Translate

viernes, 24 de enero de 2014

“Dragón volador”, de Ursula K. Le Guin

Dragón volador”, de Ursula K. Le Guin

I
Iria
Los antepasados de su padre habían sido dueños y señores de un amplio y rico territorio en la amplia y rica Isla de Way. No reclamaron ningún título o privilegio en la corte en la época de los reyes, aunque durante todos los años oscuros que sobrevinieron después de la caída de Maharion gobernaron a su tierra y a su gente con mano firme, reinvirtiendo sus ganancias en las tierras, garantizando alguna clase de justicia, y deshaciéndose de tiranos mezquinos. A medida que el orden y la paz se iban restableciendo en el Archipiélago bajo el dominio de los hombres sabios de Roke, durante un tiempo, la familia y sus granjas y aldeas siguieron prosperando. Aquella prosperidad y la belleza de las praderas y de los altos pastos y de las colinas coronadas por robles convertían aquel territorio en un símbolo, por lo que la gente decía “tan gordo como una vaca de Iria” o “tan afortunado como un iriano”. Los señores y muchos habitantes de la zona agregaban aquel nombre al suyo propio, llamándose a sí mismos irianos. A pesar de que los granjeros y los pastores seguían temporada tras temporada, año tras año, y generación tras generación, tan firmes y prósperos como los robles, la familia que poseía la tierra cambió y fue decayendo con el tiempo y la suerte.
Una disputa entre hermanos por su herencia los dividió. Un heredero manejó mal lo que había heredado, con codicia, el otro con estupidez. Uno tenía una hija que se casó con un comerciante y trató de gobernar su herencia desde la ciudad, el otro tenía un hijo cuyos hijos tuvieron otra disputa, dividiendo así la tierra ya dividida. Cuando nació la niña llamada Dragónvolador, Iría, aunque era todavía una de las regiones de colinas y campos y praderas más hermosa de toda Terramar, era ya un campo de batalla de desavenencias y litigios. En las tierras de labranza solo quedaron malas hierbas, las granjas se quedaron sin techo, dejaron de utilizarse los ordeñaderos y los pastores siguieron a sus rebaños por la montaña para encontrar mejores pastos. La antigua casa que había sido el centro del territorio estaba medio en ruinas sobre su colina entre los robles.
Su dueño era uno de los cuatro hombres que se hacían llamar Señores de Iría. Los otros tres lo llamaban el Señor de la Antigua Iría. Pasó su juventud y gastó lo que le quedaba de la herencia en cortes judiciales y en las antesalas de los Señores de Way en Shelieth, intentando probar su derecho a todo el territorio, tal como había sido cien años atrás. Regresó fracasado y amargado, y pasó el resto de su vida bebiendo el fuerte vino tinto de su último viñedo y caminando por los límites de su terreno con una jauría de perros maltratados y mal alimentados, para mantener a los intrusos fuera de sus tierras.
Mientras estaba en Shelieth había contraído matrimonio con una mujer sobre la cual nadie sabía nada en Iría, porque era de alguna otra isla, según se decía, de algún lugar del oeste; y nunca había ido a Iría, porque había muerto dando a luz allí en la ciudad.
Cuando regresó a casa llevaba consigo a una hija de tres años. Se la entregó al ama de llaves y se olvidó de ella. Cuando estaba borracho a veces se acordaba de ella. Si podía encontrarla, la hacía quedarse de pie junto a su silla o sentarse sobre sus rodillas y escuchar todos los males que le habían sucedido a él y a la casa de Iría. Maldecía y lloraba y bebía y la hacía beber a ella también, haciéndole jurar que honraría su herencia y que le sería leal a Iría. Ella tragaba el vino, pero odiaba las maldiciones y las lágrimas, y las babosas caricias que les seguían. Escaparía, tan pronto como pudiera, si podía, y acudiría a los perros y a los caballos y al ganado. A ellos les había jurado que le sería fiel a su madre, a quien nadie conocía ni honraba ni le era fiel, excepto ella.
Cuando tenía trece años, el viejo viñero y el ama de llaves, que eran los únicos que quedaban en la casa, le dijeron al Señor que ya era hora de que le dieran su nombre a su hija. Le preguntaron si debían mandar a buscar al hechicero del Estanque del Oeste, o si la bruja de su aldea serviría. El Señor de Iria comenzó a gritar, furioso: —¿Una bruja de aldea? ¿Una bruja para darle a la hija de Irian su nombre verdadero? ¿O un traidor sirviente hechicero, uno de aquellos arrebatadores de tierras advenedizos que le robaron el Estanque del Oeste a mi abuelo? Si ese turón pone un pie sobre mis tierras, le soltaré los perros para que le saquen el hígado. ¡Id y decidle eso, si queréis! —Etcétera, etcétera.
La vieja Margarita volvió a su cocina y el viejo Conejo regresó a sus vides, y Dragónvolador, con sus trece años, salió corriendo de la casa y bajó así la colina hasta llegar a la aldea, y profirió las maldiciones de su padre a los perros, quienes, locos de excitación por sus gritos, ladraron y aullaron y salieron corriendo detrás de ella.
