspirar en la mesa (a menos que sea con Mi Señor).99
No
deberá hacer sugerencias lujuriosas a los pajes de Mi Señor ni jugar con sus
cuerpos.
No
deberá tirarse sobre su vecino mientras está en la mesa.
No
deberá golpear a ningún sirviente (a menos que lo haga en defensa
propia).
Y
si está por vomitar debe abandonar la mesa.
Lo
mismo si va a orinar.
Leonardo
da Vinci, célebre artista, inventor, físico, músico, investigador, anatomista
de la escuela florentina, nació en Vinci en 1452 y murió en Francia en 1519.
sábado, 11 de agosto de 2012
Mini biografía Salinger
Biografía
Jerome David Salinger (1919/...) nació en Nueva York, EEUU. Comenzó a escribir a los 15 años sin alcanzar la graduación universitaria y algunos de sus cuentos aparecieron en revistas, entre ellas The New Yorker.
En 1937 ingresó al instituto militar Valley Forge y sirvió en el ejército (1942/44), experiencia que le significó honores y un profundo disgusto por la civilización moderna que volcaría en su obra literaria.
El guardián entre el centeno (1951), única novela y su obra más importante (traducida a casi cuarenta idiomas), lleva vendidos 60 millones de ejemplares y lo estableció como escritor de culto otorgándole la fama que buscaba afanosamente y a la que renunció inmediatamente después sin explicaciones.
Holden Caulfield, el héroe de la novela, se convirtió en prototipo del adolescente rebelde y confuso que busca la verdad y la inocencia lejos del mundo falso de los adultos. Faulkner calificaría la novela como “la obra maestra de su generación” y Scott Fitzgeral lo consideró su sucesor.
El éxito perturbó significativamente el carácter naturalmente tímido de Salinger generando un desdén por el culto de la fama, rasgo emergente en la cultura estadounidense y lo transformó en un ermitaño que vive oculto desde hace más de 40 años.
Otras obras de Salinger: Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1961), Levantad, carpinteros, la viga maestra y Seymour: Una introducción (ambas en 1963). Hapworth 16, 1924, publicada en 1965 por The New Yorker. Hay otros relatos nunca traducidos que circulan restringidamente gracias a las hemerotecas de las universidades de EEUU.
El señalado culto a la notoriedad no le ha perdonado a Salinger la reclusión en su residencia de Cornish. Allí instaló un cartel que señala: “Prohibido el paso”,generando aún mayor curiosidad. Tampoco ha permitido ninguna publicación acerca de él.
Merodear la residencia que el escritor comparte con su esposa Collen O’Neill, casi medio siglo menor que él, es una temeridad que puede resultar costosa. Si el cartel no alcanza, deben considerarse los imponentes dos metros del anciano, y si aún no fuera suficiente para medir el atrevimiento, dicen que la escopeta usada por Salinger con algún descreído de su misantropía, termina por convencer a cualquiera.Hay quienes sostienen que ha hecho de su reclusión un mito, más allá del cual deberá analizarse oportunamente el verdadero mérito de la obra.
Se sospecha que la reducida producción de Salinger ha sido engrosada los últimos cuarenta años de reclusión con quince volúmenes que verán la luz algún día y por los cuales se desviven sus admiradores. Todo muy misterioso.
Un día perfecto para el pez plátano. Salinger
En el hotel había noventa y siete agentes de
publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga
distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta
las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina
leyó un artículo titulado “El sexo es divertido o infernal”. Lavó su peine y su
cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el
botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en
el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar
de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le
produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando
constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del
esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula.
Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la
izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó
hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos
camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el
auricular del teléfono.
—Diga —dijo, manteniendo extendidos los dedos de la
mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba
puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la
operadora.
—Gracias —contestó la chica, e hizo sitio en la
mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has
llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los
teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su
oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el
día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan
preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente
—dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías
anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes
siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegaron?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien.
Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo.
Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la
verdad.
—¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los
árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá.
Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del
centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se
esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho
arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares,
sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así
que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el
coche y demás...
—Muy bien —dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona
Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de
gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas
de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con
él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura? —dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el
cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha
pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando
veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo
la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido
escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber
comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya
decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta
el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la
cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí? —dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes
cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles
que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con
esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...? —dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen
que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva,
dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de
que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la
chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un
psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos
muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de
enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo
con calma.
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha
dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo
vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo
la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol
que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese
bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le
hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el
piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo
estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que
tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si
Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por qué te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y
yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y
su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te
acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de
Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un
pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó
el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene
una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho.
Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de
hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—.
Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que
pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte
algo...?
—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer
más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas
esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos
lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos
conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este
año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado
nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de
baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En
serio, va todo bien?
—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de
pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías
hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las
piernas.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese
muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas
esposas alocadas que...
—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede
llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera
un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo
que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Qué no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo
obligas?
—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a
cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor
mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo
tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de
pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la
pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya
me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—.
Besos a papá —y colgó.
—Ver más vidrio —dijo Sybil Carpenter, que estaba
alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a
volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con
bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil
estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando
el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas,
una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una
podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la
hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era
una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la
señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—.
Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la
señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr
inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los
Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena
inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes
del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a
correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al
llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? —dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente
la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer
una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de
reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué? —dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil,
tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven,
cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi
llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.
—¿La señora? —el joven hizo un movimiento,
sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en
miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su
habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno
encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un
bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su
prominente barriga.
—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy
pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que
el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire —dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy
dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la
arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti
—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de
Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu
lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos,
encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas,
Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista
totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un
empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua —dijo.
—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese
nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—.
Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su
albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos.
El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y
después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los
ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó,
recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano
izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces
plátano —dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé —dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon
Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la
de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente
a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut
—dijo el joven—. ¿Eso, por
casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en
Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con
la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo
él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la
casualidad que acabé de leerlo anoche. —Se inclinó y volvió a tomar la mano de
Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos
alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos
tigres.
—No eran más que seis —dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices
“nada más”?
—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera.
Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es
que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a
ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero
hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los
globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los
pies—. ¡Diablos, qué fría está! —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera
un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de
Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?
—preguntó él.
—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy
haciendo —dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es
un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno —dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas.
Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al
pecho.
—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que
hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está
lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una
vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que
han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho
plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el
horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No
pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa
después con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos
plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí —dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué? —preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad
terrible.
—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la
indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó
hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó
los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se
apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún
plátano en la boca?
—Sí —dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de
Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido
bastante?
—¡No!
—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la
playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el
hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las
solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo
y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena
caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel —que
los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el
ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando
el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo
—dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el
joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer
a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin
mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por
qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su
albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y
abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera
y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las
camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una
automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies
calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el
seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la
pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
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