La multitud se
arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los
pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a
deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo
estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que
lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.
Había descosido
el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese
bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban
a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio.
Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer,
empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba
inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo
desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en
su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería
contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una
voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de
Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par
de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo
tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su
sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la
pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer
la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud había
retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas
cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un
pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a
medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un
instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han
disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud
inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue
arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.
-¡Échense atrás!
¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue hacia
un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir
de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de
un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a
su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido
en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver
a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la
Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo
hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba.
Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación
y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente
el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero
ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba
el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los
pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el
bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche
tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de
la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había
abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la
colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía
delante.
►Frunció
intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando
ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén
un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle
Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor
Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh,
Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor
Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles
huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría
unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre
cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era
realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del
arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había
escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su
dirección.
Howard tenía
intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y
recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo.
Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el
aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía
apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado
a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell,
porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no
mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían.
George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter el
sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se
daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo;
después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger
algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la
estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la
planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste,
cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era
estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto
a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su
apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo:
quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas
monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del
sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el
teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al
tercer timbrazo.
-Hola, Mary
-dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de
vacilación.
-¿Hecho? ¿De
veras, Howard? No estarás...
No, no estaba
bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por
teléfono.
-Te quiero.
Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard! -Se
echó a llorar.
-Mary,
probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos.
-Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos,
de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me
menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te
pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu
casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no
lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de
nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no
era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que
no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella,
con un hilo de voz.
-No estés
llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que
tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal
antes de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se
dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña
encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró
de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el
fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a
Mary y nunca había pensado en encender el fuego.
Mary vivía
directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste.
Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e
interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién
interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella
inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando
con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa...,
indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la
calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que
la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera
que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y
era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y
George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa
cuando llegara la policía.
Hizo una
momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó
imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell
estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su
comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla!
¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que
al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña.
George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el
comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer;
cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary
como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus
movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de
que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo.
Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes
antes a los que George había arrojado de su vida.
Pero Howard no
había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary
estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a
nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus
citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al
terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero
George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con
George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como
aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica
que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George
estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a
Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me
ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado
siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin
querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había
dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era
como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una
prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía
expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de
una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco
al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había
hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca
podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una
mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes
intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell
había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas
negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se
especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro
interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en
ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se
comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por
George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver
si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas
del horno.
Mary amaba a
George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que
odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a
defenderlo de nuevo.
-Pero George fue
tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente
sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard
intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con
Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la
sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero casarme
contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido
en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle
comprender que haría cualquier cosa por ella.
-Yo también te
quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza
trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma
de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva.
Howard había decidido seguirla...
Ahora estaba de
rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo
bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente
difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó
quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas
trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía
tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de
que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y
más ardiente.
Howard añadió más
leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho
fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante
más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras.
Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para
conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo
completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar
el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las
llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba
pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la
policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba
imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara
con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a
la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles
quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre,
Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.
Se humedeció los
labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en
Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.
Por un alocado y
ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar
con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a
los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas
las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple
hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...
Oyó una llamada a
su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar
por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir
a verlo a él. De pronto empezó a temblar.
-¿Quién es?
-preguntó.
-La policía.
Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?
Howard miró al
fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más
que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda,
pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho
a Mary. Abrió la puerta y dijo:
-Yo soy Howard
Quinn.
Eran dos
policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard
vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en
la habitación.
-Supongo que sabe
usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en
comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era
una mirada amistosa.
Por un momento
Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo,
pensó; todo.
-Está bien -dijo.
El agente más
bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado
quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un
viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías
intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada.
Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer
preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había
quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la
casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de
Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se
preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de
traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental
después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se
derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que
lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo
a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla
enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a
hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para
ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de
todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera
matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se
detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se
dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y
cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a
una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un
alto escritorio, como un juez.
-Howard Quinn
-anunció uno de los policías.
El agente en el
escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn. El
joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el
Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró
Howard.
-Eso pensé. Su
dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean
formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para
usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no acababa
de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías
sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando
en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué
está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.
-Sí -Howard miró
a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera
derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero
que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber
que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que
amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y
monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías,
Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el
arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había
hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard
se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté
trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a
las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna
casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a
donde fuera?
Howard intentó
imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía
que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo
sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con
un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba quemando
alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo
que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el
capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy
bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo
sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa estaba
quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió sin
decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn
-dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde
atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y
la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la
vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta
usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con
voz más fuerte aún.