—¡Vuelve a casa, maldita perra de corazón negro! —gritó ella—. ¡Y tú también, arrastrado traidor! —Y los perros se callaron y regresaron sigilosamente a la casa con la cola entre las patas.
Dragónvolador encontró a la bruja de la aldea sacando gusanos de una herida infectada en la grupa de una oveja. El nombre de pila de la bruja era Rosa, como el de muchas otras mujeres en Way y en otras islas del Archipiélago Hárdico. A la gente que tiene un nombre secreto que contiene su poder como un diamante contiene luz, le gusta tener un nombre público común y corriente, como los nombres de otra gente.
Rosa estaba murmurando maquinalmente un sortilegio que se sabía de memoria, pero eran sus manos y su pequeño y afilado cuchillo los que hacían casi todo el trabajo. La oveja soportaba pacientemente el cuchillo afilado, sus ojos opacos, ambarinos, observando el silencio; solo pateaba de vez en cuando con su pequeña pata delantera izquierda y suspiraba.
Dragónvolador miraba con atención el trabajo de Rosa. Rosa sacó un gusano, lo dejó caer, le escupió encima y volvió a su tarea. La niña se apoyó contra la oveja, y la oveja se apoyó contra la niña, dando y recibiendo calor. Rosa extrajo, dejó caer y escupió sobre el último gusano, y dijo: —Ahora alcánzame ese cubo —lavó la llaga con agua salada. La oveja suspiró profundamente y de repente salió caminando del patio, camino a casa. Ya había tenido curación. —¡Machito! —gritó Rosa—. Un mugriento niño apareció por debajo de un arbusto, donde había estado durmiendo y persiguiendo a la oveja, de quien estaba nominalmente a cargo a pesar de que ella era más vieja, más grande, estaba mejor alimentada y probablemente fuera más sabia que él.
—Me han dicho que deberías darme un nombre —dijo Dragónvolador—. Mi padre se puso furioso al oírlo, así que no hay nada que hacer.
La bruja no dijo nada. Sabía que la niña tenía razón. Una vez que el Señor de Iria decía que permitiría o no permitiría alguna cosa, nunca cambiaba de opinión, sintiéndose orgulloso de su inflexibilidad, ya que, desde su punto de vista, únicamente los hombres débiles decían una cosa y luego hacían otra.
—¿Por qué no puedo darme a mí misma mi propio nombre? —preguntó Dragónvolador, mientras Rosa lavaba el cuchillo y sus manos con el agua salada.
—No se puede.
—¿Por qué no? ¿Por qué tiene que ser una bruja o un hechicero? ¿Qué es lo que hacéis vosotros?
—Bueno... —empezó Rosa, y tiró el agua salada sobre la tierra desnuda del pequeño patio delantero de su casa, la cual, como la mayoría de las casas de las brujas, estaba situada un poco apartada de la aldea—. Bueno —repitió, enderezándose y mirando vagamente a su alrededor, como buscando una respuesta, o una oveja, o una toalla—. Tienes que saber algo acerca del poder, ¿sabes? —dijo por fin, y miró a Dragónvolador con un ojo. Su otro ojo miraba un poco hacia un lado. A veces Dragónvolador pensaba que el hechizo estaba en el ojo izquierdo de Rosa, a veces le parecía que estaba en el derecho, pero siempre un ojo miraba recto y el otro observaba algo que estaba fuera del alcance de la vista, detrás de la esquina, o en cualquier otro sitio.
—¿Qué poder?
—El único —dijo Rosa. Tan pronto como la oveja hubo desaparecido, entró en su casa. Dragónvolador la siguió, pero solamente hasta la puerta. Nadie entraba a la casa de una bruja sin ser invitado.
—Tú dijiste que yo lo tenía —dijo la niña ante la apestosa penumbra de la única habitación de la choza.
—Dije que había una fuerza en ti, una muy poderosa —dijo la bruja desde la oscuridad—. Y tú también lo sabes. Lo que debes hacer yo no lo sé, ni tú tampoco. Eso es lo que hay que descubrir. Pero no hay un poder que te permita nombrarte a ti misma.
—¿Por qué no? ¿Qué es más uno mismo que el propio nombre verdadero?
Un largo silencio. La bruja emergió con un huso y una bola de lana grasienta. Se sentó sobre el banco que estaba junto a la puerta y comenzó a girar el huso. Había hilado más de noventa centímetros de hilaza gris amarronada antes de contestar.
—Mi nombre soy yo misma. Cierto. Pero, entonces, ¿qué es un nombre? Es lo que otro me llama. Si no hubiera nadie más, solamente yo, ¿para qué querría un nombre?
—Pero... —dijo Dragónvolador y se detuvo, atrapada por el argumento. Después de un rato dijo: —¿Entonces un nombre tiene que ser un regalo?
Rosa asintió con la cabeza.
—Dame un nombre, Rosa —dijo la niña.
—Tu papá dice que no.
—Yo digo que sí.
—Aquí él es el que manda.
—Puede hacerme pobre y estúpida y despreciable, ¡pero no puede dejarme sin nombre!
La bruja suspiró, como la oveja, incómoda y pensativa.
—Esta noche —dijo Dragónvolador—. En nuestro manantial, el que está al pie de la Colina de Iria. Lo que no sepa no le hará daño.
Su voz parecía medio engatusadora, medio salvaje.
—Deberías tener tu debido día de nombramiento, tu fiesta y tu baile, como cualquier jovencito —le dijo la bruja—. El nombre debe darse al amanecer. Y después tiene que haber música y festejos todo el día. Una fiesta. No recibirlo escapando a escondidas por la noche sin que nadie lo sepa...
—Lo sabré yo. ¿Cómo sabes qué nombre decir, Rosa? ¿Te lo dice el agua? La bruja sacudió una vez su cabeza color gris hierro.
—No puedo decírtelo.
—Su “no puedo” no significaba “no lo haré”. Dragónvolador esperó. Es el poder, como te he dicho antes. Simplemente viene.
—Rosa dejó de hilar y levantó la vista para mirar con un ojo una nube que había hacia el oeste; el otro miraba un poco hacia el norte del cielo. —Estáis allí, en el agua, juntas, tú y la niña. Tú le quitas el nombre a la niña. La gente puede seguir utilizando ese nombre como nombre de pila, pero ya no es su nombre, ni siquiera lo fue. Así que ahora ya no es una niña, y ya no tiene nombre. Entonces esperas. Allí, en el agua. Y abres tu mente, como... como si abrieras al viento las puertas de una casa. Y él viene.
Tu lengua lo dice, dice el nombre. Tu aliento lo forma. Se lo das a aquella niña, el aliento, el nombre. No puedes pensar en ello. Dejas que entre en ti. Debe pasar a través de ti y el agua le pertenece. Ese es el poder, así es como funciona. Es así. No es algo que haces. Debes saber cómo saberlo dejar hacer. Ese es todo el poder.
—Los magos pueden hacer más que eso —dijo la niña después de un rato.
—Nadie puede hacer más que eso —dijo Rosa.
Dragónvolador giró la cabeza sobre su cuello, estirándose hasta que la vértebra le crujió, estirando con impaciencia sus largos brazos y piernas.
—¿Lo harás? —preguntó.
Después de un rato, Rosa asintió una vez con la cabeza.
Se encontraron en la oscuridad de la noche, en el sendero que pasa al pie de la Colina de Iria, bastante después del atardecer, bastante antes del amanecer. Rosa creó una esfera de luz tenue para que pudieran encontrar el camino a través del terreno pantanoso alrededor del manantial sin caerse en un pozo ciego entre los juncos. En la fría oscuridad, debajo de unas pocas estrellas y de la curva negra de la colina, se desnudaron y caminaron por las aguas poco profundas, sus pies hundiéndose profundamente en un barro de terciopelo. La bruja tocó la mano de la niña, diciendo: —Niña, tomo tu nombre. No eres una niña. No tienes nombre.
Todo estaba completamente inmóvil.
La bruja dijo ahora en un susurro: —Mujer, sé nombrada. Eres Irían.
Durante un momento más largo se quedaron quietas; luego el viento nocturno sopló atravesando sus hombros desnudos y temblorosos, salieron del agua, se secaron lo mejor que pudieron, lucharon descalzas y miserables, para atravesar los cañaverales de puntas cortantes y raíces enmarañadas, y encontraron el camino de regreso hasta el sendero. Y allí, Dragónvolador habló en un susurro llena de furia y de rabia:
—¡Cómo has podido darme ese nombre! —La bruja no dijo nada. —No está bien. ¡No es mi verdadero nombre! Pensé que mi nombre me haría ser yo. Pero esto solo empeora las cosas. Te has equivocado. Eres solo una bruja. Lo has hecho mal. Ese es su nombre. Y puede quedárselo. Está tan orgulloso de él, de sus estúpidos dominios, de su estúpido abuelo. Yo no lo quiero. No lo aceptaré. Esa no soy yo. Todavía no sé quién soy. ¡Pero no soy Irian! —De repente se quedó callada, después de decir el nombre.
La bruja seguía sin decir una palabra. Caminaron en la oscuridad una junto a la otra. Finalmente, con una voz aplacada, atemorizada, Rosa dijo: —Vino tan...
—Si se lo dices a alguien alguna vez, te mataré —le dijo Dragónvolador.
Al oír eso, la bruja dejó de caminar. Musitó guturalmente, como un gato.
—¿Decírselo a alguien?
Dragónvolador también se detuvo. Después de un instante dijo: —Lo siento. Pero siento como... siento como si me hubieras traicionado.
—He dicho tu verdadero nombre. No es lo que yo creía que sería. Y no me siento a gusto con ello. Como si hubiera dejado algo a medio hacer. Pero es tu nombre. Si te traiciona, entonces esa es su verdad.
Rosa dudó unos instantes y luego dijo ya menos enfadada, más fríamente: —Si quieres el poder para traicionarme a mí, Irian, yo te lo daré. Mi nombre es Etaudis.
El viento había comenzado a soplar otra vez. Las dos estaban temblando, los dientes les castañeteaban. Estaban de pie cara a cara sobre el negro sendero, apenas podían ver dónde estaba la otra. Dragónvolador extendió la mano a tientas y se encontró con la mano de la bruja. Se dieron un ferviente y largo abrazo. Luego siguieron su camino con prisa, la bruja a su choza cerca de la aldea, la heredera de Iria colina arriba a su casa en ruinas, donde todos los perros, quienes la habían dejado ir sin hacer demasiado escándalo, la recibieron con un clamor y un alboroto de ladridos que despertó a todo el que se encontraba durmiendo a media milla a la redonda, excepto al Señor, totalmente borracho junto a su fría chimenea.
Cuentos de Terramar. Barcelona, Minotauro, 2002.