Estaba allí por
otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y
salir huyendo!
-Yo... no...
-Su víctima no ha
muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se
halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede
permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo
que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha
cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un
hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una
mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo
hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió
de pronto.
La mujer había
cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había
proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado
contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había
abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la
llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la
vista al furioso rostro del capitán.
-Estoy dispuesto
a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al
hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de
homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una
fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que
los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther,
su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.
-¿Puedo hacer una
llamada telefónica?
El capitán hizo
un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el
número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó.
Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en
educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor
Luther.
-Hola, señor
Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el
coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero....
¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?
-Traeré el cheque
yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado
de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado
que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las
gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía
que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe.
Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.
Se dirigieron a
un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción
dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.
El hombre estaba
en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y
suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco
o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que
parecían extremadamente cansados.
-Señor Rosasco
-dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo
atropelló.
El señor Rosasco
asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento mucho
-dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione
el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de
la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del
tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las
arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la
cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que los
había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el
uno al otro.
-¿Reconoce a este
hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco
negó con la cabeza.
-No vi al
conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo
lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...
Howard encajó los
dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente
grande.
-Era un coche
verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba
comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un
sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un coche
negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es
verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió
una sola vez, rígido.
-A las seis
empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo
alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al
señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los
dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia
atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un
poco.
-Creo que será mejor
que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por
nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.
Lo último que vio
Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en
la almohada, con los ojos cerrados.
El recuerdo de su
rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...
Cuando llegaron
de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de
hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El
señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro
preocupado.
-¿Qué es todo
esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió,
con rostro avergonzado.
-No estaba seguro
de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.
El señor Luther
lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
-Bien, ya les he
dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias, señor.
Uno de los
hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con
penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas
preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George
Frizell?
-Sí.
-¿Puedo
preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba..., iba
en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y
tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a
un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice -admitió
Howard.
El detective
asintió con la cabeza.
-¿Sabe que
alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos
dieciocho minutos?
El detective
sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera...
Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell
hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue.
Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de
Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.
-Eso simplemente
no es cierto.
El detective se
encogió de hombros.
-Está muy
histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es
cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé
el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.
-Usted es el
novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió
Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...
-¿Quería usted
apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté.
¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto!
-balbuceó.
-Frizell veía a
Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó
alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?
-No. Por supuesto
que no.
-¿No estaba usted
celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas
cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue
un signo de interrogación.
-¿No? -preguntó,
sarcástico.
-Escuche, Shaw
-dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su
escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa
quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted
quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán
McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta
noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la
cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba quemando
un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más
tiempo en mi armario.
El detective
apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.
-Eran unos
momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de
atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba
quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?
-No -dijo Howard.
-¿No arregló
usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese
gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard miró
al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.
-¿No mató usted a
Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el
camino?
-Shaw, eso es
imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que
ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y
ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas!
¡Enfréntate a ello!
El detective
mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted
para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se
dedica?
-Soy el vendedor
para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las
escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes
de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco.
-Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se
mantenía..., como un muro de piedra.
-Muy bien -dijo
el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos
trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias,
nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego
añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del
bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró
con el ceño fruncido.
-No, nunca lo
había visto antes.
El hombre volvió
a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que
deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió la
mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es George
Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se
humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de
golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.
-Un amigo de una
amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la muchacha?
¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?
Howard no
respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo ha
acusado?
-Sí -dijo Howard.
La mano del señor
Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le iría
bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio
cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará
probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre
eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la
lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a
toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el
señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor
Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño
vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba
diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser
más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus
lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de
que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.
-Tengo que llamar
por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de
la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en
casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina
telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la
voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary. Soy
yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté todo
-dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo
dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y
lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó los
dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a
cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego permaneció
de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía
desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard
telefoneaba.
-La gente tiene
que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que
pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en
usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita
Purvis?
-No pude
comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos más
tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un
taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la
Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente
caminar un poco desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle
Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que
pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección
a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con
el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza
alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía
completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá
donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una
multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la
cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.
Un asunto
insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia
casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no
retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó
a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial,
tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.
Luego, casi con
la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había
causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había
empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si
Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un
psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado
llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado.
No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una
coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary
quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de
ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de
cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos
que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto
contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un espacio
para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche
junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
El olor a tela
quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la
sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de
nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de pronto
que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.
La multa le había
sido impuesta exactamente a las 5:45.