La piedra que cambió las cosas. LE GUIN, Úrsula

La piedra que cambió las cosas.  En Un pescador del mar interior. Minotauro. Barcelona, 1996. pp. 69-82.


Trabajando un día con su cuadrilla en la mole de piedra del Colegio Obling, una nurobl llamada Bu encontró la piedra que cambió las cosas.
Allí donde viven los obls, a lo largo de las orillas del río hay cantos rodados, piedras grandes y pequeñas, guijarros y grava, apilados y esparcidos por kilómetros. Las ciudades de los nurobls están construidas en piedra; cuando quieren darse un festín de carne cazan el conejo de roca. Los nurobls recogen y preparan musgo y líquenes para las comidas ordinarias, y construyen las casas y los colegios y los mantienen pulcros, pues los obls se ponen nerviosos y se sienten infelices cuando las cosas no están en orden.
El corazón de una ciudad obl es el colegio, y el orgullo de todo colegio son las terrazas, que descienden escalonadas hasta el río desde los altos edificios. Las piedras de las terrazas se disponen según el tamaño: los cantos rodados forman los muros exteriores, y más adentro hay hileras de grandes rocas, luego filas de piedras pequeñas, y finalmente terrazas de mosaicos, con guijarros engastados y dibujos en la grava. Los obls pasean y se sientan en las terrazas en los días largos y cálidos, fumando hojas de ta en pipas de esteatita y discutiendo de historia, historia natural, filosofía y metafísica. Mientras las rocas estén dispuestas en orden, según la forma y el tamaño, y las configuraciones se mantengan completas y nítidas, los obls disfrutan de paz mental y pueden pensar con profundidad. Después de conversar en las terrazas, los obls viejos más sabios entran en los colegios y anotan en los Libros de Registro lo mejor de cuanto se ha pensado y dicho ese día; los Libros se guardan cuidadosamente alineados en las bibliotecas de los colegios.Cuando el río desborda al comienzo de la primavera y sube por las terrazas, volcando rocas, llevándose la grava y provocando un gran desorden, los obls permanecen en el interior de los colegios. Allí leen los Libros de Registro, discuten y anotan, planean nuevos dibujos para las terrazas, se dan festines de carne y fuman. Los nurs preparan y sirven los festines y mantienen las habitaciones de los colegios en orden. Tan pronto como pasan las inundaciones, empiezan a clasificar las rocas y a recomponer las terrazas. Se dan prisa, porque el desorden dejado por las inundaciones pone a los obls muy nerviosos, y cuando están nerviosos, golpean y violan a los nurs con más violencia que de costumbre.
Las inundaciones primaverales de aquel año habían irrumpido a través del muro de cantos rodados de la ciudad de Obling, y habían dejado ramas, maderos y otros restos sobre las terrazas, alterando o destruyendo muchos de los dibujos. Las terrazas del Colegio Obling eran notables por el orden perfecto y la belleza compleja de sus diseños de guijarros. Célebres obls habían pasado años diseñando los dibujos y escogiendo las piedras; se dice que un gran diseñador, Aknegni, ayudó con sus propias manos a la perfección de la obra. Si se pierde un solo guijarro de un dibujo, los nurobls pasarán días buscando entre las pilas uno de la misma forma y tamaño. A tal actividad estaba entregada la nurobl llamada Bu y su cuadrilla cuando encontró la piedra que cambió las cosas.
Cuando se necesitan piedras de reemplazo, los nurs de las pilas de piedra hacen a menudo una copia aproximada de esa sección del mosaico para poder así probar guijarros y ver si encajan sin tener que cargar con ellos todo el camino hasta las terrazas interiores. Bu había colocado una piedra en el molde del dibujo original, siguiendo esta costumbre, y la estaba mirando para asegurarse de que el tamaño y la forma eran exactas, cuando le llamó la atención una cualidad de la piedra que nunca antes había advertido: el color. Los guijarros de aquella parte del dibujo eran todos grandes óvalos de un palmo y cuarto de ancho y un palmo y medio de largo. La piedra que Bu acababa de colocar en el molde era un perfecto óvalo «cuarto-medio», y por tanto encajaba exactamente; pero, mientras las otras piedras eran en su mayoría de un gris azulado oscuro con vetas regulares, la nueva era de un vivo azul verdoso moteado de un verde jade más pálido.Por supuesto, Bu sabía que el color de una piedra es una cuestión absolutamente indiferente, una cualidad accidental y trivial que no afecta al verdadero dibujo. Sin embargo, se encontró a sí misma mirando con una peculiar satisfacción aquella piedra verdiazul. En ese momento pensó: «Esta piedra es hermosa». No estaba mirando, como debiera, todo el diseño, sino sólo la piedra, de un color que parecía más intenso por el color más pálido de las otras. Se sentía extrañamente conmovida; se le ocurrían extraños pensamientos. Pensó: «Esta piedra es importante. Tiene significado. Es una palabra». La levantó y la sostuvo mientras estudiaba el molde de prueba.
El dibujo original, sobre la terraza, era llamado el Diseño del Decano, por el decano del Colegio, Festl, quien había diseñado aquella parte de las terrazas. Cuando Bu volvió a poner la piedra verdiazul en el dibujo, el color continuó cautivándola. No pudo encontrar ningún significado en la piedra.
Le llevó la piedra verdiazul al nur-capataz de la pila de piedra y le preguntó si él veía algo que no estuviera bien o que fuera extraño o peculiar. El nur-capataz miró atentamente la piedra, pero al fin abrió mucho los ojos, queriendo decir que no.
Bu llevó la piedra hasta las terrazas interiores y la colocó en el dibujo auténtico. Encajaba en el Diseño del Decano exactamente; la forma y el tamaño eran perfectos. Pero, al retroceder para estudiar el dibujo, Bu pensó que apenas parecía el Diseño del Decano. No era que la nueva piedra cambiara el diseño; sencillamente completaba una configuración que Bu nunca antes había advertido allí: una configuración de color que tenía poca o ninguna relación con la disposición por forma y tamaño del Diseño del Decano. La nueva piedra completaba una espiral de piedras verdiazules dentro del campo de romboides entrelazados de óvalos «cuarto-medio» que formaban el centro del diseño de Festl. La mayoría de las piedras de ese color eran las que Bu había ido colocando en los últimos años; pero la espiral había sido comenzada por algún otro nur, antes que Bu fuera promovida al Diseño del Decano.
Justo entonces, el decano Festl apareció caminando bajo el sol primaveral con la oxidada escopeta al hombro, la pipa en la boca, contento de ver que el desorden de las inundaciones estaba siendo reparado. El Decano era un obl viejo y amable que nunca había violado a Bu, aunque la toqueteaba a menudo. Bu se armó de valor, ocultó los ojos y dijo:

—¡Señor Decano, señoría! ¿Podría el Señor Decano en su sabiduría tener la bondad de explicarme el significado verbal de esta sección del valioso dibujo que acabo de reparar?

El decano Festl se detuvo, quizá un poco disgustado porque lo distraían de sus meditaciones; pero al ver a la joven nur, que se agachaba con modestia y escondía los ojos, la toqueteó con indulgencia y dijo: —Ciertamente. Esta subsección de mi diseño puede ser leída, en el nivel más sencillo, como: «Dispongo las piedras con hermosura», o bien: «Dispongo las piedras en excelente orden». Hay un plano superior, un significado postverbal inmanente, por supuesto, además de los Inefables Arcanos. ¡Pero no necesitas ocupar tu cabecita en esas cosas!


—¿Es posible —preguntó la nur con voz sumisa— encontrar un significado en los colores de las piedras?

El Decano sonrió de nuevo y la toqueteó en varios lugares. —¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de un nur? ¡Color! ¡Significado en el color! Ahora vete, nurblit. Has hecho un trabajo de reparación excelente. Muy cuidado, muy hermoso. —Y siguió con su paseo, exhalando bocanadas de humo y disfrutando del sol primaveral.
Bu volvió a la pila de piedras y siguió escogiendo, pero no se sentía tranquila. Toda aquella noche soñó con la piedra verdiazul. En el sueño la piedra hablaba, y las piedras de alrededor también empezaban a hablar. Al despertar, Bu no recordaba las palabras que las piedras habían dicho.
El sol no se había levantado todavía, pero los nurs sí; y Bu habló con algunos compañeros de madriguera y amigos del trabajo mientras alimentaban y lavaban a sus blits y devoraban unos apresurados desayunos de liquen frito frío.

—Vayamos a las terrazas ahora, antes de que los obls se levanten —propuso Bu—. Quiero enseñarles algo.
Bu tenía muchos amigos, y ocho o nueve nurs la siguieron, algunos cargando con sus blits lactantes o que aún gateaban.
—¿Qué tendrá Bu en la cabeza esta vez? —se decían unos a otros, riendo.
—Ahora, miren —dijo Bu cuando todos estuvieron en la parte de la terraza que había diseñado el decano Festl—. Observen los dibujos. Y observen los colores de las rocas.
—Los colores no significan nada —dijo un nur, y otro añadió—: Los colores no son parte de los dibujos, Bu.
—Pero ¿y si lo fueran? —insistió Bu—. Sólo miren.
Los nurs, acostumbrados al silencio y la obediencia, miraron.
—Vaya —dijo uno después de un rato—. ¡Es asombroso!
—¡Miren! —exclamó Ko, el mejor amigo de Bu—. ¡Esa espiral de azules y verdes que recorre todo el Diseño! Y hay cinco hematitas alrededor de una arenisca amarilla…, como una flor.
—Toda esa sección de basalto marrón… ¿atraviesa el dibujo, no es así? —dijo la pequeña Ga.
—Forma otro dibujo. Un dibujo diferente —dijo Bu—. Quizá forma un dibujo inmanente de significado inefable.
—Vamos, Bu —dijo Ko—. ¿Es que eres un Profesor o algo parecido?
Los otros rieron, pero Bu estaba demasiado excitada para darse cuenta de que resultaba graciosa.
—No, no lo soy —dijo con vehemencia—, pero miren esa piedra verdiazul, allí, la última de la espiral.
—Serpentina —dijo Ko.
—Sí, lo sé. Pero si el Diseño del Decano significa algo... Él dijo que esa parte significa «Dispongo las piedras con hermosura»... Entonces, ¿no podría la piedra verdiazul ser una palabra diferente? ¿Con un significado diferente?
—¿Qué significado?
—No lo sé. Creí que quizá tú lo sabrías. —Bu miró con esperanza a Un, un nur anciano, lisiado desde la juventud a causa de un desprendimiento de rocas, tan bueno en la conservación de los diseños que los obls le habían permitido seguir con vida. Un miró con atención la piedra verdiazul y la curva de piedras del mismo color, y al fin habló lentamente:

—Quizá dice «El nur coloca piedras».
—¿Qué nur? —preguntó Ko.
—Bu —contestó la pequeña Ga—. Ella colocó la piedra.

Bu y Un abrieron mucho los ojos, perplejos.

—¡Los diseños nunca hablan de los nurs! —dijo Ko.
—Quizá sí los diseños de colores —dijo Bu, muy agitada y parpadeando deprisa.
—«El nur —dijo Ko, siguiendo la curva de verdiazul con los tres ojos—, el nur coloca las piedras hermosamente en ingobernables sinuosidades...» ¡Dios mío! ¿Qué es todo esto? —Continuó leyendo la curva:— «… en ingobernables sinuosidades que pre…» ¿Qué es eso? Oh, «que prefiguran lo visto».
—«La visión» —sugirió Un—. «La visión de…» No conozco la última palabra.
—¡Ven todo eso en los colores de las piedras? —preguntó Ga, maravillada.
—En los dibujos de los colores —respondió Bu—. No son accidentales. Tienen significado. Todo el tiempo hemos estado componiendo dibujos… no sólo los que los obls diseñan y nosotros hacemos, sino otros dibujos… dibujos de nur… con significados nuevos. ¡Miren, mírenlos!

Puesto que estaban acostumbrados al silencio y la obediencia, todos miraron los diseños de las terrazas interiores del Colegio de Obling. Vieron cómo la disposición por forma y tamaño de los guijarros y las piedras más grandes formaba cuadrados, rectángulos, triángulos y dodecaedros regulares, zigzags y diseños rectilíneos de gran belleza y ordenado significado. Y vieron cómo la disposición de las piedras por color había creado otros diseños, menos completos, a menudo apenas esbozados o insinuados: círculos, espirales, óvalos y complejos laberintos y marañas curvilíneas de gran belleza y significado imprevisible. De este modo, un largo lazo de cuarcitas blancas atravesaba la doble línea recta de piedras cuarto-palmo; y la sección romboidal de areniscas medio-palmo parecía ser sólo un elemento en una larga medialuna de pálidos amarillos.
Ambos diseños estaban allí; pero ¿se anulaban mutuamente o eran partes inseparables? Resultaba difícil ver los dos a la vez, pero no imposible.

Después de un largo rato, la pequeña Ga preguntó: —¿Hicimos todo eso sin saber que lo estábamos haciendo?
—Yo siempre me fijo en los colores de las rocas
—dijo Un en voz baja, mirando al suelo.
—Y yo también —dijo Ko—. Y en el grano y la textura. Yo empecé esa parte sinuosa de las Facetas del Cristal —dijo, señalando una antigua y famosa sección de la terraza, diseñada por el gran Oholothl—. El año pasado, después de la última inundación, cuando perdimos tantas piedras del diseño, ¿recuerdan? Traje un montón de amatistas de las Cavernas de Ubi. ¡Me encanta el púrpura! —El tono de Ko era desafiante.

Bu miró un círculo de turquesas pequeñas y lisas incrustadas en una esquina de una serie de rectángulos entrelazados.

—A mí me gusta el verdiazul —dijo Bu en un susurro—. Me gusta el verdiazul. A él le gustan los rojos. Nosotros vemos los colores de las piedras. Nosotros hacemos el dibujo. Nosotros hacemos el dibujo hermoso.
—¿Crees que debemos decírselo a los Profesores? —preguntó la pequeña Ga, excitada—. Quizá nos darían más comida.
El viejo Un abrió mucho los ojos. —¡Ni una palabra de esto a los Profesores! No les gusta que los diseños cambien, ya lo sabes. Los pone nerviosos. Podrían llegar a castigarnos.
—No tenemos miedo —dijo Bu en un susurro.
—Ellos no lo entenderían -dijo Ko—. Ellos no se fijan en los colores. Ellos no nos escuchan. Y si lo hicieran, pensarían que eran palabras de nur, que no significan nada. ¿No es así? Pero yo voy a volver a las Cavernas a buscar algunas amatistas para terminar esa parte sinuosa —dijo, señalando a las Facetas del Cristal, donde las reparaciones apenas habían comenzado—. Ellos ni siquiera las notarán.

El travieso blit de Ga, hijo del profesor Endl, estaba arrancando los guijarros del Triángulo Superior, y tuvieron que darle una zurra.

—Oh —suspiró Ga—, ¡está hecho un pequeño obl! Ya no sé qué hacer con él.
—Irá a la Escuela el año que viene —dijo Un secamente—. Allí sabrán qué hacer con él.
—¿Y qué haré yo sin él? —dijo Ga.

El sol ya estaba alto en el cielo ahora, y se veía a los Profesores mirando hacia las terrazas desde las ventanas de sus habitaciones. No les gustaría nada ver a nurs holgazaneando, y los blits estaban absolutamente prohibidos entre los muros del colegio. Bu y los otros se apresuraron a regresar a las madrigueras y a los lugares de trabajo.

Ko fue a las Cavernas de Ubi ese mismo día, y Bu lo acompañó; regresaron con sacos de hermosas amatistas y trabajaron varios días completando la parte sinuosa, que ellos llamaban las Olas Púrpura, de las Facetas del Cristal. Ko trabajaba con alegría y cantaba y bromeaba, y por la noche Bu y él hacían el amor. Pero Bu seguía inquieta. Continuaba estudiando los diseños de color de las terrazas, y encontraba más y más de ellos, y más y más significados e ideas.

—¿Todos hablan de los nurs? —preguntó el viejo Un. La artritis lo mantenía alejado de las terrazas, pero Bu lo ponía al corriente de sus descubrimientos a diario.
—No —dijo Bu—, la mayoría hablan de obls y nurs. Y de blits también. Pero los hicieron los nurs. Así que son diferentes. Los diseños de los obls en realidad no hablan nunca de los nurs. Sólo de los obls y de lo que los obls piensan. Pero cuando empiezas a leer los colores, ¡dicen cosas tan interesantes!

Bu estaba tan agitada y era tan persuasiva que otros nurs de Obling empezaron a estudiar los diseños de color, aprendieron a leer sus significados. La práctica se extendió a otras madrigueras, y pronto a otras ciudades. Antes de que pasara mucho tiempo, y a todo lo largo del río, otros nurs descubrían en sus terrazas extraños diseños de piedras de colores, y sorprendentes mensajes relativos a obls, nurs y blits.
Sin embargo hubo muchos nurs que se negaron firmemente a ver diseños en el color o a admitir que el color de una piedra pudiera tener significado. —Los obls confían en que nosotros no cambiemos las cosas —decían estos nurs—. Nosotros somos sus nurobls. Ellos nos necesitan para cuidar de los diseños, para tranquilizar a los blits y mantener el orden. De este modo ellos pueden dedicarse al trabajo importante. Si empezamos a inventar nuevos significados, a cambiar las cosas, a alterar los dibujos, ¿a dónde iremos a parar? Eso no es justo para los obls.
Pero Bu no prestaba oídos a estas cosas; sólo pensaba en lo que había encontrado. Ya no volvió a escuchar en silencio, sino que habló. Recorría las casas de trabajo y hablaba. Y una noche, armándose de valor y llevando al cuello, sujeta por un cordón, una turquesa perfecta, que ella llamaba la piedra de sí misma, subió a las terrazas. Pasó entre los sorprendidos Profesores y llegó al Mosaico del Rectorado, donde Astl la Rectora, una maestra venerable, se paseaba en solitaria meditación con el antiquísimo rifle colgado a la espalda y envuelta en las espirales de humo que salían lentamente de la pipa. Ni siquiera un Profesor Titular se hubiera atrevido a interrumpir a la Rectora en un momento tan sagrado. Pero Bu fue directamente hacia ella, se inclinó, se cubrió los ojos, y con voz trémula pero clara dijo: —iSeñora Rectora, señoría! ¿Podría la Señora Rectora en su bondad responder a una pregunta?
A la Rectora le desagradó y le encolerizó sobremanera aquel comportamiento escandaloso. Se volvió al Profesor más cercano y dijo: —Esta nur está loca. Llévesela de aquí, por favor.
Condenaron a Bu a diez días de cárcel y a ser violada por los Estudiantes cuando tuvieran ganas, y luego la enviaron a las canteras de losas durante cien días.
Cuando regresó a la madriguera, estaba embarazada de una de las violaciones y muy delgada por el trabajo en las canteras, pero todavía llevaba la turquesa. Los compañeros de madriguera y los amigos del trabajo la recibieron con canciones que habían compuesto con los significados de los dibujos de color de las terrazas. Ko la consoló con tierno afecto esa noche, y le dijo que el blit de ella sería el blit de él y el nido de ella sería también el nido de él.
No muchos días después, Bu entró en el colegio (por las cocinas) y se dirigió (con ayuda de los nurs-sirvientes) a la habitación privada del Canónigo.
El Canónigo del Colegio de Obling era un obl muy anciano, célebre por sus conocimientos de lingüística metafísica. Se despertaba despacio por las mañanas. Esa mañana se despertó despacio y miró con cierta perplejidad a la nur-sirviente que había venido a descorrer las cortinas y a servirle el desayuno. No parecía la misma de siempre. El Canónigo casi hizo ademán de buscar el rifle, pero estaba demasiado soñoliento.

—Hola —dijo entonces—. Eres nueva, ¿no es cierto?
—Quiero que me conteste a una pregunta —dijo la nur.

El Canónigo se despertó un poco más y miró a la extraña criatura.

—¡Al menos ten la decencia de cubrirte los ojos, nur! —dijo, aunque en realidad no estaba demasiado enfadado. Era tan viejo que ya no estaba seguro de cuáles eran las normas, y los posibles cambios ya no lo alteraban tanto como en otro tiempo.
—Nadie más puede contestarme —dijo la nur—. Por favor, contésteme. ¿Sabe usted si una piedra verdiazul en un dibujo puede ser una palabra?
—Oh, sí, desde luego —dijo el Canónigo, despabilándose—. No obstante, el significado verbal del color cayó en desuso hace mucho tiempo. Sólo es de interés para anticuarios, para viejos quisquillosos como yo, ja. Las palabras-color ya no se encuentran ni siquiera en los viejos diseños. Sólo en los Libros de Registro más antiguos.
—¿Qué significa?
El Canónigo se preguntó si no estaría soñando: ¡discutiendo de lingüística histórica con una nur antes del almuerzo! Aunque era un sueño divertido.
—El matiz verdiazul, como esa piedra que llevas al cuello, se empleaba como forma adjetiva dentro de un dibujo, y podía significar una cualidad de volición sin límites. Como nombre, el color habría significado, ¿cómo lo diría?, una ausencia de coerción, una falta de control, un estado de autodeterminación.
—Libertad —dijo la nur—. ¿Significa libertad?
—No, querida -dijo el Canónigo—. Lo significó. Pero no ahora.
—¿Por qué?
—Porque la palabra es obsoleta —respondió el Canónigo, empezando a cansarse de ese inexplicable diálogo—. Ahora, sé una nur buena y dile a mi sirvienta que me traiga el desayuno.
—Mire por la ventana -dijo la nur, con la mirada extraviada y con tanta vehemencia que el Canónigo se alarmó…—. ¡Mire por la ventana las terrazas! ¡Mire los colores de las piedras! ¡Mire los diseños que los nurs, el significado de lo que hemos escrito! ¡Mire la libertad! ¡Oh, por favor, mire!

Y con esta súplica final, la increíble aparición se desvaneció. El Canónigo se quedó mirando la puerta de la habitación, que se abrió al momento. La nur-sirviente de siempre entró con la bandeja de té de musgo y el humeante liquen ahumado.

—¡Buenos días, Señor Canónigo, señoría! —dijo ella con animación—. ¿Ya despierto? ¡Hace una hermosa mañana! —Y después de dejar la bandeja junto a la cama, descorrió las cortinas.
—¿Ha estado aquí hace un momento una joven nur? —preguntó el Canónigo, muy nervioso.
—Ciertamente no, señor. Al menos, no que yo sepa —dijo la nur-sirviente.
¿Lo había imaginado o la nur lo había mirado un momento directamente, deliberadamente? ¿ Había tenido la audacia de mirarlo? Eso no era posible.
—Las terrazas están preciosas esta mañana —continuó ella—. Su Canonidad debería echar un vistazo.
—Fuera de aquí, fuera —gruñó el Canónigo, y la nur se cubrió los ojos y salió haciendo una reverencia afectada.

El Canónigo tomó el desayuno en la cama y después se levantó. Fue hasta la ventana para mirar las terrazas del colegio a la luz de la mañana.
Por un momento, pensó que estaba soñando de nuevo, porque vio dibujos enteramente diferentes a aquellos que había visto durante toda su larga vida en esas terrazas, significados inimaginables, una asombrosa novedad de sentido y belleza... y entonces abrió los ojos de par en par y parpadeó; y ya no estaba. El orden familiar y verdadero de las terrazas se revelaba claro y regular a la luz matinal. Y no había nada más que ver. El Canónigo se partó de la ventana y abrió un libro.
Por eso no vio la lara fila de nurobls que salían de sus madrigueras y sus lugares de trabajo bajo los muros de cantos rodados, y se acercaban cargando a su blits y bailando, bailando y cantando en las terrazas. Escuchó los cantos como un ruido sin significado. Sólo cuando la primera piedra voló a través de la ventana se decidió a levantar la cabeza y gritó agitado: —¿Qué significa esto?